Kitabı oku: «Estado y periferias en la España del siglo XIX»
ESTADO Y PERIFERIAS EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX. NUEVOS ENFOQUES
Salvador Calatayud
Jesús Millán
M.ª Cruz Romeo (eds.)
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
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© MNAC-Museu Nacional d’Art de Catalunya, Barcelona, 2009 Fotógrafos: Calveras / Mérida / Sagristà
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Fotocomposición, maquetación y corrección: Communico, C.B.
ISBN: 978-84-370-7392-7
Depósito legal: V-2005-2009
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ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
EL ESTADO EN LA CONFIGURACIÓN DE LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA. UNA REVISIÓN DE LOS PROBLEMAS HISTORIOGRÁFICOS
LOS LIBERALISMOS Y LA AGRICULTURA ESPAÑOLA EN EL SIGLO XIX
LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA EN LA FORMACIÓN DEL ESTADO ESPAÑOL (1837-1890)
LOS GRUPOS DIRIGENTES EN LA CATALUÑA URBANA Y SU RELACIÓN CON EL ESTADO CENTRALISTA, 1844-1868
¿UN REFORMISMO IMPOSIBLE? ORGANIZACIÓN OBRERA Y POLÍTICA INTERCLASISTA (CATALUÑA, 1820-1856)
TRABAJO INDUSTRIAL Y POLÍTICA LABORAL EN LA FORMACIÓN DEL ESTADO LIBERAL: UNA VISIÓN DESDE CATALUÑA (1842-1902)
CATALUÑA Y EL COLONIALISMO ESPAÑOL (1868-1899)
GOBIERNO Y GOBERNANTES DE VIZCAYA (1840-1868): UN ENSAYO DE INTERPRETACIÓN SOCIAL
EL PAÍS VASCO Y EL ESTADO LIBERAL: UNIDAD CONSTITUCIONAL Y ENCAJE IDENTITARIO
NOTA SOBRE LOS AUTORES
ÍNDICE ONOMÁSTICO
EL ESTADO EN LA CONFIGURACIÓN DE LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA. UNA REVISIÓN DE LOS PROBLEMAS HISTORIOGRÁFICOS
Salvador Calatayud, Jesús Millán y M.ª Cruz Romeo
Universitat de València
EL CAMBIO SOCIAL Y EL ESTADO-NACIÓN DEL SIGLO XIX
Los problemas que se abordan en este libro se sitúan en una fase decisiva en la configuración de nuestra realidad actual, pero, no obstante, aparecen hoy como una cierta «fase intermedia». A menudo se ha repetido que España como realidad política dispone de raíces históricas lejanas, si bien éstas no pueden considerarse como un precedente obligado de su configuración como Estado en los dos últimos siglos. Por otra parte, el papel, a veces trágico y siempre decisivo, que han desempeñado los Estados nacionales en la configuración de nuestro mundo actual hace necesaria su revisión en una época en que esta forma política, aunque persiste de modo notablemente alterado, no ostenta el monopolio del poder público, ni se prevé que tenga en el futuro el protagonismo que alcanzó tiempo atrás en la organización de las sociedades.
El Estado nacional –que no pocas veces ha sido más una autodefinición que una realidad indiscutible– ocupa, como señalan los estudiosos, una época reducida de la evolución histórica: la que ha estado protagonizada, en los siglos XIX y XX, por una organización de poder público dominante y con pretensiones de exclusividad, que se presenta diferenciada de los lazos personales y que pretende responder a un conjunto social que comparte vínculos culturales y de conciencia histórica.[1] Así pues, entre las tendencias hacia el monopolio estatal que se dieron desde el ascenso del absolutismo monárquico y el cuestionamiento del dirigismo del Estado, propio de la Europa más desarrollada de finales del siglo XX, el Estado-nación como proyecto con pretensión de un protagonismo indiscutido requiere ser analizado. Esta necesidad dispone de argumentos especiales en el caso de España. A sus controvertidas raíces, en una época que se remonta a la Baja Edad Media, se añaden otras dimensiones, en cuanto a las peculiaridades de ese Estado en el ejercicio de las funciones que se consideran características de la evolución general seguida en Europa, hasta mediados del siglo XX.
Desde este ángulo, España muestra una trayectoria que va desde un conglomerado dinástico –cohesionado de manera territorialmente asimétrica, pero con un énfasis especial en la exclusividad de la ortodoxia religiosa– a la aparición de algunas brechas en su identidad, precisamente a comienzos del siglo XX, en el período hegemónico del nacionalismo de los Estados y del naufragio de las últimas fórmulas dinásticas que habían sobrevivido de etapas anteriores. Este camino también se ha podido sintetizar bajo la fórmula que lleva de un imperio a una nación. Sin embargo, no se dio un reemplazo obvio de una fórmula por la otra.[2] El ascenso de la fórmula estatal fue acompañado precisamente de un reforzamiento del ya minoritario factor colonial, cuya pérdida, en 1898, redundaría en la doble crisis del Estado y de la nación en la vieja metrópoli.[3] También ha sido objeto de debate hasta qué punto este proyecto de Estado nacional fomentó el tipo de desarrollo capitalista que, pese a todas las luchas sociales, era capaz de cohesionar de modo profundo la sociedad de clases y legitimar la identidad nacional, a la manera que fue característica de Europa en la primera mitad del siglo XX.
España ofrecía la imagen de una sociedad agraria desgarrada a menudo por grandes desigualdades y conflictos sociales, pero, a la vez, esta idea ni era generalizable ni respondía a un orden de simple estancamiento. Además, en su interior se contaba con experiencias de industrialización antiguas y arraigadas, como sucedía desde finales del Setecientos en Cataluña, y la que un siglo después se produjo en otros ámbitos de la periferia, con especial intensidad en Vizcaya y de modo mucho más gradual en el País Valenciano. En fases intermedias, había habido otros brotes industriales, que a largo plazo no se consolidaron, como sucedió en Andalucía. Hacia comienzos del siglo XX, en el arranque de la sociedad de masas en Occidente, estos desequilibrios y desigualdades se sumaron a otras herencias del pasado, en especial a la diversidad cultural y lingüística, para fomentar espacios identitarios diferentes, que se contraponían a los designios de homogeneidad desarrollados por el Estado-nación. Éste, sacudido por las oleadas de conflictividad social y afectado por la falta de credibilidad política, parecía responder a un proyecto dominante, pero incapaz de obtener unos consensos activos suficientemente integradores.
A un siglo de distancia de la «doble revolución» industrial y política con que suele identificarse el nacimiento del mundo contemporáneo, la trayectoria seguida por España alimentaba algunas paradojas. El colapso, en 1808, del absolutismo dinástico que había dominado el imperio transatlántico hispano forma parte de las grandes sacudidas que alteraron los centros neurálgicos del orden mundial previo al triunfo del capitalismo, como había sucedido poco antes con la Revolución Francesa. Sin embargo, las realizaciones conseguidas luego, bajo el orden del Estado-nación, han resultado en España más controvertibles para la historiografía. Para buena parte de ella, esto reflejaría una evolución que, al menos en ciertos aspectos considerados como definitorios, alejaría el caso español del protagonismo del culto al nacionalismo de Estado como fuente última de recursos integradores y movilizadores, en la etapa capitalista previa a la sociedad del consumo de masas. El colapso de la España de comienzos del siglo XIX, uno de los «eslabones fuertes» del viejo orden a escala mundial, no fue el preludio de su transformación en una pieza sólida del nuevo sistema de los Estados nacionales.[4]
Sin duda, este planteamiento no es el único en la historiografía actual. En la década de 1990, bajo el doble impacto de la consolidación de la democracia tras la dictadura franquista y la integración española en Europa, se incrementaron los estudios que discutían con razón el dramatismo de las supuestas peculiaridades de la historia española reciente, que habían sido sistemáticamente interpretadas en el sentido de un fracaso excepcional. Sin embargo, el propósito de este libro se aleja de este planteamiento. En nuestra opinión, corregir los rasgos excepcionalmente negativos que se han atribuido a la España de los dos últimos siglos no debe desembocar necesariamente en su inclusión en una supuesta y mal definida «pauta normal». El esquematismo de un enfoque de este tipo está lastrado por el carácter circular y la incapacidad para plantear problemas relevantes en la investigación histórica que, reiteradamente, se han señalado en la teoría de la modernización.
La orientación de los trabajos que aquí se incluyen parte, por el contrario, de la necesidad de analizar problemas históricos concretos y significativos, tanto desde la perspectiva actual de la investigación como desde el punto de vista comparativo. Aquí hemos ensayado una perspectiva determinada, pero suficientemente amplia, como es la de las relaciones entre el nuevo Estado que se construyó sobre el colapso del viejo absolutismo y el panorama heterogéneo y desigual de fuerzas e intereses que emergían de una sociedad cambiante y que, con demasiada frecuencia, se han catalogado a efectos de la argumentación histórica a partir de supuestos o simplificaciones poco contrastados. A estas alturas, nos parecía que el avance de las investigaciones hacía necesario someter a discusión muchas de las explicaciones heredadas.
Son evidentes los riesgos que ello conlleva, pero también nos parecía arriesgado y empobrecedor no intentar ir más allá de los estudios parciales, aunque necesariamente haya de ser siempre de modo provisional. Muchos de estos estudios vienen sugiriendo un plano de discusión más elevado, a partir de sus mismos resultados, a fin de superar algunas de las escisiones más llamativas en los estadios interpretativos de la historiografía actual. Sobre todo, la inercia de algunos de los planteamientos más arraigados no acaba de ser cuestionada por el conjunto de estudios empíricos que en las últimas décadas matizan considerablemente, o parecen dejar obsoletas, algunas de las claves explicativas heredadas en la historiografía.
El debate sobre los vínculos y apoyos sociales del Estado-nación no representa una tarea simple en el terreno de la investigación histórica. Tampoco está exenta del riesgo de las simplificaciones en ámbitos a menudo tentadores para el reduccionismo, como durante tanto tiempo han sido el de la política y los intereses presentes en la sociedad. Sin embargo, la importancia de este marco social en que se apoyó el Estado nacional español del siglo XIX es fácil de percibir como trasfondo de múltiples argumentaciones o debates de primer orden en nuestros días. El carácter que tuvo el Estado centralista, el alcance de su actuación en los diversos ámbitos y el tipo de intereses que lo condicionaban desempeñan un papel importante, cuando se analizan hoy cuestiones de cohesión o identidad nacional y se discute la expansión de las infraestructuras, la educación o múltiples aspectos de la vida pública hasta un pasado próximo a nosotros. A menudo, las teorías han supuesto que la generalización de un sistema de Estados nacionales era una pauta obligada en el mundo avanzado. No obstante, las investigaciones históricas muestran que su traslación a la realidad social tuvo más dificultades de las que se habían pensado como norma.
España contaba con una cierta tradición como entidad política antes del ingreso en la época de los Estados. ¿Fue el suyo un comienzo acertado? ¿O las hipotecas derivadas de los intereses en que se apoyaba la nueva formación política esterilizaron pronto los posibles impulsos innovadores? Desde las últimas décadas del siglo XIX se ha ido nutriendo preferentemente una consideración negativa de este problema. En su origen, ésta derivaba de un doble contexto, que iniciaba la época de la sociedad de masas y de la creciente internacionalización del capitalismo. Cuando estos procesos comenzaban su ascenso en el espacio europeo, en los inicios del siglo XX, España vivía una etapa de estabilidad institucional y política que, por primera vez en mucho tiempo, parecía insertarla en una cierta normalidad con respecto a otros Estados-nación de la Europa más próxima. Sin embargo, dicha estabilidad se asentó en el caso español bajo unas premisas que, en pocos años, socavarían la imagen de estabilidad del Estado y abrirían el cuestionamiento sobre su adecuación con respecto a sus cometidos dentro de una sociedad a la altura de los tiempos. En efecto, la imagen del atraso económico español, ante el auge y la competencia de otros países, se combinó con el carácter claramente ficticio de la política institucional, hasta llegar a consolidar el dictamen de una trayectoria fracasada en lo que se aceptaba que eran los cometidos de un Estado y sus vías de legitimación y de obtención de apoyos efectivos. La derrota en la guerra contra Estados Unidos y la pérdida de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en 1898, acabó de dar fuerza a esta valoración, por encima incluso de los múltiples signos de dinamismo económico que se comprobaron en las décadas siguientes.
Cuando habían pasado seis décadas del final de la monarquía absoluta, casi un siglo después del arranque nacional que había supuesto el alzamiento contra los franceses en 1808, era sobre todo la construcción del edificio estatal en España lo que parecía no haber respondido a las expectativas que hacían en todas partes del Estado-nación el máximo agente civilizador y de cohesión social. El significado social del Estado y su papel en el desarrollo económico y de la identidad nacional se convertirían desde entonces en tres problemas discutidos. La explicación de lo que entonces se consideró un país «sin pulso» apuntó a lo que se pensaba que había sido una dinámica errónea o fracasada, precisamente en una tarea, la construcción del moderno Estado nacional, que en otras partes obtenía mayores consensos o reconocimientos.[5]
Los planteamientos dominantes: las propuestas de la década de 1970
Diversos planteamientos han renovado la vieja cuestión que se refiere a los apoyos sociales del Estado. Los intentos esquemáticos de identificar «quién estaba detrás» del poder estatal o a qué intereses servía éste han sido reformulados, para centrarse en el proceso de la «formación del Estado» y los criterios hegemónicos en la realización de las tareas prioritarias que acometió antes del arranque de la sociedad de masas.[6] El surgimiento del Estado-nación no puede hacerse coincidir con un punto de partida absolutamente nuevo, que reemplazaría al orden político anterior y que acompañaría a la implantación, también ex novo, del capitalismo. Sin suponer esta interrupción brusca con respecto a la trayectoria anterior, sí puede observarse que implantar la figura estatal en el siglo XIX ofreció en todas partes suficientes oportunidades para definir de nuevo el orden social vigente. Ello sucedía bajo el estímulo de los desafíos que implicaba confrontar las jerarquías heredadas y sus intereses contrapuestos con las nuevas formas de legitimación de un poder que, ahora, se presentaba como único y pretendía reforzarse mediante el concepto generalista de nación.
La cuestión de cómo se realizó este engarce entre el nuevo poder político y las fuerzas sociales en el caso de España se ha contestado, mayoritariamente, apelando a algún tipo de profunda distorsión. El paso del viejo absolutismo dinástico de la monarquía católica imperial al Estado-nación no habría contado con apoyos sociales adecuados o suficientes, al menos para llevar a cabo las principales tareas que se acometieron en otros países próximos en el «largo siglo XIX». El colapso de la España del Antiguo Régimen y su trabajosa sustitución por la figura del Estado-nación mostrarían un caso en que la adopción de un proyecto chocó con formidables dificultades, al trasladarse a su escenario social y tratar de encontrar apoyos e interlocutores concretos que lo hiciesen viable. El escenario de fuerzas sociales, heredado de la historia anterior, desviaría los planteamientos teóricos de las nuevas instituciones, hasta hacer que la inercia de los intereses en presencia acabase de imponerse y asimilar la cada vez más débil capacidad innovadora del proyecto del Estado-nación.
Es lógico que estos puntos de vista se hayan desarrollado, teniendo en cuenta tanto el influjo del regeneracionismo en la historiografía española como el fracaso de la estabilidad democrática en la España del siglo XX.[7] Fue precisamente la «segunda generación» de políticos e intelectuales posteriores a la pérdida del imperio en 1898, la representada por Melquíades Álvarez, Manuel Azaña y José Ortega y Gasset, la que elaboró, hacia la década de 1910, un diagnóstico sobre los insuficientes y perniciosos apoyos del Estado español que se había construido en el último siglo. Fueron estas bases las que Azaña trataría de ampliar mediante la política de masas, cuando ésta se impuso en 1931. En gran medida, su actuación, inspirada por aquel análisis, se convirtió en el hilo conductor y el símbolo de la II República.
En realidad, esta actuación democrática fue una variante de la aspiración de «nacionalizar el Estado», reclamada también por portavoces del liberalismo clásico o, de un modo opuesto, del antiliberalismo tradicionalista, en el último cuarto del siglo XIX. Si recurrimos al diagnóstico de Azaña, en España «toda esta máquina formidable del Estado moderno», construida en el último siglo, «para nada nos sirve, no sabemos qué hacer con ella. Nos es tan inútil como un arma perfecta de precisión en manos de un ciego». Esta falta de adecuación social del Estado se explicaba, según su criterio, por la instrumentalización de ese Estado por una pequeña minoría o puñado de familias «que viven acampadas sobre el país».[8] De acuerdo con esta visión, por tanto, el Estado-nación, instrumento decisivo en la trayectoria que llevaría en Occidente a la sociedad capitalista desarrollada y a la política de masas, no habría sido capaz en España de cumplir mínimamente estas tareas, precisamente porque los sectores e intereses que más pesaban en él («las manos concupiscentes que lo vienen guiando») estaban muy lejos de reunir las características necesarias para estas transformaciones.
Con algunas variantes, el dictamen histórico que considera fracasado el Estado nacional español en una larga etapa, que en general se prolonga hasta el franquismo, ha sido muy influyente. Más de medio siglo después del discurso de Azaña, historiadores tan significativos como Manuel Tuñón de Lara aproximaban el Estado surgido con el liberalismo en España, pese a los llamativos trastornos que dieron lugar a su nacimiento, a las prioridades sociales del viejo régimen o consideraban que había mantenido el sistema señorial, al no transformar en ciudadanos a los trabajadores del campo.[9]
En estas circunstancias, si había que juzgarlo por sus caracteres y la realización de sus metas, apenas se podía hablar de un Estado en la España contemporánea, hasta fechas relativamente próximas a nosotros. La perspectiva representada por Azaña ha sido capaz de perdurar en lo fundamental dentro de la historiografía, mucho más allá de la coyuntura del regeneracionismo y sus derivaciones, en que había surgido. Si en 1911 Azaña presentaba el desolado escenario económico de la España imperial –«el hambre era la calamidad, la preocupación nacional»–, como antesala del posterior desaprovechamiento de la moderna maquinaria estatal, las visiones que hoy son habituales en los análisis insisten en algo parecido. El liberalismo y el derrumbe del Antiguo Régimen se habrían producido en un marco económico atrasado, poco adecuado para una confluencia entre las nuevas instituciones políticas y los sectores sociales que debían apoyarlas y desarrollarlas, de acuerdo con sus principios inspiradores.
Un ejemplo de ello es el eco que ha tenido el planteamiento de Perry Anderson. Según él, el absolutismo en España mantuvo hasta el final la lógica con que había surgido: la de una gran maquinaria de saqueo feudal. Sobre este poco evolucionado panorama, presidido por un ancien règime que «conservó sus raíces feudales hasta su último día», el colapso de las viejas formas de poder no podía generar el nacimiento de otras nuevas, sino sólo un espejismo, fácil de detectar en la década de 1970, cuando se plantearon dos grandes propuestas que concretaban las fuerzas sociales que protagonizaron el complejo proceso del que surgió la España contemporánea. Estas dos grandes perspectivas, que están representadas en las obras de Josep Fontana y Miguel Artola, han marcado en gran medida las perspectivas dominantes desde entonces. No respondían a un mismo planteamiento, si bien sus diferencias han pasado a segundo plano, al ser o hacerse compatibles con la corriente principal. Ésta ha actuado como un influyente telón de fondo que subraya la falta de apoyos sociales adecuados para la construcción del Estado nacional tras la crisis del Antiguo Régimen.[10]
Esta cierta confluencia final, divulgada sobre todo a través de valoraciones
compartidas por buena parte de la historiografía, arrancaba, sin embargo, de enfoques notablemente distintos. En el proyecto inicial de Fontana el problema decisivo era observar cómo una burguesía industrial, la surgida en Cataluña en el siglo XvIII, llegaba a romper sus lazos con el absolutismo, en el que se había desarrollado, y abrazaba un proyecto alternativo, identificado con la política liberal.[11] Según sus planteamientos, el desarrollo de la industria moderna en la periferia catalana se habría producido en el contexto escasamente favorable del absolutismo hispánico. Las cargas señoriales y los fuertes desequilibrios en el reparto de la riqueza y de la renta apenas permitían que surgiera un mercado capaz de sostener la industria. Al contrario, la escasa capacidad de demanda de la mayoría de la población y el reducido volumen de intercambios entre el interior agrícola y el núcleo urbano e industrial de Cataluña habrían supuesto un marco poco flexible para una integración del espacio económico. La expansión del siglo XvIII acabaría chocando con claras limitaciones. Éstas, sin embargo, se habrían podido compensar en virtud del dominio colonial en América que ejercía la Monarquía española. El dinamismo de la economía catalana en el Setecientos, de modo excepcional en el conjunto de los territorios españoles, se habría podido beneficiar de este imperio transatlántico, lo que habría hecho posible el desarrollo de un núcleo capitalista e industrial, localizado pero significativo, en un marco caracterizado por el absolutismo feudal.
La crisis fiscal y militar del Antiguo Régimen –visible en su desafortunada política con respecto a Francia, el vacío de poder creado a partir de la invasión napoleónica y, por último, la perspectiva de la pérdida del imperio colonial americano– hizo desaparecer los mecanismos que habían integrado la burguesía industrial. Una vez perdidos los mercados coloniales, que tenían un valor excepcional para los industriales, la única alternativa era el reducido y pobre mercado interior de la antigua metrópoli. El alineamiento liberal de la burguesía industrial, la más característica de España, se habría dirigido a potenciar e integrar el mercado nacional del que ahora, una vez desaparecido el imperio, esperaban obtener la demanda que sostuviera la industria. De ahí que su programa insistiera, por un lado, en la protección a través del Estado del mercado español, de modo que evitara la competencia de otros países más aventajados. A la vez, reclamaría una amplia reforma de las estructuras sociales del campo que potenciara la agricultura, abaratando los costes de producción de la industria y estimulando la demanda de la gran mayoría de los consumidores. Ambas tareas suponían, por tanto, una lógica notablemente novedosa, propia de un Estado capaz de responder a las nuevas fuerzas sociales. En especial, el requisito de la transformación de las estructuras sociales implicaría una forma de supresión radical del feudalismo, del tipo de la que habría tenido lugar durante la Revolución Francesa, incluyendo el fin radical de las cargas feudales sin redención y mayores facilidades para el acceso de los campesinos pobres a la propiedad. No obstante, la capacidad de un proyecto semejante para imponerse habría sido escasa. A fin de cuentas, el mundo de la industria catalana era un sector periférico y reducido, claramente minoritario en el conjunto de las fuerzas influyentes del liberalismo español. Por otro lado, éste era, como los de su época, fundamentalmente político y no disponía de un repertorio amplio para intervenir en problemas estructurales que afectaban a la gran mayoría de la sociedad. El alejamiento del Estado con respecto a las grandes cuestiones de alcance social se habría agravado, a través de un cierto reflejo de clase, al confrontarse con el insurreccionalismo y la marea de resistencia popular que habría acompañado al colapso del absolutismo. Ante la movilización de las capas populares de signo antiburgués –que Fontana ha visto, especialmente, en la base del carlismo y en el liberalismo exaltado de las ciudades–, la gran mayoría de los liberales habría aceptado clausurar los impulsos revolucionarios mediante el rápido establecimiento de un nuevo poder estatal. En un contexto marcado por la generalizada insurgencia popular, con coberturas políticas contrapuestas, el surgimiento del Estado liberal habría sido una operación profundamente conservadora. Por decirlo con la fórmula, muy invocada, que acuñó el mismo Fontana, se habría tratado de «una alianza entre la burguesía liberal y la aristocracia latifundista, con la propia monarquía como árbitro», que habría sacrificado los intereses del campesinado mayoritario.[12]
De esta forma, el Estado que surgió en España a partir del primer tercio del Ochocientos se habría caracterizado por dos tareas prioritarias que, desde la perspectiva de Fontana, consagrarían la mayor parte de sus limitaciones con respecto a otros Estados-nación en la Europa de la época. La primera sería llevar a cabo una transformación definitiva del viejo orden social, vigente aún en el mayoritario medio rural. El Estado había de ofrecer una alternativa al viejo feudalismo que, tras haber vivido una época de cierta expansión durante buena parte del siglo XvIII, había chocado con rigideces insuperables para mantener el crecimiento y, por fin, había vivido un colapso paralelo al de la misma monarquía absoluta desde 1808. El cúmulo de resistencias y movilizaciones populares, en opinión de Fontana sólo superficialmente relacionadas con las grandes divisorias políticas, cuestionaba las jerarquías sociales, lo que hacía más urgente para éstas, fuesen nuevas o antiguas, la necesidad de una estabilización política. El énfasis en una generalizada resistencia popular se planteaba de este modo como una consecuencia de la «transición del feudalismo al capitalismo», debate tan influyente en la historiografía marxista de las décadas de 1960 y 1970. El Estado liberal habría surgido con la prioridad de llevar a cabo esta transformación, a partir de un orden básicamente feudal y abiertamente cuestionado por el auge de la resistencia popular. Esta marea de oposición social se entendería a partir de la manera como caracterizaban los historiadores la estructura anterior y la trayectoria experimentada durante el último siglo de absolutismo. Se trataría de un régimen de explotación feudal, susceptible de ser analizado mediante la contraposición entre «señores» e «Iglesia», por un lado, y «campesinos», por otro, que había sido capaz de ofrecer unas ciertas condiciones de estabilidad a la mayoría de la sociedad, antes de desplomarse a partir de las crisis económicas y el colapso político. La antigua estabilidad de una amplia base de familias de pequeños productores rurales, obligados a satisfacer prestaciones a los señores, la Iglesia y la Corona, habría sufrido las consecuencias negativas de la acción de un Estado guiado por el entendimiento de fondo entre la vieja aristocracia y los nuevos propietarios, cada vez más conservadores. El acuerdo entre este amplio conjunto de elites se habría basado en el respeto a todo tipo de propiedad privada no eclesiástica, incluyendo los más que discutibles derechos señoriales, el recorte de los derechos y usos comunales y la aplicación del principio de «libre contratación» en el mercado. En conjunto, todo ello sólo podía beneficiar a los más acomodados y eliminaba las anteriores medidas de protección de los labradores pobres bajo el Antiguo Régimen.
La otra tarea perentoria del nuevo Estado acabó de reforzar esta imagen. Forzados a reparar la prolongada bancarrota del absolutismo, los liberales en el poder acabaron consolidando una reforma fiscal basada en el peso determinante de las cargas sobre el consumo y el pago en efectivo, de manera precipitada con respecto a la orientación mercantil de la agricultura. Sobre todo, el nuevo aparato hacendístico nacería en ausencia de una intervención estatal en los procedimientos recaudatorios, carecería de medios estadísticos propios durante largas décadas y, en definitiva, sería entregado a las manos de las oligarquías locales. Éstas traducían de manera contundente el citado pacto de oligarquías propietarias, que yugularía la capacidad del Estado y haría evidente su carácter antipopular. En cierto modo, los planteamientos de Fontana se construyen enfatizando la época de estabilidad alcanzada bajo el absolutismo. Aquel absolutismo poco propicio al surgimiento de fuerzas de signo capitalista, como afirmaba Anderson, sin embargo, habría sostenido etapas de estabilidad y de protección de una base rural de familias campesinas con amplios usos comunales. Como resultado, la formación del nuevo Estado estaría condicionada por su carácter de remedio instrumental de clase, al servicio de un conjunto de «propietarios» preocupados, ante todo, por evitar el desbordamiento de la ubicua resistencia «desde abajo». Esta efervescencia apenas se traduciría en fuerza política creativa en la construcción del Estado. De este modo, la ineficacia de cara al futuro del nuevo Estado iría acompañada para las clases populares de un saldo negativo. Éste se resume en un gran proceso de desposesión campesina, prolongado a través de indicios mayoritarios de atraso hasta finales del siglo XIX.[13]