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Joyitas

Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile

juan cristóbal peña (editor)

Joyitas. Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile

Juan Cristóbal Peña (editor)

© Editorial Hueders

© 2021, cada autor por su texto

Friedrich Ebert Stiftung / @fescomunica

Departamento de Periodismo / Universidad Alberto Hurtado

Primera edición: enero 2021

ISBN 978-956-365-226-0

Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

Diseño: Constanza Diez


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santiago de chile

Joyitas

Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile

juan cristóbal peña (editor)


Este libro contó con el apoyo de la Friedrich Ebert Stiftung.

Prólogo

Juan Cristóbal Peña

La idea de este libro surgió de una disputa absurda ocurrida una noche de primavera de 2017, durante una sobremesa en un restaurante de Santiago. Periodistas de varios países de Latinoamérica que habíamos coincidido en un encuentro sobre libertad de expresión, nos vimos polemizando sobre la pertenencia de los mayores escándalos de corrupción en el último tiempo en la región. La competencia era reñida. En esa mesa había argentinos, brasileños y, creo, mexicanos, representantes de grandes potencias mundiales en la materia, a quienes procuré ilustrar sobre los casos Penta y SQM, que hacía no mucho habían salido a la luz pública en Chile, dando cuenta de pagos sistemáticos y solapados ocurridos durante años a políticos de casi todos los partidos con representación parlamentaria. Pero claro, en Argentina, por ejemplo, tenían los bolsos con fajos de millones de dólares enterrados en un monasterio de monjas. Y al lado, en Brasil, se lamentaban de Odebrecht, la empresa constructora que había contaminado a casi toda la región con generosos sobornos y coimas.

En medio de este debate de tintes tragicómicos, el periodista colombiano Omar Rincón propuso zanjar la discusión con una Copa Sudamericana de la Corrupción. Esto es, un libro que reuniera y ponderara en su conjunto los casos más sonados del continente.

–Ustedes los chilenos ya están clasificados –juzgó.

De pronto, después de haber sido una aparente isla de aguas calmas y transparentes, ejemplo de probidad en la región, estábamos clasificados para jugar en las ligas mayores.

Pero claro, antes de salir a disputar un torneo internacional había que tener una liga local para determinar a los seleccionados de cada país. Un libro que fuese una suerte de Campeonato Nacional de la Corrupción, volvió a decir el periodista colombiano, tomándose en serio la idea de una serie clasificatoria por países. No sonaba mal. A esas alturas, había bastante donde elegir en Chile.

***

El primer escándalo de corrupción en un servicio público tras el fin de la dictadura en Chile ocurrió en 1991, en la Oficina Nacional de Emergencia. Su encargado, militante democratacristiano de bajo perfil, del que jamás se volvió a hablar, había montado un pequeño emprendimiento de reventa de mercaderías almacenadas en las bodegas del servicio. A fin de cuentas, con la perspectiva del tiempo, ese militante fue apenas un minorista y en cierto modo una excepción para la década, porque desde entonces, y hasta entrado el nuevo siglo, no hubo noticias de grandes desfalcos sistemáticos protagonizados por civiles, sino más bien casos aislados y aventuras solitarias, como la del encargado de las operaciones a futuro de Codelco, Juan Pablo Dávila, que dejó pérdidas por cerca de 200 millones de dólares de aquella época.

Definitivamente, en los años 90, en las grandes malversaciones al erario público participaron principalmente altos funcionarios de las Fuerzas Armadas, en especial del Ejército, que dispusieron a su antojo de un presupuesto de casi nulo control civil y al que desde los tiempos de la dictadura se acostumbraron a echar mano a voluntad. De hecho, el caso de los Pinocheques, que se conoció a fines de 1990 e involucró al primogénito del general Augusto Pinochet, había tenido origen en la década anterior, cuando “Augustito” recibió cheques por un total de cerca de tres millones de dólares, girados por la Comandancia en Jefe del Ejército en 1989, para la compra supuesta de una empresa de armamento que estaba en bancarrota. Después de fuertes presiones del jefe del Ejército, que amenazó con un golpe de Estado si el gobierno democrático perseveraba en llevar a su hijo a tribunales, el caso fue cerrado sin culpables.

Esa cultura de impunidad, abusos y privilegios explica también las millonarias cuentas del Banco Riggs que Pinochet había abierto y abultado de manera solapada desde los años 80, apelando a identidades falsas y testaferros. El caso recién fue conocido en 2005 –no gracias a autoridades chilenas, por cierto, sino por una investigación del Congreso de Estados Unidos que perseguía inversiones bancarias realizadas en ese país por grupos terroristas– y vino a derribar un mito: Pinochet hasta entonces podía ser un criminal, pero no un ratero. Pues bien, resultó ser las dos cosas, y por ninguna rindió cuentas ante la justicia.

La impunidad, otra vez, se imponía en este paraíso que era Chile para el resto del mundo desde los años 90. Un paraíso que, para ser tal, privilegiaba razones de Estado antes que la aplicación pareja de la ley.

Esto último también explica otro mito que permanecía tanto o más arraigado que el primero: en Chile, los políticos eran en su enorme mayoría gente honesta. Los políticos y los grandes empresarios. En parte, esa creencia tenía asidero en el bajo número de casos de corrupción, lo que era respaldado por el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, que desde mediados de los 90 situaba a Chile entre los países más probos de la región y del mundo. Pero ocurre que esa creencia comenzó a derrumbarse en 2014, cuando un gerente de las empresas Penta que fue despedido sin la indemnización que creía merecer, acudió al Ministerio Público y contó que, por años, había firmado cheques de la empresa para financiar a políticos de derecha. Como en Las crónicas de Narnia, el caso abrió la puerta a un mundo desconocido y fantástico, habitado por fuerzas oscuras y poderosas que vestían de cuello y corbata y acostumbraban a dictar patrones de buena conducta; un mundo que, además, señaló otros portales desconocidos de corrupción: la puerta de Penta permitió conectar al mundo de SQM, y este al de Corpesca, y así...

Todos los casos tenían un patrón común: financiamiento solapado a la política por medio de boletas que justificaban servicios inexistentes (ideológicamente falsas, fue la definición que recibieron). Aunque en rigor no es tan así, porque como ha quedado en evidencia, los servicios consistían en beneficiar con favores políticos y leyes a las empresas financistas.

De esta forma, después de que por años creímos navegar por aguas relativamente calmas y límpidas, al menos en lo que se refiere al poder civil, después de una borrachera de autocomplacencia y arrogancia que duró dos décadas y media, de pronto caímos en la cuenta de que debajo de la superficie había corrientes de aguas turbias y pestilentes. Entre tanto, lejos de amainar, la corrupción entre los uniformados seguía galopante. Y en paralelo se sucedían noticias sobre casos de colusión empresarial, uso de información privilegiada y elusión de impuestos.

Fue un despertar, un mal despertar, que nos devolvió a una realidad que gran parte de la élite empresarial y política se empeñó en negar y que contribuyó a incrementar un clima de desconfianza y permanente abuso que podría explicar el estallido social de octubre de 2019. El oasis en medio de una América Latina convulsionada –como definió el presidente Piñera al país, muy poco antes de que se desataran las mayores protestas desde la dictadura– en rigor era un terreno de extensiones tan yermas como las de nuestros vecinos en la región, en las cuales, acá como allá, campea el pillaje y la impunidad.

De eso justamente habla este libro, de algo que conocemos de sobra pero que no deja de sorprender, de esa tradición de los uniformados de echar mano a las platas fiscales para beneficio personal, como hizo el general de Carabineros Flavio Echeverría, cabecilla del mayor fraude a los dineros del Estado en la historia del país. De eso y del fin del mito, algo que supimos hace no mucho pero es más antiguo de lo que puede suponerse, como es el pago de coimas a los políticos; de esa idiosincrasia oportunista y ambiciosa que, en definitiva, no nos hace muy distintos a nuestros vecinos, pero que nos lleva a absurdos formalistas y burocráticos como entregar boletas para el pago de una coima.

Este libro habla de los vicios a los que conduce el acomodo en cargos públicos, del clientelismo y de ese desenfreno ciego y compulsivo por el poder de funcionarios como el exsenador Jaime Orpis, quien está acusado de defraudar al fisco y recibir coimas de una empresa pesquera que tenía intereses en un proyecto de ley en curso en ese entonces. Y habla, por cierto, de la contraparte, de quien ofrece dinero a cambio de favores políticos, de quien engrasa el sistema, en este caso, de ese gran corruptor de la política chilena que ha sido Julio Ponce Lerou, cuyo origen de su fortuna no se explica de otro modo que no sea por el hecho de haber estado casado con una de las hijas del general Pinochet.

Pero este volumen también habla de la ambición de ese muchacho de pueblo que toma un atajo y se inventa una oportunidad, como lo hizo Sergio Jadue, protagonista del mayor escándalo de corrupción de la FIFA. Y habla, de paso, de algo de lo que se conoce más bien poco, como es el sistema judicial chileno, quizás el más sensible de todos los poderes del Estado. Un poder que, aparentemente, parece el menos degradado de los tres grandes poderes, pero que a la vez sigue siendo un mundo endogámico que favorece las condiciones para el progreso de un juez como Emilio Elgueta, quien, antes de ser removido del Poder Judicial y ser acusado por la Fiscalía de enriquecimiento ilícito y prevaricación, se comportaba como esos antiguos magistrados de pueblo –campechano, clientelista y dadivoso–, siempre dispuesto a dar un favor a cambio de recibir otro.

Quizás la excepción en este recorrido la constituya el perfil de Alex Smith, ese profesor de informática autodidacta a quien la inteligencia de Carabineros recurrió para montar pruebas falsas que inculparan a líderes mapuches. En este caso, con su inclusión, hemos querido representar los alcances de la degradación moral de la policía uniformada, como también mostrar que en estos casos el hilo se suele cortar por lo más delgado: siempre habrá un pobre diablo a quien cargarle las culpas de los de más arriba. De paso, el retrato del Profesor Smith, como lo apodaron sus superiores, da cuenta de que muchas veces la corrupción es protagonizada y alentada por gente torpe y negligente, pero con poder e iniciativa. De ahí también su peligrosidad.

Sin duda esta selección nacional es insuficiente y parcial, si es que no también arbitraria, como lo es también la selección reunida en el libro ya publicado a instancias del mismo Omar Rincón, que contiene una selección de los casos más gravosos en Latinoamérica bajo el título Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la Corrupción? (2019). En nuestro caso, hay varios otros personajes e instituciones que merecerían un lugar en el podio. Es un campeonato corto, sin duda. Corto y desigual: no es lo mismo el que corrompe que el que se deja corromper. Sin embargo, en su conjunto, este libro procura ser una muestra representativa, a la vez que una voz de alerta y también un espejo. A fin de cuentas, los grandes casos de corrupción son en parte el reflejo de una sociedad habituada a pequeñas corruptelas, trampas y atajos, como saltarse la fila, ahorrar impuestos de manera mañosa o recurrir a algún amigo en la burocracia del Estado, porque qué se le va a hacer, si todos lo hacen, porque hay que sobrevivir, porque así funcionan las cosas en este país que, ya sabemos, no es ningún oasis.

Emilio Elgueta

el juez de los favores

Alberto Arellano

Aunque había amanecido despejado, la mañana del 26 de abril de 2019 estaba fría en Rancagua. La audiencia de formalización estaba programada para las nueve de la mañana. Poco después de esa hora ya se habían agolpado en las puertas del Juzgado de Garantía de esa ciudad más de una veintena de personas, todas atentas a la salida del imputado que, en esos minutos, era notificado de una serie de cargos en su contra.

Quienes lo esperaban afuera no eran familiares ni amigos. Era la muchedumbre de siempre, aquella que con la devoción de una misa dominical concurre a ese tribunal cada vez que estalla un caso de alta connotación pública en la ciudad. Van a descargar su rabia y a entregar su propio veredicto, a su modo, como si fuesen los miembros de un tribunal paralelo. Uno popular.

Es larga la lista de imputados que ha desfilado en los últimos años por el Juzgado de Garantía de Rancagua por cohecho, tráfico de influencias, obtención de ventajas indebidas y enriquecimiento ilícito. De eso es testigo el maestro albañil Bernardo Córdova, conocido como “El Hombre del Cartel”, residente de Requínoa y un emblema ya entre quienes esperan afuera de ese juzgado. Ahí estuvo sosteniendo su pancarta de ocasión –Natalia undistes a tu suegra (sic)– cuando formalizaron, en enero de 2016, a Natalia Compagnon y a Sebastián Dávalos –la nuera y el hijo de la expresidenta Michelle Bachelet– por el caso Caval.

Córdova no se achica. Hace no mucho también viajaba a Santiago a pasar sus mensajes. En 2007, hizo parar el vehículo en que se desplazaban miembros de la familia Pinochet, acusados entonces de malversación de fondos públicos, y les enrostró el siguiente cartel: Pinochet y su mafia de hijos ladrones. Y en 2017 siguió de cerca por el Centro de Justicia a los excontroladores de Penta, Carlos Délano y Carlos Eugenio Lavín, con este: Pentagate: cárcel a los corruptos.

Esa fría mañana de abril de 2019, y pese al cáncer que lo aqueja, Córdova fue uno de los primeros en llegar. Llevaba puesta una gruesa bufanda rosada y un casco de faena pintado con los colores patrios. Con su mano derecha sostenía en alto una nueva consigna:

Justicia terrena corrupta.

Jueces-Fiscales es lo último.

¿Cuántos serán?

Claro, el formalizado no era cualquiera y la pregunta del cartel de Córdova –escrita con su dedo índice mojado en pintura– daba en el blanco, medio a medio. Quien comparecía en la silla de los acusados ante tribunales ese día era nada menos que el aún ministro y poco antes presidente de la Corte de Apelaciones de Rancagua, Emilio Elgueta Torres (65 años). El mismo que durante casi una década fue una de las máximas autoridades responsables de impartir justicia en la Región del Libertador General Bernardo O’Higgins.

A contrapelo de los pronósticos de Córdova, la audiencia se alargó. Dentro del tribunal, los delitos que la Fiscalía local le imputaba al ministro Elgueta se acumulaban, así como las evidencias en su contra. El maestro albañil, de 78 años, estuvo haciendo guardia un par de horas, pero tuvo que irse antes –y a regañadientes– por trabajo.

Pasado el mediodía, apenas puso un pie en la calle, el ministro Elgueta fue engullido por una vorágine de flashes, cámaras y micrófonos. Vestía terno azul y corbata a rayas. La multitud de siempre, que sí esperó hasta el final de la audiencia, no lo perdonó.

“Viejo corrupto”, “viejo ladrón”, “sinvergüenza”, le gritaron a pocos metros en las puertas del tribunal de la misma jurisdicción que por largos años estuvo bajo su dominio. Como el coro teatral de una tragedia griega desnudando a un rey ya sin poder, en desgracia, convertido en una sombra inocua y pestilente de lo que alguna vez fue.

***

En 2019, Emilio Elgueta –quien llegó en 2011 a la Corte de Apelaciones de Rancagua proveniente de la de Santiago– enfrentó dos procesos investigativos en su contra. Uno administrativo, a cargo de la Corte Suprema, y que concluyó con su expulsión del Poder Judicial, tras más de 40 años de ejercicio en esa institución. El otro penal, y aún en curso, donde el Ministerio Público lo formalizó por varios delitos: enriquecimiento ilícito, prevaricación, tráfico de influencias, cohecho y nombramiento ilegal.

Removido de sus labores como ministro del tribunal de alzada de Rancagua el 26 de agosto de 2019, Emilio Elgueta es el principal protagonista de uno de los mayores escándalos ocurridos en democracia en el Poder Judicial. “Un golpe fuerte desde el punto de vista moral”, dijeron desde la judicatura, en medio del control de daños y cuando recién digerían la magnitud de la crisis que causó en la institución el caso del ahora exministro. Porque el fondo de la pregunta inscrita en el cartel de Bernardo Córdova cuando formalizaron a Elgueta es de sentido común y se la hizo todo el mundo: ¿en cuántos otros tribunales del país sucede lo mismo? ¿Qué tan extendido está el tráfico de influencias en el Poder Judicial?

En la investigación administrativa que siguió la Corte Suprema contra Elgueta figuraban, también con cargos, otros dos ministros de la Corte de Apelaciones de Rancagua. A uno de ellos, Marcelo Albornoz Troncoso, lo encontraron muerto en su casa el 3 de julio de 2019. Se quitó la vida con un disparo solo horas después de que el pleno de la Suprema decidiera suspenderlo momentáneamente de su cargo para estudiar su remoción. El otro ministro, Marcelo Vásquez Fernández, corrió la misma suerte que Elgueta –con quien mantenía una íntima amistad– y fue expulsado del Poder Judicial a fines de agosto de 2019. Dos meses después, a mediados de noviembre, la Fiscalía también formalizó a Marcelo Vásquez imputándole tráfico de influencias, incremento patrimonial injustificado y negociación incompatible.

El Ministerio Público investiga el origen de 25 millones de pesos repartidos en cinco cuentas de Emilio Elgueta y que, se sospecha, no tienen fundamento legal. Sí, no es mucho dinero, no se hizo rico. El tema es otro: de acuerdo con la Fiscalía son más de 20 depósitos en cuatro bancos distintos y en efectivo, realizados por él mismo justo antes o después de dictaminar fallos –a lo menos– polémicos.

Elgueta no maneja autos caros ni viste ropa exclusiva. Conduce un Chevrolet Sail avaluado en seis millones –le compró el mismo vehículo a su exesposa en 24 cuotas–, ha vivido largos períodos en viviendas fiscales del Poder Judicial y no figura con un patrimonio inmobiliario relevante. No cumple con el perfil de un tipo ávido de lujos. Al contrario, es descrito como una persona de gustos sencillos. Pero tiene cinco hijos –con tres parejas distintas– y carga con un tren de gastos que le costaba solventar con el dinero que recibía como ministro y profesor universitario. Andaba “corto de plata”, dice un funcionario de tribunales que pidió reserva de identidad; también que le gusta la vida nocturna, la buena mesa: otro ítem de gasto importante.

Una cronología similar a la de los depósitos bancarios bajo sospecha sigue más de un centenar de conversaciones telefónicas que Elgueta sostuvo con abogados el mismo día, en días previos o inmediatamente posteriores al dictamen de los fallos que hoy se le cuestionan. Sus interlocutores –uno en particular– litigaban en causas que el ahora exministro debía revisar y que terminó resolviendo a favor de estos.

Se investiga si Elgueta recibía dinero por esas resoluciones. En sus manos estuvieron imputados por narcotráfico, homicidio, tenencia ilegal de armas, manejo en estado de ebriedad, perjurio, falso testimonio y más. A todos, o casi todos, el ministro les suavizó las medidas cautelares o derechamente les redujo su condena.

Bajo su decisión estuvo también el destino judicial de Sebastián Dávalos, hijo de la expresidenta Michelle Bachelet, a quien sobreseyó de cargos en el bullado caso Caval. Para el exministro Elgueta –quien ha dicho públicamente que su destitución fue motivada, entre otras cosas, por su posición política de izquierda y algunos fallos emblemáticos marcados por la defensa de los derechos humanos– esa causa gatilló una campaña en su contra para removerlo. También dijo, en entrevista con CNN Chile, que le faltaban pocos años para acceder por derecho propio a la quina de elegibles para un sillón en la Corte Suprema y que querían eliminarlo de esa carrera.

Un conocido doctor rancagüino, bonachón y amigo personal de varios funcionarios de la Corte de Apelaciones de Rancagua, condenado en esa ciudad por tráfico de psicotrópicos y delitos tributarios, figura entre los beneficiados por los fallos del exministro Elgueta. Otro caso: un alto funcionario judicial, poco después de ser nombrado juez de Garantía de Rancagua, transfirió un millón a la cuenta del ministro, su superior jerárquico. Si andaba o no con problemas de dinero, acá un dato: miembros de la corte de esa ciudad que supieron de esa transferencia bancaria aseguran que el traspaso sí correspondió a un préstamo y no al pago de un favor. Agregan que Elgueta le devolvió el dinero al juez a goteo, a veces con billetes de 10 mil y otras de 20 mil.

***

Cuando los antecedentes del proceso administrativo con el que se decidió su expulsión en 2019 llegaron a oídos de la Suprema, fueron varios los ministros del máximo tribunal a quienes se les vino a la memoria otras historias del ministro. Episodios incómodos que fueron mellando su ascendente carrera en la judicatura. Y es que en el ejercicio de sus funciones en el Poder Judicial, Emilio Elgueta ha tenido serios problemas para mantener a raya sus asuntos personales, lo que en dos oportunidades le ha valido la apertura de procesos disciplinarios en su contra.

5 de julio de 2010: “Estoy segura de que si mi marido hubiera sido gásfiter o tenido cualquier otra profesión u oficio alejado del Poder Judicial, yo estaría con mis hijos y ellos conmigo”.

Dos consideraciones para una lectura más nítida de esa confesión contenida en el expediente disciplinario Nº 1323 de la Corte de Apelaciones de Santiago. La primera: fue realizada “en caliente”, en medio de una disputa matrimonial. Aunque –y aquí la segunda– su responsable, Alejandra Rebolledo, es probablemente la persona que mejor conoce al removido ministro de la Corte de Apelaciones de Rancagua. Con varias rupturas y reconciliaciones de por medio, Alejandra Rebolledo estuvo casada con Elgueta durante 13 años.

Ninguna de las imputaciones que pesan hoy sobre el exministro de la corte rancagüina tiene relación directa con lo que denunció su exesposa hace 10 años, cuando Elgueta ocupaba una magistratura en la Corte de Apelaciones de Santiago: lo acusó de usar su posición e influencia en la judicatura para quitarle a sus hijos. Pero lo que desencadenó la confesión de Rebolledo en 2010 ofrece un origen trazable, un hito que al menos insinúa que nada de lo que sucede ahora con él es tan extraño: por esos hechos, la Corte Suprema lo sancionó por ejercer presiones indebidas y sacar ventajas utilizando su investidura de ministro.

En enero de 2014, la Corte Suprema ordenó abrir un nuevo expediente administrativo en su contra. Esta vez lo detonó otra expareja de Elgueta, quien lo acusó de hostigamiento. La denuncia, al igual que la que interpuso su exesposa Alejandra Rebolledo en 2010, también fue llevada al lugar de trabajo del exmagistrado.

Cristina Rosas, la denunciante y exalumna de Elgueta en un centro de formación técnica de Santiago, entregó antecedentes suficientes como para armar un competitivo guion para la franja de teleseries de media tarde: amor, ­desilusión, despecho e intriga, con una trifulca en las puertas de una iglesia en medio de un matrimonio, son los puntos altos de ese novelón que volvió a colocarlo al centro del comidillo en los pasillos de la judicatura.

Una de las cosas llamativas de esta nueva denuncia es que Rosas reconoció en una declaración judicial que el exministro movió hilos para conseguirle trabajo en tribunales del país. Pero en 2014, cuando esos antecedentes fueron conocidos en las altas esferas del Poder Judicial, nadie se escandalizó y Elgueta no fue sancionado. Más tarde el escenario fue otro.

Al exministro de la Corte de Apelaciones de Rancagua también se le cuestionó por nombramientos irregulares en esa jurisdicción y por influir o presionar para abrirles espacio en tribunales e instituciones públicas a personas de su círculo. Parejas y alumnas, entre ellas.

Los vínculos que ha establecido Emilio Elgueta –a veces más allá de lo profesional– con estudiantes de distintos centros de educación superior le han pasado la cuenta. Dos de ellas, a quienes Elgueta conoció en labores de docencia cuando ya ejercía como magistrado en Rancagua, figuran en los antecedentes del proceso disciplinario que desencadenó su remoción definitiva. En ambos casos se le acusa de hacer gestiones para ubicarlas en tribunales de esa región.

Elgueta ha insistido en que solo buscaba darles una mano. Un cercano da fe de la preocupación del exministro por sus estudiantes y de que solía ofrecerles apoyo cuando enfrentaban necesidades o problemas. Asegura que lo hacía de manera desinteresada, porque el exministro –definido por quien fuera uno de sus estudiantes como uno de los profesores “más carismáticos” que tuvo en su carrera– construyó su vida en medio de varias adversidades. Perdió a su madre a los seis años y, poco después, a una de sus hermanas. Cuando tenía 15, su padre, miembro del Comité Central del Partido Comunista y quien falleció de cáncer en 1987, fue apresado y torturado por agentes de la CNI.

Emilio Elgueta terminó sus estudios primarios en el emblemático Liceo Manuel Barros Borgoño, para luego ingresar a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, donde se graduó de abogado en 1978. Ya siendo ministro de corte y profesor universitario, le gustaba imprimir el valor del esfuerzo y la meritocracia en sus estudiantes. “No me digan a mí lo que es vivir en piso de tierra”, era una de sus frases recurrentes en clases, según una exalumna. Su historia, la de un hombre sin redes, contactos ni apellidos influyentes ejerciendo cargos de importancia en la judicatura nacional, estaba envuelta en esa épica.

Pero hay quienes también señalan que era usual que Elgueta alardeara sobre sus redes y contactos, y que no era raro que ofreciera a algunas de sus alumnas oportunidades laborales. Una funcionaria del Primer Juzgado Civil de Rancagua, y también exalumna de Elgueta en la Universidad de Aconcagua, entregó su testimonio en el último proceso administrativo contra el exministro. Dijo que Elgueta, en más de una oportunidad, le ofreció ayuda, pero que nunca la aceptó porque sabía que era un ofrecimiento “interesado”. A raíz de ese rechazo, agregó, siempre sintió que su permanencia en ese tribunal era inestable. Al menos en ese juzgado de Rancagua corría el rumor de que si no tenías un buen contacto, como el que ofrecía Elgueta, era difícil hacer carrera.

Son varios los antecedentes con los que la Corte Suprema delineó un patrón en su desempeño como ministro del Poder Judicial al momento de considerar su remoción: Elgueta hace valer su posición y presiona para obtener favores: era ministro de corte y no gásfiter, y algunos de esos favores comprometían la independencia de su labor.

Pero vamos al principio.

***

Hasta julio de 2010, fecha en que su entonces esposa, Alejandra Rebolledo, lo denunció en la Corte de Apelaciones de Santiago –lo que hizo que su nombre saltara por primera vez a los titulares de la prensa–, Emilio Elgueta era prácticamente desconocido para cualquier persona ajena al círculo de ministros, jueces, secretarios y funcionarios del Poder Judicial. A ellos habría que agregar algunas decenas de estudiantes de un par de centros de educación superior en la Región del Maule y en Santiago, donde se desempeñó como académico impartiendo materias civiles, procesales y penales.

Elgueta mantenía un bajo perfil público y llevaba una carrera judicial ascendente, iniciada en 1979 como oficial tercero del Juzgado de Menores de San Miguel, y luego en cargos de cada vez mayor peso en tribunales de Santiago, Coyhaique, Curicó y Talca. Fue en Talca donde llegó en 2001 a integrar la Corte de Apelaciones de la ciudad. Allí, el juez se convirtió –por primera vez– en ministro del Poder Judicial, escalando a la presidencia de ese tribunal un año más tarde. “Partió de abajo. Mientras estudiaba trabajó como actuario, en los tiempos en que se cosían los expedientes a mano”, dice una cercana.

Los hechos indican que 2002 fue un año auspicioso para él. Como presidente del máximo tribunal de la Región del Maule, coronaba una trayectoria de más de dos décadas en el Poder Judicial, donde fue escalando con buenas calificaciones. Se había separado no hacía mucho de su primera mujer –con quien tuvo dos hijos y una relación que no terminó en los mejores términos–, y el 14 de noviembre de ese año se casó con Alejandra Rebolledo, a quien había conocido en 1998. De esa relación también nacieron dos hijos.

Rebolledo cursaba por entonces estudios de sicología en la Universidad de Las Américas, en Santiago, establecimiento contra el que Elgueta inició una acción judicial en 2005. ¿El motivo? Hacer valer los derechos de su esposa, luego de que la universidad decidiera incorporar inglés en su malla académica como asignatura obligatoria. Pero el tribunal ni siquiera se pronunció sobre el fondo: el recurso fue desestimado por extemporáneo. Elgueta, que fue el que litigó, perdió.

En este episodio hay un detalle. Puede leerse como un sutil despliegue de poder, una manera de facilitar el trámite judicial o como un simple descuido. El hecho es el siguiente: al presentar el recurso contra la Universidad de Las Américas, Emilio Elgueta, actuando como abogado, fijó domicilio en calle Álvarez de Toledo Nº 1022. No es cualquier domicilio. Allí funciona la Corte de Apelaciones de San Miguel, tribunal donde, tras su paso por Talca, había aterrizado como fiscal judicial.

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