Kitabı oku: «Libertad»
Libertad
Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.
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© Editorial LxL 2020
www.editoriallxl.com
04240, Almería (España)
Primera edición: mayo 2020
Composición: Editorial LxL
ISBN: 978-84-17763-85-5
Impreso en España - Printed in Spain
Libertad
Antología solidaria por la lucha contra el COVID-19
Índice
Prólogo
El fin del fin del mundo
A. Oser
Un motivo para vivir
Angy Skay
¿Qué quieres de mí?
Bárbara Bouzas
Liberi
Cristina Fernández
Mi libertad es tenerte
Dani Padilla
El enigma de la luz
Davinia Váfer
Libertad, ese ave Fénix
El Vecino del Ático
Yo, tan libre
Felicitas Rebaque
La fuerza del deseo
Jennifer Palau
Alma
Jorge Daza
Yesenia y el Vampiro
Kely Vargas
Ya estoy aquí, vida mía
Luis M Torrecilla
Libertad… Esa palabra
María G. Vicent
El precio de la libertad
María M. Villén
La llamada del bosque
Mavi Govoy
La vida comedia
Miguel Ángel Rincón
El destino de Delia
Nadia Noor
Rompiendo cadenas
Noelia Medina
Tres mil seiscientos cincuenta pasos
Rosario Rodilana
El juguete roto
Rubén Montero
Un viaje en el tiempo
Samuel Giménez
Cruzando el puente
Shia Arbulú
La torre dorada
SJ Fravelia
Prólogo
Empezaremos contando lo más importante.
Esta antología tiene el principal objetivo de recaudar fondos que irán destinados íntegramente a Diocesana Cáritas de Almería, quienes, en este momento, ayudan a las familias más vulnerables ante la crisis causada por el COVID-19. Gracias, lector. Porque si estás leyendo estas páginas, tú también estás ayudándolas.
Nuestro segundo objetivo es que esa ayuda llegue en forma de lectura, de aprendizaje y positivismo.
Solo basta con arrebatarnos algo para desearlo con ansia, y es exactamente eso lo que está haciendo la vida en estos momentos: coger a la libertad con una mano y cerrar el puño para que la sintamos inalcanzable. Llegará de nuevo, claro que llegará. Pero ya nunca la verás de la misma manera.
No queremos alargarnos, no estamos aquí para definir nuestro concepto de libertad. Hemos venido a presentaros a veintitrés almas que sí lo harán. Veintitrés autores que no han dudado en participar, aunque fuera un proyecto apresurado y con poco margen. Camuflados en pequeñas historias de diferentes géneros, han querido sacar de este difícil momento un mensaje positivo.
Ellos, al igual que tú, están cansados del encierro. Pero existe un sitio sin puertas, sin barreras y sin cadenas, donde puede ocurrir cualquier cosa. Donde nos atrevemos a todo y los miedos desaparecen para dejarle paso a la valentía.
Existe un único lugar, llamado mente, donde somos completamente libres.
Veintitrés mentes, muy diferentes entre sí, te abren sus puertas y, con ello, te invitan a saborear el placer de la liberación.
No nos demoremos más.
Pasa, pasa…
Editorial Lxl
El fin del fin del mundo
A. Oser
Riskur era un transportista metánico que se disponía a tomar la ruta transcósmica 3/12, la que está junto a la nebulosa de andrímedes. El camino estaba desierto y, frente al portal, había una nave de la Patrulla de Control Intergaláctica bloqueando el paso. Entonces se sincronizaron los canales de comunicación entre ambas embarcaciones y uno de los agentes comenzó a hablar.
—¿Adónde cree que va? —le preguntó.
—Me dirijo a entregar mi carga —se explicó Riskur—. Voy hasta arriba de conductor electrocognitivo. Ya sabe, esos seres luminiscentes del universo doce se pirran por una buena mena de mineral psicosensible. Me esperan en el sector siete y voy un poco apurado de tiempo, así que…
—¿No sabe que estamos en cuarentena?
—¿Disculpe?
—Ya sabe, por todo ese jaleo de la gripe cuántica. Va dando saltos de una galaxia a otra y ya ha afectado a un gran número de poblaciones del universo. ¿No escucha el boletín imperial o qué?
—La verdad es que llevo varios ciclos surcando el espacio y no he prestado atención a las noticias. Los transportistas somos como autómatas ausentes.
En realidad lo que sucedía es que había discutido con su pareja. Ya habían pasado varios días estelares de aquello, pero después de su berrinche infantil decidió desconectar su fonovisor cosmotelemático y se había mantenido aislado para no tener que hablar con ella.
—Pues se han cerrado todas las rutas comerciales con otros universos. Tendrá que entregar su carga cuando todo acabe. Le aconsejo que vuelva a su planeta lo antes posible y no salga de él.
La frustración se abrió camino a través de la mente del bueno de Riskur. Había invertido mucho tiempo en hacer el viaje y si no podía realizar la entrega perdería demasiado dinero. Discutió un buen rato con los agentes, intentando convencerles de que aquello sería su ruina. Ellos permanecieron inflexibles y le explicaron que se trataba de una situación excepcional. «No podemos hacer nada —dijeron—, imagina que eres portador del virus y acaba expandiéndose a un nuevo universo».
Cuando se cansó, dio media vuelta e inició el regreso a casa con resignación.
Se sentía el ser más desdichado del multiverso. Entonces se acordó de ella y pasó a sentirse el ser más preocupado del multiverso. Conectó su fonovisor cosmotelemático a toda prisa y la llamó. Solo quería preguntarle si se encontraba bien. Dejaría de lado todas esas gilipolleces sin importancia que le hacían enojar y, si tenía que quedarse en su hogar una temporada, lo aprovecharía para pasar tiempo con ella.
Riskur se perdía ya en la inmensidad sideral y los agentes de la PCI se sintieron satisfechos. Habían evitado una posible expansión del virus. Sin embargo, no podían imaginarse que sus esfuerzos serían en vano y que, en aquel mismo instante, ese virus de origen terrícola estaba mutando de nuevo.
Ya lo hizo una vez para escapar de la Tierra y colonizar el cosmos. En esta ocasión no solo sería capaz de dar saltos a través del espacio, sino que también lo haría a través del tiempo e incluso entre diferentes realidades.
Así que uno de esos malvados viriones tomó un agujero de gusano autoinducido y llegó al reino de Gilford.
A las afueras de la Gran Ciudad Amurallada vivía Esteimur, un experto controlador de plagas. Su principal fuente de ingresos eran los trabajillos que hacía a sus vecinos cuando alguna alimaña se metía en sus territorios. Había muchos trolls, goblins, lobos huargos y ogros que se las daban de listillos. Destrozaban los campos, atemorizaban a los viajeros y robaban en las posadas. En fin, estaban hundiendo el motor turístico que tanto les había costado arrancar en aquella zona rural, así que alguien tenía que hacerlo. Dar caza y pasar por la espada a semejantes bestias no era precisamente un camino de rosas, pero nadie le dijo a Esteimur que ser exterminador en un mundo de fantasía medieval fuera fácil.
Aquel día, Esteimur recibió una paloma mensajera con membrete y sello real.
Gilfordenses, estamos en una situación de alarma. Mucha gente está muriendo. Desconocemos el origen y la naturaleza de este mal, pero todo parece apuntar a que se trata de la magia de un poderoso hechicero. Lo que está claro es que, sea lo que sea, es muy contagioso. Se recomienda evitar el contacto con toda persona, de modo que por orden de Maximiliano iv, Rey de Gilford, todo ciudadano debe permanecer confinado en su hogar hasta nuevo aviso.
Varios días atrás comenzaron a circular rumores. Los enanos de las montañas se habían encerrado a cal y canto en sus galerías subterráneas. Los elfos subieron a las copas de los árboles más altos y no tenían previsto bajar en una buena temporada. Incluso los orcos habían retrocedido hacia los pantanales del oeste. Decían que sus ejércitos se movían en formación amplia, dejando más de dos metros entre un orco y otro, y que, cuando uno se acercaba más de la cuenta, los demás gritaban, recriminándole que no estaba respetando la distancia de seguridad.
Esteimur pensó que todo era un bulo, pero, por si las moscas, optó por aprovisionarse bien y ahora se alegraba de ello. Hizo la compra en el mercado del pueblo un par de días atrás y tenía la despensa llena de harina, levadura, salazones de carne y pescado, barricas de cerveza y un tipo de compuesto celulósico algo tosco al que llamaban papel del culo. Lo sé, eran una sociedad medieval, pero de las más pulcras de todas la que se tienen registros. En fin, tenía todo lo que necesitaba para sobrevivir a varias estaciones.
Lo peor se vería reflejado en su economía. No había ningún gremio de exterminadores que lo respaldara. Él era un trabajador autónomo y no ganaría ni una sola moneda de plata mientras durara aquello. Tendría que fastidiarse, pero al menos tendría ocasión para hacer lo que siempre deseó pero que nunca pudo por falta de tiempo: aprender a tocar el laúd de su padre.
Y, mientras todo eso sucedía, nosotros seguíamos en la Tierra encerrados en nuestras casas, esperando a que todo pasara. Al igual que Riskur y Esteimur, cada uno buscaba dentro de sí sus anhelos más profundos. Nos preguntamos cosas que jamás nos atrevimos a preguntar, exploramos zonas que no sabíamos ni que existían y llegamos a conocernos mejor a nosotros mismos.
Siempre hay luz al final del túnel y, para seguir adelante, solo tenemos que ir hacia ella. A no ser que estés muriéndote, claro, en ese caso harías bien en evitarla. Lo que quiero decir es que al final todo se solucionó y la epidemia llegó a su fin. Riskur arregló su relación y pudo llevar el cargamento al universo 12. Esteimur pudo volver a trabajar, pero decidió dejar el mundo del exterminio para dedicarse a dar conciertos. En muy poco tiempo, se convirtió en uno de los laudistas más prestigiosos del reino.
En cuanto a los terrícolas, pudimos seguir con nuestras vidas. Fue complicado y tuvimos que adaptarnos, pero lo conseguimos. El fin del mundo se terminó.
Adonde quiero llegar es a que entiendas que se puede ser libre de muchas maneras. Toda aquella introspección nos hizo libres dentro de las fronteras de nuestro ser y entendimos que la libertad más pura a la que podemos aspirar está dentro de nosotros mismos. ¿Comprendes lo que te digo? Esa es la moraleja de esta historia.
Su nieta lo observaba con una mirada de reproche. Frunció el ceño, negó con la cabeza y le soltó:
—Está bien, abuelo. Si no quieres llevarme al parque dímelo, pero no me vengas con historietas.
Luego se perdió por el pasillo y se encerró en su habitación, dando un portazo de indignación tras ella.
Un motivo para vivir
Angy Skay
Libertad
que te busco y no te encuentro
yo no sé dónde andarás,
préstame tus alas blancas
para que pueda volar,
quiero decirle te quiero,
a quien me quiere de verdad.
Haze
Nunca nos detenemos a meditar sobre lo que significa la libertad. Nunca, hasta que no la tenemos. Hasta que nos la quitan, nos la arrancan sin compasión. Hasta que nos vemos encerrados en una rutina y todo se nos tuerce. Hasta que no sabemos qué hacer ni a quién acudir porque nos damos cuenta de que, en los momentos malos, en realidad, estamos solos. La mayoría de las veces nadie se acuerda de preguntar por qué o cómo ha pasado, y los problemas los carga uno en su espalda sin ayuda de nadie.
Sin palabras de consuelo por parte de nadie.
Sentado en el mármol de un enorme ventanal, Manuel contemplaba las densas gotas que se clavaban en el cristal como enormes puñales. Como los puñales que él llevaba sintiendo desde hacía veintiséis días.
El motivo era, sencillamente, cuanto menos, entendible. Había sido padre de una preciosa niña prematura y, con todo lo que llevaba acarreado de médicos, informes y rezos para que la vida de su hija se salvase, había tenido que aguantar el abandono de su mujer en cuanto dio a luz, sin justificación. Y el desamparo de su familia, que durante toda la vida lo había ninguneado y maltratado psicológicamente.
«No sirves para nada. Eres un imbécil», le había dicho con mucho inri su madre al enterarse del pronto nacimiento y la huida de su mujer, como si la culpa hubiese sido suya. Como si él hubiese decidido su destino. Recordó los cabeceos de su padre. Un hombre marcado por el campo, de gestos serios y duros, que nunca lo había querido por ser el hijo inesperado en una familia de seis hermanos. El más pequeño, al que todos habían ignorado. Con el que nunca jugaron y al que siempre abandonaron.
«Si haces lo mismo que tu mujer, te quitarás un cargo de encima. Vete. Abandona a tu hija. Tú no sabrás cuidarla», le había dicho uno de sus hermanos mayores al enterarse de la noticia.
Manuel negó con la cabeza ante tales pensamientos. ¿De verdad alguien podía pensar que sería capaz de abandonarla en aquel hospital? ¿De verdad creían que olvidaría que una pequeña criaturita estaba luchando por su vida? ¿Esperando que él la quisiese?
Durante muchos días estuvo hundido, sin rumbo. Sin saber qué camino coger o cómo solucionar las cosas. Buscando un motivo para vivir.
Y lo encontró en su bebé.
Había dado un paso muy grande y, el primero de todos, fue hacerse cargo íntegro de la custodia de su hija, previniendo y encargándose de verificar que en un futuro la fugada madre no reclamase su derecho como tal. En los siguientes días, y tras haber tenido aquella conversación tan desconcertante con su familia, había optado por poner punto final a la relación con ella. Vendió su casa y se preocupó por cambiar de aires y buscarse algo adaptado para ellos dos.
Para él y su preciosa guerrera.
Pero su vida daría un giro muy inesperado esa misma mañana, después de la motivación diaria que le aportaba aquella hermosa pequeña llena de cables.
Traspasó las puertas de la uci, como todos los días desde que nació, y esperó a que la doctora apareciese para decirle los avances de esa noche. El hecho de poder estar con ella a todas horas lo impacientaba y llenaba de desespero. ¿Cómo sería tenerla en brazos? ¿Cómo sería que dependiera de él? Tenía tantas ganas, tanta necesidad de estar a su lado, que no le veía el fin a los días y, a cada segundo, más cuesta arriba se le hacía ver el final del túnel.
—Señor, esta mañana no tenemos muy buenas noticias. El ducto no termina de cerrársele y nos vemos obligados a trasladar a su hija a otro hospital para que sea intervenida de inmediato. —La cara de Manuel cambió de manera drástica y la pena se apoderó de él. No llegó a poder preguntarle qué ocurriría, pues la doctora se adelantó—: Como en todas las operaciones, corremos muchos riesgos, pero…, sabe usted que su hija es muy pequeña y que cualquier complicación en el quirófano puede provocarle la muerte.
Notó que se ahogaba, que la sangre no llegaba a su cabeza, que no podía respirar. Los ojos se le nublaron tanto que pensó que de un momento a otro perdería la consciencia y caería desplomado al suelo.
Elevó su mano hasta la pared y se mantuvo firme en ella, tratando de que las piernas no le fallaran más. De no derrumbarse. Sintió que el aire no quería llegar, que no alcanzaba sus pulmones y, con los ojos llorosos, consiguió preguntarle:
—¿Cuándo?
—Mañana. Tranquilo, casi todas las operaciones son favorables, pero me veo en la obligación de comunicarle los inconvenientes que pueden producirse.
Ella tocó su brazo con afecto. Con un tacto que jamás había sentido y, calmándolo todo lo que pudo, lo invitó a entrar en la sala.
Allí, en la misma incubadora, estaba Esperanza. Así había decido llamarla porque ella sería su impulso para seguir viviendo. La esperanza que él necesitaba.
Posó su mano con cautela sobre el cristal y sonrió con tristeza al verla moverse. Los médicos de la sala lo contemplaban, con seguridad, siendo conocedores de lo que la doctora le había comunicado, y no le pasaron desapercibidas las miradas de lástima por parte de todos.
No quería que nadie sintiese pena por él. Manuel lo único que deseaba era llevarse a su hija de aquel hospital y alejarla lo máximo de allí. Quería cuidarla, mimarla y darle todo el amor del mundo. ¿Por qué Dios le ponía aquellos impedimentos? ¿Qué había hecho él en la vida para merecérselo?
Sencillamente: nada. Nada, porque había acatado las órdenes de su familia desde que nació. Nada, porque no le había llevado la contraria a la que había sido su mujer jamás. Al revés, se consideraba un calzonazos, y lo sabía. Él y todo el que lo conocía. Había sido manejado por todo el mundo y, ahora que estaba en su mano cambiar eso, ahora que podía empezar de cero y ser quien tomara las riendas de su vida, la misma le daba una bofetada y lo tiraba de espaldas, otra vez.
Introdujo una de sus manos por los redondeles de la parte izquierda de la incubadora, llegando a la manita de su niña. La tocó con los ojos emborronados y se preguntó si ella sentiría lo mucho que la amaba desde aquel cristal. Era perfecta. Una muñeca blanquita con unos deditos tan pequeñitos, que sentía unos impulsos horribles por poder achucharla y besarla.
Esa tarde tendría otro rato de «canguro». Así lo llamaban en el hospital. La jornada se hacía para que los bebés sintiesen el calor de sus padres y, de esa forma, poder estar con ellos durante unas horas. Todas las que él no podía estar allí porque no se lo permitían.
Y qué malo era para Manuel cada vez que tenía que mirarla por última vez y debía de salir por la puerta de la uci, pensando en si esa noche una llamada destrozaría su vida para siempre, en si su niña había pasado la noche bien o en si había alguna complicación nueva.
Nunca había sido creyente, pero desde que la pequeña llegó al mundo, se había aprendido todas las oraciones habidas y por haber. Qué retorcidas éramos las personas cuando se trataba de buscar fe de cualquier manera y, aunque él sabía que eso no era del todo correcto, nada podía frenarlo cuando en el silencio de la noche, mientras se ahogaba con sus lágrimas, lo único que era capaz de pedir era «Dios míos, sálvala».
La ansiada mañana había llegado y Manuel tuvo que desplazarse hacia otra provincia con lo puesto y sin tiempo que perder, pues esa noche no había conseguido pegar ojo.
Llegó a un enorme hospital, mucho más grande que el anterior, y aparcó el coche a toda prisa para llegar a las puertas de urgencias por donde Esperanza sería hospitalizada y llevaba a la planta superior.
Le ofrecieron sentarse en una sala diminuta de espera. La operación sería en unas horas y Manuel estaba de los nervios. Esa noche tendría que dormir en el coche porque, según le habían informado, como no tenía lactancia, no tenía derecho a solicitar una de las habitaciones de un albergue donde se quedaban los padres de los bebés trasladados de otras provincias. Todo muy ilógico, pensó. Él no podía darle de mamar a su hija, pero era su padre.
La única persona que su hija tenía en el mundo.
Y no tenía derecho a nada. Ni a dormir en una cama, ni a una comida gratuita en el hospital ni a una simple botella de agua. Todo lo que sí les daban a las madres. ¿Por qué? Nadie lo sabía, pero estaba claro que era una injusticia en toda regla.
—¿Le apetece un café?
Tenía los codos apoyados en las rodillas y las palmas de las manos pegadas, como si estuviese rezando. Y, mentalmente, lo hacía. Elevó sus ojos al escuchar aquella voz femenina que no reconoció, pensándose que era una enfermera. Raro, aunque fue lo que le pasó por la mente.
Al provocar ese movimiento, se encontró con la miranda profunda y azul de una mujer sin uniforme. Entrecerró los ojos y negó con la cabeza sin hablar. No deseaba que nadie lo molestase y no quería deberle nada a nadie. Ya había aprendido demasiado bien sobre las personas. Sobre la vida, a fin de cuentas.
—Le quedan unas cuantas horas para que su hija salga de quirófano. Más las horas que tendrá que estar despierto esta noche con la recuperación. Hágame caso, tómese un café.
—¿Cómo sabe usted lo que le pasa a mi hija? —le preguntó alzando una ceja.
La mujer era muy bella. De largos cabellos rojizos, ojos tan claros que traspasaban con solo mirarla y una deslumbrante sonrisa en sus labios. Nada que ver con la cara que debería tener Manuel en aquel instante.
Ella se sentó a su lado en el sofá negro, hundido por la cantidad de pacientes que había pasado por allí. Suspiró y volvió su rostro para enfocarlo. No supo por qué, pero en ese instante él sintió algo en el pecho que jamás había notado. Algo como la falta de aire al conocer a una persona.
—Mi hijo también ha sido operado del ducto. Ayer. Ya está bien. Y he oído a la enfermera hablar antes… —Pareció avergonzarse—. He escuchado que es de la misma ciudad que yo, y he pensado que ¡menuda coincidencia! —Sonrió, pero Manuel no lo hizo y se sonrojó—. Disculpe si le he ofendido. Solo quería distraerlo un poco…
Manuel notó sus nervios cuando la mujer ya se levantaba y, sin saber qué lo impulsó a hacerlo, elevó su mano y rozó la de ella sintiendo un extenso calambrazo. Los dos sonrieron de manera cautelosa.
—Me llamo Manuel. No me tutees, por favor. Discúlpame tú. Estoy muy nervioso y no sé siquiera si podré tomarme ese café.
—Yo me llamo Elena. No te preocupes, te entiendo. Ayer estuve todo el día sola y me comían los nervios.
—¿Y su marido? —se atrevió a preguntarle. Ella negó con la cabeza y un gesto serio—. Oh, perdóneme.
—No. Tranquilo. Soy madre soltera y muy orgullosa. ¿Su mujer? —Ahora el que negó fue Manuel y ella se sonrojó de nuevo—. Vaya, veo que esta conversación va a estar llena de disculpas.
Esa vez los dos rieron con sinceridad y, durante horas, conversaron sin darse cuenta de que el tiempo transcurría. Al final, ese café lo tomaron en la misma puerta de la uci, esperando noticias cuando la hija de Manuel fue a quirófano y, por primera vez en la vida, tuvo a alguien en los momentos más duros.
En los que más necesitaba.
Unas horas más tarde, el cardiólogo al cargo de la operación apareció sin que Manuel se diese cuenta de que el tiempo había transcurrido más rápido de lo normal y, con el corazón en un puño, recibió una enorme sonrisa que le indicó que su hija estaba sana y salva. La mano de Elena paseó por su hombro con mimo y él le devolvió una sonrisa junto con unas lágrimas de felicidad que ni pudo ni quiso retener.
—Ahora tenemos una estupenda noche en vela para ponernos al día en la sala de espera —informó ella con tono bromista.
Manuel tomó una gran bocanada de aire y, siendo consciente de que lo peor pasaría en unas horas, se sintió liberado al saber que podría empezar de cero de verdad.
Sin obstáculos.
Sin barreras.
Con su bebé.
Con Esperanza y, quién sabía, tal vez con alguna sorpresa más después de aquella noche de confesiones.