Kitabı oku: «La máquina genética»
La máquina genética
BIBLIOTECA CIENTÍFICA DEL CIUDADANO
Una serie de Grano de Sal dirigida por Omar López Cruz (Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica) y Lamán Carranza Ramírez (Unidad de Planeación y Prospectiva, Gobierno del Estado de Hidalgo)
►Energía para futuros presidentes. La ciencia detrás de lo que dicen las noticias
Richard A. Muller
►Conciencia del tiempo. Por qué pensar como geólogos puede ayudarnos a salvar el planeta
Marcia Bjornerud
►Predecir lo impredecible. ¿Puede la ciencia pronosticar los sismos?
Susan E. Hough
►En pie. Las claves ocultas de la ingeniería
Roma Agrawal
►Vaquita marina. Ciencia, política y crimen organizado en el golfo de California
Brooke Bessesen
►El arte de la lógica (en un mundo ilógico)
Eugenia Cheng
►La máquina genética. La carrera por descifrar los secretos del ribosoma
Venki Ramakrishnan
►Travesía por los mares del cosmos. Nuestro hogar en el universo: Laniakea
Hélène Courtois
La máquina genética
La carrera por descifrar
los secretos del ribosoma
VENKI RAMAKRISHNAN
Traducción de Maia F. Miret
Primera edición, 2020 | Primera edición en inglés, 2018
Título original: Gene Machine. The Race to Decipher the Secrets of the Ribosome
© 2018, Venki Ramakrishnan
Revisión técnica: Martín Bonfil Olivera
Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores
Fotografía de portada: MRC Laboratory of Molecular Biology
D. R. © 2020, Libros Grano de Sal, SA de CV
Av. Río San Joaquín, edif. 12-B, int. 104, Lomas de Sotelo, 11200,
Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México
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Todos los derechos reservados. Se prohíben la reproducción y la transmisión total o parcial de esta obra, de cualquier manera y por cualquier medio, electrónico o mecánico —entre ellos la fotocopia, la grabación o cualquier otro sistema de almacenamiento y recuperación—, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-98994-4-8
Índice
Presentación, por OMAR FAYAD MENESES
Prefacio
Prólogo
1. Un inesperado cambio de planes en Estados Unidos
2. Mi encuentro con el ribosoma
3. Cómo ver lo invisible
4. Los primeros cristales de la máquina
5. A la Meca de la cristalografía
6. La niebla primordial
7. Cruzar un umbral
8. Empieza la carrera
9. Mis comienzos en Utah
10. Regreso a la Meca
11. Salir del clóset
12. Casi perdemos el tren
13. El asalto final
14. El nuevo continente
15. La política del reconocimiento
16. El espectáculo del ribosoma
17. Surge una película
18. La llamada telefónica de octubre
19. Una semana en Estocolmo
20. La ciencia sigue su camino
Epílogo
Agradecimientos
Notas y lecturas sugeridas
Presentación
Las grandes ideas pueden alcanzarnos mientras atravesamos la profunda oscuridad de la noche de los tiempos. La idea de una sociedad demo-crática es ya antigua, pero su valor y efectividad no han cambiado, si bien hoy los retos son mayores: ahora los desafíos trascienden fronteras y nos llevan a considerar que nuestro entorno es el planeta entero, ya no aquel pequeño ámbito de la polis.
Por otra parte, el libro sigue siendo el mejor vehículo para continuar el diálogo con los principales pensadores y líderes de la humanidad. Como dijo Sergio Pitol al referirse a su Biblioteca del Universitario, “El libro afirma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individualidad, al mismo tiempo fortalece a la sociedad, y exalta la imaginación”; por todo ello, nuestra fe en el libro se renueva cada vez que rompemos la venda de la ignorancia.
En Hidalgo hemos abanderado el combate a la pobreza mediante el impulso a la ciencia y la tecnología, bajo un esfuerzo integral y decidido por procurar la seguridad de los ciudadanos, la generación de empleos y una mayor atracción de inversiones. Tenemos un compromiso con el combate a la desigualdad atacando sus fuentes desde la raíz. Como reconocemos que una de sus principales causas es la ignorancia, hemos procurado el acceso a una educación moderna y de máxima cobertura geográfica, en todos los niveles, que abarque a todas las niñas y todos los niños del Estado. Creemos firmemente que las personas educadas pueden acceder a mejores oportunidades de movilidad social. En consecuencia, nos hemos hecho el firme propósito de ser la cuna de los científicos y los tecnólogos que abrirán nuevas formas de producción, siempre con un fuerte compromiso con el cuidado del medio ambiente. Queremos formar ciudadanos libres, que hagan suyos los valores de la democracia.
Dentro de la planeación para el desarrollo, Hidalgo está comprometido con la generación de proyectos que serán hitos transformadores de la economía y las capacidades de nuestro estado. Ejemplos de la visón que estamos impulsando son el Sincrotrón Mexicano, el Laboratorio de Gobierno Digital y Políticas Públicas, el Laboratorio Nacional de Acceso Estratégico, el Puerto de Lanzamiento de Nanosatélites, el Laboratorio Nacional LAB Chico, la Litoteca Nacional de la Industria de Hidrocarburos, el Consorcio de Innovación Textil y Manufactura, y el Radio Observatorio Nacional.
Para sostener un ambiente democrático, los ciudadanos deben estar bien informados. Por ello hemos prestado particular atención a brindar a la ciudadanía elementos que ayuden a formar opiniones basadas en el conocimiento. Las decisiones que tomemos en los próximos años serán nuestra respuesta como sociedad local a los grandes problemas que aquejan a la humanidad. El camino no es simple: corremos el peligro de perder el rumbo hacia el futuro de bienestar y equidad que buscamos en Hidalgo. Debemos estar preparados. Por ello, me enorgullece presentar la Biblioteca Científica del Ciudadano (BCC) como un esfuerzo para cubrir diversos temas de actualidad que son de importancia para los ciudadanos en un mundo globalizado. La BCC presenta el pensamiento y la opinión de grandes científicos y divulgadores sobre temas que van desde la generación de energía hasta el uso cotidiano de la lógica matemática, y en 2020 desde la estructura del ribosoma hasta la forma en que las galaxias se desplazan en el espacio. Con esta serie, ya en su segundo año, ofrecemos el acceso a ideas poderosas y a modos rigurosos de pensar. Además hemos buscado a las mejores autoras para que su ejemplo sirva también de invitación para acabar con la desigualdad de género que aflige al quehacer científico y tecnológico.
Como asesor científico de la BCC está el doctor Omar López Cruz, astrónomo que a su destacada trayectoria en la investigación de agujeros negros suma una decidida vocación por divulgar el conocimiento. Le he solicitado a Lamán Carranza Ramírez, titular de la Unidad de Planeación y Prospectiva, que codirija la BCC. Es poco común en nuestro país encontrar la colaboración entre políticos y científicos; por ello, celebro con gran beneplácito que la dirección de la BCC esté en sus manos.
No es frecuente encontrar juntos, en una sola frase, vocablos como libros, ciencia y ciudadanía. La BCC expresa la convicción de que estos tres campos de acción pueden potenciarse unos a otros. Quien se asome a los títulos de esta serie hará suyo lo mejor de la palabra escrita, del pensamiento crítico y de la vida responsable en comunidad. Si queremos alcanzar grandes resultados, debemos pensar en grande. Estoy seguro de que las siguientes páginas nos ayudarán a hacerlo y, por qué no, también a soñar en grande.
LIC. OMAR FAYAD MENESES
Gobernador Constitucional del Estado de Hidalgo
Dedicado a Graeme Mitchison
(1944-2018)
Prefacio
Ésta es una historia personal. En ella el autor narra sus experiencias como estudiante, profesor y ávido experimentalista que busca entender cómo las células llevan a cabo una de sus actividades más antiguas y fundamentales: la síntesis de proteínas. Su emocionante relato hace que cobren vida la pasión por el descubrimiento, la frustración ante los experimentos fallidos y los desafíos personales y profesionales que pavimentaron su camino hacia el éxito científico.
Su perspectiva es única, por varias razones. Como inmigrante en Estados Unidos y luego en Inglaterra, y como físico que se aventura en el mundo de la biología, su historia refleja el sentir de un extranjero que anhela ser parte de un mundo científico y social que ve desde afuera. Este anhelo bien puede haber desempeñado un papel en el enfoque de investigación que describe: su deseo de pertenencia coincidió con su predisposición a ser un rebelde y a embarcarse en un viaje de descubrimiento que de principio parecía una apuesta muy arriesgada. Y luego está el descubrimiento científico mismo: las reveladoras estructuras de la maquinaria que lee el código genético y traduce su secuencia de ácidos nucleicos en cadenas de aminoácidos que forman todas las proteínas necesarias para la vida en la Tierra. El ribosoma, compuesto por una subunidad mayor y una menor, se reveló en toda su gloria gracias en parte al trabajo del autor, que descifró las bases moleculares de los mecanismos de decodificación de la subunidad ribosomal menor y mostró cómo diversas sustancias antibióticas bloquean la acción del ribosoma de las bacterias y eliminan así las infecciones de origen microbiano. El proceso de determinación de la subunidad ribosomal menor, desde los primeros esfuerzos por entender los componentes individuales hasta la colosal batalla por purificar y cristalizar intacta esta subunidad, es una fascinante saga de ingenio, suerte y, al final, éxito.
También es una historia de dilemas profesionales, de la serendipia del descubrimiento y de la naturaleza profundamente humana de la investigación, en la que las personalidades de los actores desempeñan un papel fundamental. Cualquier gran descubrimiento científico involucra a múltiples colaboradores y requiere una gran cantidad interacciones entre científicos que deben vérselas con los desafíos y los reveses inevitables en todo proceso de descubrimiento. No siempre está claro cómo nacen las ideas, si de verdad le pertenecen a una sola persona o si afloran en la discusión con otros. A veces la competencia se interpone entre colegas y debe resolverse incluso cuando la dicha del descubrimiento está casi al alcance de la mano. El premio Nobel de Química 2009 reconoció los temprano éxitos en la cristalización del ribosoma de Ada Yonath y los subsecuentes logros de Venki Ramakrishnan y Tom Steitz, que lograron resolver las estructuras de las subunidades ribosomales. Y sin embargo, como se describe en este libro, la política que limita la entrega del premio a tres investigadores dejó fuera del galardón a otros que hicieron sus propias contribuciones clave, a pesar de la importancia de sus ideas. El libro ofrece un relato muy ameno de las experiencias y opiniones del autor sobre estos temas y debe entenderse como una memoria y no como un ensayo histórico objetivo. Quienes estudien ciencia y estén interesados en el método científico encontrarán que se trata de una aproximación original al proceso de descubrimiento y al sendero, a veces tortuoso, que conduce al conocimiento nuevo. En definitiva, se trata de una contribución fascinante a la bibliografía científica que será atesorada como una descripción de hechos y a la vez como una disección del lado emocional del trabajo, y finalmente el éxito, científico.
JENNIFER DOUDNA
Premio Nobel de Química 2020
Prólogo
En retrospectiva, resulta sorprendente el poco efecto que tuvo su visita. Era un día gris del otoño de 1980; en un tablero de anuncios de la Universidad de Yale, una notita informaba sobre una conferencia con un título vago. No tuve problemas para encontrar asiento, aunque llegué sólo un poco antes que la invitada, pues apenas un puñado de especialistas se había molestado en asistir.
La conferencista irradiaba confianza al caminar, incluso cierta audacia. Tras una breve introducción de su anfitrión, ella se puso a describir los esfuerzos de su grupo en Berlín por obtener cristales de un enorme conjunto de moléculas que formaban parte del mecanismo de traducción de genes en proteínas. Por ese entonces, obtener cristales era un paso clave para descifrar este tipo de estructuras.
Casi nadie hizo preguntas al final de la plática: no sabíamos muy bien qué pensar sobre su trabajo. Nos parecía sorprendente que alguien hubiera persuadido a una partícula tan grande y flexible de formar los arreglos tridimensionales de moléculas que conforman un cristal. Cuando volvíamos a nuestros laboratorios, uno de mis colegas le dijo a otro en tono burlón: “¿Por qué tú no puedes cristalizar ni un pedacito y ella ya pudo cristalizarla toda?” Sin embargo, sus cristales no tenían la calidad suficiente para dilucidar una estructura y en esa época ni siquiera sabíamos cómo descubrir la estructura de algo tan grande. Al final pensamos que se trataba de una curiosidad interesante, pero nadie sintió que su mundo se hubiera transformado para siempre ni que debíamos dejar al instante el trabajo que nos ocupaba.
En ese momento no podía saber que esta científica, Ada Yonath, sería un personaje central en mi vida profesional durante tres décadas, que competiría con ella y con otros en una intensa carrera para entender un objeto que yace en el núcleo mismo de la vida o que un día de diciembre me sentaría entre ella y la princesa heredera de Suecia en el banquete del premio Nobel en Estocolmo.
1. Un inesperado cambio de planes en Estados Unidos
Cuando me fui de la India, deseaba de todo corazón convertirme en físico teórico. Tenía 19 años y acababa de graduarme en la Universidad de Baroda. La costumbre dictaba que debía quedarme en el país para obtener una maestría y luego viajar al extranjero para hacer el doctorado, pero yo tenía muchas ganas de llegar a Estados Unidos tan pronto como pudiera. Para mí representaba no sólo la tierra de las oportunidades sino la patria de héroes de la racionalidad, como Richard Feynman, cuyas famosas Lecciones de física formaron parte de mi plan de estudios en la licenciatura. Además, mis papás ya se encontraban allí, pues mi padre estaba tomando un breve año sabático en la Universidad de Illinois en Urbana.
Puesto que era una decisión de último minuto, no había presentado el GRE, el examen de registro de egresados de la universidad que exigen los programas de posgrado estadounidenses, y sin el cual la mayor parte de las universidades no considerarían siquiera mi candidatura. Al principio me aceptó el Departamento de Física de la Universidad de Illinois, pero cuando en el programa de posgrado descubrieron que sólo tenía 19 años me informaron que si acaso podía unirme como estudiante de licenciatura con dos años de créditos universitarios. Por aquel entonces, ningún indio de clase media podía asumir el costo de la colegiatura y la vida en Estados Unidos, pero por suerte el director de mi departamento en Baroda me enseñó una carta de la Universidad de Ohio en la que le pedían que les informara sobre su programa a posibles estudiantes del país. Nunca antes había oído hablar de la Universidad de Ohio, pero descubrí que el departamento tenía una computadora IBM System/360 y un acelerador Van de Graaff, y que miembros de su cuerpo docente habían estudiado en algunas de las mejores universidades, y eso me pareció suficiente. Ohio prescindió del requisito del GRE, me aceptó y me brindó apoyo económico. Tras la entrevista para obtener la visa de estudiante en el consulado de Estados Unidos en Bombay, una experiencia típicamente angustiante, compré mi boleto de avión hacia la tierra prometida.
Tan pronto terminé los exámenes finales, abandoné el sofocante calor de la India y me puse en camino a Estados Unidos. Tenía fiebre y el vuelo, que hacía escala en Beirut, Ginebra, París y Londres antes de aterrizar en Nueva York, me pareció interminable. Abordé otro avión hacia Chicago y luego tomé un vuelo corto a Champaign-Urbana. En el instante en el que toqué el asfalto, la tarde del 17 de mayo de 1971, recibí una ráfaga del viento más helado que había sentido en mi vida.
Mi repentina inmersión en la vida universitaria estadounidense me dejó conmocionado. La vida universitaria en la India era más bien formal. Los estudiantes usaban ropa conservadora y se concentraban en sus estudios; muchos, como yo, aún vivían con sus padres. Las citas románticas, y el sexo prematrimonial en particular, eran muy poco comunes. Allí estaba yo, un nerd de pelo corto, anteojos con gruesos armazones de plástico negro y zapatos de gamuza anaranjada dos números más grandes que lo necesario, llegando a un país que en 1971 vivía una prolongación de los años sesenta. Los estudiantes nativos parecían pertenecer a una especie totalmente diferente: los hombres con jeans desgastados y el pelo más largo que las mujeres, y ellas con shorts cortísimos y blusas sin mangas que las hacían ver casi desnudas en comparación con las muchachas indias que yo había dejado atrás. En los campus de todo Estados Unidos se organizaban manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Una tarde, mitad por curiosidad, mitad por solidaridad, fui a una de las manifestaciones a favor de la paz. Destacaba entre la multitud como si fuera un marciano, pero por suerte avisté al fondo a dos hombres un poco mayores que tenían el mismo pelo corto y usaban los mismos pantalones baratos de poliéster y el mismo tipo de camisa que yo. Caminé hasta ellos y traté de ser amable, pero eran cortantes y parecían suspicaces. Supe después que eran agentes del FBI que estaban allí para vigilar a los pacifistas alborotadores.
Pasé el verano tomando clases en la Universidad de Illinois para llenar las lagunas de mi educación en Baroda. Al final del verano, mis padres, mi hermana y yo condujimos hasta Athens, en el sur de Ohio, una ciudad pequeña y llena de colinas que sería mi hogar por los próximos años. El primer problema fue encontrar alojamiento: como tenía que vivir de mi sueldo como adjunto y era vegetariano, pensé que sería mejor rentar un departamento pequeño donde pudiera prepararme mi propia comida. Buscamos en el periódico anuncios de lugares en renta, pero sin mucho éxito. En una ocasión, una casera dijo que el departamento estaba disponible, pero, cuando fuimos a verlo, unos minutos después, me echó una mirada y acto seguido nos explicó que “se acababa de rentar”. Ésa fue la primera vez que sufrí racismo en Estados Unidos. Como ese fin de semana no logré conseguir un departamento, me registré en un dormitorio universitario y pasé el primer año subsistiendo básicamente de sándwiches de queso de la cafetería.
FIGURA 1.1. El autor en sus tiempos de estudiante de posgrado en física en la Universidad de Ohio.
A pesar de sus desventajas gastronómicas, el dormitorio tenía una gran cualidad: me permitió adquirir instantáneamente un grupo de amigos y evitar el aislamiento y la “guetización” tan comunes para los extranjeros. Mis compañeros del dormitorio me ayudaron a integrarme rápidamente en la vida universitaria estadounidense. El primer sábado fuimos a un juego de futbol americano; la ostentación —con las porristas, las bandas de música y el escandaloso sistema de sonido del estadio— opacaba la experiencia del juego mismo.
El dormitorio también tenía la ventaja de estar cerca del Departamento de Física y muchos compañeros de posgrado vivían en cuartos por la zona, así que pudimos formar un amistoso grupo de estudio y acostumbrarnos juntos a la vida de la universidad. Los estudiantes de posgrado de física por lo general tienen que tomar uno o dos años de asignaturas y un examen general antes de poder comenzar con la investigación seria. Aunque yo terminé mis materias y la parte escrita del examen general sin demasiados problemas, la sección oral con la que concluía me ofreció el primer atisbo de que, después de todo, tal vez no tenía unos deseos tan acuciantes de ser físico. En esta sección me pidieron que mencionara qué descubrimientos recientes en física me habían llamado la atención. Yo no pude mencionar ni uno solo y debieron insistir un poco antes de que consiguiera mencionar al menos un área que me parecía interesante. Me aprobaron de todos modos y decidí trabajar bajo la supervisión de Tomoyasu Tanaka, un respetado teórico de materia condensada. Para entonces ya me intrigaban los problemas biológicos e incluí algunos en mi propuesta de tesis. Puesto que ni Tomoyasu ni yo sabíamos absolutamente nada sobre biología, estas propuestas eran pura fantasía y pronto las abandoné.
Cuando comencé con mi trabajo de tesis, comprendí que no se me daba bien identificar preguntas clave y menos aún alguna forma de abordarlas. Lo peor era que mi trabajo no me parecía interesante, así que me refugié en mi vida social: jugaba en el equipo de ajedrez de la universidad, iba de excursión con mi amigo Sudhir Kaicker, aprendía de otro amigo, Tony Grimaldi, sobre música clásica occidental y en general me dedicaba a lo que fuera excepto a avanzar con mi trabajo de posgrado. Tomoyasu era casi un estereotipo del japonés amable; a veces iba a mi oficina a preguntar delicadamente sobre mis avances y yo le decía de forma indirecta que no tenía ninguno. Esto siguió así durante un par de años. ¡Siempre digo que, si más adelante yo hubiera tenido alumnos así, los habría corrido!
Las cosas cambiaron súbitamente cuando conocí a Vera Rosenberry, que se acababa de separar y tenía una hija de cuatro años. Unos amigos en común decidieron que debíamos conocernos, tal vez porque ambos éramos vegetarianos, una rareza en el sur de Ohio en la década de 1970. Yo no tenía la menor idea de que habían orquestado nuestro primer encuentro, porque ocurrió durante la cena de Día de Acción de Gracias de un gran grupo de amigos. Cuando notaron mi despiste, mis amigos decidieron que necesitaba un poco más de ayuda y me invitaron a una cena con sólo otra pareja. Vera me pareció inteligente y guapa, pero supuse que alguien como ella me resultaría inalcanzable y jamás se interesaría por mí. Así que traté de presentársela a un amigo, a quien invité a cenar con Vera y su hija, Tanya. Pasé parte del tiempo jugando con Tanya para que mi amigo y Vera pudieran conversar. Fue ese amigo quien tuvo que señalarme que ella parecía estar interesada en mí, no en él, y que en todo caso era probable que le haya gustado aún más al ver lo bien que me llevaba con su hija. A pesar de mi cómica ineptitud, comenzamos un cortejo tormentoso que duró menos de un año y nos casamos poco después de que concluyera su divorcio. A los 23 años estaba yo casado y era el padrastro de una niña de cinco años.
Sin embargo, el matrimonio ayudó a que me concentrara en mi carrera. Vera quería tener otro hijo, así que yo me enfrentaba a la perspectiva de mantener una familia sin tener un plan definido. Me parecía claro que, si me quedaba en el área de la física, pasaría el resto de mi vida haciendo cálculos aburridos y aditivos que no producirían ningún avance de importancia. La biología, por el otro lado, estaba experimentando el mismo tipo de transformación dramática por la que pasó la física de principios del siglo XX. La revolución en biología molecular que comenzó con la estructura del ADN seguía su marcha frenética y comenzábamos a obtener revelaciones fundamentales sobre los procesos biológicos que nos desconcertaron durante siglos. Casi todos los números de Scientific American informaban sobre algún descubrimiento trascendental en biología y daba la impresión de que su realización estaba al alcance de simples mortales como yo. Mi problema era que no tenía más que nociones básicas de biología y ni pizca de idea sobre lo que entrañaba la investigación biológica. De modo que, antes de terminar mi doctorado en física, tomé la difícil decisión de matricularme de nuevo en un posgrado, esta vez uno de biología. Me animaba que muchos científicos famosos, como Max Perutz, Francis Crick y Max Delbrück, emprendieron en su momento una transición parecida.
Escribí a varias universidades de primer nivel, pero muchas no querían aceptar a alguien que ya tenía un doctorado. Recibí dos respuestas particularmente memorables. La primera, de Franklin Hutchison, en Yale, era una carta muy amable en la que explicaba que, aunque no podían aceptarme como estudiante de posgrado, le mandaría mi CV al cuerpo docente en caso de que alguien estuviera interesado en contratarme como estudiante de posdoctorado. Me escribieron dos profesores: Don Engelman y, lo que en retrospectiva resulta muy irónico, Tom Steitz. Les agradecí a los dos y les expliqué que no tenía suficiente formación para servirles en un puesto de posdoctorado y que trataría de capacitarme un poco primero. En el extremo opuesto a Hutchinson estuvo James Bonner, de Caltech. En mis solicitudes escribí que, puesto que sólo tenía 23 años, aún era lo suficientemente joven como para volver a tomar cursos de posgrado. Bonner me regañó por presumir mi edad y añadió que él también tenía 23 años cuando recibió su doctorado y que en su familia ya eso se consideraba lento. También dijo que las áreas que había mencionado —alosterismo, proteínas de la membrana y neurobiología— eran algo obvias porque se trataba de las que estaban de moda en biología. Si quería trabajar en esas áreas, explicó, primero tenía que demostrar que podía ser competente en ellas y Caltech no me aceptaría de ningún modo como alumno. Tal vez nunca leyó Catch-22.1 Afortunadamente, Dan Lindsley, de la Universidad de California en San Diego, estuvo dispuesto a aceptarme en el Departamento de Biología como estudiante de posgrado y a darme una beca. Y, aún mejor, a Vera y a Tanya les pareció bien mudarse a California y seguir viviendo con el humilde sueldo de un estudiante de posgrado y con la responsabilidad añadida de un nuevo bebé. Y todo esto sin automóvil.
De alguna forma reuní suficiente material para presentar una tesis aceptable justo a tiempo; nuestro hijo Raman nació apenas un mes después de mi examen de doctorado. Un par de semanas más tarde, un amigo y yo condujimos de Ohio a California en un camión de mudanzas con todas nuestras cosas; Vera y los niños nos alcanzaron en avión con mi suegra una semana después. En cuanto nos instalamos, en el otoño de 1976, me puse a estudiar en serio.
Lo primero que me sorprendió sobre la biología es que hay que saber muchos datos. Las conferencias introductorias para los nuevos alum-nos de posgrado estaban llenas de términos técnicos que yo no entendía en absoluto. Para ponerme al día tomé un montón de cursos de nivel licenciatura en genética, bioquímica y biología celular, e hice rotaciones de primer año de posgrado, que son proyectos cortos de seis semanas que los estudiantes estadounidenses suelen realizar antes de entrar a un laboratorio para hacer su investigación de doctorado. Puesto que mi investigación en física había sido completamente teórica, no tenía idea de cómo funcionaba el trabajo de laboratorio. Lo entendí durante una rotación en el laboratorio de Milton Saier, que trabajaba en la recaptación de azúcar en bacterias. El experimento requería añadir cierta cantidad de glucosa radioactiva a un cultivo de bacterias en el tiempo cero y luego medir cuánta glucosa habían absorbido las bacterias en diferentes momentos. La cantidad de glucosa que debía añadirse era mucho menor que cualquier cosa a la que me hubiera enfrentado hasta entonces: apenas unos 20 microlitros (menos del 1 por ciento del volumen de una cucharadita). “¿Cómo se hace para medir un volumen tan pequeño?”, pregunté. La técnica que capacitaba me mostró con alegría un artefacto llamado Pipetman, que básicamente consiste en un tubo con un pistón que puede calibrarse para que suba o baje una distancia determinada. Me mostró cómo fijar el volumen en el dial, cómo extraer la cantidad correcta y cómo darle a la perilla un empujoncito extra al final para asegurarse de que toda la muestra sea evacuada. “Ése es todo el chiste”, dijo. Yo tomé el artefacto y lo sumergí en la glucosa radioactiva. La técnica exclamó: “¿Pero qué demonios estás haciendo? ¡Tienes que usar las puntas!” Estos aparatos eran tan comunes que olvidó mencionar las delgadas puntas de plástico que deben fijarse al extremo del Pipetman para que nunca se contamine por el contacto con la muestra.
Mudarse a un nuevo lugar con un niño pequeño y un bebé no era la circunstancia más propicia para aprender una nueva área de la ciencia, pero tuve la enorme suerte de que Vera, que comenzaba su propia carrera como ilustradora de libros infantiles, pudiera trabajar desde casa. Ella hacía casi todas las tareas domésticas y de cuidado, lo que me permitía concentrarme en mis estudios. Terminé el primer año con la sensación de que había aprendido suficiente biología y que había adquirido experiencias muy variadas en el laboratorio. En mi segundo año comencé a trabajar con Mauricio Montal, que estaba estudiando proteínas que permiten que pasen iones a través de las delgadas membranas de lípidos que rodean a todas las células. Resultó que no pasaría mucho tiempo en su laboratorio. Casi por casualidad, volvería a mudarme al otro lado del país para trabajar en una de las moléculas más viejas y más importantes para la vida.