Kitabı oku: «Arroz y tartana», sayfa 11
VI
Había abandonado la mesa la familia y aún duraban los elogios a Visanteta por el mérito de la paella que les había servido, cuando comenzaron a llegar los amigos.
– Mamá— gritaba Amparito desde la puerta de la calle— , las de López, que vienen en su faetón. ¡Calle! El tranvía ha parado en la esquina.... ¡Si son «las magistradas»! ¡Ay, y también el papá de Andresito, guiando su charrette…! ¡Si parece que se han dado cita! ¡Todos a un tiempo…! ¡Venid, Conchita, mamá! ¡Mirad qué guapo está el señor Cuadros guiando su cochecito! ¡Parece que en toda su vida no haya hecho otra cosa…!
Y los convidados de doña Manuela entraron en la casa, confundiéndose unas familias con otras, saludándose las mujeres con un tiroteo de besos y elogiando todas las cualidades de la «posesión» que la viuda de Pajares tenía en Burjasot. Era un chalet que parecía escapado de una caja de juguetes; un edificio construido por contrata, tan bonito como frágil, con sus tejados rojos y escalinatas con jarrones de yeso, situado en el centro de un jardincillo excavado en las rocas, con dos docenas de árboles tísicos que gemían melancólicamente, martirizadas sus raíces por la capa de dura piedra que encontraban a pocos palmos del suelo. A pesar de su aspecto de decoración de ópera, que tanto entusiasmaba a doña Manuela, el tal chalet no pasaba de ser una casa de vecindad, enclavado como estaba entre otras construcciones de la misma clase, todas frágiles y pretenciosas, con sus jardincillos como sábanas, y sobre la verja, en letras doradas, los campanudos títulos de Villa-Teresa, Villa-María, etcétera, según fuese el nombre de la propietaria.
La viuda había empeñado y perdido para siempre un centenar de hanegadas de tierra de arroz que le producían muy buenos cuartos, para adquirir aquella ratonera brillante y frágil, a la que puso el título de Villa-Conchita, no sin protestas ni rabietas de Amparo. Creía que una «villa» para el verano es el complemento de una familia distinguida que tiene coche; y en las tertulias, al dirigirse a sus amigas, llenábase la boca hablando de su «lindo hotelito» de Burjasot y de las innumerables comodidades que encerraba.
La casa era mala, pero el paisaje magnífico. Los hotelitos— había que llamarlos así, para no disgustar a doña Manuela— , ocupando la suave pendiente de una colina yerma, eran un magnífico mirador, desde el cual se abarcaba la vega con todas sus esplendideces.
Al frente, Burjasot, prolongada línea de tejados con su campanario puntiagudo como una lanza; más allá, sobre la obscura masa de pinos, Valencia achicada, liliputiense, cual una ciudad de muñecas, toda erizada de finas torres y campanarios airosos como minaretes moriscos; y en último término, en el límite del horizonte, entre el verde de la vega y el azul del cielo, el puerto, como un bosque de invierno, marcando en la atmósfera pura y diáfana la aglomeración de los mástiles de sus buques.
El día era hermoso; un verdadero domingo de Pascua. La primavera enardecía la sangre, y la ciudad entera, solemnizando la vuelta del buen tiempo, lanzábase al campo, levantando en él un rumor de avispero.
Los convidados de doña Manuela veían a poca distancia los famosos Silos de Burjasot, gigantesca plataforma de piedra, cuadrada meseta agujereada a trechos por la boca de los profundos depósitos y en la cual hormigueaba un enjambre alegre y ruidoso: corros en que sonaban guitarras, acordeones y castañuelas acompañando alborozados bailes; grupos de gente formal entregada sin rubor a los juegos de la infancia; docenas de muchachos ocupados en dar vuelo a sus cometas con grotescos figurones pintados, que al remontarse moviendo los inquietos rabos hacían el efecto de parches aplicados al azul cutis del infinito y daban al paisaje un aspecto chinesco de abanico o de pañolón de Manila.
En casa de doña Manuela, las señoras, despojadas de sus sombreros y mantillas, y los hombres fumando con la confianza del que está en su propio domicilio, contemplaban desde los balcones la alegría popular.
Bastábales volver un poco la cabeza, y su vista caía sobre la inmensa vega, silenciosa y esplendente, con sus tonos verdes de infinitos matices, que deslumhraban, abrillantados por el sol de la primavera. Los pueblos y caseríos, compactos y apiñados hasta el punto de parecer de lejos una sola población, matizaban de blanco y amarillo aquel gigantesco tablero de damas, cuyos cuadros geométricos, siendo todos verdes, destacábanse unos de otros por sus diversas tonalidades; a lo lejos, el mar, como una cenefa azul, corríase por todo el horizonte con su lomo erizado de velas puntiagudas como blancas aletas; y volviendo la vista más a la izquierda, los pueblos cercanos: Godella con su obscuro pinar, que avanza como promontorio sombrío en el oleaje verde de la huerta; y por encima de esta barrera, en último término, la sierra de Espadan, irregular, gigantesca, dentellada, mostrando a las horas de sol un suave color de caramelo, surcada por las sombras de hondanadas y barrancos, decreciendo rápidamente antes de llegar al mar, y ostentando en la última de sus protuberancias, en el postrer escalón, el castillo de Sagunto, con sus bastiones irregulares, semejantes a las ondulaciones de una culebra inmóvil y dormida bajo el sol.
La esplendidez del paisaje tenía como embobados a los convidados de doña Manuela, a pesar de ser todos ellos gente poco susceptible de entusiasmarse ante cosas que no fuesen útiles.
– ¡Muy hermoso!– exclamaba «la magistrada »– . Yo he vivido en Granada cuando mi difunto estuvo en aquella Audiencia, y su vega no tiene comparación con ésta.
– ¡Qué ha de tener!– dijo el señor López el bolsista con expresión doctoral— . Cuando a Fernando VII lo trajeron a los Silos, declaró que esto era el balcón de España.
– Pues figúrese usted— añadió doña Manuela, que enrojecía de satisfacción con estos elogios que alcanzaban a su casa— . Si los Silos son el balcón de España, ¿qué será Villa-Conchita, que está más alta que ellos?
– El balcón de Europa, Manuela, no lo dude usted.
El señor Cuadros, después de soltar esta barbaridad, miró a su mujer, que, como siempre, le admiraba.
Mientras tanto, las niñas de la casa, las de López y «las magistradas» paseaban por el jardincillo con Rafael, que hablaba de su amigo Roberto, a quien estaba esperando.
Andresito, cariacontecido y triste, seguía en un extremo del gran balcón, alejado de las personas graves. Sabía de buena tinta que la traviesa Amparito había tronado con el artillero; consideraba además como de muy buen signo que doña Manuela hubiese invitado a su familia, desechando la anterior frialdad; pero a pesar de esto, el bebé le había recibido con una sonrisa maligna, burlona, y antes de que hablara, se agarró del brazo de sus amigas, dejándole con la palabra en la boca. Y allí estaba él, plantado en el balcón, paciente y resignado, como si su destino fuese aguantar desdenes de aquella a quien había maldecido e insultado en toda clase de metros. Para ocultar su despecho, fingía contemplar atentamente el risueño panorama con sus ojos turbios. Poco le faltaba para llorar, y queriendo ocultar su emoción, murmuraba con expresión pedantesca:
– ¡Qué espectáculo! Esto es una sinfonía de colores, una verdadera sinfonía.
¡Sinfonía de colores! Una fraséenla que había pescado en una de esas críticas que hablan del «colorido» y el «dibujo» de la música y la «armonía » y los «acordes» de la pintura.
El joven repetía con obstinación su frase, como el que, acostado, masculla sin cesar la misma oración para aturdirse y coger el sueño; y poco a poco, como hipnotizado por la brillantez del paisaje, fue sumiéndose en un limbo de quietud contemplativa.
Y ahora ¡vive Dios! iba adquiriendo realidad la dichosa sinfonía de colores; ya no era una frase huera y sin sentido, porque todo parecía cantar, la vega y el Mediterráneo, los montes y el cielo. ¡Qué delicioso era el anonadamiento del poetilla, apoyado en la balaustrada, sintiendo en su rostro el fresco viento que tantas cabriolas hacía dar a las cometas de papel…! Allí estaba la sinfonía, una verdadera pieza clásica con su tema fundamental… y él percibía con los ojos el misterioso canto, como si la mirada y el oído hubiesen trocado sus maravillosas funciones.
Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran las manchas verdes de los cercanos jardincillos, las rojas aglomeraciones de tejados, las blancas paredes, todas las pinceladas de color sueltas y sin armonizar por hallarse próximas. Y tras esta fugaz introducción, comenzaba la sinfonía, brillante, atronadora.
El cabrilleo de las temblonas aguas de las acequias, heridas por la luz, era el trino dulce y tímido de los violines melancólicos; los campos de verde apagado, sonaban para el visionario joven como tiernos suspiros de los clarinetes, «las mujeres amadas», como les llamaba Berlioz; los inquietos cañares con su entonación amarillenta y los frescos campos de hortalizas, claros y brillantes como lagos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto como apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases del violoncelo; y en el fondo, la inmensa faja de mar, con su tono azul esfumado, semejaba la nota prolongada del metal que, a la sordina, lanzaba un lamento interminable.
Andresito se afirmaba cada vez más en la realidad de su visión. No eran ilusiones. El paisaje entonaba una sinfonía clásica, en la que el tema se repetía hasta lo infinito. Y este tema era la eterna nota verde, que tan pronto se abría y ensanchaba, tomando un tinte blanquecino, como se condensaba y obscurecía hasta convertirse en azul violáceo. Como en la orquesta salta el pasaje fundamental de atril en atril para ser repetido por todos los instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en la sinfonía del paisaje, subía o bajaba con diversa intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los gemidos de los instrumentos de cuerda, tendíase sobre los campos voluptuoso y dulzón como los arrullos de los instrumentos de madera, se extendía azulándose sobre el mar con la prolongación indefinida de un acorde arrastrado del metal, y así como el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol, arrojando a puñados su luz, matizaba el panorama, haciendo resaltar unas partes con la brillantez del oro y envolviendo otras en dulce penumbra.
Y Andresito, con la imaginación perturbada, iba siguiendo el curso de la sinfonía extraña que sólo sonaba para sus ojos. Los caminos, con su serpenteante blancura, eran los intervalos del silencio. El tema, el color verde, crecía en intensidad al alejarse hacia las orillas del mar; allí llegaba al período brillante, a la cúspide de la sinfonía; y lanzándose en pleno cielo, aclarándose en un azul blanquecino, marchaba velozmente hacia el final, se extinguía en el horizonte pálido y vago como el último quejido de los violines, que se prolonga mientras queda una pulgada de arco, y adelgazándose hasta ser un hilillo tenue, una imperceptible vibración, no puede adivinarse en qué instante deja realmente de sonar.
Era una locura; pero el visionario muchacho «veía» cantar los campos y gozaba en la muda sinfonía de los colores, en aquella obra silenciosa y extraña que se parecía a algo… a algo que Andresito no podía recordar. Por fin, un nombre surgió en su memoria. Aquello era Wagner puro; la sinfonía del Tannhauser, que él había oído varias veces. Sí; allí unas tonalidades de color enérgicas y rabiosas sofocaban a otras apagadas y tristes, como el canto de las sirenas, imperioso, enervante, desordenado, intenta sofocar el himno místico de los peregrinos. Y aquella luz que derramaba polvo de oro por todas partes, aquel cielo empapado de sol, aquella diafanidad vibrante en el espacio, ¿no era el propio himno a Venus, la canción impúdica y sublime del trovador de Turingia ensalzando la gloria del placer y de la terrena vida? Sí; aquello mismo era. Y el muchacho, sonámbulo, embriagado por la Naturaleza, hipnotizado por la extraña contemplación, movía la cabeza ridiculamente, y al par que pensaba que todo aquello era magnífico para puesto en verso, tarareaba la célebre obertura con tanta fe como si fuera el propio Tannhauser escandalizando con su himno a la corte del landgrave.
– Andresito… oye; oiga usted.
¿Quién le hablaba…? ¿Si sería Elissabetta, la cándida amada del cantor? No; era Amparito, el malicioso bebé, que le sonreía, algo confusa y tímida, como si no supiera qué decirle, y un poco más allá, doña Manuela envolviéndolos en la más tierna de sus miradas maternales.
Bien sabía hacer las cosas aquella señora. Al ver al pobre muchacho solo y gesticulando como un imbécil, había llamado a la niña para que lo llevara abajo con la gente joven, lo mismo que dos meses antes le había mandado que rompiese con él toda clase de relaciones. Era asombroso este cambio de conducta; pero también lo era que el señor Cuadros, que antes medía telas en su tienda sin ambición alguna, tuviera ahora carruaje y todo el empaque pretencioso de un aspirante a millonario.
– Ven conmigo, Andresito. Vamos a dar un paseo.
– Sí— añadió la mamá— , acompaña a Amparito. Reúnete con la gente joven.... ¡Qué diablo! A tu edad....
El muchacho siguió a su antigua novia. Estaba como si acabase de despertar y todavía no hubiera ahuyentado la modorra del sueño. Aún le zumbaba en los oídos el eco lejano de la extraña sinfonía.
En el jardín estaban las jóvenes, muy alborozadas, en torno de Rafael y su amigo Roberto, que acababa de llegar. Juanito habíase metido en el piso bajo, donde reinaba gran algazara por estar reunidas las criadas de la casa con las de las familias invitadas.
Amparito llevaba a remolque a su antiguo novio.
– Vamos a ver; ¿qué hacemos…? Podemos dar un paseo por la montaña.
Y el alegre enjambre transpuso la verja del jardincillo, dirigiéndose a lo que llamaban «la montaña», árida colina, suave hinchazón del terreno, cariada como una muela vieja, rajada y perforada por las excavaciones de las canteras y las minas de greda.
El bullicioso escuadrón encaminábase lentamente a un horno de cal que había en la cumbre. Otros grupos de paseantes destacábanse a lo lejos como hormigas trepadoras.
Andresito y el bebé quedábanse rezagados, andaban lentamente y se detenían para recalcar sus palabras con gestos vehementes.
– Ea, que no te creo. Me la pegaste con el artillero, te burlaste de mí… «destrozaste mi alma», ¿y ahora quieres que yo me trague esa bola de que me querías entonces y sigues queriéndome?
– ¡Pero tonto, si todo fue por probarte…! El artillero, ¡valiente mico! Yo sólo te he querido a ti; pero a mamá no le parecía bien nuestro noviazgo, lo tenía por cosa de poca formalidad, y hube de obedecerla.
– ¿Y ahora?
– Ahora es otra cosa. No sé qué mosca le ha picado a mamá. Antes eras un títere, y ahora parece que te considera mejor. En esto debe bailar tu papá.
– ¡Mi papá!– exclamó Andresito con terror infantil, como si temiese una mano de azotes por la travesura.
– Calla, memo, no te asustes. Yo «distingo» más que tú, y creo que nuestro noviazgo es ya pan comido para la mamá y tu padre.
– ¡Entonces…!
– Entonces, señor mío, podemos querernos como antes y sin miedo alguno; pero te advierto que nuestro noviazgo no ha de ser cosa de tapujo. ¿Para qué el novio, si no puede una lucirlo…? ¡Ah! Queda prohibido que me endilgues más versitos como los que me enviaste después del rompimiento. Señores, tiene gracia el modo como se desahoga este caballerito. Con esa cara de pascua, y tiene más ponzoña que una víbora. «¡Pérfida!, ¡desleal!, ¡traidora!…» Por eso tuve tanto gusto en hacerte rabiar con el teniente; para vengarme. Se acabaron los versos; y si me disparas algún soneto, te frotaré los hocicos con él, ¿sabes, niño? como a los gatitos cuando son cochinos.
Y Andresito sonreía, embelesado por la gracia con que el bebé le hablaba, ahuecando la voz para imitar grotescamente el tono de sus poesías y acompañando sus palabras con gestos de píllete. ¡Oh, qué criatura! Había que creerla y él se lo tragaba todo a ojos cerrados, incluso la afirmación de que sus relaciones con el teniente sólo fueron para aumentar sus rabietas.
– Pero ¿no vienen ustedes?
Eran las de López las que llamaban; unas «perchas », según Amparito, a las que caían rematadamente mal los vestidos lujosos y recargados con que las obsequiaba el papá a cada operación afortunada en la Bolsa.
– ¿Ya se han arreglado ustedes?– añadió una de ellas, sonriendo de un modo que picó la susceptibilidad de Amparito.
¡Ya les ajustaría las cuentas a aquellas pavas…! Y abandonando a Andresito, se unió al grupo de jóvenes que, en fila y cogidas del talle, corrían como unas locas por la suave pendiente. La alegría del campo, al verse libres de la mirada interrogante y severa de las mamas, convertíalas en niñas revoltosas, y a pesar de sus altos peinados, de sus faldas largas y ajustadas, correteaban, enseñando sus lindos pies y aleteando con sus enaguas como una bandada de pájaros. Las mejillas se enrojecían, expeliendo en su dilatación la capa de polvos de arroz; los ojos brillaban, los empellones y las corridas impetuosas parecían enardecerlas, como muchachas que se embriagan con la violencia de sus juegos, y en las expansiones a que se entregaban, acariciándose los inflamados rostros, besándose ruidosamente, parecía notarse algo de desprecio por los hombres que iban detrás. Rafael, su amigo y Andresito caminaban lentamente, con cachaza filosófica, mirando el hermoso grupo, sin intentar mezclarse en él.
Mientras tanto, Juanito pasaba la tarde en la cocina. Era una tendencia que avergonzaba a doña Manuela la que demostraba su hijo mayor. Apenas se formaba en la cocina una tertulia de criadas, allí estaba él, como arrastrado por irresistible seducción. Aquello debía ser hereditario: la afición de sus antecesores los montañeses de Aragón a las hembras fornidas, duras, oliendo a bestia bravía y con las manazas agrietadas por el esparto y la tierra de fregar. Su padre, sin duda, revivía en él, y por esto no podía aspirar el vaho de una cocina sin estremecimientos voluptuosos, ni ver a una muchachota de tez morena, brazo musculoso y robustas posaderas sin sentir que la sangre afluía rápida a su corazón, como si se viera ante el ideal realizado. Adoraba a Tónica, criatura endeble y graciosa, tal vez por la fuerza del contraste; pero cuando estaba en su casa no podía librarse de la «querencia» a la cocina, como decía Rafael, y allá iba a echar su párrafo, sin pasar nunca de ahí, pues Juanito era casto. Adoraba como un idealista las zafias beldades con su olor a limón y tierra, gozaba oyendo sus conversaciones, prestábalas con el mayor gusto pequeños servicios, aguantaba sus groserías e impertinencias, todo a cambio de poder estarse en un rincón, tímido y sonriente, contemplando los brazos hercúleos, los ojazos insolentes y las piernas como columnas, marcadas por el discreto zagalejo.
Al caer la tarde, comenzó a sonar un piano viejo en el piso alto del chalet, éste se conmovió con el taconeo de una agitada mazurca. Los señoritos habían vuelto de su excursión por «la montaña», y bailaban, no sabiendo sin duda cómo pasar el tiempo.
La señora había dado orden para que la merienda estuviera lista, y Visanteta se afanaba, yendo de un lado a otro y enviando sus amigas al jardín para que la dejasen en libertad.
Cuando Juanito subió al piso alto, el baile estaba en su apogeo. Rafael y Roberto sacaban a bailar, una tras otra, a todas las señoritas, y el señor Cuadros, ¡oh asombro! entró de refuerzo. Entre aplausos y risas bailó con Amparito, mientras su hijo los contemplaba enternecido, renegando tal vez en su interior de su condición de poeta soñoliento y enemigo de superfluidades, que no le permitía aprender cómo se mueven las zancas en el vals, ¡El mismo demonio era el señor Cuadros, a pesar de sus años y del enorme bigote! Así lo declaraban doña Manuela y Teresa, sonrientes, reconciliadas y puestas ambas al mismo nivel. Sus miradas hablaban. Había que hacer algo por los chicos, ya que se querían tanto sus familias.
Terminaba la tarde. Por los balcones entraba el resplandor rojizo de la puesta del sol, que se ensanchaba en el horizonte como un lago de sangre.
Calló el piano, guardándose su ronca y temblona voz de viejo, y el enjambre joven, atropellándose, corrió al comedor. ¡Vive Dios, que se estaba bien allí, sentados ante el blanco mantel, con los balcones abiertos y en los ojos el extenso paisaje, que, con la luz anaranjada de la caída de la tarde, iba velando sus tonos brillantes y parecía adormecerse!
Todos tenían excitado el apetito por el paseo y el baile, y miraban con el rabillo del ojo la puerta por donde entraban las criadas.
– Señores, tendrán ustedes que perdonar— decía doña Manuela con aire de castellana hospitalaria— . Estamos en el campo y hay que conformarse con lo que traigan. Aquí no se pueden hacer milagros. En fin, harán ustedes penitencia. Todos contestaban con un «¡oh!» de protesta, mientras se acomodaban la servilleta en el pescuezo. Ya sabían que la dueña de la casa arreglaba bien las cosas. Y empuñaban el tenedor, como diciendo: «¡Venga de ahí, que estamos a todo!»
No fue malo el desfile de platos organizado por Visanteta. Era la cocina indígena, con todo su esplendor de las fiestas tradicionales. El lomo de cerdo, con las primeras habas de la cosecha, tiernas y jugosas, formando un puré, cuyo olorcillo causaba en el estómago una sensación voluptuosa; los lagostinos, con casaquillas de escarlata y la puntiaguda caperuza, doblándose como clowns rojos sobre un lecho de excitante salsa; los pollos, despedazados, hundidos en el rosado caldo del tomate, y después las rodajas de salchichón a centenares, un jamón entero cortado en gruesas lonjas, y una enorme pirámide de huevos cocidos, con la cáscara teñida de rojo o amarillo; todo con una abundancia capaz de anonadar al estómago más animoso.
Pero los convidados de doña Manuela eran personas de buen diente. Sólo «las magistraditas» y «las perchas» de López comían con cierto dengue y lanzaban miradas escandalizadas cuando veían en sus copas dos dedos de vino; pero los demás tragaban de buena fe, y el ruido de sus mandíbulas parecía gritar en el silencioso comedor: «Aquí se come y se goza… y ruede la bola.»
Además, Rafael y Roberto se encargaban de dar a la merienda el tono de distinción que tanto agradaba a doña Manuela. ¡Vaya unos chicos atentos! ¡Cómo sabían obsequiar a las muchachas…! «No me desprecie usted esta aceituna…» «Lolita, ¡por Dios! acepte usted esta rodajita de salchichón…» «Vamos, un pedacito más: ¡no me deje usted feo!»
Y procediendo como niñas buenas y bien educadas, incapaces de desear la fealdad del prójimo, aceptaban los obsequios ruborizadas, pero mirando con superioridad satisfecha a las amigas.
Doña Manuela estaba contenta. ¿No era un placer reunir en la mesa tan buenos amigos? ¿No se gozaba contemplando sus expansiones? Allí quisiera ver ella a su hermano, el maldito tacaño, incapaz de convidar a sus amigos a una ensalada. ¡Cómo ensanchaba el alma ver a la familia con sus amigos celebrando la Pascua tradicional! Era verdad que la fiesta resultaba costosa; que llena de trampas como estaba no debía permitirse tales despilfarres; pero ¡qué diablo! hay que saber vivir, y aquella fiesta, pensando egoístamente, bien podía resultar un medio seguro de proporcionarse auxilios en el porvenir. En el señor López no había que confiar mucho; tenía el alma atravesada, y si gastaba algo adornando a su familia, era para sostener su prestigio de bolsista de fuerza. Pero allí estaba Cuadros, infatuado por la buena suerte, orgulloso, tanto él como su esposa, de que la señora del antiguo principal accediese a admitir a Andresito en su familia; estos dos amigos, seguramente que al verla en un apuro eran capaces de darla la sangre de sus venas.
Y doña Manuela, animada por estas ilusiones que garantizaban su futura tranquilidad, envolvía la mesa y sus comensales en una mirada infinita de benevolencia y cariño. Todo marchaba bien. Andresito y Amparo se pellizcaban por debajo de la mesa; Roberto se acercaba de un modo inconveniente a Conchita; la mamá lo veía todo, pero sonreía con dulce tolerancia. Un día es un día; hay que dar a la juventud lo suyo, y ella ¡ay! recordaba enternecida cuando el doctor Pajares era estudiante y se sentaba a su lado en la mesa.
La merienda se animaba. Nelet había encendido la lámpara del comedor, y los moscardones y mariposas del vecino jardín, atraídos por la luz, aleteaban nerviosamente, chocando con la pantalla de porcelana. Sobre la mesa aparecían las doradas naranjas de terso cutis, el panquemado de Alberique, con miga porosa, la corteza obscura y barnizada y el vértice nevado, y las bandejas de dulce seco, confitería indígena, sólida y empalagosa: peras verdosas con la dureza del azúcar petrificado, limoncillos de las monjas de Sagunto, trozos de melón, yemas envueltas en rizados moñetes de papel, todo destilando azúcar y atrayendo a los insectos que revoloteaban en torno de la luz.
La concurrencia se atracaba de huevos cocidos. Partíanlos en la frente del vecino, a pesar de las muchas precauciones que se adoptaban para evitar esta broma tradicional; y eran de ver las señoritas tapándose la cara con las manos, chillando como gallinas asustadas, por miedo a que les golpeasen encima de las cejas, y los aplausos y vivas con que se acogía la travesura de alguna joven cuando era ella la que agredía a los audaces pollos. Cuando se hacía momentáneamente el silencio en el comedor, oíase cómo se regocijaba fuera la plebe; el rasgueo de la guitarra, el estallido de los cohetes, el cacareo de las mujeres; y algunas veces el estruendo venía de abajo, de la cocina, donde sonaban el vozarrón de Nelet y las corridas medrosas de las criadas, con chillidos de protesta débil. También allí partían huevos.
Las personas mayores la emprendieron con el dulce, y el señor Cuadros descorchó frascos de licor de colores vivos e infernales, que hacían retorcer el estómago. Las copitas de color rosa besaban las bocas, dejando en los rojos labios de las jóvenes adorables gotitas de azúcar líquido.
La sobremesa, alborozada y ruidosa, duró mucho rato. Nadie miraba el reloj del comedor, que seguía indiferente marcando el curso del tiempo. Cuando sonaron las nueve, todos se sobresaltaron. Fuera del hotel la algazara iba disminuyendo.
Doña Manuela hizo prometer a sus amigos que la honrarían con su visita en los dos restantes días de la Pascua, y comenzaron los preparativos de marcha. Las criadas comparecieron rojas y sudorosas. Bien habían bromeado con Nelet y el cochero del señor López.
Comenzó la confusión de la despedida. Buscaban los abrigos abandonados sobre los muebles; olvidaban dónde habían dejado el sombrero; recogían los velillos rotos en el revuelto montón de prendas, y transcurrió más de media hora antes de que todos estuvieran listos.
El señor López ofreció su faetón a «las magistradas ». Irían todos apretados, pero esto entraba en la fiesta. En cuanto al señor Cuadros, sacó de la cuadra del hotel su carruajillo, del que estaba orgulloso, y amontonó en él la esposa, el hijo y las dos criadas.
– ¡Buenas noches…! ¡Hasta mañana…! ¡Descansar…! ¡Arre, valiente!
Y los dos carruajes, esparciendo en la sombra la roja luz de sus dobles faroles, partieron al trote, conmoviendo el silencio de la noche tibia, estrellada y serena. La familia de Pajares los vio alejarse desde la puerta del hotel.
Frente a los Silos, la multitud arremolinábase en la obscuridad, asaltando a brazo partido las plataformas de los tranvías o regateando con los cazurros tartaneros. Sonaban los pitos; el vocerío era grande en torno de los ojos inflamados de los coches, y el público esperaba impacientemente el momento de emprender el viaje, entonando canciones a coro, en las cuales, sobre las voces aguardentosas, destacábanse otras jóvenes, claras, argentinas. De vez en cuando, griterío y corridas; brazos en alto, bastones enarbolados, una guitarra estrellándose quejumbrosamente en una cabeza, y cuando la calma se restablecía, saludábase con sonrisas y aplausos irónicos a la ristra de valientes que, sin paciencia para esperar, emprendían la marcha carretera abajo, cogidos del brazo, moviéndose con torpe balanceo, como si estuvieran sobre la cubierta de un buque en día de gran marejada, charlando incoherentemente o soltando sus vozarrones para entonar los estrambóticos y lánguidos corales que inspira la musa amílica.
Los tres días de Pascua fueron de felicidad para la familia de Pajares. El noviazgo de Amparito se consolidó, desapareciendo los escrúpulos del poetilla, temeroso de que el recuerdo del teniente viviese todavía en la memoria de la joven. Era cosa decidida, y el bebé siempre contestaba con el mismo tono burlón a sus recriminaciones:
– Pero ¡tonto…! ¡si nunca le quise…! ¡si aquello fue una broma, un caprichito para hacerte rabiar…! ¡Yo sólo te quiero a ti, insultador…!
Y Andresito, cerrando los ojos, despreciando los punzantes recuerdos del pasado, se sentía feliz, tanto casi como Conchita, que en los días de Pascua, en la agitación de las alegres meriendas, había conseguido turbar a Roberto hasta el punto de arrancarle la deseada declaración. Por fin era su novio «oficial»; ya podía hablar con él a todas horas, sin miedo al ridículo de una intimidad falta de garantía.
Juanito fue el único que sufrió en aquellos tres días. La mamá mostrábase con él amable y cariñosa como jamás la había visto; tenía arranques de lirismo casero, se enternecía reuniendo toda la familia en la mesa, y él, por no contrariarla, permanecía en Burjasot, víctima de las contradicciones de su carácter, tan pronto atraído por la «querencia» a la cocina, como pensando en Tónica con la dulce nostalgia del enamorado.
Por esto, cuando regresó a Valencia, volviendo a encargarse de Las Tres Rosas, experimentó la alegría del que sale del destierro. Quiso resarcirse del breve paréntisis en su vida de amante, y esperó a Tónica en las calles, sosteniendo con ella largas pláticas que la hacían llegar tarde a casa de las parroquianas, enterándose con minuciosidad de las tardes que había pasado en melancólica calma leyendo novelas sentimentales, mientras Micaela, la fiel amiga, cocinaba, preparando la modesta merienda.