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Kitabı oku: «Arroz y tartana», sayfa 13

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Y sin embargo, su conversación no podía ser más vulgar. Tónica era un espíritu práctico, que, en medio de sus escapes de pasión, no olvidaba el porvenir con todas sus miserias y monotonías. Insensible a los encantos del paisaje, a la soledad rumorosa que los rodeaba, trazaba planes para lo futuro, para cuando fuesen dueños de una tienda en el Mercado y ella tuviese que desarrollar las facultades de ama de casa. Ya vería él de lo que era capaz su mujercita. Y la linda costurera, con su aire grave de mujer formal, con la misma expresión vaga y soñolienta que si hablase de amor, marcaba punto por punto el programa de su vida futura. Se levantaría a la misma hora que él, y mientras Juan vigilase la limpieza de la tienda, ella ayudaría a la criada en «lo de arriba»; trabajar mucho y ahorrar más, pues esto es lo que da salud; y después, a la hora de comer… ¡qué felicidad hablar de los negocios devorando el clásico puchero con el buen apetito que da la actividad! Dependientes pocos y buenos, tratados como de la familia, comiendo todos en la misma mesa, a estilo patriarcal. Y la casa adelante, siempre adelante, Queriéndose ellos mucho y amasando ochavo tras ochavo la fortuna para la vejez, en aquel nido estrecho atestado de fardos y piezas de tela. Esto al principio, cuando aún no hubiesen novedades y la casa permaneciese tranquila y en reposo; pero después… ¡figúrate tú! vendrá lo que es natural… uno, dos o más, ¿quién sabe? Y entonces tendrá que ver que al digno comerciante don Juan Peña, cuando suba a almorzar, se le cuelguen de los brazos unos cuantos angelitos cabezudos, de hinchados mofletes, y no le dejen tragar bocado con tranquilidad.

Pero Tónica se detenía, ruborizándose como si sintiera haber dicho demasiado, y miraba a su no vio confusa y avergonzada, mientras éste buscaba la linda manecita de ella para besarla repetidas veces, sin importarle la presencia de Micaela.

La costurera consentía estas caricias. Conocía bien a Juanito. No había cuidado que pasase de ellas. Besábale las manos, sin que sus labios dejasen la ardorosa huella del deseo contenido, y todo el exceso de Juanito consistía en morder las duricias de la epidermis producidas por el contacto de las tijeras o las rozaduras y pinchazos de la aguja. Estas marcas del diario trabajo las adoraba Juanito como cuarteles de nobleza, y las yemas de los rosados dedos, ligeramente encallecidas, chupábalas con tanta delicia como si fuesen caramelos.

Tónica, con dulce coquetería, extendía sus manos, dejándoselas besar. Si alguna vez, al saltar un ribazo, quedaba al descubierto algo de su blanca media, veía cómo Juanito volvía a otro lado su mirada con cierta expresión de sorpresa y disgusto. La quería bien: estaba en el período de la adoración extática. Tónica era para él como esas vírgenes de cabeza hermosísima, que bajo la deslumbrante vestidura sólo tienen para sostenerse tres feos palitroques. Él, que en la cocina de su casa estremecíase hasta la raíz de los cabellos al menor roce con las fornidas fregonas, nunca había llegado a pensar que Tónica tenía algo más que su gracioso rostro.

Mientras los novios, sentados en los pendientes ribazos, con los cañares a la espalda, hablaban del porvenir, acariciándose castamente, y en pleno idilio daban fin al puñado de altramuces, Micaela permanecía inmóvil, con la mirada mate fija en el sol, que, como una bola candente, resbalaba por la inmensa seda del cielo sin quemarla, y al acercarse en su descenso majestuoso al límite del horizonte, se sumergía en un lago de sangre.

Algunas veces, la pobre mujer sonreía, como si ante sus ojos moribundos pasasen seductoras visiones.

– ¿Qué piensa usted, Micaela?– preguntaba Tónica— . ¿Ve usted algo?

– Nada, hija mía; veo el sol, que es lo único que puedo ver.

Pero mentía. Veía con los oídos. Las palabras de los jóvenes, aquellos desahogos de un amor tranquilo, le alegraban, y su fantasía poblaba de imágenes las muertas retinas. Veía a la _siñá_ Antonia, la madre de la costurera, tal como era quince años antes, cuando Micaela iba de visita a su portería para charlar como antiguas amigas. Pero ahora ya no hacía calceta, ni aparecía dentro de sus ojos patiabierta ante el brasero, echando firmas en la lumbre; la veía en el cielo, justamente ganado con sufrimientos y miserias, vestida de blanco, como van los bienaventurados, y desde allí, asomándose a una ventana de nubes, lanzaba una sonrisa como una bendición sobre los dos jóvenes, que parecía decir: «Gracias, Micaela; cuídamela, sacrifícate un poco más, no la abandones hasta verla esposa de Juanito, que es un buen muchacho. Yo, en agradecimiento, te guardaré un rinconcito para cuando subas.»

Y la pobre mujer conmovíase tanto al soñar despierta, que las lágrimas titilaban en sus ojos, haciendo brillar las pupilas sin vida.

– ¿Ahora Hora usted…?– preguntaba Tónica— . Pero ¿qué le pasa?

Nada, absolutamente nada. Se sentía feliz y lloraba de alegría, de agradecimiento, satisfecha de sí misma, de la bondad con que la trataba Dios.

Juanito miraba con asombro no exento de envidia a la pobre mujer casi ciega, que saldría del mundo tan inocente como había entrado, después de arrastrar la más monótona y abrumadora de las existencias, siempre amarrada a la argolla de la domesticidad, sumisa y automática, y que todavía sentíase dominada por el agradecimiento, como si la vida de descanso puramente animal que ahora gozaba fuese una felicidad de que no se consideraba digna.

Aquella primavera fue el período más feliz de la existencia de Juanito.

Amaba, era amado, tenía fe en el porvenir, sentíase a cien leguas de las miserias de su familia, y para mayor felicidad, el tío don Juan, enterado de su noviazgo, lo toleraba, reservándose dar su aprobación definitiva cuando conociese a Tónica.

Un domingo, por exigencias de los arrendatarios, tuvo que ir a su huerto de Alcira, y pasó el día como un desterrado, mirando melancólicamente hacia Valencia y sintiendo un inocente enfurruñamiento contra el sol porque marchaba despacio, retrasando la hora del regreso. Por la noche, ¡con qué placer saltó al andén de la estación, hendiendo a codazos la muchedumbre que obstruía la salida! Con los zapatos llenos de polvo, llevando en las manos dos ramas de naranjo cargadas de bolas de oro que esparcían fresco perfume, pasó como un hombre satisfecho de la vida ante los revisores y dependientes de Consumos que vigilaban la puerta, y corrió a la calle de Gracia, metiéndose en la escalerilla con un arranque de audacia que a él mismo le causaba asombro. Micaela perdonó al «señor de Peña» esta transgresión de lo pactado, en gracia a su viaje y al regalo del ramo de naranjas; y desde aquel día, el enamorado, sin abusar de la tolerancia, continuó sus visitas.

Juanito ya no sentía miedo al pensar lo que diría la mamá cuando conociese sus amores. Tenía el convencimiento de que ella lo sabía todo.

El día de la Virgen fue con Tónica y su amiga a la primera misa en la capilla de los Desamparados. Dentro del templo sonaba la música; la multitud, oprimida en la mezquina rotonda, esparcíase por la plaza hasta la fuente, adornada con un ridículo templete que parecía de confitería. Todos estaban en actitud reverente, sin ver otra cosa de la misa que las obscuras puertas, en cuyo fondo brillaban como chispas de oro las luces de los altares, sintiendo en sus descubiertas cabezas el vientecillo de primavera, semejante al halago de una mano invisible, tibia y olorosa. En esta confusión, cuando Juanito, sacando los codos, guardaba de empujones a las dos mujeres, vio a corta distancia a su familia y la del señor Cuadros.

Desde las Pascuas que era grande la intimidad entre las dos familias; Juanito había oído hablar la noche anterior de cierto plan de esparcimiento matutino, como principio de fiesta, por ser los días de Amparito. Oirían la primera misa en la capilla de los Desamparados, porque a doña Manuela, como buena valenciana, le parecía que ninguna misa del resto del año valía tanto como aquélla y después tomarían chocolate en un huerto de fresas, bajo un toldo de plantas trepadoras, recreándose el olfato con el olor de los campos de flores y el humillo del espeso soconusco.

Doña Manuela vio a su hijo, Juanito la sorprendió fijando los ojos en Tónica con expresión curiosa e interrogante. La altiva señora aparentó después no haber visto a su hijo; pero al volver a casa, Juanito sentíase trémulo e inquieto pensando en lo que diría su mamá, tan amante del prestigio de la familia.

Pasó aquel día y pasaron muchos sin que doña Manuela dijese una palabra sobre el noviazgo de su hijo. Este silencio entristecía a Juanito en ciertos momentos. Veía una vez más hasta dónde llegaba el afecto de aquella madre a la que idolatraba. Era un paria, un advenedizo de procedencia inferior que el azar había introducido en la familia. Para Rafaelito y las hermanas, todas las alianzas eran medianas; pero tratándose del hijo de Melchor Peña, el tendero del Mercado, todo resultaba bien. Podía casarse con una criada de la casa, sin que doña Manuela sintiera un leve roce en aquella susceptibilidad tan despierta para los otros hijos.

La buena señora llegó por fin a darle a entender con palabras sueltas lo que él se recelaba. Conocía sus amores; se había informado de quién era Tónica, y no le parecía gran cosa; pero si Juanito se mostraba conforme, todos contentos. Esta indiferencia anonadaba a Juan; y a pesar de que nadie en la casa se preocupaba de sus amoríos— pues cuando más, merecían alguna burla de Amparito— , siguió recatándose, como si temiera las maternales censuras.

Desde la noche que subió a casa de Tónica, fue estrechando su intimidad con las dos mujeres. Ya se atrevía algunas noches a hacerles tertulia hasta las diez, y como la presencia de Micaela daba a la conversación un tinte de seriedad, Juanito hablaba del comercio, de los triunfos de la Bolsa, de la buena fortuna de su principal, y sobre todo, de don Ramón Morte, su grande hombre, al que cada vez tributaba una adoración más vehemente.

Si él se sintiera con fuerzas bastantes, sería de ellos; ingresaría en el batallón audaz que, guiado por Morte, marchaba de jugada en jugada a la conquista de los millones; y decía esto con la fiebre de explotación adquirida en la tienda oyendo a los bolsistas, fiebre que comunicaba a las dos mujeres, que le escuchaban como un oráculo.

La falta de valor era lo que le retenía en su posición mediocre; en cuanto al éxito, no era posible dudar. El que ahora no se hacía rico, era porque no quería serlo. Bastaba un poco de dinero y la sabia dirección de Morte para despertar un día millonario.

Y Tónica le escuchaba con la mirada fija, el entrecejo fruncido, los labios apretados, como si dentro de su cabecita se agitase una idea tenaz, mientras Micaela abría sus muertos ojazos con la expresión de una niña que oye un cuento de hadas.

Aquellos millones fantásticos, saliendo de la boca de Juanito, rodaban sobre el pobre tapete de la mesa, parecían infundir por la mísera habitación un ambiente de aplastante opulencia, algo semejante a la sonora vibración de montones de oro. Y esta conversación fue repetida un día y otro, hasta que Juanito quedó desconcertado e indeciso ante una proposición de las dos mujeres.

Aunque era partidario de las audacias financieras, siempre que pensaba en la posibilidad de poner en práctica sus entusiasmos surgían en él la prudencia y la desconfianza, los escrúpulos de la rutina comercial, como una herencia de raza. Por esto sintió cierta inquietud al oír a Micaela que deseaba dedicar sus ahorros a un negocio tan afortunado. Eran ocho mil reales, amasados trabajosamente entre las dos mujeres, arañados al jornal de Tónica y a la pobre pensión de Micaela, adquiridos a fuerza de alimentarse con arroces insípidos los más días de la semana, remendar los trajes hasta que se deshilachaban de puros viejos y pasar las veladas a obscuras para evitar el gasto de luz.

Juanito dudó. No le parecía mal el propósito. Ya que tenía dinero, mejor que guardarlo en el fondo del arca era emplearlo como cebo, para que la suerte mordiese en él. Y repitió varias veces esta frase oída a su principal.

– Pero…– añadió con marcada indecisión— no sé hasta qué punto convendrá a ustedes exponer un dinero que tanto les cuesta. Don Ramón es infalible, pero ¿quién sabe lo que reserva la suerte…? ¿Quieren ustedes creerme? Nada de jugadas. Esto queda para mi principal y sus amigos, que tienen mucho corazón. Lo mejor es llevarle el dinero al señor Morte y rogarle que lo invierta en papel del. Estado. Es un tío muy largo. Adivina el papel que puede subir y el que va a bajar. Sí él quiere, el capitalito de ustedes quedará bien colocado; cobrarán ustedes su renta todos los trimestres, y es fácil que lo que adquieran por cinco valga diez dentro de poco. Quedamos, pues, en que iremos a ver a don Ramón.

¡Afortunado mortal! Desde entonces, su nombre pareció llenar la habitación, y las dos mujeres le aposentaron en su memoria, imaginándolo como un ser poderoso, todo bondad, que peloteaba los millones y se divertía haciendo ricos a los pobres.

– ¿Cuándo vamos a ver a don Ramón?– era la pregunta que hacían las dos mujeres apenas entraba Juanito en la casa.

Y la visita la hicieron una mañana que Tónica no tenía trabajo y su novio pudo abandonar Las Tres Rosas. ¡Qué emoción! En la plaza de la Reina ya le temblaban las piernas a Micaela, pensando en el arrugado papel de estraza que contenía los billetes mugrientos, y más aún en que iba a verse ante aquel señor de quien todos se nacían lenguas. Entraron en un patio suntuoso, embellecido por la industria más que por el arte arquitectónico, en el que el escayolado imitaba al mármol y el yeso moldeado a máquina fingía un artesonado antiguo. En el primer tramo de la escalera estaba el despacho de don Ramón.

La antesala parecía de ministerio, y apenas si en los bancos forrados de terciopelo quedaba espacio libre para los que iban llegando. Los clientes aguardaban con resignación el turno. Eran curas en su mayoría, pues don Ramón, persona piadosa y amiga de hacer limosnas por mano de la Iglesia, figuraba como el banquero del clero, y en las sacristías su nombre alcanzaba gran prestigio. Los hábitos negros, la discreta media luz que filtraba al través de los cortinajes de los balcones, esfumando los adornos de la antesala en una dulce penumbra, y la calma discreta que reinaba en toda la casa, daban a ésta un ambiente conventual de profunda paz, dulce y atractivo.

Juanito y las dos mujeres, después de una hora de espera viendo las entradas y salidas de los clientes, que andaban con aire discreto, como influidos por aquel ambiente de seráfica calma, fueron admitidos a la presencia del gran hombre. Atravesaron la oficina, donde media docena de pobres diablos plumeaban encorvados, levantando la cabeza para lanzar a Tónica una mirada rápida. Abriendo una mampara negra, entraron en el despacho, pieza empapelada de obscuro, con estantes de carpetas verdes y grandes cromos franceses de santos y santas, que parecían acicalados y perfumados para asistir a un baile.

Allí, tras la mesa-ministro, sobre la cual todo estaba arreglado con nimia pulcritud, mostrábase el famoso banquero. Tónica experimentó una decepción. Habíalo imaginado majestuoso, imponente, y veía un hombre raquítico, amarillento, cargado de espaldas, con la cabeza cana y un bigote recortado, que parecía despegarse de su rostro clerical. Hablaba golpeando cadenciosamente con una mano el dorso de la otra, y sus ojos pardos, brillando tras las gafas de oro, eran lo más notable del rostro, por su expresión extremadamente bondadosa y atenta. Su facilidad de fisonomista le hizo reconocer inmediatamente a Juanito.

– Siéntense ustedes… siéntense— dijo con su voz reposada, que marcaba grandes pausas entre sílaba y sílaba— . ¿Qué hay, pollo? ¿Qué le trae a usted por aquí?

El dependiente estaba ruborizado y se expresaba con dificultad, impresionado por la mirada del grande hombre.

Don Ramón acogió con noble modestia las expresiones de confianza de su admirador, y pareció enternecerse con las pocas palabras de Tónica y su amiga rogándole se dignase aceptar su dinero.

– Estoy muy atareado para poder encargarme de los asuntos de los demás.... Sin embargo, basta que vengan con este joven, al que aprecio, para que me decida a hacer algo por ustedes.... ¿Dice usted, niña, que son ocho mil reales? Bueno; pues compraremos Cubas: es el mejor papel. Ahora están a noventa y ocho, pero no tardarán en subir, se lo aseguro a ustedes. Compraremos Cubas.... Yo no afirmo nada, soy como todos y puedo equivocarme; pero tal vez… tal vez dentro de un año doblaremos el capitalito. Sí señor; puede que lo doblemos.

Y hablaba sonriendo maliciosamente, golpeándose las manos con expresión satisfecha, como si le bastara un simple guiño para que las dos mil pesetas se multiplicaran en millones.

Una corriente de entusiasmo parecía envolver a los tres visitantes. La fiebre de ganancia que les dominaba por las noches al hablar de negocios volvía a reaparecer. Ahora, Tónica ya no encontraba tan insignificante a don Ramón y hasta creía ver en él cierta aureola de hombre de genio.

El papel de estraza que contenía las privaciones y esperanzas de las dos mujeres quedó sobre la mesa. Allí estaban los ocho mil reales. Podía hacer don Ramón lo que quisiera. Ellas confiaban en él como si fuese su padre.

– Bueno; compraré Cubas. El pollo pasará por aquí cuando guste, para que le entere de la marcha del capitalito.

Y don Ramón les acompañó hasta la mampara, cobijando con mirada amorosa de padre a sus tres clientes. El dinero quedaba a su espalda, sin recibo, sin garantía alguna, resguardado por el espíritu de confianza inquebrantable que circuía la respetable personalidad del banquero caritativo.

Al salir los tres, asomaba un nuevo cliente, un hombre de chaqueta y gorra, industrial, que había abandonado un instante su taller para alcanzar una palabra del ídolo.

– Vamos para arriba— dijo el banquero alegremente, sin dejarle terminar su saludo— . Su capitalito ha aumentado en un cincuenta por ciento. Tiene usted ya treinta mil pesetas.

El hombre, pálido de emoción, se contenía para no arrojarse al cuello de don Ramón y comérselo a besos.

– ¡Gracias, muchas gracias! Es usted mi padre. Y para no estorbar al grande hombre, huyó, trémulo por la noticia, pensando en sus hijos y en lo que diría su mujer.

Los nuevos clientes de don Ramón atravesaron la oficina tan conmovidos como el otro. ¡Aquel hombre era un santo! Lo mismo decían los que estaban en la antesala, gente menuda, con blusa unos y chaqués raídos otros, todos hombres de fe, que llevaban sus ahorros al santuario de la honradez, y mientras aguardaban el turno cuchicheaban, haciéndose lenguas de sus virtudes. Dos días antes, don Ramón, al hacer el balance del mes, notando que resultaban en su favor quinientas pesetas, procedentes sin duda de un error en la cobranza, había ido a confesar la involuntaria falta, entregando la cantidad al cura para que la repartiese entre los pobres.

Y la noticia circulando de boca en boca, agrandábase, llegando a arrancar lágrimas de enternecimiento. ¡Qué hombre aquél! No ya el dinero, sino la propia sangre se le podía dar con entera confianza.

Micaela y Tónica, al estar en la calle, lanzaron un suspiro de satisfacción. ¡Dios mío! ¡Qué peso se quitaban de encima!

Habían dudado un poco antes de entregar sus ahorros, pero ahora sentían una dulce confianza pensando que quedaban arriba, en manos de un hombre a quien todos los días nombraban los periódicos con los títulos de «acaudalado y filantrópico banquero».

VIII

La vela del Corpus, con sus anchas listas azules y blancas, sombreaba desde los altos mástiles la plaza de la Virgen.

La muchedumbre, endomingada, agitábase en torno de las rocas, admirando una vez más las carrozas tradicionales que todos los años salían a luz: pesados armatostes lavados y brillantes, pero con cierto aire de vetustez, luciendo en sus traseras, cual partida de bautismo, la fecha de construcción: el siglo XVII.

Recordaban aquellas enormes fábricas de madera pintada, con su lanza semejante a un mástil de buque y sus ruedas cual piedras de molino, las carrozas sagradas de los ídolos indios o los carromatos simbólicos que güelfos y gibelinos llevaban a sus combates.

La gente pasaba revista con una curiosidad no exenta de ternura a la fila de rocas, como si su presencia despertara gratos recuerdos.

Allí estaba la roca Valencia, enorme ascua de oro, brillante y luminosa desde la plataforma hasta el casco de la austera matrona que simboliza la gloria de la ciudad; y después, erguidos sobre los pedestales los santos patronos de las otras _rocas_: San Vicente, con el índice imperioso, afirmando la unidad de Dios; San Miguel, con la espada en alto, enfurecido, amenazando al diablo sin decidirse a pegarle; la Fe, pobre ciega, ofreciendo el cáliz donde se bebe la calma del anulamiento; el Padre Eterno, con sus barbas de lino, mirando con torvo ceño a Adán y Eva, ligeritos de ropa como si presintiesen el verano, sin otra salvaguardia del pudor que el faldellín de hojas; la Virgen, con la vestidura azul y blanca, el pelo suelto, la mirada en el cielo y las manos sobre el pecho; y al final, lo grotesco, lo estrambótico, la bufonada, fiel remedo de la simpatía con que en pasadas épocas se trataban las cosas del infierno, la _roca Diablera_; Pintón coronado de verdes culebrones, con la roja horquilla en la diestra, y a sus pies, asomando entre guirnaldas de llamas y serpientes, los Pecados capitales, horribles carátulas con lacias y apolilladas greñas, que asustaban a los chicuelos y hacían reír a los grandes.

Y todos estos carromatos, legados de la piedad jocosa de pasadas generaciones, eran admirados por el gentío, que, con un entusiasmo puramente meridional, se regocijaba pensando en la fiesta de la tarde, cuando las muías empenachadas se emparejasen en la aguda lanza y los carromatos conmoviesen las calles con sordo rodar, exuberantes las plataformas de arremangados mocetones disparando una lluvia de confites sobre el gentío.

Así como avanzaba la mañana aumentaba el hormigueo en torno de las rocas, que, vistas de lejos, destacábanse como escollos sobre el oleaje de cabezas. El primer sol de verano abrillantaba como espejos las barnizadas tablas de los carromatos, doraba los mástiles, esparcía un polvillo de oro en la plaza, daba al gigantesco toldo una transparencia acaramelada, y este cuadro levantino, fuerte de luz, dulcificábase con el tono blanco de la muchedumbre, vestida de colores claros y cubierta con los primeros sombreros de paja.

A las doce, cuando mayor era la concurrencia, las de Pajares salieron de la catedral, devocionario en mano y al puño el rosario de nácar y oro. Regresaban a casa después de oír misa, y al llegar frente a la Audiencia vieron correr la gente, oyendo al mismo tiempo un lejano tamborileo.

– ¡La cabalgata! ¡La cabalgata!– gritaba la chiquillería corriendo por la calle de Caballeros. Y las de Pajares tuvieron que detenerse ante la muralla de curiosos agolpados al paso de la cabalgata.

Primero pasaron los portadores de las banderolas, con sus dalmáticas de seda con las barras aragonesas y altas coronas de latón sobre melenas y barbazas de estopa; tras ellos el cura municipal, el famoso «capellán de las _rocas_», jinete en brioso caballo encaparazonado de amarillo, el manteo de seda descendiendo desde el alzacuello a la cola del caballo, y enseñando la limpia y blanca tonsura al saludar con el bonete al público de los balcones. Y seguían detrás las dansetes, escuadrones de pillería disfrazada con mugrientos trajes de turcos y catalanes, indios y valencianos, sonando roncos panderos e iniciando pasos de baile; las banderas de los gremios, trapos gloriosos con cuatro siglos de vida, pendones guerreros de la revolucionaria menestralía del siglo xvi; la sacra leyenda, tan confusa como conmovedora, de la huida a Egipto; los Pecados capitales, con estrambóticos trajes de puntas y colorines, como bufones de la Edad Media, y al frente de ellos la Virtud, bautizada con el estrambótico nombre de la _Moma_; los Reyes Magos, haciendo prodigios de equitación; heraldos a caballo; jardineros municipales a pie, con grandes ramos; carrozas triunfales, todo revuelto, trajes y gestos, como un grotesco desfile de Carnaval, y alegrado por el vivo gangueo de las dulzainas, el redoble de los tamboriles y el marcial pasacalle de las bandas.

Detrás, presidiendo la comitiva, como muda invitación hecha al público para asociarse a la fiesta, iban en las carrozas municipales media docena de señores de frac, tendidos en los blasonados almohadones, llevando sobre el vientre, como emblema concejil, la roja cincha y saludando al público con un sombrerazo protector.

– ¡Atrás, niñas!– dijo doña Manuela a sus hijas— . ¡Atrás, que vienen esos brutos!

Los brutos eran los de la _degòlla_: un pelotón de gañanes con la cara tiznada, gabanes de arpillera con furias pintadas, y coronados de hierba, que cerraban la marcha, repartiendo zurriagazos entre los curiosos que ocupaban la primera fila con sus garrotes de lienzo, más ruidosos que ofensivos.

Las de Pajares dejaron que se alejase la cabalgata con su estruendo de tamboriles y dulzainas y siguieron su marcha por las calles cubiertas con espesa capa de arena para el paso de las rocas.

A la hora de la comida llegó Andresito a casa de las de Pajares. Lo enviaban sus papas para hacer el ofrecimiento de todos los años. Ya se sabía que el balcón de Las Tres Rosas era el mejor del Mercado. Además, los señores de Cuadros tenían gran satisfacción en recibir a sus amigos; y más aún ahora que el afortunado bolsista había amueblado a gusto de los tapiceros, y con una brillantez vulgar propia de café o de fonda, sus habitaciones, antes tan lóbregas como desmanteladas.

Doña Manuela y las niñas aceptaron con entusiasmo el ofrecimiento. ¡Vaya si irían! Y la viuda de Pajares, que tan mal había hablado de Teresa, su antigua criada, hacía ahora elogios de ella como si fuese una amiga de la infancia.

A las tres salía la familia con dirección al Mercado.

Concha y Amparito llamaban la atención con sus vestidos de vivos colores y las capotitas de paja, que hacían lucir sobre su cabeza toda una pradera de flores y musgo. La mamá las contemplaba por la espalda, experimentando la satisfacción orgullosa de un artista. Obra suya era aquel lujo, y había que reconocer que las niñas sabían lucirlo. Pero ¡ay, Dios! estremecíase al pensar lo que aquello le costaba y las terribles intranquilidades del porvenir, ¡Siempre el dinero como eterna pesadilla, amargándole la existencia, a ella que tanto había gastado!

Juanito las dejó a la puerta de Las Tres Rosas, para ir en busca de su novia, y ellas, al subir a las habitaciones de los señores de Cuadros, encontráronse con una tertulia formada por todos los amigos de la casa: familias de bolsistas y comerciantes retirados, que imitaban torpemente los ademanes y gestos que habían podido copiar por las tardes en la Alameda, paseando en sus carruajes por entre los de la antigua aristocracia. Hablaban de las modas del verano, «de lo que iba a llevarse», mientras los hombres, formando grupo cerca de los balcones, daban en su conversación eternas vueltas en torno del cuatro por ciento interior y de los billetes hipotecarios de Cuba.

La esposa de Cuadros, que respondía a sus amigas con sonrisas de conejo y parecía muy preocupada por pensamientos tristes y misteriosos, abalanzóse a doña Manuela, saludándola con apretado abrazo y sonoros besos. Parecía una desesperada que encuentra al fin el medio de salvación.

– Tenemos que hablar, doña Manuela— le dijo al oído— . No, ahora no; después se lo contaré todo. ¡Ay, si usted supiera…!

Mientras tanto, las niñas de Pajares, las de López el famoso bolsista y otras amiguitas posesionábanse de los balcones, convirtiéndolos en pajareras con su charla graciosa y sus ruidosas risas.

La plaza era un mar multicolor de cabezas. Los balcones estaban adornados con antiguas colgaduras de sólidos colores, las bocacalles vomitaban sin cesar nuevos grupos en el compacto gentío, y los pájaros que anidaban en los árboles del Mercado huían ante la granujería que, montada en las ramas, silbaba y gritaba a los de abajo, con la confianza del que está en su propia casa. El sol de verano caldeaba la muchedumbre, por entre la cual paseaban las chiquillas despeinadas y en chanclas, con el cántaro en la cadera, pregonando el agua fresca, y los mocetones de brazos hercúleos y arremangados, con pañuelo de seda en la cabeza, sosteniendo a pulso las pesadas heladoras y ofreciendo a gritos la horchata y el agua de cebada.

Ya habían sonado las cuatro. En los balcones abríanse, como flores gigantescas, sombrillas de brillantes colores, agitábanse grandes abanicos con aleteo de pájaro, y abajo la muchedumbre removíase inquieta, chocando con las apretadas filas de sillas que orlaban el arroyo.

Sonó un rugido a un extremo de la plaza, e inmediatamente fue contestado por un griterío general.

– ¡Ya están ahí…! ¡ya están ahí!

Y hubo empellones, codazos, remolinos de cabezas, empujando todos al que estaba delante para ver mejor.

A lo lejos, empequeñecida por la distancia, apareció la primera roca, en torno de la cual, como jinetes liliputienses, hacían caracolear sus caballos los soldados encargados de abrir paso. Un alegre cascabeleo dominaba los ruidos de la plaza y las voces enérgicas del postillón en traje de la huerta, que gritaba «¡arre! ¡arre!» manejando con rara maestría una docena de ramales.

Las rocas, una tras otra, fueron desfilando por la plaza, produciendo cada una de ellas una verdadera revolución. Trotaban, arrastrando los pesados armatostes, las docenas de muías gordas y lustrosas salidas de las cuadras de los molinos, con los rabos encintados, las cabezas adornadas con vistosas borlas y entre las orejas tiesos y ondulantes penachos. Cogidos a sus bridas corrían los criados de los molineros, atletas de ligera alpargata, despechugados y con los brazos al aire, que, a la voz de «¡alto!», se colgaban de las cabezadas, haciendo parar en seco a las briosas bestias. Colgando de las traseras de los carromatos balanceábanse racimos de chicuelos, que al menor vaivén caían en la arena, saliendo milagrosamente de entre las patas de los caballos. En las plataformas iban los de la Lonja, tratantes en trigo, molineros, gente campechana y amiga del estruendo, que, en mangas de camisa, botonadura de diamantes y gruesa cadena de oro en el chaleco, arrojaban a los balcones con la fuerza de proyectiles los ramilletes húmedos y los cartuchos de confites duros como balas, con más almidón que azúcar.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
340 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain