Kitabı oku: «Arroz y tartana», sayfa 17
XI
La derrota fue completa.
A los dos días, ninguno de los bolsistas que tenían por oráculo al famoso don Ramón dudaba de ella. El mismo banquero confesaba que esta vez se había equivocado, aunque no por ello dejaba de sonreír, asegurando que lo mismo que había ocurrido una alza contra todas sus previsiones, podía sobrevenir una baja, pues no todos los tiempos son iguales.
Y aquellos hombres de fe inquebrantable acogían como risueña esperanza las ambiguas palabras del banquero, prestándoles esto cierta energía para sobrellevar el golpe. A todos los admiradores de don Ramón les había alcanzado la derrota; pero quien más sufría era el señor Cuadros, que de un golpe veía desaparecer todas las ganancias de su vida de bolsista.
Pero él no desmayaba, no señor. ¿Qué gran general no sufre una derrota? Él era soldado fiel de don Ramón y le seguía a ciegas, convencido de que con un hombre así, de tropezón en tropezón, más tarde o más temprano se llegaba a la victoria.
Con el error del banquero, quedaba lo mismo que antes de entrar en la Bolsa: dueño de la tienda y de unas cuantas fincas sin importancia. Pero esto mismo le animaba y le hacía ser más tenaz en sus propósitos. Al fin, ¿qué había perdido? Igual estaba ahora que antes de entrar en el negocio. Lo que había ganado en la Bolsa justo era que en la Bolsa se perdiese. Además, que le quitasen lo mucho que se había divertido gastando el dinero a manos llenas.... ¡Adelante! El buen carretero vuelca muchas veces en un bache insignificante.
Y con tantos ánimos se sentía, que consolaba a Juanito, el cual, sin perder tanto como su maestro, mostrábase aterrado por el suceso.
– Vaya, muchacho, debes tener más alma o retirarte del negocio, ¿Crees tú que se pescan millones sin correr peligro? Aquí me tienes a mí, que me he quedado lo mismo que hace un año: convertido en un tenderillo de escasa fortuna. Otro se consideraría perdido; pero yo me quedo tan fresco. ¿Que sigue sosteniéndose el alza? Pues yo a la baja, como antes. A la baja está don Ramón, y sigo a su lado. No hay cosa que disguste tanto a la suerte como la inconsecuencia.
Y con estas seguridades, dadas enérgicamente, aunque sin saber con qué fundamento, el señor Cuadros conseguía serenar a Juanito. No tenía igual poder sobre don Eugenio, su antiguo principal. El pobre viejo, al saber el gran descalabro, en vez de irritarse depuso su huraña actitud, aproximándose a su antiguo dependiente para darle consejos con tono paternal.
– Estás a tiempo para retirarte. Lo que te pasa es un aviso de la Providencia. En realidad, nada has perdido. El dinero mal ganado se lo lleva el diablo. Lo que ahora tienes es lo adquirido honradamente y a fuerza de trabajo. Créeme, Antonio; a vivir como Dios manda, con tranquilidad y modestia, educando a tu hijo para que sea un hombre de provecho, y sin repetir ciertas locurillas de las que no quiero hablarte. No tientes a la suerte, que es traidora. Piensa que un segundo golpe dejaría a tu mujer y a tu hijo en situación de pedir limosna.
Cuadros, a quien la derrota había privado de fuerzas para discutir su pretendida infalibilidad en jugadas de Bolsa, contestaba afirmativamente al viejo y parecía aceptar todos sus consejos; mas no por esto se hallaba menos decidido a seguir a su grande hombre, sosteniéndose a la baja, como medio seguro de conquistar los soñados millones. Y tanto él como Juanito manteníanse firmes, a pesar de que continuaba el alza y no se veía la menor probabilidad de que pudiesen cumplirse las predicciones de don Ramón.
Algo más que el desgraciado negocio preocupaba a Juanito. Una noche, al retirarse después de acompañar a Tónica y su amiga en su paseo por la feria, encontróse en la puerta de casa con su hermano Rafael, que se llevaba el pañuelo al rostro como para ocultar algo que le molestaba.
Arriba, a la luz del comedor, vio a Rafael con un ojo amoratado y las narices sucias de sangre. El joven elegante, admiración y orgullo de la mamá, olía a vino, y con palabrotas de las más soeces explicaba lo que acababa de ocurrirle. Nada; una cosa de poca importancia. Se había peleado con un amigo, dándose de bofetadas y palos en medio del puente del Real cuando iban a la feria a última hora.
No quiso decir más, aceptando con gruñidos de borracho los cuidados paternales de Juanito, que hizo todo cuanto supo para curarle las contusiones. El pobre muchacho, al ver a su hermano cruelmente aporreado, sintió renacer el cariño de otros tiempos, cuando ejercía de niñera, sacrificándose en el cuidado de sus hermanitos.
Al día siguiente hizo averiguaciones para conocer con exactitud lo ocurrido; y los calaverillas de la Bolsa, que sabían lo de la riña, le enteraron con una exactitud cruel.
Quien había aporreado a su hermano era Roberto del Campo. Los dos cenaron en un restaurant para conmemorar los buenos golpes que habían dado en la ruleta del Sportsman Club. Se habían emborrachado amigablemente, y al dirigirse después hacia la feria, surgió la disputa a consequencia de ciertas afirmaciones infames del elegante Roberto.
Aquel miserable se había permitido asegurar cosas que hacían enrojecer al pobre Juanito: intimidades repugnantes con su novia cuando por la mañana hablaban en la escalera; secretos, en fin, que Juanito tenía por calumniosos, y que únicamente podía revelar un canalla como aquél. Su amigo había contestado a las confidencias con una bofetada, y después ocurrió la riña, de la que Rafael salió tan malparado.
Juanito se conmovió por el suceso. Decididamente, su hermano no era malo; su prontitud en defender la honra de la familia, castigando la calumnia, hacíale simpático. Y el sencillo Juanito, olvidando lo de la borrachera, consideró a su hermano como un héroe. Conmovíale el valor con que había defendido a Concha, y no pudo callar ante la interesada el entusiasmo que sentía por Rafaelito.
Su sorpresa fue inmensa al ver el poco caso que Concha hacía de sus palabras.
– Mira, chico, todo eso que me dices son líos de Rafaelito, y harás bien no metiéndote en nada. Yo quiero a Roberto, ¿me entiendes? Él me quiere a mí, a pesar de todo cuanto digas, y eso de que se permitió hablar ciertas cosas es una mentira de Rafael, que, según me han dicho, iba la otra noche como una cuba. ¡Vaya que le está bien a ese señorito meter cisco en la familia! Más le valdría no emborracharse, o por lo menos que sus borracheras no las pague yo.
Y la joven se expresaba con serenidad, con frescura, como si se tratase de la honra de otra y aquel Roberto fuese un infeliz a quien calumniaban.
Juanito no podía contener su asombro. ¡Dios mío! ¡qué gente aquélla! ¿Y era su hermana la joven que permanecía tranquila ante suposiciones ofensivas para su dignidad? Insistió, cada vez más escandalizado; pero Conchita cortó rudamente sus recriminaciones:
– ¡Cállate! Como eres un tonto, crees que todos los jóvenes han de ser iguales a ti. Roberto es como es y basta. Yo contenta, pues todos satisfechos.
Y le volvió la espalda desdeñosamente.
Entonces acudió a la mamá. Él no podía permitir que aquella loca, por amor o despreocupación, mirase impasible lo que de tan cerca hería el prestigio de la familia. Doña Manuela le escuchó atenta; aparentó indignarse en el primer momento, pero al fin dijo, con aquel tono de inmensa bondad que tan bien le sentaba:
– Mi pobre Juanito, tú eres muy bueno; no conoces el mundo, no tienes sociedad y te extrañan y escandalizan muchas cosas que realmente carecen de importancia. No tuerzas el gesto, que no intento defender a ese muchacho, aunque me extraña mucho que un joven distinguido y bien educado haya podido decir tales infamias. Pero ten en cuenta que tanto él como Rafaelito estaban algo «alegres», y las cosas hay que tomarlas según está el que las dice. En fin, Juanito mío, no te preocupes de la casa, que aquí estoy yo para vigilarlo todo. Además, ya he dispuesto que Conchita no salga más a la escalera. ¿No te parece bastante? Pues hijo, no hay que echarlo todo a barato. Al fin, Roberto es un buen partido, y Conchita no va a despedirlo por cuatro palabras dichas como broma imprudente.
Y doña Manuela, ofendida por la insistencia de su hijo, que tildaba de «quijotesca», se separó de él casi tan huraña y despreciativa como Conchita.
Ahora sí que Juanito sentía a su alrededor un triste vacío. ¿Quién quedaba en aquella casa que pensase como él? Únicamente en los hombres había que buscar la vergüenza. Rafaelito y él eran los depositarios de la dignidad de la familia. Por esto, él, que hasta entonces había tratado a distancia y con cierto despego a su hermano, sentía un recrudecimiento de cariño fraternal. Pero a los dos días de ocurrida la riña le dijeron que Rafael y Roberto iban juntos otra vez, apuntando sobre el tapete verde en fraternal combinación. Los dos se comprendían y compenetraban; eran la yunta viciosa, ligada por el yugo de la comunidad de gustos y la mutua posesión de secretos poco limpios.
Este golpe acabó de anonadar a Juanito. También su hermano desertaba. Nadie; ya no quedaba en su casa un corazón que pudiera colocarse al nivel del suyo. ¡Cómo sentía ahora su rompimiento con el tío don Juan! El viejo, a pesar de su tacañería y sus manías, era un hombre puro y recto.
Juanito pensaba ir en su busca como en otros tiempos, pues sus consejos eran como un baño de dignidad y rígida honradez, que le hacían resistir mejor la atmósfera de putrefacción moral de su casa. Cada vez se sentía más alejado de la familia. Vivía como siempre; comía con la mamá y las hermanas a la misma hora, pero las escuchaba como si fuesen seres extraños encomendados a su observación; sonreía interiormente al apreciar sus preocupaciones, indignábase sin romper su silencio, y apenas terminaba el motivo de esta reunión de familia, escapaba para ir en busca de Tónica y de la pobre ciega, sintiendo el anhelo de purificarse, cual si las palabras de los suyos estuviesen agarradas a su piel como asquerosas manchas.
El pobre muchacho se sentía sin fuerzas para seguir viviendo con la familia. Un obstáculo invisible se levantaba entre él y los suyos. Decía bien su tío don Juan. Él era de otra raza. Formaba aparte en el seno de la familia. Todos estaban ligados por la vida común; pero los otros eran la burguesía pretenciosa, corrompida prematuramente por la ambición de brillar, por el ansia de mentir, encaramándose penosamente a una altura usurpada; y él era un intruso, el resultado de un encuentro de la fuerza, cándida y sumisa, con la corrupción moral, hermosa y deslumbrante.
No; él no tenía madre. Los otros, los de Pajares, eran los legítimos vástagos de doña Manuela, su fiel retrato en lo moral. Él sólo era el hijo de Melchor Peña, con toda la inocencia, la hombría de bien, la ruda dignidad del montañés de Aragón… y Melchor Peña había muerto. Estaba solo en el mundo; no tenía madre.
Pero a pesar cíe su tristeza, Juanito seguía adorando a aquel ídolo, ante el cual volvía la cabeza para no ver los defectos, recordando sólo lo que le parecía bueno.
Doña Manuela podía parecerle en ciertos momentos falta de dignidad; pero él echaba la culpa de todo a la maldita ambición, que la sumía en los enredos y trampas, donde dejaba a jirones poco a poco, por sostener el boato de familia, aquella altivez que tan bien le sentaba.
Además— y esto era lo principal para Juanito— , la viuda, dedicada en absoluto a sus hijos, buscando por caminos engañosos asegurar su porvenir, no había dado motivo a la más leve murmuración. Tratándose de dinero, era capaz de mentir y hasta de estafar, tomando préstamos sobre fincas vendidas muchos años antes; pero su virtud de mujer aparecía intachable.
Juanito, como esos desesperados que encuentran todavía en su miseria cosas agradables, reconocía en su madre grandes defectos, pero se extasiaba ante su honradez de mujer.
Un suceso vino o sacarle de la triste preocupación que le causaban los asuntos de su familia. Era el último día de la feria. Por la tarde, en la Bolsa circuló una noticia que hizo palidecer a todos los protegidos de don Ramón Morte. En vez de cumplirse los vaticinios de éste, el alza continuaba su carrera triunfal, ganando nuevos escalones y arrollando las mermadas fortunas de los que osaban ponerse enfrente de ella.
Esta vez desapareció por completo la confianza que Juanito tenía en la infalibilidad de su principal y del señor Morte. La ruina era indudable. El mismo don Antonio le había dicho que si no sobrevenía pronto la baja saltaría él a fin de mes con todos los jugadores que atendían los consejos del famoso banquero.
El infeliz joven, poco avezado a los azares del juego, e incapaz de ocultar las terribles impresiones de la ruina, sintió ganas de llorar en plena Bolsa, ante los corredores y los «alcistas», que sonreían con un gozo feroz viendo la agonía de sus contrincantes.
Pero Juanito era de los que en la desgracia aguardan siempre una inesperada salvación. Pensó que era preciso avisar al señor Cuadros; tal vez él como hombre experto en los negocios, encontraría el medio de salir a flote. Extrañábale mucho que no estuviera en la Bolsa, siendo aquella tarde de agitación y de emociones, y salió inmediatamente en su busca.
En Las Tres Rosas sólo encontró a don Eugenio.
– ¿Qué ocurre?– preguntó el vejete— . Tienes cara de susto.... ¿Que si está Antonio? No; salió después de comer. ¿Necesitas verle? ¿es urgente el asunto? Pues entonces…– y se rascó la cabeza como si dudase— , entonces puedes buscarlo en tu casa; de seguro lo encontarás. No sé qué demonios tiene que hacer, siempre metido allí. ¿Es que tu mamá juega también a la Bolsa?
Juanito no quiso oír más, y salió a buen paso con dirección a su casa.
Por el camino preocupábanle las palabras de don Eugenio, la triste sonrisa con que había acompañado su última pregunta. Subió al trote la escalera de su casa, dando un vigoroso tirón a la campanilla. Abrió Visanteta, y al verle comenzó a darle explicaciones antes que él preguntase. Las señoritas habían salido; estaban en casa de «las magistradas».
– Bien; pero ¿y el señor Cuadros, no está aquí?
Y Juanito miró angustiosamente a la criada que balbuceaba, no sabiendo qué responder.
La empujó rudamente y entró. Visanteta sin perder su ceñuda seriedad, levantó los hombros, hizo un gesto de resignación, como diciendo: «Que ocurra lo que Dios quiera»; y volviendo la espalda al señorito, se fue hacia el comedor.
No había nadie en el salón. Bajo el sofá sonaba el juguetón cascabeleo de Miss, la perrita inglesa, que al notar la presencia de Juanito sacó a medias, por entre los lambrequines, su cabeza de juguete.
La mirada del joven examinó rápidamente el salón, fijándose con estúpida tenacidad sobre el sofá, como si viese en él algo extraño que le atraía sin explicarse la causa. Era una chaqueta blanca arrojada con descuido, y que causaba en el joven la misma impresión de esos rostros que siendo amigos tardan mucho en reconocerse.
Llevóse la mano a la frente como si fuera a arañarse con cruel impulso, y sus ojos se dilataron con espanto. Fue un momento, un momento de vértigo nada más; pero en tan corto espacio creyó que la habitación danzaba como una peonza, que el techo descendía hasta apoyar en su cabeza su peso irresistible; vio obscuridad y luces a un mismo tiempo; experimentó frío y calor; sintió una bola extraña que se le atascaba en la garganta, y en un instante pasaron por su imaginación, como relámpagos lívidos, todas las escenas de novela que había leído, con sus terribles descubrimientos y sorpresas aplastantes.
Bien conocía aquella chaqueta; era la de su principal, la que tantas veces le había rozado al descansar paternalmente la manga sobre su hombro. Miss, saliendo de su escondite, frotábase contra sus piernas gruñendo amistosamente.
Pero, en fin, ¿qué era aquello? Nada significaba el pedazo de tela. Pero ¿dónde estaba el señor Cuadros? Insensiblemente se dejó arrastrar por un espíritu de desconfianza que acababa de despertarse en él, y dentro de su casa, por una precaución inexplicable, le hacía andar de puntillas como si fuese un ladrón.
Sin darse cuenta de ello, se vio junto al cortinaje que cubría la puertecilla por donde entraba doña Manuela todas las noches a la hora de acostarse. El mismo instinto que le hacía recatarse fue quien hizo avanzar su mano levantando levemente un lado de la misteriosa colgadura.
Miró, y sin embargo no sufrió la impresión de momentos antes. Todo era verdad. Ahora comprendía las palabras de don Eugenio, su sonrisa triste, la mirada de conmiseración con que había acompañado su rápida salida de la tienda.
Y abrumado por la sorpresa, permaneció erguido, con los ojos desmesuradamente abiertos, apoyando su espalda en la pared, como si temiera desplomarse. Debió lanzar un suspiro; tal vez chocó con demasiada rudeza contra la pared.
– ¿Quién anda ahí?
Y tras larga pausa, contestó a esta voz femenil otra de hombre en tono más bajo, pero que rasgó los oídos de Juanito:
– Será Miss, que juega.
No supo cómo salió de allí. Lo único que pudo recordar fue que el instinto de precaución le dominaba aún, y que al bajar la escalera lo hizo de puntillas, evitando roces, como si fuera un delincuente y temiera ser descubierto.
Cuando se vio en la calle sintió un calor insufrible. Ya sabía quién le apretaba con tanta crueldad la garganta. Era la vergüenza, que hacía arder en su interior un fuego de infierno, que enrojecía su rostro y aceleraba la circulación de su sangre. Creyó que todos le miraban, que los transeúntes ladeaban el cuerpo para evitar su roce, y anduvo apresuradamente, como si sintiera tras sus pasos el espectro de su vergüenza que le perseguía.
Aire… espacio… libertad; se ahogaba en las calles tortuosas, con sus paredes que parecían aproximarse para cerrarle la marcha; necesitaba horizontes inmensos, para no creerse aplastado, para poder ensanchar sus pulmones y arrojar la cruel madeja de suspiros que se apelotonaba en su garganta.
Una sensación fresca le despertó de aquella pesadilla, que le hacía caminar como un sonámbulo aterrado. Estaba en las Alamedas de Serranos, y marchaba con la cabeza inclinada, los brazos a la espalda: la misma expresión de los tipos casi lúgubres que acostumbraban a pasear allí.
A lo lejos, tras las cortinas de los árboles que circuían el verdoso estanque, sonaba el canto de un corro de niñas confundiéndose con el juguetón parloteo de los traviesos gorriones:
Yo me quería casar, yo me quería casar con un mocito barbero....
Juanito sentía deseos de llorar como cuando escuchaba las romanzas italianas de Amparo. Pero ahora no era el amor quien ponía en tensión sus nervios; eran los recuerdos del pasado, que contrastaban penosamente con su situación actual.
Le hacía daño la inocente melopea infantil. Se veía con la imaginación vistiendo el trajecito escocés de su niñez, cuando su madre, con tocas de viuda, le llevaba a la Glorieta a que jugase con las niñas, pues su timidez y debilidad no le permitían alternar con los revoltosos muchachos. ¡Cuan hermosa estaba con sus negras tocas! Juanito la veía al través de los años como una Máter dolorosa, acariciando dulcemente su cabeza de niño y pensando en el doctor Pajares, a pesar de su reciente viudez.
Ya no creía en su madre. La fe se había rasgado en él como una virginidad irreparable. Le nacía daño el canto infantil, y para no llorar salió rápidamente del paseo, siguiendo el pretil del río.
Caminando junto a la carretera polvorienta, sin ver otras caras que las de los carreteros que marchaban perezosamente tras sus vehículos, o las de los guardias de Consumos sentados ante sus garitas, Juanito se encontraba mejor. No tenía miedo, como el poeta, a encontrarse con su dolor a solas, y caminaba por aquel lugar poco frecuentado, saboreando con gozo cruel el hondo pesar que, de vez en cuando, estallaba en ruidosos suspiros.
Sentía en torno de su persona la imagen invisible de un padre que no había conocido. El recuerdo del pobre Melchor Peña le inspiraba cierta conmiseración. Aquél también había vivido engañado. Amó locamente a su esposa sin conocer su verdadero carácter y murió en el error, como hubiese muerto él, jurando que su madre era la mejor de las mujeres, a no haberle conducido la fatalidad al salón de su casa para hacer el más terrible de los descubrimientos.
Su madre era una tramposa capaz de todos los enredos y vergüenzas para conservar el falso oropel de su vida; su madre despreciaba las murmuraciones que herían hondamente el honor de la familia; dejaba a las hijas que se arrojasen en el peligro, arrastradas por la desesperada audacia de cazar un novio, y al final se entregaba como una perdida en brazos de un amigo de su esposo, se vendía infamemente cuando estaba próxima a la vejez, manchando todo su pasado, por una necesidad del orgullo. ¿Qué era, pues, lo que quedaba a aquella mujer? Nada absolutamente. Aquel descubrimiento fatal rasgaba el velo de la credulidad, desvanecía el optimismo del cariño; la madre aparecía a los ojos del hijo tal como era, con toda su fealdad moral; y Juanito pensaba con rabia en su antiguo ídolo como el devoto que pierde la fe, y en la imagen milagrosa que antes le arrancaba lágrimas de emoción ve sólo un miserable leño. ¿Por qué había nacido del vientre de aquella mujer? ¿No podía tener una madre como lo son todas? Y furioso contra la fatalidad, que le había dado por madre a doña Manuela, cerraba los puños como si quisiera estrangular a alguien.
Levantó la cabeza y vio que se había separado del pretil, siguiendo por el camino de ronda. Ante él alzaban sus pesadas moles cilíndricas las dos torres de la puerta de Cuarte, con la rojiza costra acribillada por los profundos agujeros de las granadas francesas y las de las insurrecciones republicanas.
Contemplaba fijamente los tragaluces angostos y enrejados de los calabozos donde estaban los presos militares. Pensaba con envidia que allí dentro, en las mazmorras lóbregas y húmedas, se estaría muy bien, rodeado de absoluto silencio, lejos del mundo, sin pesares que turban la existencia.
Permaneció mucho tiempo mirando fijamente aquellos colosos de argamasa, hasta que por fin se dio cuenta de que algunos chicuelos del barrio formaban círculo en torno de él, contemplándolo con curiosidad, tomándole, sin duda, por uno de esos viajeros que para el vulgo han de ser forzosamente ingleses.
Juanito huyó de aquella pillería, cuya mirada insolente y burlona nada bueno presagiaba, y siguió por el camino de ronda, sumiéndose al poco rato en sus tristes reflexiones. Volvía a caminar automáticamente, sin fijarse en las personas que pasaban junto a él. Llevaba abiertos los ojos, miraba a todas partes, y nada veía. Nada, no; lo real, lo inmediato a su persona no lograba fijarse en su retina; pero en cambio, veía siempre, con una tenacidad desesperante, la blanca chaqueta arrugada brutalmente como la sábana del lecho después de una noche de placer, y luego… luego veía también la cortina alzada revelando una parte del atentado vergonzoso, de la degradación maternal, que era para él un golpe de muerte.
¡Oh, cuán execrable le resultaba ahora su antiguo ídolo! Y sin embargo, estaba convencido de que todo su odio era una impresión del momento, que se desvanecería apenas se hallase en presencia de la mamá. Es muy difícil desarraigar un cariño de tantos años; y este convencimiento era lo que más desesperaba a Juanito. Sentíase avergonzado por tener tal madre y adorarla, sin embargo, con la dulce ceguera del cariño.
– ¡Eh…! ¡a un lado!
Juanito saltó hacia atrás instintivamente, al sentir en su rostro el bufido ardoroso de dos caballos. Había llegado a la entrada del camino del Cementerio, y aquellas bestias que casi le atropellaban eran los jacos huesosos, antipáticos y enfermizos que tiraban de un coche fúnebre. El tétrico conductor, con su librea negra y mugrienta, pasó, rociando de injurias al distraído y amenazándole con su látigo.
Juanito apenas si pudo verle. Sus ojos estaban fijos en el féretro blanco y dorado que se mecía con el traqueteo de las ruedas, dejando en su memoria la impresión de una nubecilla surcada por rayos de sol.
También debía estarse bien allí. Mejor que en los calabozos que antes contemplaba con envidia. El silencio para siempre, la amarga satisfacción del no ser, la grandiosa monotonía de la eternidad libre de toda alteración. ¿Por qué no iba él dentro de aquella caja? ¿Por qué no había caído cuatro años antes, cuando sufrió una pulmonía que puso en conmoción a toda su familia? Al menos habría muerto creyendo en su madre, y al partir le hubiera consolado un gesto, una lágrima de aquella mujer. Pero ahora estaba solo. Moriría aislado; lo único que le fortalecía era la certeza de la muerte como solución para sus males.
El rostro de una joven asomada a la ventanilla de uno de los carruajes del cortejo fúnebre pareció cambiar el curso de sus ideas. No; era una locura buscar la muerte. Si no hubiese conocido a Tónica, podría aceptar tan desesperada resolución; pero siendo amado por ella, era una locura. Aún había remedio. Una parte de su capital la había entregado a don Ramón Morte, no para jugadas de Bolsa, sino para la adquisición de valores públicos. Vendería, aunque fuese con pérdida, esta parte segura de su capital; pagaría las deudas importantes que había contraído por salvar a su madre, y con lo que le quedase se establecería modestamente, sería el dueño de Las Tres Rosas o de una tienda más pequeña, casándose en seguida con Tónica. Ésta era la verdadera solución. Nada de buscar millones; la lección había sido dura. Comerciante rutinario y cachazudo, buen marido y padre virtuoso; ésta era la felicidad, lo que él ambicionaba para el porvenir.
Y cuando con más entusiasmo forjábase la ilusión de la tranquilidad patriarcal, un silbido estridente rasgó los aires, como si Mefistófeles, desde las nubes, contestase con su carcajada chillona a los hermosos planes de virtud doméstica. Juanito, sin dejar de andar, despertó del extraño sonambulismo que le hacía correr en torno de la ciudad, agitado a cada instante por los más diversos pensamientos. Frente a él perfilábase sobre el cielo de pálido azul la plaza de Toros, con su contorno de circo romano. Entre ella y el joven estaba el paso a nivel de la vía férrea, donde comenzaba a palpitar, lanzando mugidos, una bestia de hierro.
Juanito viose detenido por la cadena que acababa de tender el guardavía. Este obstáculo pareció irritarle. Sintió otra vez dentro de sí aquel compañero misterioso que le había guiado en el salón de su casa al hacer los terribles descubrimientos. Algo le decía ahora con acento imperioso. Le empujaba, y él obedecía automáticamente. Olvidaba las ilusiones de futura felicidad que se había forjado momentos antes, y el ataúd coquetón, aquel féretro de raso blanco y bordados de oro, parecía brillar ante él, como un astro que le iluminase con su camino. Abríase su tapa, mostrando el interior mullido y acolchado como el de una caja de dulces. Unos cuantos pasos más, y se quedaba dentro para siempre....
De pronto, Juanito se sintió cogido por los brazos, zarandeado y empujado hacia atrás con tal fuerza, que estuvo próximo a caer.
– Pero ¿adonde va usted? ¿Está usted loco…?
El que le hablaba era el guardavía, un mocetón de blusa azul con iniciales rojas.
Entonces se dio cuenta de que estaba a pocos pasos de un tren que, conmoviendo el suelo, dando mugidos, por la chimenea y rugiendo por las válvulas de escape, salía de la estación, abofeteando a los más próximos con el viento de su rápido paso.
Juanito lo comprendió todo. Había pasado por debajo de la cadena, y el empleado acababa de detenerle casi en la misma cabeza del tren que avanzaba.
El guardavía mirábale con ojos interrogantes, en los que era visible la sospecha de un intento de suicidio. Los curiosos agolpados a ambos lados de la vía daban a entender lo mismo con sus palabras.
Juanito, avergonzado, siguió a buen paso el mismo camino de antes, como si después de lo ocurrido le fuera imposible continuar adelante dando la vuelta completa a la ciudad.
Pasó por el lugar donde había encontrado el fúnebre cortejo, y no pensó ya en aquel ataúd blanco que le obsesionaba con la más amarga de las seducciones. Tampoco levantó la desalentada cabeza para contemplar las torres de Cuarte, cuyos rojizos muros adquirían en su parte alta un tinte de incendio reflejando la puesta del sol.
La frescura que sintió siguiendo el pretil del río pareció reanimarle. Comenzaba el crepúsculo. En el cauce del río, las charcas y riachuelos, reflejando en su fondo el rojo horizonte, brillaban como si fuesen de encendida lava. En la ciudad, los vidrios de los altos balcones y de las esbeltas torrecillas destacábanse sobre la masa obscura de los edificios como placas de fuego. La calma del crepúsculo, compuesta de murmullos imperceptibles, de lánguidos suspiros que exhala la Naturaleza próxima a adormecerse, invadía el ambiente. Desde el pretil veíanse rebaños de obscuras ovejas, que al compás perezoso de las esquilas iban en busca del corral, mientras que por la parte de arriba, por la carretera polvorienta, marchaban también en retirada los rebaños del trabajo, gentes de espalda encorvada y blusa vieja, con la cara sudorosa y el saco de herramientas a la espalda.
La melancolía del crepúsculo se apoderaba de Juanito. Cuando entró otra vez en las Alamedas de Serranos, sus piernas flaqueaban, y sintió la necesidad de dejarse caer en uno de los bancos.
En aquel paseo silencioso, casi desierto, que lentamente se obscurecía, podía forjarse la ilusión de que estaba en un jardín de su propiedad, donde nadie vendría a turbar la pereza dolorosa, el anonadamiento triste en que iba sumiéndose.
En las charcas del río, las ranas comenzaban a templar sus instrumentos de dos notas para la interminable sinfonía de la noche; en la inmediata carretera sonaba el chirrido de los carros.
La humedad del sombrío arbolado empapaba las ropas de Juanito, adormeciéndole. Hubo momentos en que su imaginación, lanzada en el camino de la insensatez, hízole pensar que, como en los cuentos fantásticos, un colosal murciélago le abanicaba con sus alas, para chuparle la sangre después de dormido.