Kitabı oku: «Arroz y tartana», sayfa 10

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Al llegar Juanito al barrio de las Escuelas Pías entró en una calle estrecha donde estaba el caserón de sus abuelos, una interminable fachada pintada de azul claro, en la cual, corrió por compasión, rasgaban el grueso muro algunos balcones y ventanas, a gran distancia unos de otros.

Juanito recordaba su niñez. Se veía muchacho pelón jugando con los chicos de la vecindad—los días en que su tío lo convidaba a comer—en aquel portal inmenso, obscuro, rezumando humedad por entre su empedrado de guijarros. Los recuerdos de la niñez seguían despertándose en él a la vista de la vieja escalera con su pasamano de caoba, rematado por un leoncito borroso y gastado, y de sus peldaños de azulejos del siglo anterior, en los cuales veíanse navios sobre un mar morado, con banderas más grandes que el casco, embozados de gruesas pantorrillas blancas con sombrero de picos y huertanas con cestos de frutas, todo en colores tostados y chillones.

Vicenta, la vieja criada del tío, fue quien abrió la reja que obstruía la escalera. Juanito era el único pariente del señor a quien toleraba la vieja sirvienta. Le saludó con una sonrisa de su boca obscura y desdentada, y como de costumbre, no preguntó por su mamá ni sus hermanas. Aborrecía a aquellos parientes del amo, sabiendo la poca estima en que éste los tenía. Don Juan estaba arriba, en los porches, dando de comer a los palomos y a las gallinas.

La criada y el sobrino hablaban en un rellano de la escalera, desde el cual se veían algunas habitaciones. Él las conocía perfectamente, y subsistían en su memoria con todos sus detalles estrambóticos. Desde allí percibía el tufillo de las habitaciones cerradas años enteros; aquel ambiente rancio, húmedo, cargado de polvo, que con la diaria limpieza mudaba de sitio sin salir de la casa, y expulsado por la escoba de los rincones iba a caer un poco más allá.

La afición de don Juan a visitar almonedas, comprándolo todo con tal que fuese barato, había convertido su casa en una prendería. Las salas eran grandes como plazas, las alcobas podían servir de salones de baile; y a pesar de esto, no había un palmo de pared libre de muebles o adornos. Los armarios colosales se contaban a docenas, todos de roble viejo, con tallas tan complicadas como sus enormes cerraduras; los cuadros, buenos o malos, llegaban hasta el techo; las sillerías incompletas y de distintos colores, no encontrando espacio junto a las paredes, esparcíanse por el centro; todo estaba ocupado, como si la casa fuese un almacén, un depósito de rapiñas verificadas al azar; y aunque todas las piezas estaban abarrotadas, la casa sonaba a hueco, y la soledad despertaba esos ecos misteriosos de las grandes viviendas abandonadas. Mirando los salones interminables que parecían iglesias, pensábase involuntariamente en la noche, cuando las sombras ahogaban la macilenta luz de la candileja del avaro y los pasos del viejo y su criada sonaban como en el ulterior de una cripta, en un medroso silencio interrumpido por los crujidos de la madera vieja y las veloces carreras de las ratas.

La manía de adquirir todo lo barato daba a la casa un tono grotesco. Sobre la puerta de la escalera destacábase una testa de toro disecada, con unas astas que daban frío. Juanito tenía presente los enormes monos trepando por un tronco, con el lomo apelillado y calvo, y los pájaros vistosos, a quienes no se podía quitar el polvo sin que cayesen las plumas; adquisiciones de almoneda, que convertían en un arca de Noé el gran salón, con su techo al fresco, donde jugueteaban amorcillos descoloridos y macilentos por la pátina de un siglo entero, y con sus enormes consolas doradas sobre las cuales se ostentaban grupos de frutas contrahechas, uvas y melocotones, cuya cera perdía los vivos colores bajo la capa de los años.

–¿Conque el tío está arriba?

–En los porches lo encontrarás, Juanito.... Sube, que yo voy a la cocina. Creo que se quema el potaje.

Y el muchacho siguió subiendo la escalera, que ya no era de azulejos vistosos, sino de tostados baldosines. Aquellos peldaños habían sido cincuenta años antes el camino de una gran industria. Centenares de obreros los pisaban todas las mañanas, y por allí descendían, recién salidos del telar, los floreados damascos, los brillantes rasos, la seda listada, todas las magnificencias de una industria oriental que daba a Valencia fama y prosperidad. Ahora era la escalera de un panteón, y se sentía malestar oyendo cómo el eco repetía y agrandaba los pasos.

Los porches eran inmensos. Un taller que se perdía de vista, ocupando todo el último piso del caserón; un bosque de maderos y cuerdas, invadidos por las telarañas; una confusión de telares que, inactivos y muertos, parecían siniestras guillotinas, complicadas máquinas de tormento.

Juanito tardó en ver a su tío, agachado entre dos telares, en mangas de camisa, ocupado en armar una ratonera. A pocos pasos de él, una docena de gallinas picoteaban en un barreño, y por encima de los travesaños y redes de los telares aleteaban los palomos, lanzando su arrullo adormecedor.

–¿Eres tú, Juanito?—exclamó el tío al levantar la cabeza—. No te esperaba. ¿Vienes para que hagamos juntos las estaciones? Pues no pienso salir hasta la tarde.

Y don Juan, abandonando la ratonera, fue hacia su sobrino con la sonrisa paternal, bondadosa, que reservaba para Juanito aquel hombre duro y malhumorado con todos.

La mirada curiosa e interrogante del sobrino llamó su atención.

–¿Desde cuándo no has estado aquí…? Creo que desde que eras un chicuelo y subías a enredar con tus compinches. Lo menos hace veinte años.... Está bien arreglado, ¿verdad? Las ventanas cerradas, los postigos de arriba alambrados, para que entre el sol y el aire.... Me he gastado una barbaridad de dinero: lo menos doce duros; pero tengo un palomar en el que se criarían perfectamente todos los animales de pluma que entran en la plaza Redonda durante medio año. El único inconveniente son las malditas ratas. No hay ratonera ni polvos que puedan con ellas. Parece que los telares paran las ratas a montones. ¡Y qué atrevidas! ¡Degüellan a los polluelos, se comen las crías, y cualquier día creo que bajarán para devorarnos a Vicenta y a mí! ¿Y lo desvergonzadas que son…? ¡Mira… mira!

Y al mismo tiempo que señalaba a un extremo del vasto taller, cogió un pedazo de madera y lo arrojó con fuerza al lugar donde se agitaba el terrible roedor. El proyectil, pasando por entre los telares, rebotó sobre un poste, cayendo casi a los pies del tío.

–¡Se escapó…! ¡Figúrate lo que harán esas malditas cuando estén solas! Se comen más palomas y gallinas que yo, rompen los huevos, y resulta que hago gastos para mantenerlas regaladamente. El día menos pensado mato todos los animalitos, y se acabó la diversión.

Y mientras decía esto, por no estar inactivo, cogía de un telar la cazuela llena de granos, lanzando con voz de falsete un ¡pul! ¡pul…! interminable, y arrojaba puñados al suelo, arremolinándose en torno de él las gallinas y palomos, escandalosas, agresivas, disputándose aquel maná con furiosos picotazos.

Juanito seguía contemplando el aspecto desolado del porche: el techo, de cuyas viguetas pendían largos pabellones de telarañas; los telares, que en sus superficies planas tenían capas de polvo cuya formación suponía docenas de años; las ventanas, con sus cerraduras enmohecidas y arriba unos enrejados por los que lanzaba el sol barras de luz en cuyo interior danzaba un mundo de moléculas.

El joven recordaba confusamente las grandezas que había oído de boca de don Eugenio: los recuerdos gloriosos del arte de la seda, los brillantes trabajos de los velluters que cincuenta años antes hacían danzar las lanzaderas allí mismo, del amanecer hasta la noche; y sentía cierta pena, un malestar extraño, como si se encontrara ante las ruinas de una ciudad muerta y todavía vibrasen en el espacio los últimos estallidos de la catástrofe. Aquello era un panteón al que no se había quitado el andamiaje; la ruina y el silencio habían pasado por allí, petrificando el taller, antes ruidoso y ensordecedor.

La melancolía del joven parecía comunicarse a don Juan, que ya no arrojaba granos a sus aves.

–¡Cómo está esto! ¿No es verdad que entristece…? Y menos mal para ti, que no has conocido los buenos tiempos, cuando desde el amanecer reinaba aquí un estrépito de dos mil demonios, y abajo, tu abuelo y yo sentíamos temblar el techo al empuje de los telares, mientras arreglábamos cuentas o sacábamos de los armarios las ricas piezas para enseñarlas a los compradores.... ¡Ah, qué tiempos aquéllos…!

Y el viejo se conmovía, coloreábase su tez, gesticulaba con entusiasmo, y sus ojos brillaban como si viese en movimiento aquel centenar de telares y una turba activa y laboriosa en torno de ellos.

–Aquí, en estos talleres, estaban la riqueza y la honra de Valencia; aquí trabajaban los velluters, aquella gente que por su tonillo docto era el prototipo de la pedantería, pero que resultaba respetable por ser la fiel guardadora de las costumbres tradicionales, la sostenedora de ese carácter valenciano, sobrio, alegre y dicharachero, que casi ha desaparecido. ¡Qué hombres aquéllos! Tenían sus defectos, Juanito; pero así y todo, no los cambiaría yo por los hombres de hoy. Su carácter era sutil como la seda; acostumbrados a las labores difíciles, menudas y complicadas, eran meticulosos, y tan amantes de la equidad, que hasta se cuenta como chiste que uno de los del gremio hizo parar una vez la procesión para recoger del palio una pasita que se le había caído comiendo en la ventana. Esto sería ridículo, pero a mí me entusiasma. Con hombres así no había miedo a ser robado, y la confianza entre amos y obreros era completa. El tejedor entraba de aprendiz en un taller, y sólo lo abandonaba para irse al cementerio. Todos los trabajadores de la casa me vieron nacer. Eran como de la familia.... ¡Oh, qué tiempos aquéllos…!

Y don Juan, animado por sus rancios entusiasmos, entornaba los ojos, como para ver mejor el hermoso cuadro del pasado.

–Ahora—continuó, apoyando sus palabras con pataditas nerviosas—, ahora, todo muerto por culpa del maldito Lyón, de esos gabachos que con sus máquinas endiabladas nos han arruinado.... Ya no hay moreras en la huerta; en las barracas se ha perdido la memoria de las cosechas de capullo, y ha muerto una industria… industria no; un arte que nosotros, aunque cristianos viejos, heredamos directa y legítimamente de nuestros abuelos los moros.... ¿Y en esto consiste el progreso? ¿En que unos pueblos roben a otros sus medios de vida…? Pues me futro en él y en los que le defienden.

Y el viejo, siempre circunspecto y bien portado, animándose con la imaginación, hacía ademanes tan enérgicos como incorrectos para manifestar el desprecio que le merecía el progreso condenado.

–Y no es que yo maldiga los adelantos—dijo después, como si se arrepintiese—; sobre todo me gusta que vayan a Madrid en menos de un día, cuando en mis tiempos se necesitaba nueve de galera y hacer testamento. Pero me enfurece que lo que estaba bien, y muy en su punto, venga el señor Progreso y lo eche a perder con su afán de revolucionarlo todo. Callaría si el arte de la seda hubiese ganado algo con nuestra ruina; pero me sublevo al ver que lo de allá, que es lo que priva, ni es arte ni nada. Industrialismo vil: estafa y nada más. ¿Dónde están los tejidos de pura seda que un puñal no podía atravesar? ¿Dónde los terciopelos que pasaban de abuelos a nietos, como si acabasen de salir de la tienda? Aquello acabó, y ahora sólo queda la sedería de Lyón, «mírame y no me toques», algodón malo, géneros que no duran un año, porquerías con las que van tan orgullosas estas señoritas del día.... ¿No es esto, Juanito? ¿No lo ves tú así?

Y el sobrino contestaba a todo con afirmativas cabezadas, muy preocupado en su interior por el modo como expondría la pretensión que le llevaba allí. La aprobación de Juanito templó las iras del viejo.

–No creas por eso que me forjo ilusiones. Esto está muerto y bien muerto. No es culpa de los de allá, sino de la gente de aquí. Se acabó el buen gusto. Hoy se tiene horror a lo que es rico y vistoso; los señores visten como los criados; todos van de obscuro, como sacristanes; el chaleco, que es la prenda que da majestad a la persona y pregona su clase, es de la misma tela que los pantalones; ya no se ostenta sobre el vientre el terciopelo floreado, aquellas rayas de cien colores que tanto golpe daban en mi juventud, y hasta los labradores se encajan la blusa y el hongo, como asistentes, y se ríen cuando sacan del fondo del arca el chupetín de raso de sus abuelos, la faja de seda y el pañuelo de flores, que tanto lucían en los bailes de la huerta.... ¿Y las mujeres? No me hables de ellas.... ¡Valientes imbéciles! Ni en las aleluyas del mundo al revés.... Se visten como los hombres, con lanilla inglesa; van feas como demonios con esos colores de enterrador, apagados, sombríos; y en el verano gastan, cuanto más, percal de tres reales, con lo que creen ir tan elegantes. ¡Oh, aquellos tiempos míos! Se estrenaba menos, era menor la variedad, pero se lucían cosas buenas y sólidas, que pasaban docenas de años en los roperos sin que hubiera polilla con valor para hincarlas el diente. ¡Todo se ha perdido! ¡Adiós, cortinajes de damasco! ¡Abur, seda chinesca! Ahora adornan los salones con unas telas ásperas, de tejido burdo y borroso; y cuando no, para que la cosa tenga «carácter» (¡vaya una palabra!), echan mano de las mantas jerezanas y arman una decoración de taberna.

Y el viejo, con el bigote un tanto erizado y los mongólicos ojos echando chispas, se movía y braceaba furioso, como si arrojara su indignación a la cara de un ser invisible. Su voz despertaba ecos en el inmenso porche, más silencioso que de costumbre por la calma en que estaban las calles; y a pesar de que las gallinas y las palomas picoteaban en torno de él, quitando grandeza a la escena, don Juan parecía un personaje bíblico, un profeta desesperado gimiendo lamentaciones ante las ruinas de la ciudad amada.

Pero no era el avaro hombre capaz de entregarse por mucho tiempo a esta indignación con arranques líricos.

–Pero vamos a ver, muchacho… ¿a qué has venido…? Algo te trae aquí. Lo adivino en tu preocupación.

–Juanito balbuceó, sorprendido por esta pregunta inesperada. Sí.... Algo tenía que decirle a su tío; pero le turbaban tanto los ojos interrogantes de éste, la calma con que esperaba su respuesta, que se le embrollaban sus pensamientos y no sabía cómo empezar.

–Es cuestión de la mamá.... ¡Si usted supiera, tío…! Está en situación muy apurada.

Y rápidamente, sin tomar aliento, como si arrojara lejos de sí un peso asfixiante, disparó las pretensiones de doña Manuela, aquella demanda de quince mil pesetas, cantidad necesaria para salvar la honra de la familia.

–Y bien, muchacho: ¿qué es lo que quieres decirme con todo esto?

–Que usted… como hermano… como tío mío que es, podía....

–Nada puedo, ¿lo entiendes…? Nada, absolutamente nada; y más tratándose de tu madre. El viejo dijo esto con un acento que no daba lugar a dudas. No había que esperar que retrocediese en su negativa.

–¿Es que aún no conoces a tu madre? ¿No te he dicho muchas veces quién es…? ¿Que debe…? Pues que pague; y si no tiene con qué hacerlo, que sufra las consecuencias. He jurado no tenderle la mano aunque la vea con agua al cuello. Si fuese como Dios manda, una persona arregladita y económica, la sangre de mis venas le daría; pero a una derrochadora, que sólo se acuerda de su hermano en los apuros, y cuando tiene cuatro cuartos desprecia sus consejos, a ésa no le doy ni esto.

Y metiéndose la uña del pulgar entre los dientes, tiraba con fuerza, produciendo un chasquido.

–De seguro que ella es la que te envía aquí.

–No, tío; puede usted creerme. Vengo por mi propia voluntad.

–Pues entonces—dijo sonriendo el ladino viejo—es que ella te ha pedido a ti el dinero, y vienes a ver si lo saco yo.

Enrojecióse el rostro de Juanito al ver que su tío adivinaba en parte la verdad.

–No niegues, muchacho; la cara te hace traición.... Óyeme bien: si eres tan imbécil que te dejas explotar por tu madre, no cuentes con el cariño de tu tío. Lo que te dejó tu padre para ti es, y no para que se lo coman tus hermanitos los cachorros de Pajares. Vamos a ver; di la verdad: ¿No te ha metido Manuela en sus trampas? ¿No te ha hecho firmar algún pagaré? La verdad, y nada más que la verdad.

La mirada del viejo era fija, inquisitorial, escudriñadora; pero Juanito tuvo serenidad para mentir.

–No, señor; nada he firmado.

–Te creo, y lo celebro. ¡Mucho ojo, muchacho! Tu madre tiene hambre de dinero, y de seguro que no pierde de vista tu fortunita. No quiero que te roben. Cuando yo muera, tendrás más, algo más que ese huerto de Alcira; no quedarás en medio de la calle, como tu mamá, tus hermanas y el perdis de Rafaelito.... Pero vuelvo a repetirlo: no quiero que te roben. Además, no tomes tan a pecho eso de la ruina de tu madre. Ella vive en la trampa como en su propio elemento, y ya sabrá salir de este apuro como de otro. Aún le queda algo para ir tirando; y cuando no tenga ni camisa, reventará, tenlo por seguro. Es de esas gentes que no mueren hasta gastar el último ochavo.

A Juanito le molestaba este lenguaje rudo que hería tan en lo vivo a su madre, a su ídolo; pero al tío le había profesado siempre tanto cariño como respeto, y fluctuando su carácter entre los dos afectos, limitábase a callar. Más de media hora estuvo oyendo los agravios que don Juan tenía con su hermana, el odio nacido al casarse ésta con el doctor Pajares, que sobrevivía a pesar del tiempo transcurrido.

–Adiós, Juanito, y no hagas caso de tu madre—dijo al despedirle en la escalera—. Lo que debes hacer es preocuparte menos de tu familia, que nunca ha pensado en ti, y preparar tu porvenir. Ve pensando en establecerte, y si encuentras una muchacha buena, hacendosa y modesta, lo que no es fácil, tampoco será de más que te cases. Para ser comerciante necesitas familia. Adiós, muchacho. Ven a la tarde y haremos juntos las estaciones.

El muchacho salió de la casa, llevando sobre sus hombros una verdadera olla de grillos. Era verdad lo que decía el tío: le querían explotar. Los lujos y prodigalidades de la familia tenía que pagarlos él, ¡él, que en su casa había ocupado un lugar intermedio entre los criados y sus hermanos! No daría un céntimo; que se arreglase su madre como pudiera. Nada le debía, pues le entregaba íntegro el salario de la tienda, satisfaciendo con creces sus gastos.

Pero todos sus propósitos de energía desvaneciéronse ante las miradas suplicantes de su madre. ¡Qué hermosa estaba! Con sus ojazos lagrimeantes y tiernos, parecía la Virgen que tiene el corazón erizado de espadas. Él no la abandonaba; sería un mal hijo si correspondía con el desdén al cariñazo maternal que le mostraba la buena señora tan pronto como se veía en apuros de dinero.

–Bueno, mamá; no llore usted. No encuentro quién nos preste; pero estoy dispuesto a firmar lo que usted quiera, dando en garantía el huerto. Crea usted que me cuesta mucho desprenderme de ese dinero.

–Yo te lo devolveré, hijo mío; te lo devolveré pronto—dijo la arrogante señora abrazando a Juanito y mojándole el rostro con sus lágrimas.

Y lo decía con toda su alma, con la buena fe de los tramposos cuando se ven salvados, que confían ciegamente en el porvenir y creen mejorar su fortuna en lo futuro.

–Está bien, mamá—dijo Juanito, que en medio de su enternecimiento no se cegaba—. Firmaré, pero sólo por quince mil pesetas.

Larga pausa.

Doña Manuela, pensativa:

–Mira, hijo mío, quince mil pesetas justas no han de ser. Puedes firmar por dieciséis mil. No digas que no, rico mío. Completa tu sacrificio. Necesito algún dinerillo para pagar ciertas cuentas, y además, las Pascuas vamos a pasarlas en nuestra casa de Burjasot; vendrán amigos, y hay que quedar bien. Ante todo, el decoro de la familia y no caer en el ridículo. Conque no tuerzas el gesto, niñito mío; quedamos en que serán dieciséis mil.... ¡Ay, qué peso me has quitado de encima…!

VI

Había abandonado la mesa la familia y aún duraban los elogios a Visanteta por el mérito de la paella que les había servido, cuando comenzaron a llegar los amigos.

–Mamá—gritaba Amparito desde la puerta de la calle—, las de López, que vienen en su faetón. ¡Calle! El tranvía ha parado en la esquina.... ¡Si son «las magistradas»! ¡Ay, y también el papá de Andresito, guiando su charrette…! ¡Si parece que se han dado cita! ¡Todos a un tiempo…! ¡Venid, Conchita, mamá! ¡Mirad qué guapo está el señor Cuadros guiando su cochecito! ¡Parece que en toda su vida no haya hecho otra cosa…!

Y los convidados de doña Manuela entraron en la casa, confundiéndose unas familias con otras, saludándose las mujeres con un tiroteo de besos y elogiando todas las cualidades de la «posesión» que la viuda de Pajares tenía en Burjasot. Era un chalet que parecía escapado de una caja de juguetes; un edificio construido por contrata, tan bonito como frágil, con sus tejados rojos y escalinatas con jarrones de yeso, situado en el centro de un jardincillo excavado en las rocas, con dos docenas de árboles tísicos que gemían melancólicamente, martirizadas sus raíces por la capa de dura piedra que encontraban a pocos palmos del suelo. A pesar de su aspecto de decoración de ópera, que tanto entusiasmaba a doña Manuela, el tal chalet no pasaba de ser una casa de vecindad, enclavado como estaba entre otras construcciones de la misma clase, todas frágiles y pretenciosas, con sus jardincillos como sábanas, y sobre la verja, en letras doradas, los campanudos títulos de Villa-Teresa, Villa-María, etcétera, según fuese el nombre de la propietaria.

La viuda había empeñado y perdido para siempre un centenar de hanegadas de tierra de arroz que le producían muy buenos cuartos, para adquirir aquella ratonera brillante y frágil, a la que puso el título de Villa-Conchita, no sin protestas ni rabietas de Amparo. Creía que una «villa» para el verano es el complemento de una familia distinguida que tiene coche; y en las tertulias, al dirigirse a sus amigas, llenábase la boca hablando de su «lindo hotelito» de Burjasot y de las innumerables comodidades que encerraba.

La casa era mala, pero el paisaje magnífico. Los hotelitos—había que llamarlos así, para no disgustar a doña Manuela—, ocupando la suave pendiente de una colina yerma, eran un magnífico mirador, desde el cual se abarcaba la vega con todas sus esplendideces.

Al frente, Burjasot, prolongada línea de tejados con su campanario puntiagudo como una lanza; más allá, sobre la obscura masa de pinos, Valencia achicada, liliputiense, cual una ciudad de muñecas, toda erizada de finas torres y campanarios airosos como minaretes moriscos; y en último término, en el límite del horizonte, entre el verde de la vega y el azul del cielo, el puerto, como un bosque de invierno, marcando en la atmósfera pura y diáfana la aglomeración de los mástiles de sus buques.

El día era hermoso; un verdadero domingo de Pascua. La primavera enardecía la sangre, y la ciudad entera, solemnizando la vuelta del buen tiempo, lanzábase al campo, levantando en él un rumor de avispero.

Los convidados de doña Manuela veían a poca distancia los famosos Silos de Burjasot, gigantesca plataforma de piedra, cuadrada meseta agujereada a trechos por la boca de los profundos depósitos y en la cual hormigueaba un enjambre alegre y ruidoso: corros en que sonaban guitarras, acordeones y castañuelas acompañando alborozados bailes; grupos de gente formal entregada sin rubor a los juegos de la infancia; docenas de muchachos ocupados en dar vuelo a sus cometas con grotescos figurones pintados, que al remontarse moviendo los inquietos rabos hacían el efecto de parches aplicados al azul cutis del infinito y daban al paisaje un aspecto chinesco de abanico o de pañolón de Manila.

En casa de doña Manuela, las señoras, despojadas de sus sombreros y mantillas, y los hombres fumando con la confianza del que está en su propio domicilio, contemplaban desde los balcones la alegría popular.

Bastábales volver un poco la cabeza, y su vista caía sobre la inmensa vega, silenciosa y esplendente, con sus tonos verdes de infinitos matices, que deslumbraban, abrillantados por el sol de la primavera. Los pueblos y caseríos, compactos y apiñados hasta el punto de parecer de lejos una sola población, matizaban de blanco y amarillo aquel gigantesco tablero de damas, cuyos cuadros geométricos, siendo todos verdes, destacábanse unos de otros por sus diversas tonalidades; a lo lejos, el mar, como una cenefa azul, corríase por todo el horizonte con su lomo erizado de velas puntiagudas como blancas aletas; y volviendo la vista más a la izquierda, los pueblos cercanos: Godella con su obscuro pinar, que avanza como promontorio sombrío en el oleaje verde de la huerta; y por encima de esta barrera, en último término, la sierra de Espadan, irregular, gigantesca, dentellada, mostrando a las horas de sol un suave color de caramelo, surcada por las sombras de hondanadas y barrancos, decreciendo rápidamente antes de llegar al mar, y ostentando en la última de sus protuberancias, en el postrer escalón, el castillo de Sagunto, con sus bastiones irregulares, semejantes a las ondulaciones de una culebra inmóvil y dormida bajo el sol.

La esplendidez del paisaje tenía como embobados a los convidados de doña Manuela, a pesar de ser todos ellos gente poco susceptible de entusiasmarse ante cosas que no fuesen útiles.

–¡Muy hermoso!—exclamaba «la magistrada »—. Yo he vivido en Granada cuando mi difunto estuvo en aquella Audiencia, y su vega no tiene comparación con ésta.

–¡Qué ha de tener!—dijo el señor López el bolsista con expresión doctoral—. Cuando a Fernando VII lo trajeron a los Silos, declaró que esto era el balcón de España.

–Pues figúrese usted—añadió doña Manuela, que enrojecía de satisfacción con estos elogios que alcanzaban a su casa—. Si los Silos son el balcón de España, ¿qué será Villa-Conchita, que está más alta que ellos?

–El balcón de Europa, Manuela, no lo dude usted.

El señor Cuadros, después de soltar esta barbaridad, miró a su mujer, que, como siempre, le admiraba.

Mientras tanto, las niñas de la casa, las de López y «las magistradas» paseaban por el jardincillo con Rafael, que hablaba de su amigo Roberto, a quien estaba esperando.

Andresito, cariacontecido y triste, seguía en un extremo del gran balcón, alejado de las personas graves. Sabía de buena tinta que la traviesa Amparito había tronado con el artillero; consideraba además como de muy buen signo que doña Manuela hubiese invitado a su familia, desechando la anterior frialdad; pero a pesar de esto, el bebé le había recibido con una sonrisa maligna, burlona, y antes de que hablara, se agarró del brazo de sus amigas, dejándole con la palabra en la boca. Y allí estaba él, plantado en el balcón, paciente y resignado, como si su destino fuese aguantar desdenes de aquella a quien había maldecido e insultado en toda clase de metros. Para ocultar su despecho, fingía contemplar atentamente el risueño panorama con sus ojos turbios. Poco le faltaba para llorar, y queriendo ocultar su emoción, murmuraba con expresión pedantesca:

–¡Qué espectáculo! Esto es una sinfonía de colores, una verdadera sinfonía.

¡Sinfonía de colores! Una frasecilla que había pescado en una de esas críticas que hablan del «colorido» y el «dibujo» de la música y la «armonía » y los «acordes» de la pintura.

El joven repetía con obstinación su frase, como el que, acostado, masculla sin cesar la misma oración para aturdirse y coger el sueño; y poco a poco, como hipnotizado por la brillantez del paisaje, fue sumiéndose en un limbo de quietud contemplativa.

Y ahora ¡vive Dios! iba adquiriendo realidad la dichosa sinfonía de colores; ya no era una frase huera y sin sentido, porque todo parecía cantar, la vega y el Mediterráneo, los montes y el cielo. ¡Qué delicioso era el anonadamiento del poetilla, apoyado en la balaustrada, sintiendo en su rostro el fresco viento que tantas cabriolas hacía dar a las cometas de papel…! Allí estaba la sinfonía, una verdadera pieza clásica con su tema fundamental… y él percibía con los ojos el misterioso canto, como si la mirada y el oído hubiesen trocado sus maravillosas funciones.

Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran las manchas verdes de los cercanos jardincillos, las rojas aglomeraciones de tejados, las blancas paredes, todas las pinceladas de color sueltas y sin armonizar por hallarse próximas. Y tras esta fugaz introducción, comenzaba la sinfonía, brillante, atronadora.

El cabrilleo de las temblonas aguas de las acequias, heridas por la luz, era el trino dulce y tímido de los violines melancólicos; los campos de verde apagado, sonaban para el visionario joven como tiernos suspiros de los clarinetes, «las mujeres amadas», como les llamaba Berlioz; los inquietos cañares con su entonación amarillenta y los frescos campos de hortalizas, claros y brillantes como lagos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto como apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases del violoncelo; y en el fondo, la inmensa faja de mar, con su tono azul esfumado, semejaba la nota prolongada del metal que, a la sordina, lanzaba un lamento interminable.

Andresito se afirmaba cada vez más en la realidad de su visión. No eran ilusiones. El paisaje entonaba una sinfonía clásica, en la que el tema se repetía hasta lo infinito. Y este tema era la eterna nota verde, que tan pronto se abría y ensanchaba, tomando un tinte blanquecino, como se condensaba y obscurecía hasta convertirse en azul violáceo. Como en la orquesta salta el pasaje fundamental de atril en atril para ser repetido por todos los instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en la sinfonía del paisaje, subía o bajaba con diversa intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los gemidos de los instrumentos de cuerda, tendíase sobre los campos voluptuoso y dulzón como los arrullos de los instrumentos de madera, se extendía azulándose sobre el mar con la prolongación indefinida de un acorde arrastrado del metal, y así como el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol, arrojando a puñados su luz, matizaba el panorama, haciendo resaltar unas partes con la brillantez del oro y envolviendo otras en dulce penumbra.

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Litres'teki yayın tarihi:
07 aralık 2018
Hacim:
340 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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