Kitabı oku: «Arroz y tartana», sayfa 14
Las dos mujeres, ya que no pudieron abrazarse en su rapto de enternecimiento, por hallarse en el balcón, se estrecharon conmovidas las manos, y así estuvieron largo rato, hasta que vinieron a sacarlas de su triste arrobamiento los gritos de las jóvenes que ocupaban el balcón, inmediato.
–¡La procesión! ¡Ya está ahí la procesión! A este grito, las señoras mayores abandonaron las butacas de la sala, para apelotonarse en los balcones, teniendo a sus espaldas a los caballeros, que de vez en cuando se alzaban sobre las puntas de los pies para ver mejor.
En el extremo de la plaza aparecieron las banderolas con las rojas barras de Aragón, y sonaron dulzainas pausada y majestuosamente, tañendo las melancólicas danzas del tiempo de los moriscos. Detrás iban los enanos, con sus enormes cabezas de cartón, que miraban a los balcones con los ojos mortecinos y sin brillo. Y entre el repique de las castañuelas y redoble de los atabales, avanzaban las cuatro parejas de gigantes, enormes mamarrachos cuyos peinados llegaban a los primeros pisos y que danzaban dando vueltas, hinchándose sus faldas como un colosal paracaídas.
Entraron en la plaza las banderas de los gremios, llevando en su remate la imagen del santo patrón del oficio; y era de ver el entusiasmo con que aplaudía el público los prodigios de equilibrio de los portadores sosteniéndolas enhiestas sobre la palma de la mano, moviéndolas a compás del redoble de los enormes y viejos tambores que hacían sonar los toques de los tercios obreros en la guerra de las Germanías.
Después comenzó la parte monótona de la procesión. Un desfile de más de cien imágenes con sus correspondientes cofradías y asilos; más de un millar de cabezas que pasaban por debajo de los balcones con la raya partida y el pelo aceitoso o rizado. Al compás de los valses o marchas fúnebres que entonaban las bandas, contoneábanse los devotos cirio en mano; y el desfile de santos continuaba, lento, monótono, aplastante: unos, desnudos, con las carnes ensangrentadas y sin otra defensa del pudor que unas ligeras enagüillas; otros, vestidos con pesados ropajes de pedrería y oro. Pasaban los mártires con el rostro contraído por un gesto de fiero dolor, los místicos con los brazos extendidos y los ojos velados por el éxtasis de la felicidad; y tan pronto aparecía un santo con dorada mitra o rizada sobrepelliz, como lucía otro sobre su cabeza el acerado casco de guerrero.
La multitud se arremolinó, movida por el regocijo, y exclamaciones de alegre curiosidad salieron de muchas bocas. Desfilaba la parte grotesca de la procesión, conservada por el espíritu tradicional como recuerdo de las épocas más religiosas de nuestra historia, que unían siempre el regocijo a la devoción.
En larga fila, contestando a las cuchufletas y carcajadas del gentío con burlescos saludos, aparecían las figuras más salientes del gran poema bíblico. David, con corona de latón, barba de crin y el floreado manto barriendo los adoquines, avanzaba pulsando los bramantes de su arpa de madera; Noé, encorvado como un arco, apoyado convulsivamente en su bastoncillo, enseñaba el palomo que llevaba en su diestra a aquella muchedumbre que reía locamente ante esta caricatura de la vejez; detrás venía Josué, un mozo de cordel vestido de centurión romano, apuntando con una espada enmohecida a un sol de hoja de lata y caminando a grandes zancadas como un pájaro raro; y cerraban el desfile las heroínas bíblicas, las mujeres fuertes del Antiguo Testamento, que salvaban al pueblo de Dios cortando cabezas o perforando sienes con un clavo, representadas todas ellas por mancebos barbilampiños, embadurnadas las mejillas con albayalde y bermellón y vestidos con trajes de odaliscas. Su paso producía escándalo. Las mujeres sonreían, y no faltaban chuscos que requebraban a aquellos mamarrachos, como si realmente fuesen jóvenes disfrazadas.
Después venía la parte seria e interesante de la procesión, y el alboroto del gentío cesó instantáneamente.
Desfilaban los cleros parroquiales con sus áureas cruces; los seminaristas con la frente baja y los ojos en el suelo, cruzadas las manos sobre el pecho; y en toda la extensión de la plaza, a la luz de los cirios, que brillaban con más fuerza en el crepúsculo, veíanse dos filas interminables de deslumbrante blancura, compuestas por los rizados roquetes y las albas de ricas blondas. Entre esta oleada de blanca espuma, pasaban llevadas en andas las reliquias en sus ricas urnas, las imágenes de plata con una ventana en el pecho, tras cuyo vidrio marcábase confusamente el cráneo del bienaventurado.
Luego volvía a reanudarse la parte teatral de la solemnidad. Todas las extraordinarias visiones del soñador de Patmos, cuantas alucionaciones había consignado el evangelista Juan en su Apocalipsis, pasaban ante el gentío, sin que es Le, después de contemplarlas tantos años, adivinase su significación. Desfilaban los veinticuatro ancianos con albas vestiduras y blancas barbas, sosteniendo enormes blandones que chisporroteaban como hogueras, escupiendo sobre el adoquinado un chaparrón de ardiente cera; seguíanles las doradas águilas, enormes como los cóndores de los Andes, moviendo inquietas sus alas de cartón y talco, conducidas por jayanes que, ocultos en su gigantesco vientre, sólo mostraban los pies calzados con zapatos rojos; y cerraba la marcha el apostolado, todos los compañeros de Jesús, con trajes de ropería, en los que eran más las manchas de cera que las lentejuelas; e intercalados entre ellos, niños con hachas de viento, vestidos como los indios de las óperas, pero con aletas de latón en la espalda, para certificar que representaban a los ángeles.
La procesión estaba ya en su última parte. Desfilaban los invitados, una avalancha de cabezas calvas o peinadas con exceso de cosmético, una corriente incesante de pecheras combadas y brillantes como corazas, de negros fracs, de condecoraciones anónimas y de un brillo escandaloso, de uniformes de todos los colores y hechuras, desde la casaca y el espadín de nácar del siglo pasado hasta el traje de gala de los oficiales de marina. Los papanatas asombrábanse ante las casacas blancas y las cruces rojas de los caballeros de las órdenes militares, honrados y pacíficos señores, panzudos los más de ellos, que hacían pensar en el aprieto en que se verían si por un misterioso retroceso de los tiempos tuvieran que montar a caballo para combatir a la morisma infiel.
La muchedumbre permanecía embobada. El aparato religioso, las imágenes de plata, los cleros entonando sus himnos a voces solas, las interminables cofradías, no la habían impresionado tanto como este continuo desfile de grandezas humanas; y sus ojos se iban deslumbrados tras las fajas de los generales, las placas que centelleaban como soles, los bordados de caprichoso arabesco, las empuñaduras cinceladas y brillantes y las bandas de moaré que cruzaban los pechos como un arroyo ondeante de colorines.
Arriba, en los balcones, la curiosidad señalaba con el dedo a los personajes conocidos que se mostraban a la luz de los cirios, y las cabezas erguidas de algunos invitados cruzaban saludos con las señoras, sin perder por esto el gesto de gravedad propio de las circunstancias.
Acercábase el epílogo de la procesión. Sonaba a lo lejos la grave melopea de la marcha solemne y religiosa que entonaba la banda militar. Las cornetas de los regimientos formados en la carrera batían marcha; y mientras los soldados requerían su fusil para inclinarse al paso del Sacramento, la muchedumbre agitábase para ganar un palmo de terreno donde hincar las rodillas.
Estallaban luces de colores, y a su resplandor, tan pronto blanco como rojo, veíanse a lo lejos, terminando la doble fila de cirios, los sacerdotes con capas de oro, manejando los incensarios, con un continuo choque de cadenillas de plata, en el fondo de una nube de azulado y oloroso humo; sobre ella, agitándose dorado y tembloroso entre sus deslumbrantes varas, el palio, que avanzaba lentamente, y bajo la movible tienda de seda, como un sol asomando entre nubes de perfumes, la deslumbrante custodia, que hacía bajar las cabezas, como si nadie pudiera resistir la fuerza de su brillo.
El poético aparato del culto católico imponíase a la muchedumbre con toda su fuerza sugestiva. Las mujeres llevábanse las manos a los ojos, humedecidos sin saber por qué, y las viejas golpeábanse con furia el pecho, entre suspiros de agonizante, lanzando un «¡Señor, Dios mío!» que hacía volver con inquietud la cabeza a los más próximos.
Caía de los balcones una lluvia de pétalos de rosa, volaba el talco como nube de vidrio molido, estallaban luces de colores en todas las esquinas, y entre el perfume del incienso, el agudo reclamo de las cornetas, la grave lamentación de la música, la melancólica salmodia de los sacerdotes y el infantil balbuceo de las campanillas de plata, avanzaba el palio abrumado por la lluvia de flores, iluminado por el resplandor de incendio de las bengalas; y el sol de oro, mostrándose en medio de tal aparato, enloquecía a la muchedumbre levantina, pronta siempre a entusiasmarse por todo lo que deslumbra, e inconscientemente, lanzando un rugido de asombro, empujábanse unos a otros, como si quisieran coger con sus manos el áureo y sagrado astro, y los soldados que guardaban el palio tenían que empujar rudamente con sus culatas para conservar libre el paso.
«Aquello entusiasmaba, abría el corazón a la esperanza»; y por esto el señor Cuadros, que desde que era tan afortunado en la Bolsa se permitía tener ideas conservadoras, murmuró como un oráculo:
–¡Y aún dicen que no hay fe! Por fortuna, la religión de nuestros padres vive y vivirá siempre. Aquí quisiera ver yo a los impíos. La religión es lo único que puede contener a toda esa gente de abajo.
Los otros bolsistas aprobaban con movimientos de cabeza, y su esposa le miró con asombro y escándalo al mismo tiempo. Sin duda pensaba en Clarita, no pudiendo comprender cómo faltaba a sus deberes un hombre que decía cosas tan sensatas y dignas de respeto.
Tras el palio, la gente admiraba un nuevo grupo de capas de oro, sobre las cuales sobresalía la puntiaguda mitra y el brillante báculo. Después, ajustando sus pasos al compás de la marcha musical, desfilaban los rojos fajines y los portacirios de plata de los concejales; y por fin, con un tránsito obscuro de la luz a la sombra, pasaba la negra masa de la tropa, en la cual los instrumentos de música lanzaban amortiguados destellos y los filos de las bayonetas y los sables brillaban como hilillos de luz.
Cuando ya la procesión había salido de la plaza y la escolta de caballería conmovía el adoquinado con su sordo pataleo, los señores de Cuadros y sus amigos abandonaron los balcones, entrando en el salón, profusamente iluminado.
Las burguesas de exuberantes carnes y respiración angustiosa dejábanse caer en los mullidos sillones, fatigadas por tan largo plantón, mientras las niñas correteaban o volvían como distraídas a los balcones, para ver si en la obscura plaza, perfumada de incienso, permanecía aún el grupito de adoradores.
–Pasen ustedes—decía doña Teresa rodando en torno de sus amigas, que no se decidían a abandonar los asientos—. Hagan ustedes el favor de seguirme. Vamos al comedor; allí hace más fresco.
Todos adivinaban lo que significaba tal invitación. ¡Oh, no señora; muchas gracias! Ellos no podían permitir tantas molestias. Pero las mamas abandonaron, sus asientos perezosamente, estirándose el arrugado cuerpo del vestido de seda; y seguidas por las niñas, fueron al comedor, donde ya estaban el señor Cuadros y sus amigos.
¡Magnífica sorpresa! Todos los años se repetía, y no había nadie entre los invitados que no la esperase. Pero había que repetir la frase sacramental, las excusas de rúbrica, y mientras todos aseguraban que no tenían sed y preguntaban con enfado a los dueños de la casa por qué se molestaban, la lengua, seca por el calor, parecía pegarse al paladar, y los ojos se iban tras las tazas de filete dorado que contenían el humeante chocolate, las anchas copas azules, sobre las cuales erguían los sorbetes sus torcidas monteras rojas o amarillas, y las maqueadas bandejas cubiertas de dulces. Había que resignarse y no hacer un desaire a los señores de la casa. Y a los pocos minutos ya estaban amigablemente en torno de la mesa, con el mantel cubierto de migajas de bizcocho, las jícaras de chocolate vacías y clavando barquillos en las entrañas de los sorbetes.
Doña Manuela hablaba con el señor Cuadros, Teresa la había colocado junto a su marido, con la esperanza de lograr su catequización. Aquella señora, que tanto sabía y tan grande experiencia había adquirido en las miserias matrimoniales, era su única esperanza.
La viuda hablaba con su antiguo dependiente, sonriendo. ¡Cómo había cambiado aquel hombre! Doña Manuela, experta conocedora, notaba en él cierto atrevimiento, como el muchacho que se emancipa de la autoridad maternal y se lanza en plena vida de locuras.
La viuda, siempre sonriente, se asombraba de sus frases de doble sentido, de los guiños picarescos con que acompañaba sus palabras, y hasta le parecía ¡oh poder de la ilusión! que había en su persona un perfume extraño que comenzaba a crispar los nervios de doña Manuela, algo del ambiente de aquella mala piel de la calle del Puerto, que el protector se había traído sin duda a su hogar honrado.
Mientras tanto, Teresa, sin dejar de atender a los convidados y de abrumarles con obsequios, no quitaba los ojos de su marido y de la bondadosa amiga. Doña Manuela experimentaba una profunda conmiseración cada vez que se fijaba en la pobre esposa. ¡Bueno estaba su marido para intentar conversiones! El señor Cuadros era un hombre perdido para siempre, un hambriento que había gustado el fruto prohibido, tras muchos años de vida obscura y laboriosa, sin saber lo que era juventud y trabajando como una bestia de carga. Antes moriría que hallarse saciado. Nada podría adelantar su esposa alejándolo de Clarita. Los calaveras cincuentones resultan terribles por su candidez, y aunque los aíslen, son capaces de enamorarse de la criada de la casa.
Doña Manuela afirmábase aún más en esto al notar lo que ocurría en torno de ella. ¿De quién era aquel pie que debajo de la mesa pisaba el suyo? ¿Qué rodilla era la que tan audazmente acariciaba su falda de seda? Del señor Cuadros, de aquel honrado padre de familia que contestaba a sus palabras con melosos gestos y parecía medirla de arriba abajo con sus ojos encandilados.
¡Pobre Teresa! Tal vez se imaginaba que las palabras de doña Manuela conmovían al descarriado, haciéndole entrar en el camino del arrepentimiento; no adivinaba ni aun remotamente que su marido, por una aberración extraña, en la que entraba por mucho el amor propio, comenzaba a entusiasmarse con la belleza algo marchita de la esposa de su antiguo principal.
La viuda sentíase molestada por tales audacias; agitábase nerviosa en su asiento, pero callaba y seguía sonriendo. Pensaba en que la situación imponía disimulo, y que la amistad del matrimonio Cuadros le era muy necesaria para salvarla en sus apuros de señora en decadencia, acosada por las deudas. Además, el porvenir de su hija, de su Amparito, estaba allí, y la viuda lanzaba una mirada de ansiedad maternal al extremo de la mesa, donde estaba la niña junto a Andresito, recibiendo con gestos de gatita mimosa los dulces y las palabras de su novio.
Tras media hora de sobremesa, se disolvió la reunión. Los hombres iban en busca de sus sombreros y las señoras besuqueábanse al despedirse, murmurando todas el mismo saludo:
–Hasta el año que viene. Que Dios nos conserve a todos la salud, para ver la procesión.
Fueron desfilando todas las familias, y al fin quedaron solas las de Pajares, que esperaban a Juanito o Rafael para que las acompañase a casa.
El señor Cuadros seguía acosando a doña Manuela Ésta se había levantado, huyendo de las audaces intimidades por debajo de la mesa, pero el bolsista la seguía para continuar su conversación. Ahora los dos estaban junto a Teresa, y el marido sólo se permitía frases amables y recuerdos sobre la gran amistad que siempre había unido a las dos familias.
–Los chicos tardarán en venir—dijo don Antonio—. Rafael estará con sus amigos; y en cuanto a Juanito, le atraen obligaciones ineludibles. Me han dicho que ahora tiene novia y está loco por ella. ¡La juventud! ¡Oh, qué gran cosa! Ya conozco yo eso, ¿verdad, Teresa?
Y como si presintiese lo que pensaba su mujer y quisiera apaciguarla de antemano, lanzaba a la obesa señora una mirada de ternura, como un hombre honrado y de costumbres intachables recordando su tranquila luna de miel.
Doña Manuela estaba admirada. Decididamente, la tal Clarita había cambiado a aquel hombre. Era un tuno. Y en vez de indignarse por la crueldad con que mentía e intentaba engañar a su mujer, la viuda comenzaba a encontrarlo simpático, viendo en él como una resurrección de su segundo marido, de aquel doctor calavera al que tanto había amado.
–Si ustedes quieren, las acompañaremos Andresito y yo.
Doña Manuela, animada por un instinto pudoroso, intentó excusarse.
–Sí; Antonio las acompañará—se apresuró a decir Teresa.
Ya la pobre mujer la rogaba con su mirada que aceptase, como si fuese para ella una esperanza que su marido prolongase la conversación con la viuda. ¡Quién sabe cuántas cosas podía decir doña Manuela al marido infiel!
No hubo medio de excusarse. Las de Pajares salieron acompañadas por Andresito y don Antonio, siguiéndolas con su vista ansiosa la crédula Teresa. ¡Dios mío, que se ablandara el corazón de aquel hombre, para que no la martirizase escandalizando a la familia y los amigos!
Abajo, en la cerrada tienda, encontraron a don Eugenio, siempre con la gorrita de seda, el cual acogió con gesto huraño a su antiguo dependiente. Las de Pajares y sus dos acompañantes siguieron por una acera del Mercado. Delante, las dos niñas con Andresito; Concha malhumorada y ceñuda porque en todo el día no había visto al elegante Roberto, y Amparo muy satisfecha de poder lucir un novio, para molestia de su hermana. Detrás, el señor Cuadros dando el brazo a doña Manuela, apretándola intencionadamente el codo sobre su cadera cada vez que soltaba una palabrita atrevida y contoneándose como un invencible conquistador.
Fue algo más que acompañar a las de Pajares lo que hicieron el padre y el hijo. Subieron con ellas, permanecieron de visita más de una hora, cantó Amparito para obsequiar a su futuro suegro, y cuando salieron a la calle, el padre y el hijo marchaban como compañeros unidos fraternalmente por una común empresa.
Sólo habían transcurrido algunos meses, pero estaban ya lejanos para Cuadros aquellos tiempos en que el tendero de costumbres tranquilas y rutinarias se indignaba al saber que su hijo iba a los bailes y le esperaba tras la puerta empuñando fieramente la vara de medir.
IX
A las cuatro de la tarde entraban las de Pajares en el paseo de la Alameda.
Era domingo, y la animación ruidosa y expansiva de los días festivos inundaba la acera izquierda del paseo. El tiempo era hermoso: una tarde de verano, con el cielo limpio de nubes, y en lo más alto, como un jirón de vapor tenue y apenas visible, la luna, esperando pacientemente que le llegase el turno para brillar. Las largas filas de rosales, los macizos de plantas, toda esa jardinería mutilada y corregida por las tijeras del hortelano, reverdecía con el soplo cálido de la tarde y se cubría de flores, uniendo sus simples perfumes a la estela de esencias que dejaban las señoras tras su paso.
Por el arroyo central daban vueltas y más vueltas, como arcaduces de noria, los carruajes alineados en interminable rosario. Las torres de los guardas erguían sus caperuzas de barnizadas tejas por encima de los árboles, y a los dos extremos del paseo, empequeñecidas por la distancia, destacábanse sobre el verde fondo las monumentales fuentes con sus figuras mitológicas ligeras de ropa. Era la hora en que el paseo adquiría su aspecto más brillante. A todo galope de los briosos caballos bajaban carretelas y berlinas, y por las aceras del paseo desfilaban lentamente, con paso de procesión, las familias endomingadas. Los verdes bancos no tenían ni un asiento libre. Un zumbido de avispero sonaba en el paseo, tan silencioso y desierto por las mañanas, y algunas familias ingenuas conversaban a gritos, provocando la sonrisa compasiva de los que pasaban con la mano en la flamante chistera, saludando con rígidos sombrerazos a cuantas cabezas asomaban por las ventanillas de los carruajes.
Lo que atraía la atención de todos era el desfile incesante de coches, símbolos de felicidad y bienestar en un país donde el afán de enriquecerse no tiene más deseo que no ir a pie como los demás mortales.
Piafaban los caballos con la boca llena de espuma, esparciendo en torno el pajizo olor de las cuadras, y de vez en cuando un relincho contagiaba a toda la línea de brutos briosos, que parecían contestar con nerviosos pataleos a este llamamiento de libertad. Los cocheros, enfundados en sus blancos levitones, exhibían desde lo alto de los pescantes, sus caras afeitadas y carrilludas de cómicos obesos o párrocos bien conservados, y miraban con cierto desprecio a toda aquella muchedumbre que les obligaba a pasar unas cuantas horas de tedio. En la larga fila de vehículos estaba el antiguo faetón, balanceándose sobre sus muelles como una enorme caja fúnebre y encerrando en su acolchado interior toda una familia, incluso la nodriza; la ligera berlina, con sus ruedas rojas o amarillas; la carretela, como una góndola, meciéndose a la menor desigualdad del suelo, y la galerita indígena, transformación elegante de la tartana y símbolo de la pequeña burguesía, que, detenida en mitad de su metamorfosis social, tiene un pie en el pueblo, de donde procede, y otro en la aristocracia, hacia donde va.
Parecía existir una barrera invisible e infranqueable entre la gente que paseaba a pie y aquellas cabezas que asomaban a las ventanillas, contrayéndose con una sonrisa siempre igual cuando recibían el saludo de las personas conocidas. Grupos de jinetes mezclados con jóvenes oficiales de caballería caracoleaban por entre los carruajes, tendiéndose algunas veces sobre el cuello de sus cabalgaduras para hablar al través de una portezuela. Las de Pajares contemplaban con nostalgia de desterradas el paso de los carruajes. ¡Gran Dios, qué tarde! ¡Se acordarían de ella toda la vida! Era la primera vez que iban a pie a la Alameda. Las niñas, a pesar de sus elegantes trajes, creían que todos se fijaban en ellas para sonreír compasivamente, y doña Manuela marchaba erguida, con altivez dolorosa, poco más o menos como Napoleón en Santa Elena después de la denota. La viuda presentía su ruina. Ya no eran las deudas y los apuros pecuniarios las amarguras de la vida; ahora, la fatalidad, según ella decía, complacíase en agobiarla con nuevos golpes, quitando a la familia los escasos medios que la restaban para sostener su prestigio.
Aquella mañana había sido de prueba para las de Pajares. Nelet el cochero subió muy alarmado a dar cuenta a sus señoras de que el caballo estaba enfermo. El suceso no era para tomarlo a risa. No se trataba de un cólico vulgar, y la pobre bestia, sostenedora inconsciente del prestigio de la familia, revolcábase abajo, en la obscura y húmeda cuadra, quedando panza arriba y con las patas agitadas por un temblor convulsivo. La situación fue ridícula y conmovedora. Tantos años de servicios habían establecido cierto afecto entre las señoras y la brava bestia, que era considerada casi como de la familia. Doña Manuela, recogiéndose la cola de su bata teatral, bajó a la cuadra, no pasando de la puerta por miedo al caballo, que se revolcaba furioso.
Llamaron al mejor veterinario de la ciudad; pero el caballo no mejoraba, y por la tarde desvaneciéronse las ilusiones que tenían las niñas de pasear en carruaje. Casi adquirieron la certeza de que el pobre caballo no saldría de la enfermedad. ¿Qué iban a hacer ellas cuando se vieran confundidas entre las cursis que paseaban a pie por la Alameda? ¿Qué dirían las amigas al ver que transcurría el tiempo y la hermosa galerita, de que tan orgullosas estaban, permanecía arrinconada en la cochera? Porque las dos, aunque su mamá, por no entristecerlas, las ocultaba el estado de la casa, tenían pleno conocimiento de los apuros de la familia y estaban seguras de la imposibilidad de reemplazar el viejo pero brioso caballo por otro que valiese tanto como él.
Después de comer, la madre y las hijas sentáronse en el salón, y allí permanecieron más de una hora, silenciosas, hurañas y malhumoradas. El día era magnífico; pero no, no saldrían: primero monjas que el mundo se enterase de su decadencia, de sus privaciones tan hábilmente ocultadas.
Pero las tres no podían resignarse a pasar un día dentro de casa. Además, por los balcones entraba el sol y soplaba un aire cargado de perfume irritante del verano. Pensaban involuntariamente en los verdes campos, en el paseo exuberante de gentío, en el placer de andar lentamente bajo las ladeadas sombrillas, viendo caras nuevas y contestando al saludo de los amigos; y por fin, la madre y las hijas no pudieron resistir más y comenzaron a vestirse.
–No hay que ser tan escrupulosas—dijo doña Manuela—. Todos nos conocen, y porque un día nos vean salir a pie no van a imaginarse que nos falta el carruaje. Vamos, niñas, ¡a paseo!
Y salieron de casa con el propósito de ir a cualquier parte menos a la Alameda. Pero el paseo las atraía; no sabían adonde ir, y al fin, insensiblemente, sin ponerse de acuerdo, encamináronse allá.
¡Qué tardecita pasaron las de Pajares! Exteriormente fueron las de siempre; las niñas contestaron con mohines graciosos a los saludos de los amigos, y la mamá, altiva y majestuosa, cobijándolo todo con su mirada de protección. Pero en su interior ¡cuántos tormentos! Si alguna amiga las saludaba desde su carruaje con expresión cariñosa, las tres creían adivinar cierto asomo de lástima, y enrojecían bajo la capa de blanquete que cubría sus mejillas. Si una persona conocida se detenía a saludarlas, ellas, a tuertas o a derechas, y muchas veces las tres a un tiempo, se apresuraban a decir que habían salido a pie en vista de la hermosura de la tarde; y seguían mirando con nostalgia y despecho la larga fila de carruajes, experimentando la misma impresión de nuestros bíblicos padres ante las puertas del Paraíso cerradas para siempre.
Después, ¡qué recuerdos tan penosos! A las tres las obsesionaba la enfermedad del caballo, como si éste fuese de la familia. Estaban arrepentidas de haber salido de casa; sentían la falsa esperanza de los que se interesan por un enfermo y creen que permaneciendo a su lado aceleran la curación. Saludaban a derecha y a izquierda; deteníanse a estrechar manos, cambiando palabras sobre el tiempo o sobre los trajes que más lucían en el paseo; pero sus miradas iban inconscientemente a detenerse en aquellos caballos que pasaban a pocos pasos de ellas; y en todos, bien fuese por el color, por la cabeza o por la grupa, encontraban cierto parecido con el otro que ocupaba su memoria.
Tuvieron en aquella tarde encuentros muy penosos. Andresito, el hijo de Cuadros, pasó por entre las dos filas de carruajes montando el enorme caballote que le había comprado su padre. Buscaba a la novia para ir escoltándola, luciendo sus habilidades hípicas en torno de su carruaje. El gesto de inocente sorpresa que hizo al verlas a pie, confundidas entre la cursilería dominguera, fue una verdadera puñalada para las tres mujeres.
Todo hería su susceptibilidad. Roberto del Campo, que iba con algunos amigos, las saludó con la más seductora de sus sonrisas; pero ellas creyeron distinguir en sus labios una irónica expresión. Indudablemente, aquel trasto de Rafaelito había relatado a Roberto lo del caballo. Estaban seguras de que todo el paseo conocía el desagradable suceso, adivinando lo que vendría después. Y cegadas por la vanidad herida, recordando sin duda las burlas que ellas habían dirigido a otras familias, turbábanse por momentos, creyendo ver miles de ojos rijos en ellas y que las señoras desde los carruajes las sonreían desdeñosamente, como si fuesen criadas disfrazadas. Hasta llegaron a pensar con escalofríos de terror si a sus espaldas las señalarían irrisoriamente con el dedo. Y siempre el maldito caballo ocupando su pensamiento, viéndolo con los ojos de la imaginación tal como estaba en su cuadra al salir ellas de paseo, panza arriba, estirando convulsivamente las patas. Las tres llevaban dentro de sí, como implacable enemigo, su propio pensamiento, que las hacía ver la burla y la lástima en todas partes, y hasta creyeron algunas veces que personas conocidas fingían distracción por no saludarlas.
–Vámonos, niñas—dijo la mamá con una expresión en que vibraban el dolor y la cólera—; vamos a casa a ver cómo está «aquello». Hoy el paseo está muy cursi.
Las niñas apoyaron a la mamá con gesto de aprobación. Era verdad, muy cursi; y las tres emprendieron una retirada desastrosa, anonadadas, vencidas, como si acabasen de sostener una batalla con la consideración pública, quedando derrotadas y maltrechas. Al subir la rampa del puente del Real tuvieron que apartarse del borde de la acera, limpiándose con los pañuelos de blonda el polvo que levantaban las ruedas de un carruajillo descubierto que corría con velocidad insolente, arrollándolo todo.
Era la última sorpresa. El señor Cuadros, tirando de las riendas para refrenar su veloz caballo y agitando el látigo, las saludaba desde lo alto de aquella cáscara de nuez montada sobre ruedas.
A su lado iba Teresa, desbordando sus carnes blanduchas sobre el banquillo de terciopelo azul, moviendo con cierta incomodidad su cabeza, como si le molestase la capota, recargada de rosas y follaje, regalo de su marido.
–Hasta la noche.... Adiós, niñas. Esta noche iré a ver a ustedes.
Y Teresa enviaba una sonrisa sin expresión a su antigua señora, como suplicando que no abandonase la tarea de catequizar a su esposo.
¡Buena estaba doña Manuela para tales indicaciones! Sabía lo que significaban las asiduas visitas, unas veces por la tarde y otras por la noche, que la hacía aquel cincuentón; pero no pensaba ahora en eso. El encuentro había acabado de trastornarla. Sus antiguos criados en carruaje, ensuciándola con el polvo de las ruedas, y ella, la hija de un millonario, la viuda del doctor Pajares, a pie y humillada por unas gentes a las que siempre había tratado con cierto desprecio. Jamás había imaginado que pudiera ocurrir aquello. Agobiada por las deudas, esperaba la caída, pero no tan honda y lastimosa para su dignidad.