Kitabı oku: «Arroz y tartana», sayfa 2
En el escaparate central estaba la muestra de la casa, lo que había hecho famoso al establecimiento: un maniquí vestido de labradora, con tres rosas en la mano, que al través del vidrio, mirando a los transeúntes con ojos cristalinos, les enviaba la sonrisa de su rostro de cera, punteado por las huellas de cien generaciones de moscas.
Doña Manuela entró en la tienda. El mismo aspecto de otros tiempos, aunque con cierto aire de restaurada frescura. La anaquelería, de madera vieja, atestada de cajas; sobre el mostrador telas y más telas extendidas sin compasión hasta barrer el suelo; dependientes con el pelo aceitoso y las brillantes tijeras asomando por la abertura del bolsillo, y mujeres discutiendo con ellos, como si estuvieran en el centro del Mercado, abrumándolos con irritantes exigencias.
–Voy al momento, Manuela. Siéntese usted.
El que así hablaba era un hombre fornido, de áspero bigote, estrecha frente, pelo hirsuto y fuerte, rebelde a peines y cepillos, con las puntas hacia adelante, y quijada brutal, que se disimulaba un tanto bajo una sonrisa bondadosa. Estaba ocupado en vender un tapabocas a dos mujeres que llevaban de las manos a un chiquillo barrigudo, y era de admirar la paciencia con que aquel hombre, siempre sonriendo, sufría a las feroces compradoras, que por seis reales regateaban durante ¿media hora.
Doña Manuela atendía con interés las palabras de los compradores y no volvió la cabeza para ver quién abría la puertecilla de la garita—a la que pomposamente llamaban despacho—y saltaba velozmente el mostrador.
–Siéntese usted, mamá.
Era Juanito quien la hablaba, su hijo mayor, un muchacho nacido en la misma tienda, que seguía agarrado a ella «sin servir para nada», como decía su madre, y sin querer ser otra cosa que comerciante.
Estaba próximo a los treinta años. Era alto, enjuto, desgarbadote y algo cargado de espaldas; la barba espesa y crespa se le comía gran parte del rostro, dándole un aspecto terrorífico de bandido de melodrama; pero no era más que un antifaz, pues examinándolo bien, bajo la máscara de pelo veíase la cara sonrosada e inocente de un ruño, la mirada tímida y la sonrisa bondadosa de esos seres detenidos en la mitad de su crecimiento moral, que aunque mueran viejos son débiles y blandos, faltos de voluntad, incapaces de vivir sin el calor que presta el cariño.
–¡Ah! ¿Eres tú, Juanito…?—dijo doña Manuela—. ¿Qué hacías?
–Lo de siempre. Estaba trabajando en los libros de la casa, ordenando el trabajo para el próximo inventario de fin de año.
Y Juanito, que hablaba con cierto entusiasmo de sus tareas, y en menos de veinte palabras mezcló varias veces el debe y el haber, viose interrumpido por su principal, don Antonio Cuadros, que tras media hora de regateo acababa de vender el tapabocas para el chicuelo panzudo.
–Pero siéntese usted, Manuela… a menos que quiera usted molestarse subiendo al entresuelo. Teresa se alegrará de verla.
–No, Antonio; otro día vendré con menos prisa: he entrado para esperar a Nelet y continuar las compras.
–Pues entonces bajará ella.... ¡Muchacho, avisa a la señora que está aquí doña Manuela! Un aprendiz lanzóse a la carrera por una puertecilla obscura que se abría en la anaquelería: una de esas gargantas de lobo que dan entrada a pasillos y escaleras estrechas, infectas como intestinos, que sólo se encuentran en las casas donde las necesidades del comercio y la aglomeración de mercancías disputan a las personas el terreno palmo a palmo.
Sentáronse los tres en sillas de lustrosa madera, y doña Manuela, por costumbre, habló de los negocios y de lo malos que estaban los tiempos; eterno tema alrededor del cual giran todas las conversaciones de una tienda. Don Antonio sacaba a luz todo un arsenal de afirmaciones que, a fuerza de repetidas, habían pasado a ser lugares comunes. Mal iba todo, y la culpa la tenía el gobierno, un puñado de ladrones que no se preocupaban de la suerte del país. En otros tiempos se vendía bien el vino, tenían dinero los del arroz, y el comercio daba gusto.... ¡Santo cielo! ¡Pensar el paño negro y fino que él había vendido a la gente de la Ribera, las mantas que despachaba, los mantones y pañuelos que se habían empaquetado sobre aquel mostrador…! ¡Y todos pagaban en oro…! Pero ahora, ¡las cosechas no tenían salida, no había dinero, el comercio iba de mal en peor y las quiebras eran frecuentes! Él aún iba tirando; pero sí la «cosa» continuaba de tal modo, acabaría por cerrar la tienda y morir en el Hospital.
–¡Qué tiempos aquéllos, ¿eh, Manuela? cuando vivía el padre de éste—señalando a Juan—y yo era sólo primer dependiente! Entonces, aunque me esté mal el decirlo, todos los años, al hacer el inventario, quedaban dos o tres mil duritos para guardar. ¡Oh! Aunque me esté mal el decirlo… usted pilló los buenos tiempos.... ¿No es eso, Manuela?
Pero Manuela se limitaba a callar y a sonreír. Todo aquello, aunque a don Antonio «le estaba mal el decirlo», lo había dicho y repetido cuantas veces hablaba con la viuda de su antiguo principal. Y en cuanto a su muletilla «aunque le estaba mal el decirlo», gozaba el privilegio de poner nerviosa a doña Manuela, que tenía por tonto rematado a su antiguo dependiente.
Abrióse una portezuela del mostrador y entró en la tienda la esposa de don Antonio, una mujer voluminosa, con la obesidad blanducha y el cutis lustroso que produce una vida de encierro e inercia y que le ciaban cierto aire monjil. La bondad extremada hasta la estupidez retratábase en su eterna sonrisa y en la mirada de sus ojos claruchos. Lo más característico en su persona eran los relucientes rizos aplastados por la bandolina, que cubrían su ancha frente como una cortinilla festoneada, y la costumbre de cruzar las manos sobre el vientre, luciendo en los dedos un surtidor de sortijas falsas.
Hubo besos y abrazos sonoros, pero notábase en las dos mujeres cierta desigualdad en el trato, como si entre ambas se interpusiera la ley de castas. La esposa del comerciante era sólo Teresa, mientras que ésta llamaba siempre doña Manuela a la madre de Juanito, y en sus palabras notábase un acento lejano de humilde subordinación. Los años y el frecuente trato no habían podido borrar el recuerdo de la época en que Teresa era criada en aquella tienda y el escándalo de los señores al verla casada con el dependiente principal. Además, Teresa no había ascendido un solo peldaño en la escala de la vanidad; en presencia de doña Manuela revelábase siempre la antigua criada, y aceptaba como una confianza inaudita que la señora la tratase con las mismas consideraciones que a un igual.
–Sí, doña Manuela; Antonio y yo hace tiempo que pensarnos visitarla a usted y a las niñas; ¡pero estamos siempre tan ocupados…! ¡Vaya, vaya…! ¡Qué sorpresa…! ¡Cuánto me alegro de verla!
Y con esto se agotó el repertorio de frases de la buena mujer, que se sentía cohibida en presencia de la señora, hablando poco por temor a decir disparates y atraerse el enojo del esposo, a quien admiraba como modelo de finura y bien decir.
–Y ¿cómo van las compras?—apuntó don Antonio al notar el mutismo de su compañera—. Ésta ha salido por la mañana a hacer la provisión de Pascuas y ha encontrado los precios por las nubes.
–¡Calle usted, Antonio! Diez duros me he dejado en esa plaza, y aún me falta lo más importante. A propósito: cambíenme ustedes este billete de cincuenta pesetas.
Y Juanito, que hasta entonces había permanecido silencioso, contemplando a su madre con la misma expresión de arrobamiento que si fuese un amante, se apresuró a cumplir su deseo, y casi la arrebató el ajado billete que había sacado del limosnero, corriendo después al mostrador.
–¡Cómo la quiere a usted ese chico, Manuela!—dijo el comerciante.
–No puedo quejarme de los hijos. Juanito es muy bueno.... Pero ¿y Rafael? Cada vez estoy más orgullosa de él.... ¡Qué guapo!
–Es el vivo retrato de su padre, el segundo marido de usted.
Estas palabras de Teresa debieron halagar mucho a la señora, pues correspondió a ellas con una sonrisa.
–Pero oiga usted, Manuela: tengo entendido que Rafael le da muchos disgustos.
–Algo hay de eso; pero… ¿qué quiere usted, Antonio? Cosas de la edad. A la juventud hay que dejarla divertirse. Por eso es tan elegante y tiene buenas relaciones.
–Pero no estudia ni hace nada de provecho—dijo el comerciante, con la inflexibilidad de un hombre dedicado al trabajo.
–Ya estudiará; talento le sobra para ser sabio. Su padre fue un tronera y vea usted adonde llegó.
Y doña Manuela dijo esto con el mismo énfasis que si fuese la viuda de un hombre eminentísimo.
Juan había vuelto con el cambio del billete en monedas de plata, y su presencia hizo variar la conversación. Doña Manuela habló de la cena que aquella noche daba en su casa. Las niñas, Rafael y Juanito, unos amigos de aquél… en fin, un buen golpe de gente joven y alegre, que bailaría, cantaría y sabría divertirse sin faltar a la decencia, hasta llegar la hora de la misa del Gallo. También esperaba que fuese Andresito, el hijo de don Antonio, un muchacho paliducho y mimado, vástago único, que cursaba el segundo año de Derecho, hacía versos, y en compañía de Juanito iba muchas veces a casa de doña Manuela, con fines no tan ocultos que ésta no torciese el gesto manifestando disgusto.
Y después de haber nombrado al hijo de la casa, volvía a insistir sobre los amigos de su Rafael, todos gente distinguida, chicos de grandes familias, que asistían a sus reuniones y organizaban fiestas con las que se pasaba alegremente el tiempo.
–Esta época, amigo Antonio, es muy diferente de la nuestra. Ahora, a los veinte años se sabe mucho más y se conoce la vida. Hay que dar a la juventud lo que le pertenece, aunque rabien los rancios como mi hermano o el bueno de don Eugenio. Y a propósito: ¿qué es de don Eugenio?
El hombre por quien preguntaba doña Manuela era el fundador de la tienda de Las Tres Rosas, don Eugenio García, el decano de los comerciantes del Mercado, un viejo que arrastraba cuarenta años en cada pierna, como él decía, y mostrábase orgulloso de no haber usado jamás sombrero, contentándose con la gorrilla de seda, que, según él, era el símbolo de la honradez, la economía y la seriedad del antiguo comercio, rutinario y cachazudo.
La tienda había pasado de sus manos a las del primer marido de doña Manuela, y de éste a su actual dueño; pero don Eugenio no había dejado de vivir un solo día en aquella casa, fuera de la cual no comprendía la existencia.
Como un censo redimible sólo por la muerte, se habían impuesto los dueños de la tienda la obligación de mantener y dar albergue a don Eugenio, el cual, siguiendo sus costumbres independientes de solterón áspero y malhumorado, entraba y salía sin decir una palabra; comía lo que le daban; en los días que hacía buen tiempo paseaba por la Alameda con un par de curas tan viejos como él, y cuando llovía o el viento era fuerte, no salía de la plaza del Mercado e iba de tienda en tienda con su gorra de seda, su capita azul y su bastón muleta, para echar un párrafo con los veteranos del comercio reposado y a la antigua, cuyas excelencias eran el tema obligado de la conversación. Don Antonio sonrió al hacer doña Manuela la pregunta.
–¿Don Eugenio…? No sé dónde estará, pero de seguro que no ha salido del Mercado. En días como éste le gusta presenciar las compras, y pasa horas enteras embobado ante las vendedoras, aunque lo empujen y lo golpeen. Sigue fiel a sus manías; nunca dice adonde va, y eso que, aunque me esté mal el decirlo, aquí se le traía con las mayores consideraciones.
Doña Manuela se levantó al ver en una de las puertas a Nelet, que volvía de casa con la espuerta vacía.
–Buenas tardes. Aún tengo que hacer muchas compras. Adiós, Antonio; un beso, Teresa; y no olviden ustedes que esperamos a Andresito esta noche. Adiós, Juan.
La esposa de Cuadros recibió con satisfacción infantil los dos sonoros besos de doña Manuela, y ella, lo mismo que Juanito, siguieron con amorosa mirada a la gallarda señora en su marcha entre el gentío del Mercado.
Otra vez las compras; pero ahora fuera de la plaza, en la calle del Trench. Allí estaban las gallineras en sus mesas empavesadas de aves muertas colgando del pico, con la cresta desmayada, y cayéndoles como faldones de dorada casaca las rubias mantecas. Las salchicherías exhalaban por sus puertas acre olor de especias, con cortinajes de seca longaniza en los escaparates y filas de jamones tapizando las paredes; las tocinerías tenían el frontis adornado con pabellones de morcilla y la blanca manteca en palanganas de loza, formando puntiagudas pirámides de sorbetes, y los despachos de los atuneros exhibían los aplastados bacalaos que rezuman sal; las tortugas, que colgantes de un garfio patalean furiosas en el espacio, estirando fuera de la concha su cabeza de serpiente; las pintarrajeadas magras del atún fresco, y las ristras de colmillos de pez, amarillentos y puntiagudos, que las madres compran para la dentición de los niños.
Doña Manuela estaba poseída de una embriaguez de compras, e iba de un punto a otro sin cansarse de derramar la plata ni de Henar la espuerta de Nelet, a cuyo fondo iban a parar el fresco solomillo, las ricas morcillas para la pantagruélica olla de Navidad, los legítimos garbanzos del Saúco comprados al choricero extremeño, y otros mil artículos para cuya adquisición era necesario sufrir los empellones y groserías de una muchedumbre famélica que parecía prepararse para las carestías de un largo sitio.
Todavía faltaba lo más importante: el pavo, protagonista de la gastronómica fiesta; y la señora y su cochero, empujados rudamente por la corriente humana, atravesaron una profunda portada semejante a un túnel, viéndose en el Clòt, en la plaza Redonda, que parecía un circo con su doble fila de balcones.
Sobre el rumor del gentío, que encerrado y oprimido en tan estrecho espacio tenía bramidos de amor tempestuoso, destacábase el agudo chillido de la aterrada gallina, el arrullo del palomo, el trompeteo insolente del gallo, matón de roja montera, agresivo y jactancioso, y el monótono y discordante quejido del triste pato, que, vulgar hasta en su muerte, sólo conseguía atraerse la atención de los compradores pobres.
Sobre el suelo, con las patas atadas, recordando tal vez en aquella atmósfera de sofocación y estruendo las tranquilas llanuras de la Mancha o las polvorientas carreteras por donde vinieron siguiendo la caña del conductor, estaban los pavos, con sus pardas túnicas y rojas caperuzas, graves, melancólicos, reflexivos, formando coro como conclave de sesudos cardenales y moviendo filosóficamente su moco inflamado, para lanzar siempre el mismo cloc-cloc-cloc prolongado hasta lo infinito.
Doña Manuela buscó lo más raro y costoso del Mercado: tres pares de perdices, que bailoteaban con descoco dentro de una jaula, mostrando sus polonesas encarnadas. Visanteta las arreglaría para la cena de la noche. Después compró el pavo, un animal enorme que Nelet cogió con cariño casi fraternal, después de tentarle varias veces los muslos con una admiración que estallaba en brutales carcajadas.
¡Fuera de allí! La señora deseaba salir del Clòt, donde la gente se codeaba con la mayor grosería y por dos veces había estado su velo próximo a rasgarse. Ella y Nelet, que marchaban con cuidado para librar al pavo de tropezones, entraron otra vez en el Trench, buscando los postres, la tiendecilla del turronero establecido en un portal.
Allí estaba el de Jijona, con sombrerón de terciopelo, traje de paño negro y el ancho cuello de la camisa sujeto por un broche de plata. Al lado la mujer, con su rostro redondo y sonrosado de manzana y el pelo estirado cruelmente hacia la nuca, cayendo en gruesa trenza por la espalda sobre la pañoleta de vistosos colores. La mesa blanca, de inmaculada pureza, sustentaba, formando columna, las cajitas de áspera película conteniendo el harinoso turrón, los cajones de peladillas y las uvas puntiagudas, hábilmente conservadas, lustrosas y transparentes, como de cera, y con un delicado color de ámbar.
Cuando doña Manuela volvió a entrar en el mercado comenzaba a anochecer y la concurrencia aumentaba por momentos. Todas las bocacalles vomitaban gentío dentro de la plaza, en la que el crepúsculo sembraba a miles los puntos luminosos. Brillaba el gas en las tiendas; las vendedoras importantes encendían sus grandes reverberos de latón, y las pobres huertanas contentábanse con una vela de sebo resguardada por un cucurucho de papel.
–¡Qué bonito…! ¡Mira, Nelet! Y la señora permaneció algunos instantes contemplando el aspecto fantástico de la plaza con tan original iluminación. Una lluvia de estrellas había caído sobre el Mercado. Los empujones de la multitud la volvieron a la realidad.
Fue a salir de la plaza, cuando otra vez la detuvo el escuadrón perseguido de chicuelas vendedoras.
Ahora no corrían. Marchaban al paso, tímidas, anonadadas, haciendo comentarios en voz baja, siguiendo de lejos a una compañera infeliz que, retorciéndose y gritando como una fierecilla en el cepo, era arrastrada por un alguacil.
El mísero rebaño pasó ante doña Manuela con triste chancleteo, y la señora no pudo reprimir un movimiento de repulsión ante aquellas cabelleras greñudas y encrespadas que servían de marco a rostros escuálidos y sucios, en los que la piel tomaba aspecto de corteza.
¡Gran Dios, qué gente! Y doña Manuela, viendo tales fachas, por una extraña relación de pensamientos, sujetó su bolso con las dos manos, como si alguien fuese a robarla.
Después se tentó los bolsillos del gabán, y… ¡justo! ¡No eran falsas sus sospechas! Le habían robado el pañuelo.
Indudablemente habría sido mucho antes, entre la agitación y los empujones del gentío; pero esto no impidió que la señora siguiese con la mirada iracunda el grupo sucio, maloliente y miserable que se alejaba, anonadado por el hambre y la pena, entre el oleaje de alimentos y de general alegría.
Doña Manuela avanzó sus labios en señal de desprecio.
¡Cómo estaba el mundo! No había religión, orden ni autoridad, y… ¡claro! era imposible que una persona decente saliese a la calle sin que la pillería le diera que sentir.
II
En época pasada, aunque no remota, el Mercado de Valencia tenía una leyenda, que corría como válida en todos sus establecimientos, donde jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella.
Al llegar el invierno, aparecía siempre en la plaza algún aragonés viejo llevando a la zaga un muchacho, como bestezuela asustada. Le habían arrancado a la monótona ocupación de cuidar las reses en el monte, y lo conducían a Valencia para «hacer suerte», o más bien, por librar a la familia de una boca insaciable, nunca ahíta de patatas y pan duro.
El flaco macho que los había conducido quedaba en la posada de Las Tres Coronas, esperando tomar la vuelta a las áridas montañas de Teruel; y el padre y el hijo, con los trajes de pana deslustrados en costuras y rodilleras y el pañuelo anudado a las sienes como una estrecha cinta, iban por las tiendas, de puerta en puerta, vergonzosos y encogidos, como si pidiesen limosna, preguntando si necesitaban un criadico.
Cuando el muchacho encontraba acomodo, el padre se despedía de él con un par de besos y cuatro lagrimones, y en seguida iba a por el macho para volver a casa, prometiendo escribir pasados unos meses; pero si en todas las tiendas recibían una negativa y era desechada la oferta del criadico, entonces se realizaba la leyenda inhumana, de cuya veracidad dudaban muchos.
Vagaban padre e hijo, aturdidos por el ruido de la venta, estrujados por los codazos de la muchedumbre, e insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la escalinata de la Lonja, frente a la famosa fachada de los Santos Juanes. La original veleta, el famoso pardalòt, giraba majestuosamente.
–¡Mia, chiquio, qué pájaro…! ¡Cómo se menea…!—decía el padre.
Y cuando el cerril retoño estaba más encantado en la contemplación de una maravilla nunca vista en el lugar, el autor de sus días se escurría entre el gentío, y al volver el muchacho en sí, ya el padre salía montado en el macho por la Puerta de Serranos, con la conciencia satisfecha de haber puesto al chico en el camino de la fortuna.
El muchacho berreaba y corría de un lado a otro llamando a su padre. «¡Otro a quien han engañado!», decían los dependientes desde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando los principios de su carrera, tomase bajo su protección al abandonado y lo metiese en su casa, aunque no le faltase criadico.
La miseria del hogar, la abundancia de hijos, y sobre todo la cándida creencia de que en Valencia estaba la fortuna, justificaban en parte el cruel abandono de los hijos. Ir a Valencia era seguir el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas las conversaciones de los pobres matrimonios aragoneses durante las noches de nieve, junto a los humeantes leños, sonando en sus oídos como el de un paraíso donde las onzas y los duros rodaban por las calles, bastando agacharse para cogerlos.
El que iba allá abajo, se hacía rico; si alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales comerciantes de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel guardando reses y comiéndose los codos de hambre. Los que habían emprendido el viaje para morir en un hospital, vegetar toda la vida como dependientes de corto sueldo o sentar plaza en el ejército de Cuba, ésos no eran tenidos en cuenta.
Al hacer la estadística de los abandonados ante la veleta de San Juan, don Eugenio García, fundador de la tienda de Las Tres Rosas, figuraba en primera línea.
Otros mostrábanse malhumorados y negaban rotundamente cuando se les suponía tal origen; pero él lo ostentaba con cierta satisfacción, como queriendo hacer de ello un título de gloria.
–Nada debo a nadie—exclamaba al regañar a sus dependientes—. A mí nadie me ha protegido. Los míos me dejaron como un perro en medio de esa plaza. Y sin embargo, soy lo que soy. ¡Hubiera querido veros como yo, para que supierais lo que es sufrir!
Y siempre que podía asegurar una docena de veces que nada debía a nadie y comparar su abandono con el de un perro, quedaba tranquilo y satisfecho. Los principios de su carrera habían sido penosos. Aprendiz siempre hambriento, dependiente después en una época en que los mayores sueldos eran de cincuenta «pesos» anuales, a fuerza de economías miserables consiguió emanciparse, y con ayuda de sus antiguos amos, que veían en él un legítimo aragonés capaz de convertir las piedras en dinero, fundó Las Tres Rosas, tiendecilla exigua que en diez años se agrandó hasta ser el establecimiento de ropas más popular de la plaza del Mercado.
Don Eugenio era, sin darse cuenta, el cronista de cuantas modificaciones y adelantos había experimentado aquella plaza, en la que nació a la vida del comercio y debía desarrollarse toda su existencia. Vio cómo una revolución echaba abajo los conventos de la Magdalena y la Merced; cómo un motín quemaba el Mercado Nuevo, que era de madera, y cómo las tiendas, agrandando cada vez más sus puertas, saneando sus interiores, atraían al público con grandes escaparates, y en materia de alumbrado pasaban del aceite al petróleo y de éste al gas.
Al poco tiempo de fundar su establecimiento, cuando aún la primera guerra carlista tenía en suspenso la suerte de la nación, don Eugenio se formó insensiblemente una tertulia junto a su mostrador, sobre el cual, como una antorcha simbólica de la rutina comercial, lucía un enorme velón de cuatro mecheros, fabricado con más de arroba y media de bronce.
Todas las tardes, al anochecer, reuníanse allí los amigos de don Eugenio, la mitad de los cuales vestían sotana y pertenecían al clero de San Juan. A pesar de esto, la tal reunión era casi un club, que en épocas como aquélla tenía su carácter peligroso. Don Eugenio pertenecía a la Milicia Nacional, y aunque tomaba sus bélicas ocupaciones con tibio entusiasmo, no por esto dejaba de preocuparse del honor de la «tercera de Ligeros». Cuando era preciso se calaba el chacó, martirizaba el pecho con el asfixiante correaje, y servía a la nación y a la libertad, yendo a pasar la noche en el Principal, donde comía melones en verano, se calentaba al brasero en invierno, en la santa y pacífica compañía de algunos otros comerciantes del Mercado, que, olvidándose de la marcialidad de su uniforme, pasaban las horas de la guardia hablando de las fábricas de Alcoy o del precio del azúcar y de la seda; todo esto sin perjuicio de faltar a la ordenanza, abandonando el puesto con frecuencia para dar un vistazo a sus casas.
En la tertulia de don Eugenio se hablaba de Martínez de la Rosa y de su malogrado Estatuto; había quien audazmente elogiaba a Mendizábal y pedía el restablecimiento de la Constitución del 12; se gastaban bromitas contra los «serviles», sin faltar a la decencia; se comenzaba a decir con expresión respetuosa «don Baldomero» cada vez que se nombraba al general Espartero, y todos callaban para escuchar religiosamente a don Lucas, el beneficiado de San Juan, un cura que el 23 había emigrado a Londres por liberal, y que pronunciaba conmovedores discursos hablando del pobre Riego, a quien comparaba con Bravo, Padilla y Maldonado.
Era, en fin, la tertulia una reunión donde se desahogaba el liberalismo inocente de unos revolucionarios que, en costumbres y preocupaciones, imitaban a sus enemigos, y a pesar de haber sufrido de la dinastía reinante toda clase de desdenes y persecuciones, mostrábanla una fidelidad canina, y siempre era para ellos Fernando VII el rey mal aconsejado, Cristina la augusta señora, e Isabel la inocente niña.
En esta reunión estaban todos los afectos y alegrías de don Eugenio. Al encender por las noches el velón y ver entrar las sotanas y las gorras de sus colegas, experimentaba la misma impresión que si se encontrara rodeado de una cariñosa familia.
De los de allá, de aquellos que le habían abandonado sin lágrimas ni desconsuelo, nunca se acordaba. Sus padres habían muerto, pero ya se encargaron de recordarle la patria y todas sus miserias el enjambre de primos, hermanos y sobrinos que cayeron sobre él tan pronto como circuló por el lugar la nueva de que hacía fortuna y tenía una tienda en el Mercado. Llegaban en grupos, escalonando sus viajes por meses, cual hordas hambrientas que con la mirada querían devorarlo todo. El pariente rico era para ellos una vaca robusta, cuyas ubres inagotables les pertenecían de derecho. No tenía mujer ni hijos; ¿para quién, pues, las fabulosas riquezas que aquellos miserables se imaginaban en poder de don Eugenio? Las demandas eran interminables, no desmayando los pedigüeños ante la aspereza del comerciante, poco inclinado a la generosidad. El invierno había sido duro, las patatas pocas y malas, el macho estaba enfermo, los muchachos descalzos, un pedrisco lo había arrasado todo; y tras estos preámbulos entraban en materia con la petición de veinte duros para pasar el mal tiempo, de una pieza de sarga para vestir a la familia, y otras demandas menos aceptables. Si don Eugenio ponía cara de perro a las peticiones, surgía la protesta en la rapaz parentela que tanto le quería.
–¡Id allá, granujas!—gritaba el comerciante—. ¿Qué os debo yo para que vengáis a saquearme? Nada tengo que agradeceros, como no sea haberme abandonado en medio de esa plaza.
Entonces era de ver la indignación con que tíos y hermanos acogían lo del abandono. ¡Otra que Dios…! ¿Y aún se quejaba? ¿Pus si no le hubiesen abandonado sería él ahora comerciante con tienda abierta? Cuanto más, estaría guardando el ganado de algún rico. A la familia, pues, debía lo que era. Y si la turba de descarados pedigüeños no llegaba a decir que todo cuanto tenía su pariente les pertenecía de derecho, ya se encargaban sus exigencias insolentes y sus rapaces miradas de manifestar que éste era su pensamiento.
Producto de una de estas invasiones de vándalos con pañizuelo y calzón corto fue el entrar como aprendiz en la tienda de Las Tres Rosas un chicuelo, al que don Eugenio le fue tomando insensiblemente cierto afecto, sin duda porque recordando su pasado se contemplaba en él como en un espejo. Era de un pueblo inmediato al suyo; pasaba por pariente, circunstancia poco extraña en un país donde las familias, residiendo siglos y siglos pegadas al mismo terruño, acaban por confundirse, y llamaba la atención por su aire avispado y la ligereza de sus movimientos.
Entró en la tienda hecho una lástima, oliendo todavía a estiércol y a requesón agrio, como si acabase de abandonar el corral de ganado. La vieja criada que administraba el hogar de don Eugenio tuvo que valerse de ungüentos para despoblar de bestias sanguíneas el bosque de cerdas polvorientas que se empinaban sobre el cráneo del muchacho, y concluido el exterminio, el amo lo entregó al brazo secular de los aprendices más antiguos, los cuales, en lo más recóndito del almacén y sin pensar que estaban en enero, con un barreño de agua fría y tres pases de estropajo y jabón blando, dejaron al neófito limpio de mugre de arriba a abajo y con una piel tan frotada que echaba chispas.
Con esto, el mísero zagalillo de las montañas de Teruel se convirtió en un aprendiz listo, aseado y trabajador, que, según las profecías de los dependientes viejos, llegaría a ser algo. A las dos semanas chapurreaba el valenciano de un modo que hacía reír a las labradoras parroquianas de la casa, y sin que la dureza del trabajo disminuyera para él, todos le querían y no sabía a quién atender, pues Melchor por aquí, Melchorico por allí, nunca le dejaban un instante quieto.
Con sus borceguíes lustrosos, una chaqueta vieja del amo arreglada chapuceramente, la cabeza siempre descubierta, con pelos agudos como clavos y las orejas llenas de sabañones en todo tiempo, era Melchorico el aprendiz más gallardo de cuantos asomaban la cabeza a las puertas para llamar a los compradores reacios. Aquel acólito del culto de Mercurio, por su empaque desenfadado atraíase la mala voluntad de los pilluelos de la plaza, enjambre de diablejos que pasaban horas enteras ante la relamida figurilla llamándole ¡churriquio! con irritante tono de mofa, hasta que algún dependiente les amenazaba con la vara de medir.