Kitabı oku: «Arroz y tartana», sayfa 6
En casa de doña Manuela, Roberto era muy bien acogido, especialmente por Conchita. Era un chico que tenía muy buenas relaciones; es verdad que su fortuna era poca, pues gran parte de la herencia de sus padres estaba ya enterrada en los garitos o entre las uñas de los usureros, pero esto no impedía que fuese un partido aceptable para las jóvenes de la clase media, que, colgadas de su brazo, podían entrar en un reducido círculo que ellas se imaginaban como el paraíso de la aristocracia.
Junto a este hermoso ejemplar de la burguesía próximo a la decadencia, Andresito Cuadros, el hijo del dueño de Las Tres Rosas, aparecía empequeñecido y aplastado, con la delgadez amarillenta de un crecimiento rápido y ese aire aviejado de todos los hijos únicos, a quienes las atenciones exageradas de sus padres no dejan robustecerse. Era el hijo del comerciante emancipado del mostrador y dedicado al estudio por la ambición del papá. Docto y pedantuelo, algo engreído con los sobresalientes de su carrera y acostumbrado a hacerse oír en casa como un oráculo, asombrábase de que fuera de ella no le rindieran tributos de admiración, y esto le producía tal cortedad, que muchos le tenían por tonto.
Los recién llegados, después de saludar a la mamá, deseándola felicidades y ensartando los lugares comunes propios del caso, sentáronse cerca de las dos niñas, que se mostraban complacidas y ruborosas.
Rafael voceaba en la puerta del salón para que trajeran pronto el café a sus dos amigos, y Juanito, a falta de mejor ocupación, jugueteaba con la traviesa Miss, cuyos movimientos iban acompañados por el repicante cascabeleo de su pequeño collar.
Don Juan, hundido en su butaca, con la nariz cada vez más roja y el cigarro apagado entre los labios, seguía sonriendo beatíficamente. Su hermana no le abandonaba. Acosábalo con atenciones, y hasta había logrado hacerle tragar una copa de coñac.
Visanteta acababa de servir el café a los dos señoritos recién llegados, cuando la llamó su ama.
–Di a Adela y a Nelet que entren.
Toda la servidumbre de la casa se plantó a estilo de coro de zarzuela ante el sillón de la señora. Entre los tres cruzábanse alegres miradas, sonrisas de satisfacción.
Era la ceremonia anual, el acto de dar los aguinaldos a los criados, por ser el día de la señora. Con majestad teatral, doña Manuela dio un duro a cada uno, más un pañuelo de seda a Visanteta, por lo satisfecha que estaba de su mérito como cocinera. El ceño de la habilidosa muchacha se dilató por primera vez en todo el día, y los tres salieron apresuradamente con la alegría del regalo, oyéndose el ruido de sus empellones y correteos.
Esto obscureció un poco la sonrisa de don Juan. Decididamente, su hermana era una loca, que odiaba el dinero. ¡Mire usted que tirar tres duros tan en tonto! ¿No hubiera quedado lo mismo con tres pesetas?
Pero su digestión de esquimal harto no le permitía indignarse, y escuchó con expresión amable a su hermana, que, inclinada sobre él, apoyándose en su misma butaca, le hablaba mimosamente, como si fuese una niña.
–Hay que seguir las costumbres, Juan; si no, los criados, en vez de respetarla a una, se encargan de desacreditarla. A ti de seguro que no le parece bien dar un duro a cada criado; a mí tampoco, pero hijo mío, la costumbre es la costumbre, y si una hace ciertas economías, la gente cree que va de capa caída, suposición que a nadie gusta. ¿No crees tú lo mismo?
Él lo creía todo, con tal que le dejasen tranquilo en su digestión. Y movió varias veces la cabeza en señal afirmativa.
Doña Manuela se animaba y seguía hablando, No es que ella fuese derrochadora; había tenido su época de apuros, como él sabía muy bien, y conocía el valor de un duro. Pero había que quedar con dignidad, sostener la honra de la casa, ahora que las niñas iban siendo casaderas, y esto, ¡ay, Juanito mío! esto exigía grandes apuros y no menores sacrificios. ¿Qué le pasaba a don Juan? ¿Había parado en seco su digestión? La gozosa sonrisa desaparecía; sus ojos, entornados voluptuosamente, volvían a entreabrirse para lanzar punzantes miradas, y se agitó varias veces en la butaca, como huyendo de ocultos alfileres. ¡Todo sea por Dios! Él también tenía apuros y hacía sacrificios. El mundo es así. Y probó dormirse, como hombre a quien no interesa la conversación.
Pero la hermana no calló. Ella economizaba, privándose de todo para sostener la apariencia de la casa, hasta que las niñas encontrasen «un buen partido»; pero a veces se tropieza con escollos insuperables y no sabe una cómo salir a flote.
–Pero… ¿duermes, Juan? ¿No me escuchas? Un gruñido dio a entender a doña Manuela que su hermano la oía con los ojos cerrados. Esto bastó para que continuase.
Ahora mismo se hallaba en una de esas situaciones difíciles; algunas deudas antiguas las había satisfecho con la paga de Navidad de sus arrendatarios de la huerta, pero necesitaba con urgencia ocho mil reales, pues el invierno exige grandes gastos. Ya que en la familia se habían suavizado antiguas asperezas, a ella tenía que acudir en sus apuros. ¿Y quién era su familia? Su hermano, y nadie más que su hermano. Su Juan, a quien ella siempre había querido tanto, respetando sus sabios consejos.
–Tú no me abandonarás en este apuro, ¿verdad, Juan? Tú me prestarás esa cantidad, y yo te la devolveré a San Juan, cuando cobre los otros arriendos. ¿Quedamos en eso…?
¡Qué habían de quedar! No había más que ver el mal humor con que don Juan salió de su turbada digestión.
–Pero, desgraciada, ¿de dónde quieres que saque yo ocho mil reales? Tú te figuras, por lo menos, que yo apaleo las onzas.
Doña Manuela protestó. Vamos, que ocho mil reales no son una cantidad para arruinar a nadie. Además, ella prometía devolverlos a San Juan; y al ver que su hermano sonreía irónicamente, lo juró con la mano puesta en el exuberante pecho.
–Y si no tienes los ocho mil reales (cosa que dudo), eso no importa, Juanito mío. Con que firmes por mí, salgo de apuros. ¡Adiós digestión! Ahora sí que don Juan salía de la placentera calma, despertando de su amodorramiento.
–Ya has enseñado la oreja. ¡Firmar…! ¡firmar…! ¿Tú crees que una persona como Dios manda pone la firma, porque sí, al primer judío que se presenta? Eso sólo lo hacen las locas como tú, que has firmado más papel que un escribano, y miras con la mayor tranquilidad cómo tu nombre anda por el mundo en pagarés siempre renovados, con condiciones que sólo admiten las personas tramposas y sin crédito.
Y además, ¿qué era aquello de la paga de los arriendos y de devolver los ocho mil reales el día de San Juan? Mentiras y nada más que mentiras.
–Yo lo sé todo, Manuela. No conservas un campo de los que heredaste de papá que no tenga la correspondiente hipoteca. El dinero de tus arrendatarios se va todo en intereses. Si se juntan todos tus acreedores y exigen que les pagues las deudas, más los intereses disparatados que les has reconocido, te verás en medio de la calle, perdiendo hasta la camisa que llevas puesta. ¡Eh…! ¿qué tal? ¿Creías que yo no estaba enterado de tus cosas?
Doña Manuela estaba pálida e inquieta. Era una imprudencia expresarse así a pocos pasos de aquel grupo donde estaban Roberto y Andresito, dos extraños que no podían imaginarse la verdadera situación de la casa. Por fortuna, Concha y Amparo atraían la atención de los dos; además, las niñas, a ruegos de los pollos, iban a hacer un poco de música y canto.
Tal vez el piano amansase a don Juan; pero… ¡quia! éste formaba parte de las fieras, a quienes domina la música, y con gran pesar de su hermana no salía de su indignación.
–¿Para esto me has convidado…? Tú has dicho: «Le daremos bien a comer, procuraremos emborracharlo, y después, cuando esté tierno… ¡el sablazo!» Pues hija, te equivocas. Ni ahora ni nunca conocerás el color de mi dinero. No pienso hacer nada por ti. Cuando murió tu segundo marido me prometiste ser un modelo de economía y prudencia; y yo fui tan tonto, que perdí el tiempo y hasta algún dinero para poner a flote tu fortuna, que hacía agua por todas partes como un barco viejo.... Déjame acabar, Manuela; no me interrumpas. ¿Quieres hacerme creer que aún lo conservas todo libre de trampas, tal como yo te lo entregué? ¡Quia, hija mía! En este siglo no hay milagros, y con quince mil duros de capital no se sostiene un carruaje ni el boato que tú gastas. Lo sé todo; y si no, escucha.
Y don Juan, con gran abundancia de detalles, como hombre versado en los negocios, fue describiendo a su hermana el estado de su fortuna. No tenía un pedazo de tierra libre del peso de una hipoteca; las rentas apenas si daban para los réditos, y hasta la misma casa en que ella vivía era una finca que producía poco, por culpa de su vanidad.
–Cuando al quedar viuda te pusiste en mis manos, vivías en una de las dos habitaciones del piso segundo y tenías alquilado este principal. Un duro diario es una gran cosa, y más en tu situación. Pero tú no podías acostumbrarte a ser señora de muchos escalones, como dices en tu jerga; querías tu salón y tu carruaje, como en los tiempos de loco despilfarro, y con el pretexto de que las niñas crecían y era preciso pollear y mentir, bajaste a este piso, y bajó la renta también aumentando los gastos. Ya que no podías tener un tronco, carretela y berlina, como en otra época, vendiste un campo para comprar la galerita y el caballo y mantener a ese bigardón, hijo de la tía Quica, que os roba la cebada y las algarrobas.... Sé que te fastidia oír todo esto, pero te lo digo para que sepas que no me chupo el dedo ni se me engaña fácilmente.... Nunca me he forjado la ilusión de convertirte. Tú serás siempre la misma Manuela, la loca, la pretenciosa, y morirás cuando gastes el último céntimo. Cada uno nace con su carácter, y tú eres de aquellos a quienes el pobre papá cantaba la antigua copla:
Arròs y tartana,
casaca a la moda,
¡y ròde la bola
a la valensiana!
Y como si la cancioncilla del tío fuese la señal para que comenzase la música de las niñas, éstas atronaron el salón con el tecleo del piano y los gorjeos esforzados.
Don Juan cobró ánimos con este estrépito. Al ver que los muchachos sólo atendían al piano, siguió hablando, pero levantó más la voz, con gran alarma de su hermana.
–Marchas a tu perdición, Manuela. Cuando estés en la miseria, siempre me acordaré de que soy tu hermano, y tendrás donde comer tú y los tuyos.... Pero dinero, ¡ni un céntimo!
Doña Manuela levantó la cabeza con altivez, mostrando la mirada ardiente y las mejillas rubicundas.
–Gracias por la limosna—dijo con ironía—. Pero aún no he llegado ahí.
–Llegarás, llegarás—repuso don Juan sin perder la calina—. Estás en el camino. Hoy todavía puedes sostenerte, y al ver que te niego los ocho mil reales, buscarás a doña Clara, esa bruja prestamista, o a otra persona de la clase, y firmarás un pagaré por doce o catorce mil. Estás metida en el barro y no saldrás nunca de él; por más esfuerzos que hagas te hundirás. Si no te conociera tanto, te daría la mano; pero no: «una y no más, Santo Tomás»; me acuerdo mucho de la atención con que seguiste mis consejos.
La señora estaba indignada por el lenguaje rudo de su hermano. Era muy dueño de no darle aquella miseria; al fin, resultaba lo que ella había creído siempre: un avaro sin corazón. Pero su demanda no le autorizaba para aburrirla con tanto sermoneo.
–Cállate, Juan; me pones nerviosa con tus groserías.
–Callaré, hija; no quiero molestarte en un día como éste. Pero sólo me resta hacerte una advertencia. Los que están tan ahogados como tú, se agarran a un clavo ardiendo. Juanito posee una finca que vale algo: el huerto de Alcira, que has tenido que respetar en calidad de bienes reservables. Como ahora el chico es mayor de edad y te quiere tanto, te advierto que si para hacer dinero lo mezclas en tus líos tendrás que vértelas conmigo. Yo soy su tutor, por encargo de su pobre padre, y aunque mi misión ha terminado legalmente, me creo en el deber de defenderlo, pues es un bonachón al que engaña cualquiera.... Y no te digo más.
Los dos hermanos callaron. Se hundió él en su sillón, mirando a los chicos, y ella quedó con los ojos fijos en el suelo, el ceño fruncido y las mejillas de un rojo violáceo, como si la rabia le produjese erisipela.
Rafael había salido del salón, Juanito jugueteaba con Miss, cada vez más inquieta y ladradora, y Roberto, apoyado en el piano, hablaba con Concha, que sonreía, tecleando nerviosamente, haciendo escalas que parecían cabriolas e iniciando temas conocidos, que se confundían fantásticamente.
–¿Dónde diablos están los otros?—pensaba el tío, paseando su vista por el salón.
Y los otros, o sea Amparo y Andresito, estaban en un balcón, mirando a la calle con la nariz pegada al vidrio y protegidos por los cortinajes. El bebé, con sus ingenuidades de loquilla, tenía una habilidad diabólica para salirse siempre con la suya. Había maniobrado hábilmente para llevarse al hijo de Cuadros hacia aquel balcón, donde estaba la niña como en su casa, lejos de miradas indiscretas y oídos curiosos.
Primero, habían hablado del tiempo, riéndose de los arabescos caprichosos que trazaban las gotas de lluvia escurriéndose por el cristal; pero el joven, pálido y tembloroso, como si le atormentase algún pensamiento oculto, guiaba la conversación insensiblemente, y Amparito se dejaba arrastrar, segura de que por cualquier camino llegaría siempre adonde ella deseaba.
El tío miraba atentamente el cortinaje del balcón y las piernas de Andresito, que era lo único visible de la pareja. En un momento que Concha cesó de teclear, oyó la voz de Amparo, que sonaba lejana, como amortiguada por las cortinas.
–Pero Andresito… ¡si somos tan jóvenes!
¡Jóvenes! ¿Y qué importaba eso? Para el amor no hay edades, así como tampoco existían clases. Lo aseguraba él, que era persona competente en tal materia, por ser poeta y no inédito, pues sus triunfos había alcanzado en la Juventud Católica. Además, él no era ningún niño; dentro de cuatro años sería abogado, y después, ¿quién sabe…? Su imaginación veía confusamente en lontananza ese algo que acarician todos los aprendices de legistas. Un sillón de magistrado, una poltrona de ministro o un taburete de escribiente… cualquier cosa; lo importante era sentarse en algún sitio.
No, no eran jóvenes para amarse. Ya lo había dicho él en un soneto y media docena de quintillas escritas con el pensamiento puesto en Amparito. El amor no tiene edad. Él la adoraba con la inmensa pasión de los grandes poetas; y hablaba de Dante y Beatriz, de Petrarca y Laura, de Ausias March y Teresa. Amparito escuchaba sonriente, complacida por esta letanía de poetas. Todos muy señores míos, pero que los oía mentar por vez primera, a excepción de Ausias March, por ser su nombre el de la calle donde ella tenía su modista.
A él le era imposible vivir si Amparito se negaba a amarle; necesitaba, para no aborrecer la vida, que ella se decidiese a ser su musa, su inspiración. Y el lindo bebé, aunque por costumbre seguía riendo, sentíase muy satisfecha en su interior de ser musa de alguien, honor que jamás alcanzaría su hermana Concha. La consideración de hacerse superior a su hermana era lo que más la empujaba a decir que sí. Además, un novio no se presenta a cada instante, y aunque existe el inconveniente de que ella era hija de un doctor famoso—según afirmaba la mamá—, y los padres de Andresito eran unos ordinarios—también según doña Manuela—, confiaba que, con el tiempo, la brillante posición que se proponía conquistar el chico lo allanaría todo.
Y cuando con más calor hablaba Andresito de sus tormentos amorosos, la niña le interrumpió, diciéndole con su tonillo bromista, como quien accede a tomar parte en un juego:
–Bueno; seremos novios… pero ¡por Dios! que nada sepa la mamá.
IV
El Carnaval de aquel año fue muy alegre para la familia de doña Manuela.
Las niñas se divirtieron. Rafaelito era socio de todos los círculos distinguidos y decentes donde se baila, mientras arriba, en una habitación con luces verdes, guardada y vigilada como antro de conspiradores, rueda la ruleta con sus vivos colorines o se agrupan los aficionados en torno de las cuatro cartas del monte.
¡Qué noches aquéllas de emociones, de nerviosas alegrías, de mareos voluptuosos, y después de aplastamiento, de brutal cansancio…! Juanito era el encargado de abrir la puerta cuando la familia volvía del baile. En la madrugada, cerca de las cuatro, oía chirriar los pesados portones, entraba el carruaje en el patio, con gran estrépito, y él saltaba de la cama metiéndose los pantalones. La entrada de la familia le deslumbraba, sintiendo el infeliz una impresión de vanidad. Las hermanitas, vestidas unas veces con trajes de sociedad, obra de una modista francesa, y que todavía estaban por pagar; graciosamente disfrazadas otras de labradoras, de pierrots o de calabresas; Rafael, de etiqueta, embutido en un gabán claro, tan corto de faldones que parecía una americana; y la mamá satisfecha del éxito alcanzado por sus niñas, y a pesar del cansancio, sonriente y majestuosa con su vestido de seda, que crujía a cada paso, y encima el amplio abrigo de terciopelo, Juanito contemplaba con el cariño de un padre este desfile desmayado que iba en busca de la cama, arrojando al paso en las sillas los adornos exteriores. La mamá era siempre para él un ídolo, un ser superior, y los hermanos, al verlos tan elegantes, le hacían recordar la época en que él, pequeño, pero avispado por el desvío maternal, les servía de niñera cuidadosa, llevándolos en sus brazos y sufriendo con sublime abnegación sus infantiles caprichos.
Levantábase mal arropado, tosiendo y tembloroso, a abrir la puerta, pues era preciso dejar, dormir a las criadas, para que al día siguiente el cansancio no las entorpeciera en sus trabajos. Además, la vista de su familia parecía traerle algo de los esplendores de la fiesta, el perfume de las mujeres, los ecos de la orquesta, el voluptuoso desmayo de las amarteladas parejas, el ambiente del salón, caldeado por mil luces, y el apasionamiento de los diálogos. Y después de aspirar ese perfume fantástico de un mundo desconocido que su familia parecía traerle entre los pliegues de sus ropas, el pobre muchacho volvía a la cama, para dormir tres horas más y emprender después el camino de la tienda, mientras la mamá y los hermanos roncaban su primer sueño con la fatiga propia de las noches de baile.
Después, a la hora de la comida, eran los comentarios, los recuerdos agradables, los berrinches por supuestas ofensas que en el primer instante habían pasado inadvertidas, y que, agrandándose ahora en la imaginación, pedían venganza. Las dos niñas recordaban la ligera sonrisa de las de López al examinar sus disfraces de calabresas. ¡Reírse de ellas! ¡Las muy cursis! Mejor harían en darse una vueltecita alrededor de ellas mismas, pues no es muy chic ir siempre a los bailes con el mismo dominó blanco, de modo que al entrar con la careta puesta, toda la pollería gritaba: «¡Ya están ahí las de López!»
Aparte de estos disgustos colectivos, las dos niñas los sufrían también particularmente. Conchita estaba furiosa contra Roberto del Campo, «el pollo bonito», como le llamaban algunas. Mucha palabrería, requiebros a granel; pero de declaración seria y formalmente… ¡ni esto! Bailaba con ella, y a lo mejor abandonaba a su pareja y salía del salón, para no reaparecer hasta la hora del galop final. Su excusa era siempre la misma: tenía algo que arreglar con Rafaelito.
–¿Dónde os metéis, condenados?—preguntaba la hermana al día siguiente—. ¿Qué diversión es esa que os hace tan groseros?
–Mujer, son cosas de hombres. Mientras vosotras bailáis, nosotros nos dedicamos a ocupaciones más serias.
Serias, sí; tan serias eran, que Rafaelito tenía frita a la mamá—según propia expresión—, pidiéndola cinco duros al día siguiente de los bailes. El Carnaval tenía para él mala pata, y al susurro de la orquesta que sonaba abajo, salía bailoteando siempre la carta contraria y se llevaba al montecillo del banquero las pesetas de mamá.
Amparo también tenía sus disgustos. Lo que a ella le pasaba no podía ocurrirle a nadie. Aquello no era tener novio ni tener nada. Vamos a ver: ¿para qué tiene novio una muchacha? Para lucirlo, para que lo vean las amigas y rabien un poco… ¿no es verdad? Pues ella no podía darse tal placer. Andresito no tenía un cuarto y no era socio de los círculos donde iba ella. Sus papas lo llevaban bastante elegantito, eso sí, pero limitábanse a darle los domingos tres pesetas y un sermón encargándole que no fuese derrochador ni calavera, que mirase en qué gastaba su dinero… y mucho cuidadito con meterse en sitios malos. Mendigaba alguna invitación en las redacciones de los periódicos, y si la conseguía, iba al baile, pero sólo hasta la una. ¿Ha visto usted? Hasta la una, la hora en que iban llegando las amigas y el baile comenzaba a animarse. Sólo una vez consiguió que Andresito se esperase hasta las dos, pero al día siguiente sospechó con fundamento que en Las Tres Rosas habían estado a la espera, tras la puerta, unos ásperos bigotes y una vara de medir, para dar las «¡buenas noches!» en las costillas al bailarín rezagado.... ¿Era esto un novio serio? Y luego, aunque se quede usted sólita en el baile, mucho cuidado con aceptar invitación de tantos pollos amables, porque si el señor sabe que se ha bailado, pone un hocico inaguantable y habla de un tal Otelo, y dispara un soneto en que le pone a una de pérfida, perjura e infiel, que no hay por dónde cogerla.... No señor; la cosa no puede seguir así. Ella se tenía la culpa, por no hacer caso de mamá, que decía que los de Las Tres Rosas eran unos ordinarios. Andresito era un buen chico, pero ella no podía estar en ridículo y que las amigas le preguntasen irónicamente por su novio. Como se decidiera otro que estaba a la vista, era cosa hecha: plantaba a Andresito.
Llegaron los tres días de Carnaval. Por las mañanas, entre las estudiantinas y comparsas que corrían las calles, pasaban las familias ostentando a algún niño infeliz enfundado en la malla de Lohengrin, el justillo de Quevedo o los rojos gregüescos de Mefistófeles. Los ciegos y ciegas que el resto del año pregonan el papelito en el que está todo lo que se canta iban en cuadrilla, guitarra al pecho, vestidos de pescadores u odaliscas, mal pergeñados, con mugrientos trajes de ropería.
Muchachos con pliegos de colores voceaban las décimas y cuartetas, alegres y divertidas, para las máscaras, colecciones de disparates métricos y porquerías rimadas, que por la tarde habían de provocar alaridos de alegre escándalo en la Alameda. En la puerta del Mercado vendíanse narices de cartón, bigotes de crin, ligas multicolores con sonoros cascabeles, y caretas pintadas, capaces de oscurecer la imaginación de los escultores de la Edad Media, unas con los músculos contraídos por el dolor, un ojo saltado y arroyos de bermellón cayendo por la mejilla; otras con una frente inmensa, espantosa; caras de esqueletos con las fosas nasales hundidas y repugnantes; narices que son higos aplastados, o que se prolongan como serpenteante trompa con un cascabel en la punta; sonrisas contagiosas que provocan la carcajada y carrillos rubicundos a los que se agarra un repugnante lagarto verde.
Los estudiantes, con el manteo terciado, tricornio en mano y ondeante en la manga el lazo de la Facultad, corrían las calles como un rebaño loco, asediando a los transeúntes para sacarles el dinero en nombre de la caridad. Por la plazuela de las de Pajares desfilaron los de Medicina y Derecho, y en torno de la enhiesta bandera amarilla o roja, las músicas rompieron a tocar alegres valses, que rápidamente poblaban los balcones.
La expansión ruidosa de la juventud libre y sin cuidados invadía la plaza como una atronadora borrachera. Volaban los tricornios a los balcones; cada cara bonita provocaba floreos interminables, en los que la hipérbole dilatábase hasta lo desconocido; y había muchacho que, impulsado por alguna copita traidora, despreciaba la vulgar invitación de las escaleras y se encaramaba por la fachada, agarrándose a las rejas, para entregar un ramo de flores a la niña y pedirle un duro a la mamá. Concha y Amparo recibían una ovación y doña Manuela, roja de orgullo, repartía sonrisas y pesetas a todo el enjambre de diablos negros, voceadores y gesticuladores que se agolpaba bajo el balcón. A espaldas de ellas estaba Andresito Cuadros, que acababa de entrar en el salón con el manteo terciado, una bayeta infame que tiznaba de negro la camisa y la cara. Llevaba ramos para la mamá y las niñas, y estuvo locuaz, atrevido, aunque, con gran desencanto de Amparito, no intentó como los otros, subir por la fachada, sistema que a ella le parecía muy interesante.
Por la tarde, Nelet enganchaba la galerita, y a la Alameda, donde la fiesta tomaba el carácter de una saturnal de esclavos ebrios.
El disfraz de labrador era un pretexto para toda clase de expansiones brutales; y acompañados por el retintín de los cascabeles de las ligas, trotaban los grupos de zaragüelles planchados, chalecos de flores, mantas ondeantes y tiesos pañuelos de seda. Un berrido ensordecedor, un «¡che… e…e!» estridente, prolongado hasta lo infinito, como el grito de guerra de los pieles rojas, conmovía las calles. Las criadas, endomingadas, huían despavoridas al escuchar el vocerío; y pasaba la tribu al galope, dando furiosos saltos, con sus caretas horriblemente grotescas y esgrimiendo por encima de sus cabezas enormes navajas de madera pintada con manchas de bermellón en la corva hoja. Revueltos con ellos, iban los disfraces de siempre: mamarrachos con arrugadas chisteras y levitas adornadas con arabescos de naipes; bebés que asomaban la poblada barba bajo la careta y al compás del sonajero decían cínicas enormidades; diablos verdes silbando con furia y azotando con el rabo a los papanatas; gitanos con un burro moribundo y sarnoso tintado a fajas como una cebra; payasos ágiles, viejas haraposas con una repugnante escoba al hombro, y los tíos de «¡al higuí!» golpeando la caña y haciendo saltar el cebo ante el escuadrón goloso de muchachos con la boca abierta.
Toda esta invasión de figurones que trotaba por la ciudad, voceando como un manicomio suelto, dirigíase a la Alameda, pasaba el puente del Real envuelta con el gentío, y así que estaban en el paseo, iban unos hacia el Plantío para dar bromas insufribles, sonando las bofetadas con la mayor facilidad. La galerita de las de Pajares, a pesar de su cubierta charolada, de los arneses brillantes y de sus ruedas amarillas, tan finas y ligeras que parecían las de un juguete, aparecía empequeñecida y deslustrada en el gigantesco rosario de berlinas y carretelas, faetones y dog-carts que, como arcaduces de noria, estaban toda la tarde dando vueltas y más vueltas por la avenida central del paseo.
Rafaelito habíase disfrazado de clown, y con otros de su calaña ocupaba un carro de mudanzas, sobre cuya cubierta hacían diabluras y saludaban con palabras groseras a todas las muchachas que estaban a tiro de sus voces aflautadas. ¡Vaya unos chicos graciosos!
El carruaje de doña Manuela llevaba escolta. Un buen mozo con negro dominó, montando un caballo de alquiler, marchó toda la tarde como pegado a la portezuela, hablando con Concha, mientras la mamá y Amparo miraban las máscaras. Era Roberto del Campo, el cual, a pesar de su gallardía, iba resultando un posma, que sólo sabía decir floreos, sin llegar nunca a declararse. La mamá comenzaba a no encontrar tan seductor a aquel espantanovios. Dios sabe cuántas proposiciones habría perdido la niña por culpa de aquel hombre, que gozaba todas las intimidades de un novio, sin decidirse nunca a serlo. Pero Conchita se mostraba sorda a los consejos de mamá. Ella lo pescaría; los hombres que las echan de listos caen cuando menos lo esperan: todo era cuestión de tiempo y de presentar buena cara.
Pasó el Carnaval y doña Manuela se vio en plena Cuaresma. Era la hora de purgar los derroches y las alegrías de la temporada anterior. La modista francesa presentaba la cuenta de los trajes de las niñas, y además hacía falta dinero para los gastos de la casa. Total, que doña Manuela necesitaba tres mil pesetas.
Su amiga doña Clara, la corredora de los prestamistas, de la que don Juan hablaba pestes, no encontraba dinero para la viuda de Pajares.
–Francamente, doña Manuela: ¡tiene usted por ese mundo tantos pagarés renovados y con intereses que no siempre se cobran…! Mis amigos se niegan a dar un céntimo. ¡Si usted encontrase una persona con garantías que quisiera avalar su firma…!
¡Persona con garantías…! No era tan fácil encontrar esto, que los prestamistas pedían con tanta sencillez. Allí estaba su hermano, que solamente con una palabra podía sacarla del apuro; pero no había que pensar en semejante miserable, capaz de dejar perecer a toda su familia antes que desprenderse de una peseta. ¡Qué angustiosa situación! ¡Y que una persona distinguida como ella tuviera que verse en tal aprieto por unas cuantas pesetas, cuando tantos miles había arrojado por la ventana en otros tiempos…!
Había que pagar a la modista; la idea de que ésta podía decir la verdad a sus parroquianas, todas señoras distinguidas, horrorizaba a la viuda, a pesar de que no tenía la menor amistad con ellas. Y a fuerza de cabildeos, acabó por encontrar la solución. La tenía al alcance de su mano. Juanito, propietario y mayor de edad, era la firma con garantías que ella necesitaba. En cuanto a las amenazas de don Juan, que había previsto el caso, se burlaba de ellas. ¿No era Juanito su hijo?
Nunca vio el pobre muchacho tan dulce y complaciente a su mamá. La escuchó, como siempre, embelesado, deleitándose con el eco de su voz, y la madre tuvo necesidad de repetir sus peticiones para que Juanito se diese cuenta de lo que decía. A pesar de su fanática adoración, el muchacho experimentó cierto sobresalto al enterarse de que se le pedía una firma por valor de tres mil pesetas. No lo podía remediar. Estaba amasado con pasta de comerciante, y en cuestiones de dinero reaparecía en él lo que tenía del padre y del abuelo.
–Pero mamá, ¿tan mal estamos de fortuna?