Kitabı oku: «Cuentos Valencianos», sayfa 4
La caperuza
Vivía yo entonces en el piso segundo, y tenía por vecino, en el primero, a don Andrés García, fiscal de profesión, figura arrogante, con muchas canas en la barba, el más buen mozo de cuantos vestían toga con vuelillos en la Audiencia: un hombre, en fin, que realizaba en su aspecto fisico ese ideal de la justicia serena, majestuosa e imponente.
Todas las tardes, al bajar la escalera, oía los mismos gritos a través de la puerta: «Pillín! ¡Vida mía…, rey de los pillos! … ¡Ven aquí, príncipe de Asturias!»
Era la familia, que se entregaba en cuerpo y alma al culto de su ídolo. El fiscal, que acababa de llegar hambriento, anonadado por sus derroches de elocuencia que enviaban gente a presidio, abrazaba a su mujer, y ambos reían y gritaban como unos locos en tomo de la niñera, que mantenía en sus brazos al tirano de la casa, al único señor, a Pillín, un granuja que apenas tenía un año y a quien bastaba un leve grito para que los padres palideciesen de inquietud y las criadas corriesen aturdidas, no sabiendo cómo cumplir a un tiempo tantas órdenes contradictorias.
¡Vaya un matrimonio especial! La mujer era casi una niña, una señorita algo boba que aún no había salido de su asombro al verse madre. Miraba a su marido con respeto: era tímida, de carácter dúctil, y como siempre sucede en los matrimonios desiguales por la edad, donde la amistad suple al amor, don Andrés era padre y esposo a un tiempo, cuidando tanto de la madre como del niño.
Lo único que sacaba de su apatía característica a la joven señora era el pequeñín, juguete raro, al que amaba con pasión inextinguible, y que no se parecía a ninguno de los que formaban sus delicias cinco o seis años antes. Mucho le había costado. En su memoria, donde se borraban las cosas con facilidad, quedaba aún, brumoso y sombrío, el recuerdo de aquellos tres días de tormento, de espantoso potro, de susto y sorpresa más que de dolor, con la casa alborotada por sus berridos, y el marido sudoroso, jadeante, con los lentes inseguros, preparando medicinas y riñendo por torpes a las criadas. Pero ya todo había pasado; no volvería más, no, señor; ella lo aseguraba con una firmeza cándida que hacía reír; y ahora, en premio a sus tormentos, tenía al lindo monigote, a aquel bebé de carne y hueso, a quien todos en la casa llamaban Pillín, por bautizarle con tan extravagante nombre la rústica niñera, una criadita cerril que, en opinión de algunos, la habían cazado con lazo en las montañas de Chelva.
Por la mañana, cuando el señor estaba en la Audiencia salvando a la sociedad a fuerza de oratoria indignada, la mamá se entretenía con Pillín, dando rienda suelta a sus aficiones de colegiala traviesa, que la maternidad no había extinguido. Madre e hijo tenían, moralmente, la misma edad. Pillín pateaba como un gatito panza arriba sobre la alfombra del salón, mostrando sus rosadas desnudeces, lanzando aullidos a falta de palabras, diciendo, sin duda, en el misterioso lenguaje de la lactancia, que su mamá era una loca; y ella, ajando sus vestidos lujosos, que se llevaban la mitad de la paga del fiscal, moviendo grotescamente su linda cabecita despeinada, andaba a gatas en torno del bebé, hacía el perro para asustarle, y si sus gracias arrancaban una risita al mimado príncipe de Asturias, entonces llegaba a la demencia de su borrachera cariñosa, se agachaba sobre él, le agarraba la cabezota enorme cubierta de pelillos rubios, su «bola de oro», según ella decía, y cuando Pillín gimoteaba próximo a la sofocación, la caricia bajaba, tibia, cariñosa, y la infantil señora, con tanta unción como si adorase la Santa Faz, besuqueaba furiosa las nalgas de rosa del muñeco, con esa fuerza de estómago que sólo tienen las madres.
¿Y él?… Estaba sublimemente ridículo en la adoración de aquel monigote, que le llegaba a los cuarenta y cinco bien cumplidos. La mamá y el niño salían a recibirle en la escalera, y los vecinos veíamos cómo después de comerse a besos a Pillín se lo echaba al hombro y se metía dentro, andando con majestad, como un San Cristóbal, con chistera y lentes. ¡Y pensar que por bajo del bigote aún le revoloteaba la «vindicta pública, la espada vengadora de la ley, la acusación justa…», todas las palabrotas con que regalaba veinte años de presidio al primero que caía bajo su mirada iracunda de acusador!
Los periódicos se hacían lenguas de su elocuencia, de la lógica con que formulaba sus acusaciones; pero él así hacía caso de tales elogios como si fuesen dirigidos al Gran Turco. La fama le preocupaba poco: lo único que le enorgullecía era ser padre de Pillín, y que su mujer, que antes era tan poquita cosa, tuviese unos pechos abultados, fuertes, siempre llenos, y la abnegación bastante rara de criar a su hijo.
Salía poco de casa. Los autos y Pillín le absorbían, y por las mañanas tenía que hacer un penoso esfuerzo para entregar el niño a la mamá y marcharse a la Audiencia… ¡ Qué ministros los de Justicia! De seguro que no eran padres. Porque vamos a ver: ¿qué perdería la magistratura con que él llevase a Pillín a la Sala, sentándolo a su lado para que presenciara los triunfos del papá?
Las noches eran terribles para don Andrés. Los pisos de cartón y tabiques de papel que fabrica la moderna arquitectura nos permitían a los vecinos oír sus pasos desesperados, las cancioncillas a media voz con que intentaba aplacar a aquel granuja que llevaba en brazos sonriente de día, pero malhumorado de noche, y con el especial gusto de que nadie durmiera en la casa. ¡Pobre don Andrés! Recordando murmuraciones de las criadas, me lo imaginaba dando vueltas por el salón, en camisa, las piernas desnudas, los pies en pantuflas, y, a pesar de todo, grave y digno, luciendo su barba de apóstol y los brillantes lentes con la misma majestad que cuando, cruzándose la toga sobre el pecho, se sentaba en el terrible banco. Y en vez de reírme, infundíame respeto la santa paciencia de aquel hombre, que se veía padre cuando ya caminaba hacia la vejez, y que para aplacar al energúmeno que llevaba en brazos pasaba la noche cantando cancioncillas con voz de falsete y recordando las óperas oídas cuando era estudiante, mientras la señora roncaba cara a la pared.
Pero, en cambio, de día aquello era gozar. Ninguno de sus ascensos le había producido tan profunda impresión como las monadas de su hijo. Cuando Pillín contraía con una sonrisa su carita, marcando los adorables hoyuelos de sus carrillos, don Andrés lo conmovía todo con sus carcajadas de gigante bondadoso, y si el chiquitín lanzaba uno de sus rugidos de alegría, que parecían el grito de guerra de un apache, el respetable fiscal saltaba y chillaba como un loco. Y luego, qué gusto aquello de sentirse en la barba las trémulas manecitas, que tiraban tercamente de los pelos, y qué dulces estremecimientos se sentían al acariciar la cabezota peliblanca que latía por entre los huesos tiernos y mal unidos…
Aquello era una borrachera de cariño, una idolatría molesta para las criadas, pues menudeaban las órdenes: «A ver, cierre usted pronto ese balcón, no se constipe el niño.» «Cuidado, muchacha, que puede caerse el señorito.»
En aquella casa no se vivía más que para ser esclavo del dichoso señorito, Antes, una mota de polvo, en la mesa del despacho ponía furioso a don Andrés, y ahora los alguaciles, al recoger los autos, tropezaban con algún zapatito tamaño como cáscara de nuez, y hacían muecas ante ciertas manchas sospechosas en los respetable folios.
Porque, eso sí, el monigote, alentado por la servidumbre de sus mayores, era un terrible anarquista, un demoledor de lo existente, que reía como un bandido cuando lograba ofender con el más atroz de los insultos a la justicia humana. No lo entraban en el despacho y lo ponían en la mesa, sin que hiciera de las suyas, y mientras el padre, embobado y con la pluma en alto, le hablaba cual si pudiera entenderle, él sonreía hipócritamente, y, mientras tanto, ¡ zas!, lanzaba por bajo una ruidosa protesta que inutilizaba algún escrito de conclusiones en que el papá amontonaba párrafos de estilo elevado, pidiendo garrote vil para cualquier enemigo de la sociedad. Y no había medio de enfadarse de veras. Ponía el grito en el cielo ante aquella ofensa irreparable que arrojaba indeleble mancha sobre el Ministerio fiscal, echaba del despacho a la madre y al hijo, acusándola a ella del atentado, pero a los pocos minutos ya estaba allí la señora, riendo como siempre, con el Pillín grotescamente disfrazado. Aquella cabeza de chorlito adoraba la boquita de viejo de su nene; decía que al reír tenía cierto aire de payaso, y encontraba diversión enharinándole la carita con los polvos de su tocador y encasquetándole en la cabeza un cucurucho de papel, una caperuza de mágico prodigioso. No caía en sus manos pliego de papel de oficio que no lo convirtiese en caperuza para Pillín, y era de ver el coro de carcajadas que estallaba en el despacho ante el puntiagudo cucurucho. Reía la madre su invención, tantas veces repetida: acompañábala el fiscal con sus carcajadas ruidosas, y hasta Pillín lanzaba chillidos muy satisfechos de su fachita grotesca.
Pero no eran todo alegrías para don Andrés. Felicitábanle muchas veces por sus triunfos de orador, por aquellos elogios de la Prensa.
– ¡Ah! Sí…, los periódicos – contestaba con distracción. – Hombre, a propósito. Esta mañana hablaban de la difteria. ¿Sabe usted los estragos que hace esa pícara? ¡Oh!, cosa tan terrible para los niños…
Lo decía de un modo que no daba lugar a dudas. ¡Ah! Si la tal difteria se personalizase, si se convirtiera en un ser de carne y hueso y la tuviera él en el banquillo de los acusados…, no tendría frío con lo que la tiraría encima.
Y la terrible enfermedad debió de ofenderse por los malos pensamientos de don Andrés y un día, ¡ cataplum!, metióse por las puertas del principal, y su primer anuncio fué a apretarle la garganta a Pillín.
¡Gran Dios! Aquello fué una catástrofe, que lo revolvió todo instantáneamente; algo semejante a la explosión de una bomba, al incendio de un buque, donde todos corren azorados por el peligro, sin saber qué hacer.
Vosotros, infelices, que vestidos de paño pardo arrastráis una cadena en Ceuta y se os abren las carnes al recordar las terribles palabras de aquel que os acusaba, hubierais sentido asombro al ver al hombre austero como la Ley, inquebrantable como el castigo, indignado como la venganza, pálido ahora, nervioso, pasando las noches inclinado sobre una cuna, estremeciéndose ante una respiración ronca, asfixiada, ocultándose en los rincones para quitarse los lentes y pasarse las manos por los ojos gritando con acento desesperado: <qPillín…, hijo mío, no te mueras! »
Pero, por malos que seáis, no hubierais gozado con la caída del hombre inexorable, al verle después sombrío, reconcentrado, ante la misma cuna cubierta de flores blancas, pasando la mano temblorosa sobre la pálida frente de Pillín, helada con ese frío especial que sube por el brazo hasta el corazón, y mirando de cuando en cuando al cielo con expresión desesperada, como si por allá arriba anduviese algún prófugo contra el que preparaba la más terrible de las acusaciones.
¡Pobre Pillín! ¿Qué has hecho? No más caperuzas; ya no te burla-rás de la Ley lanzando tu ruidosa protesta sobre la vindicta pública; tu eterna cuna será esa cajita blanca, coquetona, acolchada como una bombonera, que tu padre mira con ganas de deshacerla de una patada; ya no tendrás quien te acaricie la fina piel, quien te besuquee la redonda faz con que escupías a la Justicia: tu esclava está ahora mirando la pared con fijeza estúpida, abiertos los ojos como platos, con el asombro y el temor de una niña que ve romperse entre sus manos el más lindo juguete.
Bien emprendes tu viaje. Tu padre te coloca sobre el almohadillado de esa blanca barquilla que va a conducirte a lo desconocido; y partes indiferente, sin que te hagan estremecer las lágrimas que, resbalando tras unos lentes, caen sobre tu piel, ni te conmueven los alaridos de alguien que allá dentro da de cabeza contra las paredes.
En la calle suenan los cánticos de la parroquia; los señores del margen, escuadrón grave, estirado, de negra ropa y brillante sombrero, te ven pasar con la indiferencia del que está acostumbrado a sucesos más graves, y emprendes la marcha sobre los hombros de cuatro chicos reclutados en las porterías de la vecindad, que expresan su dolor hurgándose las narices con la mano que les queda libre.
Ya está lejos tu casa, los estados donde imperabas como reyecillo absoluto; ahora sólo te quedan la compasión oficial, los lamentos de buena educación, ese cortejo imponente y negro que te abandona en las afueras, satisfecho de haber cumplido con el compañero, charlando un rato de sus asuntos, mientras seguía tu blanco nido, y nosotros, los de última fila, los que veíamos un instante tu carita al subir la escalera y pensamos ahora con tristeza que no nos desvelará más tu nocturno lloriqueo.
¡Adiós, Pillín! Desapareces en un hueco de esa tétrica anaquelería, donde quedan almacenados y con rótulo los infinitos productos de la muerte. ¡Dí adiós a todo! Al caliente salón donde te revolcabas panza arriba, a la mamá loca en sus expansiones; al padre, que habrías hecho bailar de cabeza a tener tú gusto en ver de tal modo a un representante de la más cruel y respetable de las profesiones. Viniste para mostrar lo frágil de la comedia humana, para hacer ver que dentro de un acusador terrible hay siempre un hombre, y ahora, diablillo encantador, te vas satisfecho de tu triunfo. La noche que se acerca será tu madre. ¡Adiós, tibias caricias! Tu piel de raso, tan adorada, ya no tendrá más besos que los del viento y la lluvia…
Por la noche entré en casa de mi vecino. La señora estaba adentro, en el salón, rodeada de sus amigas, ahogando con sus gemidos furiosos las frases hechas y los consuelos de encargo con que la abrumaban.
Él estaba en el despacho, con la cabeza entre los puños, mirando fijamente con sus ojos de miope, enrojecidos y amoratados, un cucurucho de papel arrugado, la última caperuza de Pillín, arrojada casualmente sobre la mesa. El hueco del embudo era siniestro. Tenía la misma expresión de fúnebre vacío que se notaba en la casa, libre de aquel monigote que lo llenaba todo con sus gritos; hacía recordar la abultada cabeza peliblanca, la bola de oro, que la muerte se había tragado.
Me escuchó distraído; no tengo la seguridad de que llegara a enterarse de mis palabras. De pronto le vi extender su mano automáticamente y encasquetarse la caperuza en el cogote, como si sintiera honor al vacío que mostraba el cucurucho.
¡Qué grotesco era aquello! Las barbazas del apóstol, la mirada vaga y extraviada y la puntiaguda caperuza por remate. Verdaderamente, era ridículo…, tan ridículo, que yo sentía un nudo en la garganta, y varias veces me froté los ojos para impedir que brotara algo.
Noche de bodas
I
Fué aquel jueves, para Benimaclet, un verdadero día de fiesta.
No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura: por esto, pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tio Nelo, conocido por el Bollo.
Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecia un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.
¡Qué derroche de cera! Bien se conocia que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual habia costeado la carrera del chico.
En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas, cargadas de velas, centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uniase el perfume de las flores, que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las comisas y pendian de las lámparas en apretados manojos.
Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenian su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado a cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.
Parecia que todas las flores de la vega habian huido para refugiarse alli, empujándose medrosicas hacia la bóveda. El Sacramento asomaba entre dos enormes pirámides de rosas, y los santos y ángeles del altar mayor aparecian hundidos hacia el dorado vientre en aquella nube de pétalos y hojas que, a la luz de los cirios, mostraban todas las notas de color, desde el verde esmeralda y el rojo sanguineo hasta el suave tono del nácar.
Aquella muchedumbre, que, estrujándose, olia a lana burda y sudor de salud, sentiase en la iglesia mejor que otras veces, y encontraba cortas las dos horas de ceremonia.
Acostumbrados los más de ellos a recoger como oro los nauseabundos residuos de la ciudad, a revolver a cada instante en sus campos los estercoleros, en los cuales estaba la cosecha futura, su olfato estremeciase con intensa voluptuosidad, halagado por las frescas emanaciones de las rosas y los claveles, los nardos y las azucenas, a las que se unia el oriental perfume del incienso. Sus ojos turbábanse con el incesante centelleo de aquel millar de estrellas rojas, y les causaba extraña embriaguez el dulce lamento de los violines, la grave melopea de los contrabajos, y aquellas voces que desde el coro, con acento teatral, cantaban en un idioma desconocido, todo para mayor gloria del Bollo.
La muchedumbre estaba satisfecha. Miraba la deslumbrante iglesia como un palacio encantado que fuese suyo. Asi, entre músicas, flores e incienso, debia estarse en el cielo, aunque un poco más anchos y sudando menos.
Todos se hallaban en la casa de Dios por derecho propio. Aquel que estaba alli arriba, sobre las gradas del altar, cubierto de doradas vestiduras, moviéndose con solemnidad entre azuladas nubecillas, y a quien el predicador dedicaba sus más tonantes periodos, era uno de los suyos, uno más que se libraba del rudo combate con la tierra para hacer concebir incesantemente a sus cansadas entrañas.
Los más le habian tirado de la oreja, por ser mayores; otros habian jugado con él a las chapas, y todos le habian visto ir a Valencia a recoger estiércol con el capazo a la espalda, o arañar con la azada esos pequeños campos de nuestra vega que dan el sustento a toda una familia.
Por esto su gloria era la de todos; no habia quien no creyese tener su parte en aquel encumbramiento, y las miradas estaban fijas en el altar, en aquel mocetón fornido, moreno, lustroso, resto viviente de la invasión sarracena, que asomaba por entre niveos encajes sus manazas nervudas y vellosas, más acostumbradas a manejar la azada que a tocar con delicadeza los servicios del altar.
También él, en ciertos momentos, paseaba su mirada, con expresión de ternura, por aquel apiñado concurso. Sentado en sillón de terciopelo, entre sus dos diáconos, viejos sacerdotes que le habian visto nacer, oia conmovido la voz atronadora del predicador ensalzando la importancia del sacerdote cristiano y elogiando el nuevo combatiente de la fe, que con aquel acto entraba a formar parte de la milicia de la Iglesia.
Si; era él: aquel dia se emancipaba de la esclavitud del terruño, entraba en este mundo poderoso que no repara en origenes; escala accesible a todos, que se remonta desde el misero cura, hijo de mendigos, al vicario de Dios; tenia ante su vista un porvenir inmenso, y todo lo debia a sus protectores, a aquella buena señora, obesa y sudorosa, bajo la mantilla de blonda y el negro traje de terciopelo, y a su hijo, al que el celebrante, por la costumbre de humilde arrendatario, habia de llamar siempre el señorito.
Los peldaños del altar mayor, que lo elevaban algunos palmos sobre la muchedumbre, percibialos él en su futura vida, como privilegio moral que habia de realzarle sobre todos cuantos le conocieron en su humilde origen. Los más generosos sentimientos le dominaban. Seria humilde, aprovecharia su elevación para el bien, y envolvia en una mirada de inmenso cariño a todas las caras conocidas que estaban abajo, veladas por el intenso vaho de la fiesta; su madrina, el tio Bollo y la siñá Pascuala, que gimoteaban como unos niños con la nariz entre las manos, y aquella Toneta, la florista, su compañera de infancia, excelente muchacha que erguia con asombro la soberbia cabeza de beldad rifeña, como si no pudiera acostumbrarse a la idea de que Visantet, aquel mozo al que trataba como un hermano, se habia convertido en grave sacerdote con derecho a conocer sus pecadillos y a absolverla.
Continuaba la ceremonia. El nuevo cura, agitado por la emoción, por la felicidad y por aquel ambiente cargado de asfixiantes perfumes, seguia la celebración de la misa como un autómata, guiado muchas veces por sus compañeros, sintiendo que las piernas le flaqueaban, que vacilaba su robusto cuerpo de atleta, y sostenido únicamente por el temor de que la debilidad le hiciera incurrir en algún sacrilegio.
Como si se moviera en las nieblas de un sueño, realizó todas las partes que quedaban del misterio de la misa: con insensibilidad que le asombraba, verificó aquella consumación en que tantas veces habia pensado emocionado, y después del tedéum, cayó desvanecido en la poltrona, cerrados los ojos, y sintiéndose sofocado por aquella antigua casulla codiciada por los anticuarios, orgullo de la parroquia, y que tantas veces habia mirado él, siendo seminarista, como el colmo de sus ambiciones.
Un penetrante perfume de rosa y almizcle, el mido de agua agitada, le volvieron a la realidad.
La madrina le lavaba y perfumaba las manos para la recepción final, y toda la compacta masa abalanzábase al altar mayor queriendo ver de cerca al nuevo cura.
La vida de superioridad y respetos comenzaba para él. La señora, a la que habia servido tantas veces, besábale las manos con devoción y le llamaba don Vicente, deseándole muchas felicidades después de sus misticas bodas con la Iglesia.
El nuevo cura, a pesar de su estado, no pudo reprimir un sentimiento de orgullo y cerró los ojos, como si le desvaneciera el primer homenaje.
Algo áspero y burdo oprimió sus manos. Eran las pobres zarpas del tio Bollo, cubiertas de escamas por el trabajo y la vejez. El cura vió inundadas en lágrimas, contraidas por conmovedoras muecas, las cabezas arrugadas y cocidas al sol de sus pobres padres, que le contemplaban con la expresión del escultor devoto que, terminada la obra se prosterna ante ella creyéndola de origen superior.
Lloraba la gente contemplando el apretado grupo en que se confundian la dorada casulla con las negras ropas de los viejos, y las tres cabezas unidas agitábanse con rumor de besos y estertor de gemidos.
El impulso de la curiosa muchedumbre rompió el grupo conmovedor, y el cura quedó separado de los suyos, entregado por completo al público que se empujaba por alcanzar las sagradas manos.
Aquello resultaba interminable. Benimaclet entero rozaba con besos sonoros como latigazos aquellas manos velludas, llevándose en los labios agrietados por el sol y el aire una parte de los perfumes.
Ahora si que, agobiado por la presión de aquella multitud que se apretaba contra la poltrona, falto de ambiente y de reposo, iba a desmayarse de veras el nuevo cura.
Y en la asfixiante batahola, cuando ya se nublaba su vista y echaba atrás la cabeza, recibió en su diestra una sensación de frescura, difundiéndose por el torrente de su sangre.
Eran los rojos labios de la buena hermana, de Toneta, que rozaban su epidermis, mientras que sus negros ojos se clavaban en él con forzada gravedad, como si tras ellos culebrease la carcajada inocente de la compañera de juegos protestando contra tanta ceremonia.
Junto a ella, arrogante y bien plantado como un Alcides, con la manta terciada y la rápida testa erguida con fiereza, estaba otro compañero de la niñez, Chimo el Moreno, el gañán más bueno y más bruto de todo Benimaclet, protegiendo a la arrodillada muchacha con la gallardia celosa de un sultán y mirando en torno con sus ojillos marroquies que parecian decir: ¡A ver quién es el guapo que se atreve a empujarla!»