Kitabı oku: «Cuentos Valencianos», sayfa 6
La corrección
A las cinco, la corneta de la cárcel lanzaba en el patio su escandalosa diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones, que repetían como poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado con carne humana.
Levantábanse de la almohada trescientas caras soñolientas, sonaba un verdadero concierto de bostezos, caían arrolladas las mugrientas mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos e inactivos brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por «petates» en el mísero antro, y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio antes muerto.
En las extensas piezas, junto a las ventanas abarrotadas, por donde entraba el fresco matinal renovando el ambiente cargado por el vaho del amontonamiento de la carne, formábanse los grupos, las tertulias de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos: los delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita; entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la locura o la imbecilidad, criminales instintivos, de mirada verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados fruncidos por cierta expresión de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que sólo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas; pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los rojos ladrillos.
A aquella hora asomaban en «las piezas» las galoneadas gorras de los empleados, saludados con el respeto que inspira la autoridad donde impera la fuerza; pasaban los cabos, vergajo al puño, con sus birretes blancos escasos de tela, como de cocinero de barco pobre, y comenzaban los «quinceneros» la limpieza de la casa, la descomunal batalla contra la mugre y la miseria que aquel amontonamiento de robustez inútil dejaba como rastro de vida al agitarse dentro del sombrío edificio.
Los «quinceneros» eran la última capa de aquella sociedad de miserables, los parias de la esclavitud, los desheredados de la cárcel. El último de los presos resultaba para ellos un personaje feliz, y le contemplaban con envidia al verle inmóvil en «la pieza», haciendo calcetas con estrambóticos arabescos o tejiendo cestillos de abigarrados colores.
Con la escoba al hombro y arrastrando los cubos de agua, pasaban macilentos y humildes ante los penados, pensando en cuándo llegarían a ser «de causa» y tendrían el honor de sentarse en el banquillo de la Audiencia por «algo gordo», librándose con esto de doblar todo el día el espinazo sobre los rojos baldosines e ir pieza tras pieza lavando el hediondo piso sin quitar la vista del cabo y del cimbreante vergajo, pronto a arrollarse al cuerpo como angulosa serpiente. Iban descalzos, andrajosos, mostrando por los boquetes de la blusa la carne costrosa, libre de camisa, con la cara pálida, la piel temblona por el hambre de muchos años y el horrible aspecto de náufragos arrojados a una isla desierta. Eran los chicos de la cárcel, los que se preparaban a ser hombres en aquel horrible antro, siempre condenados a quince días de arresto que no terminaban nunca, pues apenas los ponían en la puerta y aspiraban el aire de las calles, la policía, como madre amorosa, devolvíalos a la cárcel, para atribuirse un servicio más e impedir que la adolescencia desamparada aprendiese malas cosas rodando por el mundo.
Eran en su mayoría seres repulsivos: frentes angostas con un cerquillo de cabellos rebeldes que sombreaban como manojo de púas las rectas cejas; rostros en los que parecía leerse la fatal herencia de varias generaciones de borrachos y homicidas; carne nacida del libertinaje brutal, que estaba aderezándose para ser pasto del presidio; pero entre ellos había muchachos enclenques e insignificantes, de mirada sin expresión, que parecían esforzarse por seguir a los compañeros en su oscuro descenso; y extremando la ley de castas hasta lo inverosímil, resultaban las víctimas de aquellos mismos que pasaban como esclavos de los presos.
El más infeliz era el Groguet, un muchacho paliducho y débil por el excesivo crecimiento y sin energías para protestar. Cargaba con los enormes cubos, y agobiado bajo su peso subía la interminable escalera, pensando en el tiempo feliz en que tenía por casa toda la ciudad, durmiendo en verano sobre los cuévanos del Mercado y apelotonándose en invierno en el quicio del respiradero de alguna cuadra.
Castigábanle por torpe. Muchas veces, al cruzar el patio, quedábase mirando aquel sol que se detenía en el borde de los sombríos paredones, sin atreverse nunca a bajar hasta el húmedo suelo; y cuando el vergajo le avivaba el paso, lanzaba entre dientes un «¡mare mehua!», y le parecía verla paraeta del Mercado, aquella mesilla coja con la calabaza recién salida del horno, tras la cual estaba su madre cambiando ochavos por melosas rebanadas y peleándose por la más leve palabra con todas las de los puestos vecinos que le hacían competencia.
Ya habían pasado muchos años, pero él se acordaba, como si estuviera viéndolos, de aquellos ojos sin pestañas, ribeteados de rojo, horribles para los demás, pero amorosos para él; de aquella mano seca que al acariciarle la cerdosa cabeza manchábala de pringue meloso; de aquella cama en que soñaba abrazado a su madre, y ahora… ahora dormía en una manta que le prestaba por caridad alguno de «su pieza»; y si en verano se tendía sobre ella, en invierno servíale para taparse, recostando el cuerpo sobre los húmedos baldosines, resignado a helarse por debajo con tal de sentir arriba un poco de calor.
Niño a pesar de sus amarguras, vendía el pan de la cárcel por diez céntimos para una partida de pelota en el patio o un racimo de uvas, y a la hora del rancho echábase a la espalda la mano izquierda, y mirando con envidia a los que empuñaban un mendrugo, hundía su cuchara en el insípido rancho para engañar el estómago con ilusorio alimento.
Y así vivía, sin estar aún enterado de por qué razones se preocupaban de él y lo enviaban a la cárcel quince días, para volver a meterlo apenas pisaba la calle. Le cogió la policía en una de sus redadas; pilláronle en el Mercado, su casa solariega: tal vez conocían su afición a la fruta, que él consideraba de posesión común, y desde entonces viose condenado a no gozar de libertad más que unas pocas horas cada quince días.
Sabía que le pillaban por «blasfemo». ¿Qué sería aquello? Y sin saber por qué, recordaba que los agentes, cuando intentaba escaparse, le daban de bofetadas, con acompañamiento de interjecciones en que barajaban a Dios y los santos.
El muchacho, siempre en la duda de qué significaría su título de «blasfemo», resignábase con su suerte, sin sospechar que se publicaban periódicos con sueltos escritos por los mismos interesados en que se hablaba del gran servicio prestado el día anterior por el cabo Fulano «y fuerza a sus órdenes», prendiendo al terrible criminal conocido por el Groguet.
Y aquel bandido de quince años iba creciendo en la cárcel, trabajando como una bestia, aprendiendo a ratos perdidos el caló del crimen, oyendo la novelesca relación de interesantes atracos y mirando como hombres sublimes a los «carteristas» y «enterradores», señores muy listos y bien portados que iban por el patio con sortijas y reloj de oro y que tiraban el dinero, siendo reverenciados por todos los presos. ¡Ay, si él pudiese llegar por el tiempo a la altura de aquellos «tíos»!
Pero sus aspiraciones eran más modestas. Había nacido para bestia de carga y sólo deseaba que le dejasen trabajar con tranquilidad; que no fuesen a buscarle cuando no se metía con nadie.
En una de sus salidas quiso vender periódicos; pero apenas lanzó los primeros gritos, ya tenía en el cuello la zarpa de un tío bigotudo, de aquel mismo de quien decía en la cárcel la gente «de la marcha» que poniéndole dos o tres duros en la mano era capaz de no ver el sol en mitad del día y de dejar que robasen un reloj en sus mismas narices.
Otra vez, al cumplir la quincena, levantó el vuelo y no paró hasta el puerto, donde, con un saco en la cabeza a guisa de caperuza, dedicábase a la descarga de carbón, andando con la agilidad de una mona por el madero tendido entre el muelle y el vapor inglés. Lo pasaba tan ricamente; comía de caliente ¡y con pan! en una taberna; pero a los pocos días quiso su desgracia que asomase por allí los bigotes uno de sus sayones, y otra vez a la cárcel, para que pudiera publicarse con fundamento la consabida gacetilla sobre el terrible Groguet y el inmenso servicio del cabo Fulano «y fuerza a sus órdenes».
Así iba corrigiéndose el bandido de sus terribles crímenes, que él no sabía cuáles fuesen; y oyendo a los ladrones la relación de sus hazañas, estremeciéndose al escuchar el relato de los asesinos y teniendo que resistir a monstruosas solicitudes que le aterraban, preparábase para ser hombre honrado cuando la policía le quisiera dejar tranquilo.
No le cogerían más; estaba decidido; aquélla era la última quincena que pasaría. Cuando terminase, no se detendría ni un instante en la ciudad: iría al puerto para esconderse en cualquier barco; se metería bajo los asientos de un vagón de ferrocarril; el propósito era huir lejos, muy lejos, donde no sacasen al Groguet en letras de molde ni le conociera ningún cabo Fulano.
Y el muchacho, que antes vivía en la cárcel con resignada indiferencia, esperó impaciente el término de la quincena.
Por fin llegó el momento. «El Groguet a la calle, con todo lo que tenga.»
¡Lo que él tenía! Valiente sarcasmo. Ganas de trabajar, de regenerarse, de verse libre de aquella estúpida persecución… y nada más.
Se sacudió como un perro mojado antes de salir de la pieza; no se limpió de los zapatos el polvo de la cárcel, porque carecía de ellos, y lanzóse por el entreabierto rastrillo como un gorrión fuera de la jaula.
Vamos, que ahora se fastidiaba para siempre el tío de los bigotes.
Pero se detuvo en el umbral, aterrado como ante una visión: allí estaba él, en la pared de enfrente, con otro fariseo de su clase, sonriendo los dos como si les complaciera el terror del muchacho.
Intentó escapar; pero inmediatamente sintió la velluda zarpa en el cuello y fue zarandeado, con acompañamiento de… esto y aquello en Dios y la Virgen.
Como medida de previsión, otra quincena. Y sin dar gracias a la sociedad, que se preocupaba de él para mejorar su índole perversa, atravesó otra vez el portón en busca del vergajo que enseña y de las conversaciones de la cárcel que moralizan.
Iba preso de nuevo por «blasfemo». Y lo mejor del caso era que al salir de la cárcel no había abierto la boca, y únicamente al sumirse de nuevo tras el férreo rastrillo, pensando, sin duda, en los ojos enrojecidos y sin pestañas y en la mano huesosa y acariciadora, murmuraba, abatido, su lamento de los grandes dolores:
– ¡Ay, mare mehua!
Guapeza valenciana
I
Buenos parroquianos tuvo aquella mañana el cafetín del Cubano. La flor de la guapeza, los valientes más valientes que campaban en Valencia por sus propios méritos; todos cuantos vivían a su estilo de caballero andante por la fuerza de su brazo, los que formaban la guardia de puertas en las timbas, los que llevaban la parte de tenor en la banca, los que iban a tiros o cuchilladas en las calles, sin tropezar nunca, en virtud de secretas inmunidades, con la puerta del presidio, estaban allí, bebiendo a sorbos la copita matinal de aguardiente, con la gravedad de buenos burgueses que van a sus negocios.
El dueño del cafetín les servía con solicitud de admirador entusiasta, mirando de reojo todas aquellas caras famosas, y no faltaban chicuelos de la vecindad que asomaban curiosos, a la puerta, señalando con el dedo a los más conocidos.
La baraja estaba completa. ¡Vive Dios! Que era un verdadero acontecimiento ver reunidos en una sola familia bebiendo amigablemente, a todos los guapos que días antes tenían alarmada la ciudad y cada dos noches andaban a tiros por Pescadores o la calle de las Barcas, para provecho de los periódicos noticieros, mayor trabajo de las Casas de Socorro y no menos fatiga de la Policía, que echaba a correr a los primeros rugidos de aquellos leones que se disputaban el privilegio de vivir a costa de un valor más o menos reconocido.
Allí estaban todos. Los cinco hermanos Bandullos, una dinastía que al mamar llevaba ya cuchillo; que se educó degollando reses en el Matadero, y con una estrecha solidaridad lograba que cada uno valiera por cinco y el prestigio de la familia fuese indiscutible.. Allí Pepet, un valentón rústico que usaba zapatos por la primera vez en su vida y había sido extraído de la Ribera por un dueño de timba, para colocarlo frente a los terribles Bandullos, que le molestaban con sus exigencias y continuos tributos; y en tomo de estas eminencias de la profesión, hasta una docena de valientes de segunda magnitud, gente que pasaba la vida pensando por no trabajar; guardianes de casas de juego que estaban de vigilancia en la puerta desde el mediodía hasta el amanecer, por ganarse tres pesetas; lobos que no habían hecho aún más que morder a algún señorito enclenque o asustar los municipales; maestros de cuchillo que poseían golpes secretos e irresistibles, a pesar de lo cual habían perdido la cuenta de las bofetadas y palos recibidos en esta vida.
Aquello era una fiesta importantísima, digna de que la voceasen por la noche los vendedores de La Correspondencia a falta de «¡El crimen de hoy!»
Iban todos a comerse una paella en el camino de Burjasot para solemnizar dignamente las paces entre los Bandullos y Pepet.
Los hombres cuanto más hombres, más serios para ganarse la vida.
¿Qué se iba adelantando con hacerse la guerra sin cuartel y reñir batalla todas las noches? Nada; que se asustaran los tontos y rieran los listos; pero, en resumen, ni una peseta, y los padres de familia expuestos a ir a presidio.
Valencia era grande y había pan para todos. Pepet no se metería para nada con la timba que tenían los Bandullos, y éstos le dejarían con mucha complacencia que gozase en paz lo que sacara de las otras.
Y en cuanto a quiénes eran más valientes, si los unos o el otro, eso quedaba en alto y no había que mentarlo: todos eran valientes y se iban rectos al bulto: la prueba estaba en que después de un mes de buscarse, de emprenderse a tiros o cuchillo en mano, entre sustos de los transeúntes, corridas y cierres de puertas no se habían hecho el más ligero rasguño.
Había que respetarse, caballeros, y campar cada uno como pudiera.
Y mediando por ambas partes excelentes amigos se llegó al arreglo.
Aquella buena armonía alegraba el alma, y los satélites de ambos bandos conmovíanse en el cafetín del Cubano al ver cómo los Bandullos mayores, hombres sesudos, carianchos y cuidadosamente afeitados con cierto aire monacal, distinguían a Pepet y le ofrecían copas y cigarros; finezas a las que respondía con gruñidos de satisfacción aquel gañán ribereño, negro, apretado de cejas, enjuto y como cohibido al no verse con alpargatas, manta y retaco al brazo, tal como iba en su pueblo a ejecutar las órdenes del cacique. De su nuevo aspecto sólo le causaba satisfacción la gruesa cadena de reloj y un par de sortijas con enormes culos de vaso, distintivos de su fortuna que le producían infantil alegría.
El único que en la respetable reunión podía meter la pata era el menor de los Bandullos, un chiquillo fisgón e insultadorcillo que abusaba del prestigio de la familia, sin más historia ni méritos que romper el capote a los municipales o patear el farolillo de algún sereno siempre que se emborrachaba, hazañas que obligaban a sus poderosos hermanos a echar mano de las influencias, pidiendo a este y al otro que tapasen tales tonterías a cambio de sus buenos servicios en las elecciones.
Él era el único que se había opuesto a las paces con Pepet, y no mostraba ahora en su día de concordia y olvido la buena crianza de sus hermanos. Pero ya se encargarían éstos de meter en cintura aquel bicho ruin que no valía una bofetada y quería perder a los hombres de mérito.
Salieron todos del cafetín formando grupo, por el centro del arroyo, con aire de superioridad, como si la ciudad entera fuese suya; saludados con sonriente respeto por las parejas de agentes que estaban en las esquinas.
Vaya una partida. Marchaban graves, como si la costumbre de hacer miedo les impidiese sonreír; hablaban lentamente, escupiendo a cada instante, con voz fosca y forzada, cual si la sacaran de los talones, y se llevaban las manos a las sienes, atusándose los bucles y torciendo el morro con compasivo desprecio a todo cuanto los rodeaba.
Por un contraste caprichoso, aquellos buenos mozos malcarados exhibían como gala el pie pequeño, usaban botas de tacón alto adornado con pespuntes, lo que les daba cierto aire de afeminamiento, así como los pantalones estrechos y las chaquetas ajustadas, marcando protuberancias musculosas o miseros armazones de piel y huesos en que los nervios suplían a la robustez.
Los había que empuñaban escandalosos garrotes o barras de hierro forradas de piel, golpeando con estrépito los adoquines, como si quisieran anunciar el paso de la fiera; pero otros usaban bastoncillos endebles o no se apoyaban en nada, pues bastante compañía llevaban sobre las caderas, con el cuchillo como un machete y la pistola del quince, más segura que el revólver.
Aquel desfile de guapos detúvose en todos los cafetines del tránsito para refrescar con medias libras de aguardiente, convidando a los policías conocidos que encontraban al paso, y cerca de las doce llegaron a la alquería del camino de Burjasot, donde la paella burbujeaba ya sobre los sarmientos, faltando sólo que le echasen el arroz.
Cuando se sentaron a comer estaban medio borrachos; mas no por esto perdieron su fúnebre y despreciativa gravedad.
II
Eran gente de buenas tragaderas, y pronto salió a luz el fondo de la sartén, viéndose, por los profundos agujeros que las cucharas de palo abrían en la masa de arroz, el meloso socarraet, el bocado más exquisito de la paella.
De vino, no digamos. A un lado estaba el pellejo vacío, exangüe, estremeciéndose con las convulsiones de la agonía, y las rondas eran interminables, pasando de mano en mano los enormes vasos, en cuyo negro contenido nadaban los trozos de limón para hacer más aromático el líquido.
A los postres, aquellas caras perdieron algo de su máscara feroz, se reía y bromeaba, con la pretina suelta para favorecer la digestión y lanzando poderosos regüeldos.
Salían a conversación todos los amigos que se hallaban ausentes por voluntad o por fuerza; el tío Tripa, que había muerto hecho un santo después de una vida de trueno; los Donsainers, huídos a Buenos Aires por unos golpes tan mal dados, que el asunto no se pudo arreglar ni aun mediando el mismo gobernador de la provincia; y la gente de menor cuantía que estaba en San Agustín o San Miguel de los Reyes, inocentones que se echaron a valientes, sin contra antes con bueno s protectores.
¡Cristo! Que era una lástima que hombres de tanto mérito hubieran muerto o se hallaran pudriendo en la cárcel o en el extranjero. Aquéllos eran valientes de verdad, no los de ahora, que son en su mayoría unos muertos de hambre, a quienes la miseria obliga a echárselas de guapo a falta de valor para pegarse un tiro.
Esto lo decía el Bandullo pequeño, aquel trastuelo que se había propuesto alterar la reunión, pinchando a Pepet, y a quien sus hermanos lanzaban severas miradas por su imprudencia. ¡ Criatura más comprometedora! Con chicos no puede irse a ninguna parte.
Pero el escuerzo ruin no se daba por enterado. Tenía mal vino y parecía haber ido a la paella por el solo gusto de insultar a Pepet.
Había que ver su cara enjuta, de una palidez lívida, con aquel lunar largo y retorcido, para convencerse de que le dominaba el afán de acometividad, el odio irreconciliable que lucía en sus ojos y hacía latir las venas de su frente.
Sí, señor; él no podía transigir con ciertos valientes que no tienen corazón, sino estómago hambriento; ruquerols que olían todavía al estiércol de la cuadra en que habían nacido y venían a estorbar a las personas decentes.
Si otros querían callar, que callasen. Él, no; y no pensaba parar hasta que se viera que toda la guapeza de esos tales era mentira, cortándoles la cara y lo de más allá.
Por fortuna, estaban presentes los Bandullos mayores, gente sesuda que no gustaba de compromisos más que cuando eran irremediables. Miraban a Pepet, que estaba pálido, mascando furiosamente su cigarro, y le decían al oído excusando la embriaguez del pequeño:
– No fases cas; está bufat.
Pero buena excusa era aquélla con un bicho tan rabioso. Se crecía ante el silencio e insultaba sin miedo alguno.
Lo que él decía allí lo repetía en todas partes. Había muchos embusteros. Valientes de mata-morta, como los melones malos. Él conocía un guapo que se creía una fiera porque le habían vestido de señor; mentira todo, mentira. El muy fachenda, hasta intentaba presumir y le hacía corrococos a María la Borriquera, la cordobesa que cantaba flamenco en el café de la Peña… ¡Ya voy! … Ella se burlaba del muy bruto: tenía poco mérito para engañarla: la chica se reservaba para hombres de valía, para valientes de verdad; él, por ejemplo, que estaba cansado de acompañarla por las madrugadas cuando salía del café.
Ahora sí que no valieron las benévolas insinuaciones de los hermanos mayores. Pepet estaba magnífico, puesto en pie irguiendo su poderoso corpachón, con los ojos centelleantes bajo las espesas cejas y extendiendo aquel brazo musculoso y potente que era un verdadero ariete.
Respondía con palabras que la ira cortaba y hacía temblar.
– Aixó es mentira, ¡mocós!
Pero apenas había terminado, un vaso de vino le fué recto a los ojos, separándolo Pepet de una zarpada e hiriéndose el dorso de la mano con los vidrios rotos.
Buena se armó entonces… Las mujeres de la alquería huyeron adentro lanzando agudos chillidos; todo el honorable concurso saltó de sus silletas de cuerda, rascándose el cinto, y allí salió a relucir un verdadero arsenal: navajas de lengua de toro, cuchillos pesados y anchos como de carnicería, pistolas que se montaban con espeluznante ruido metálico.
La reunión dividióse inmediatamente en dos bandos. A un lado, los Bandullos, cuchillo en mano, pálidos por la emoción, pero torciendo el morro con desprecio ante aquellos mendigos que se atrevían a emanciparse; y al otro, rodeando a Pepet, todos,, absolutamente todos los convidados, gente que había sobrellevado con paciencia el despotismo de la familia bandullesca y que ahora veía ocasión para emanciparse.
Miráronse en silencio por algunos segundos, queriendo cada uno que los otros empezaran.
¡Vaya caballeros! La cosa no podía quedar así… Allí se había insultado a un hombre, y de hombre a hombre no va nada.
Al fin, el reñir es de hombres.
Era una lástima que la fiesta terminase mal; pero entre hombres, ya se sabe, hay que estar a todo. Dejar sitio y que se las arreglen los hombres como puedan.
Los amigos de Pepet, que estaban en sus glorias y se mostraban fieros por la superioridad del número, colocáronse ante los Bandullos mayores, cortándoles el paso con los cuchillos y sus palabras.
En ocasiones como aquélla había que demostrar la entraña de valiente. Nada importaba que fuese su hermano. Había insultado y debía probar sin ayuda ajena que tenía tanto de aquello como de lengua.
Pero las razones eran inútiles. Estaban frente a frente los dos enemigos a la puerta de la alquería, bajo aquella hermosa parra, por entre cuyos pámpanos se filtraban los rayos del sol dorando las telarañas que envolvían las uvas.
El pequeño, extendiendo la diestra armada de ancha faca y cubriéndose el pecho con el brazo izquierdo, saltaba como una mona, haciendo gala de la esgrima presidiaria aprendida en los corralones de la calle Cuarte.
Todos callaban. Oíase el zumbido de los moscardones en aquella tibia atmósfera de primavera, el susurrar de la vecina acequia, el murmullo del trigo agitando sus verdes espigas y el chirriar lejano de algún carro, junto con los gritos de los labradores que trabajaban en sus campos.
Iba a correr sangre y todos avanzaban el pescuezo con malsana curiosidad para dar faltas y buenas sobre el modo de reñir.
El bicho maldito no se quitaba y seguía insultando. ¡A ver! Que se atracara aquel guapo y vería cuán pronto le echaba la tanda al suelo.
Y vaya si se atracó. Pero con un valor primitivo, no con la arrogancia del león, sino con la acometividad del toro: bajando la dura testa, encorvando su musculoso pecho, con el impulso irresistible de una catapulta.
De una zarpada se llevó por delante tambaleando y desarmando al pequeño Bandullo, y antes que cayera al suelo le hundió el cuchillo en un costado de abajo arriba, con tal fuerza que casi lo levantó en el aire.
Cayó el chicuelo llevándose ambas manos al costado, a la desgarrada faja que rezumaba sangre, y hubo un momento de asombro casi semejante a un aplauso.
¡Buen pájaro era aquel Pepet! Cualquiera se metía con un bruto así.
Los Bandullos lanzáronse sobre su caído hermano, trémulos de coraje, y hubo de ellos quienes requirieron sus armas con desesperación, como dispuestos a cerrar con aquel numeroso grupo de enemigos y morir matando para desagravio de la familia, que no podía consentir tal deshonra.
Pero les contuvo un gesto imperioso del hermano mayor, Néstor de la familia, cuyas indicaciones seguían todos ciegamente. Aún no se había acabado el mundo. Lo que él aconsejaba y siempre salía bien: paciencia y mala intención.
El pequeño, pálido, casi exánime, echando sangre y más sangre por entre la faja, fué llevado por sus hermanos a la tartana, que aguardaba cerca de la alquería, que trajo por la mañana todo el arreglo de la paella.
– ¡Arrea, tartanero! … ¡ Al hospital! Donde van los hombres cuando están en desgracia.
Y la tartana se alejó dando tumbos que arrancaban al herido rugidos de dolor.
Pepet limpió el cuchillo con hojas de ensalada que había en el suelo, lo lavó en la acequia y volvió a guardarlo con tanto cariño como si fuese un hijo.
El ribereño había crecido desmesuradamente a los ojos de todos aquellos emancipados que le rodeaban, y de regreso a Valencia, por la polvorienta carretera, se quitaban la palabra unos a otros para darle consejos.
A la Policía no había que tenerle cuidado. Entre valientes era de rigor el silencio. El pequeño diría en el hospital que no conocía a quien le hirió, y si era tan ruin que intentara cantar, allí estarían sus hermanos para enseñarle la obligación.
A quien debía mirar de lejos era a los Bandullos que quedaban sanos. Eran gente de cuidado. Para ellos lo importante era pegar, y si no podían de frente, lo mismo les daba a traición. ¡Ojo, Pepet! Aquello no lo perdonarían, más que por el hermano, por el buen sentimiento de la familia.
Pero al valentón ribereño aún le duraba la excitación de la lucha y sonreía despreciativamente. Al fin, aquello tenía que ocurrir. Había venido a Valencia para pegarles a los Bandullos; donde estaba él no quería más guapos; ya había asegurado a uno; ahora que fuesen saliendo los otros, y a todos los arreglaría.
Y como prueba de que no tenía miedo, al pasar el puente de San José y meterse todos en la ciudad amenazó con un par de guantadas al que intentara acompañarle.
Quería ir solo por ver si así le salían al paso aquellos enemigos. Conque…, ¡largo y hasta la vista!
¡Qué hígados de hombre! Y la turba bravucona se disolvió, ansiosas de relatar en cafetines y timbas la caída de los Bandullos, añadiendo, con aire de importancia, que habían presenciado la terrible gabinetá de aquel valentón que juraba el exterminio de la familia.
Bien decía el ribereño que no tenía miedo ni le inquietaban los Bandullos. No había más que verle a las once de la noche marchando por la calles de las Barcas con desembarazada confianza.
Iba a la Peña a oír a su adorada novia la Borriquera.
¡Mala pécora! Si resultaba cierto lo que aquel chiquillo insultador le había dicho antes de recibir el golpe, a ella le cortaba la cara, y después no dejaba títere sano en todo el café.
Aún le duraba la excitación de la riña, aquella rabia destructora que le dominaba después de haber hecho sangre.
Ahora, antes que se enfriase, debieran salirle al encuentro los Bandullos, uno a uno o todos juntos. Se sentía con ánimos para de la primera rebanada partirlos en redondo.
Estaba ya en la subida de la Morera, cuando sonó un disparo y el valentón sintió el golpe en la espalda, al mismo tiempo que se nublaba su vista y le zumbaban los oídos.
¡Cristo! Eran ellos que acababan de herirle.
Y llevándose la mano al cinto tiró de su pistola del quince; pero antes que volviera la cara sonó otro disparo y Pepet cayó redondo.
Corría la gente, cerrábanse las puertas con estrépito, sonaban pitos y más pitos al extremo de la calle, sin que por esto se viese un quepis por parte alguna, y aprovechándose del pánico abandonaron los Bandullos la protectora esquina, avanzando cuchillo en mano hacia el inerte cuerpo, al que removieron de una patada como si fuese un talego de ropa.
Ben mort está.
Y para convencerse más, se inclinó uno de ellos sobre la cabeza del muerto, guardándose algo en el bolsillo.
Cuando llegaron los guardias y se amotinó la gente en tomo del Juzgado, vióse a la luz de algunos fósforos la cara moruna de Pepet el de la Ribera, con los ojos desmesurados y vidriosos, y junto a la sien derecha una desolladura roja que aún manaba sangre.
Le habían cortado una oreja como a los toros muertos con arte.