Kitabı oku: «El intruso», sayfa 6
III
Fué una «comida íntima» la que dió Sánchez Morueta por ser sus días. No estaban en el comedor otras señoras que la esposa del millonario y su hija. Los convidados eran todos de la casa, empleados como el capitán Iriondo, el secretario Goicochea y Fernando Sanabre, el ingeniero director de los altos hornos, ó parientes de la familia como el doctor Aresti y Fermín Urquiola.
Este Urquiola visitaba con frecuencia la casa, por ser sobrino lejano de la señora, aunque Sánchez Morueta no mostraba por él gran simpatía. Era un antiguo discípulo de Deusto, que, después de abandonar la Universidad, seguía á las órdenes de los Padres de la Compañía lo mismo que cuando estudiaba en sus aulas. La juventud de Bilbao, que se llamaba á sí misma distinguida, admirábale por su fuerza muscular y el entusiasmo con que sustentaba las sanas ideas de los buenos padres. Era el organizador y el hombre de acción de todas las asociaciones piadosas. Su ideal consistía en tener á los liberalitos en un puño y no dejar que las gentes de la Maketania se apoderasen del país. Pasaba en Bilbao por ser uno de los jóvenes más elegantes, pero cuando llegaban luchas electorales, se le veía con la boina sobre los ojos, empuñando un enorme garrote, al frente de los aldeanos de los pueblecillos inmediatos. La rizosa y poblada barba, la nariz aguileña y pesada y sus ojos negros de bohemio, dábanle gran prestigio entre las gentes del campo, porque las hacía recordar la cara adorada de su ídolo.
–¡Se le parece al señor!…—murmuraban.—Tiene toda la cara de don Carlos.
Y á Urquiola, impulsivo y brutal, que hablaba de beber sangre por la más leve ofensa, le satisfacía que los partidarios, por exceso de entusiasmo, relacionasen su nacimiento con los veleidosos amoríos del fugitivo rey de las montañas. Su familia, arruinada por la guerra, apenas si le había dejado una renta exigua para vivir, y Urquiola se ayudaba buscando la protección de las familias más linajudas de Bilbao, que veían en él un acabado ejemplar de la juventud sana educada en Deusto. Alborotaba en las luchas políticas, llevando á ellas la misma violencia de su partido cuando se batía en los montes. Por las noches mezclábase en los escándalos de ciertas casas del barrio de San Francisco, donde ejercía alguna superioridad sobre las infelices mercenarias de sus cuerpos, por el prestigio de su nombre y la leyenda sobre su nacimiento que le convertía casi en un príncipe. Los amigos tenían fe en su porvenir. Los padres de Deusto le protegían, sonriendo benévolamente ante lo que llamaban sus calaveradas. Era exceso de vida: ya le casarían ventajosamente y sería un modelo de caballeros cristinos.
Sánchez Morueta le veía en su casa con disgusto, pero no osaba manifestarlo claramente por consideración á doña Cristina, que parecía orgullosa de su sobrino.
–Este animal viene indudablemente por Pepita—decía Aresti, á quien interesaba Urquiola como un ejemplar raro de egoísmo y brutalidad.
Y se fijaba en su sobrina, la cual, á pesar de las insinuaciones de la madre, mostraba más inclinación por Sanabre, el ingeniero de los altos hornos, que por aquel pariente cuya petulancia y descaro parecían intimidarla. Gustaba la joven de saber por él todo cuanto pudiera molestar á sus amigas. Urquiola la enteraba de todas las fiestas que proyectaban los padres de la Compañía para entretener y conservar bajo su dominio á una sociedad ociosa y opulenta; pero una vez agotados estos temas, la joven se alejaba de él y permanecía silenciosa, como abroquelada por la instintiva repulsión que parecía inspirarle el famoso discípulo de Deusto.
Aresti veía en su sobrina la niña rica de las familias de su tierra; educada primero por las monjas y dirigida después por el confesor hasta en los hechos más pequeños de su existencia; con la voluntad adormecida, y considerando como un pecado, el más leve intento de iniciativa propia.
El doctor reconocía que no era gran cosa como mujer: la alegría de la juventud en los ojos, los cabellos rubios de su madre, y una esbeltez de muchacha sana en la que todos los encantos femeniles están aún recogidos, como en capullo, sin la majestad exuberante de la forma definitiva. A través de su belleza en agraz, adivinábase el esqueleto fuerte y anguloso del padre. En sus manos largas, algo grandes para sus brazos delicados, había mucho de Sánchez Morueta. Era la primera evolución de la estirpe hacia el afinamiento de la ociosidad y el bienestar, guardando aún los signos de su origen.
Iba cargada de joyas, con la suntuosidad de una aristocracia recién creada que se consume en medio de su lujo, falta de fiestas para lucirlo y siente el ansia de adornarse para pregonar su riqueza y herir la envidia ajena. La hija de Sánchez Morueta era tan admirada como su padre, cuando iba á Bilbao á oír misa en la iglesia de los jesuítas ó asistía por las tardes á las conferencias de las Hijas de María. Los jóvenes salidos de Deusto hablaban con fruición de ella y de los millones del padre. «¡Qué magnífico bocado!» Y cada uno acariciaba la posibilidad de que le tocase la lotería del matrimonio, en un país donde casi nadie se casa por amor y las uniones entre ricos son negocios vulgares convenidos por las familias con la ayuda y buen consejo de algún padre jesuíta.
La comida deslizábase placenteramente. Todos sentían la dulzura del bienestar, la satisfacción de la vida, en aquel comedor, al que daban, el roble tallado y el cuero obscuro de las paredes, una impresión de suntuosidad discreta y señorial. Las grandes piezas del servicio lucían su brillo mate de plata vieja y sólida, trabajada á martillo. Por las vidrieras de las ventanas pasaban y repasaban, mecidas por el viento, las verdes copas de los árboles del jardín. La mesa era servida por criadas jóvenes, de rizados y blancos delantales. Sus caras, sanas y rojas como melocotones, daban una impresión de perfume primaveral semejante al de las flores que adornaban la mesa.
Aresti estaba sentado al lado de su prima. Hacía mucho tiempo que no la había visto tan amable. Ni la más leve alusión á las de Lizamendi; ni una frase amarga para su impiedad. Sin duda, le agradecía la visita que por la mañana había hecho á Begoña. El doctor, examinándola, encontraba en ella algo de monacal, á pesar de que en honor al día se había cubierto de joyas. Su traje era negro y elegante, pero había en él cierto abandono que no pasaba inadvertido para el doctor, el cual recordaba sus pretensiones elegantes de otros tiempos. Notaba en ella los estragos de la edad, la gordura que borraba bajo el almohadillado de la grasa su antigua belleza de rubia altiva y dura.
–Esta se entrega—pensaba Aresti.—Huele á incienso como las otras.
El médico atraía las miradas y las preguntas de todos los convidados. Era un original que despertaba interés, viviendo como un solitario en la montaña, en medio de la gente de las minas, de la que se hablaba con cierto miedo en aquel interior elegante y rico. Miraban todos á Aresti como si fuese un viajero de vuelta de una exploración por países salvajes y misteriosos, donde la vida era ruda y peligrosa. Las minas se presentaban ante muchos de ellos como un país lejano, que servía para enriquecer á los potentados de la villa, pero al cual sólo se asomaban alguna vez, regresando apresuradamente. Al recordar las canteras de trabajo rudo y aquellas chabolas, donde dormían amontonados los hombres, digiriendo con tragos de agua roja las cucharadas de alubias con tocino, sentían la voluptuosidad del egoísmo. El comedor les parecía más hermoso, y sonreían al desfile de manjares, á las angulas del país, enrolladas como lombrices en la tartera de plata, á los platos extranjeros que nunca faltaban en la cocina de Sánchez Morueta y á la fila de copas de diversas formas y colores que cada uno tenía delante, y en las cuales iban cayendo los vinos más diversos, desde el Tokay y el Chablis del principio de la comida, hasta el Cordón Rouge y el Pomery, que servirían al final.
Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en el café ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventud piadosa y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo del pueblo; la Iglesia estaba siempre con los de abajo y el Santo Padre escribía encíclica sobre encíclica en favor de los obreros. Pero el pueblo era para él, la gente de los campos, los aldeanos respetuosos con el cura y el señor, guardadores de las santas tradiciones. Que le diesen á él las buenas gentes de las anteiglesias vascas, religiosas y de sanas costumbres, sin más diversión que bailar el aurrescu los domingos y la espata danza en las fiestas del patrón, ni otros vicios que empinar un poco el codo en las romerías. Aquella gente vivía feliz en su estado, sin soñar en repartos ni en revoluciones; antes bien, dispuesta á dar su sangre por Dios y las sanas costumbres. Que no le hablasen á él del populacho de las minas; corrompido y sin fe; hombres de todas las provincias, maketos llegados en invasión, trayendo con ellos lo peor de España, contaminando con sus vicios la pureza del país; siempre descontentos y amenazando con huelgas, deseando el exterminio de los ricos y comparando su miseria con el bienestar de los demás, como si hasta en el cielo no existiesen categorías y clases.
Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas palabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto:
–Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demás zarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casi todos los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un día á Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.
Aresti volvióse hacia su primo, que comía silencioso, lanzando alguna que otra mirada al sobrino de su mujer.
–¿Qué te parece, Pepe, cómo piensan estos jóvenes?
Y encarándose con Urquiola, le dijo con una timidez irónica, dando á entender su deseo de rehuir discusiones con él.
–Pues esa pillería venida de… España; ese rebaño maketo y pecador, es el que trabaja y da prosperidad á Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo en las minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta tierra? Los buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo y aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellos llegasen. Son como los negros que en otros tiempos eran llevados á América para mantener á los blancos. Vienen empujados por la miseria, y ya que no podemos agradecer su sacrifico con el látigo, les pagamos con malas palabras.
Urquiola encabritábase ante las palabras desdeñosas del doctor. Abominaba de aquella gente perdida, incapaz de regeneración: la prueba era que no ahorraban, que no hacían el menor esfuerzo por salir de su estado.
–¡El ahorro!—exclamó Aresti.—¡Ahorrar y enriquecerse, teniendo unos cuantos reales de jornal, y viviendo rodeados de gentes de su misma clase que les explotan en el alimento y en la casa!…
–Eso no—intervino Sánchez Morueta, con autoridad.—Ya sabes, Luis, que no estoy conforme con tus ideas. El obrero español es víctima de la imprevisión. En otros países es distinto: el trabajador se forma un pequeño capital para la vejez…
–¡Bah! En otros países ocurre lo que aquí. Y lo que hace que el obrero moderno sea rebelde y se entregue á la lucha de clase, es la convicción de que, por más que ahorre sacrificando sus necesidades, no saldrá de su miseria. Los progresos le han cerrado el camino. En los tiempos de trabajo rudimentario, de industria doméstica, aún podía soñar con hacerse patrono; podía con sus ahorros adquirir los útiles necesarios y convertir su casa en un pequeño taller. Pero ahora, Pepe, por mucho que ayune un obrero tuyo, amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á ser accionista de tus fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas, con todo el material necesario para la explotación?
–Eso está bien—arguyó Urquiola con acento triunfante.—Este doctor dice á veces cosas muy oportunas. Lo que demuestra que los antiguos tiempos eran los buenos y que, para tranquilidad de todos, hay que volver á la época en que no había progreso y los hombres vivían tranquilos.
Sánchez Morueta miró al joven con unos ojos que alarmaron á doña Cristina, haciéndola temer por su sobrino.
–Eso es una majadería—dijo con calmosa gravedad.—Eso sólo puede decirse á la salida de Deusto. ¡Suprimir el progreso porque trae algunas complicaciones!…
Y aquel hombre siempre silencioso, habló lentamente, pero con gran energía. Era un admirador religioso del capital. Aresti conocía su entusiasmo frío y firme por el dinero, que, puesto en movimiento por los descubrimientos industriales, había revolucionado el mundo. El millonario era á modo de un poeta del capital, y sacudiendo su ensimismamiento, rompió en un himno á aquella fuerza casi sagrada, puesta en manos de contadísimos iniciados. Cierto, que el trabajo, que era un auxiliar indispensable, sufría crisis y miserias, ¿pero por esto había que renegar del progreso, legítimo hijo del capitalismo industrial? La gran revolución moderna era obra de la religión del dinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más ferviente devoto. Utilizando los descubrimientos de la ciencia, había multiplicado los productos, y disminuido su valor, poniéndolos así al alcance de la mayoría, y facilitando su bienestar. El trabajador del presente gozaba de comodidades que no habían conocido los ricos de otros tiempos. El capital al servicio de la industria había civilizado territorios salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo mercados en todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con los rails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los cables telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y otro hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las grandes hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos. Los poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Los reyes de los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos de guerra, cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandes ejércitos, tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultos en sus escritorios. Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultos los verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo á la naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de los capitalistas, silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña de la suerte del mundo. Y lo que más entusiasmaba á Sánchez Morueta, en esta secta oculta de universal poderío, era que sólo á la capacidad le estaba reservado entrar en ella. La jerarquía industrial no era como las dominaciones sacerdotales ó guerreras del pasado, en las que se figuraba sin otro derecho que el nacimiento. El hijo del capitalista, falto de capacidad, era expulsado por los malos negocios, y un nuevo individuo, aprovechando los residuos de su desgracia, venía á iniciarse en la poderosa secta. ¿Dónde encontrar una institución tan grande y poderosa y á la par tan democrática y modesta? ¿Y había locos que pedían la muerte ó la modificación de una fuerza que había transformado la Tierra?…
Aresti protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, las ventajas sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio del trabajo. El capital encontraba remunerados con creces sus servicios. Pero el trabajo ¿veía recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No se encontraba hoy en el mismo estado de miseria que al iniciarse á principios del siglo XIX la gran revolución industrial?
–Eso es un error, Luis—dijo el millonario.—El trabajo está mejor que nunca. La prueba es que en todo el mundo baja considerablemente el interés del capital, mientras sube con las huelgas y las reclamaciones obreras el tipo de los jornales.
–¡Bah!—dijo el doctor con gesto de desprecio.—¡El aumento de unos reales en el jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nada sirven al enfermo, pues al poco tiempo se restablece el fatal equilibrio, aumentándose el precio de los productos, y el trabajador, con más dinero en la mano, se ve tan necesitado como antes. Son cambios de postura, creyendo engañar con ellos á la enfermedad. Al trabajador de nada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en esto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el sitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce.
Las palabras de los dos hombres resonaban en el silencio del comedor. Todos callaban, no osando interrumpirles. Urquiola era el único que sonreía con aire de suficiencia, como si poseyera el secreto de aquella cuestión.
Doña Cristina, temiendo que la polémica acabase por turbar la placidez de la comida, intervino, preguntando á Aresti por sus amigos de Gallarta. Pepita apoyó á su madre. La gustaba conocer las excentricidades de aquellos contratistas que no sabían en qué emplear su riqueza. Reía con alegría de niña educada aristocráticamente, al enterarse de las vulgares diversiones de aquellos ricos de la víspera, que, no hacían más que seguirlas huellas de su padre.
Todos escuchaban al doctor, el cual, con suave ironía, describió los banquetes pantagruélicos de las minas, con sus lluvias de Cordón Rouge. Dentro de sus nuevos y elegantes chalets no eran menos originales aquellos ricos, que aún guardaban la boina y los zapatones del obrero. Bajaban á la villa con sus esposas, ganosos de hacer alardes de riqueza para deslumbrar al vecino, y compraban lo más extravagante y chillón, todo lo que en almacenes y tiendas no sabían á quién colocar; muebles complicados y bizarros que se cubrían de polvo de mineral, sin que sus dueños osasen acercarse á ellos, por miedo á deslucirlos. Cada vez que el doctor, después de una visita, quería lavarse las manos, quedaba asombrado ante las toallas con más colores que el iris, y las pastillas de jabón en forma de tigre ó de lagarto que parecían fabricadas para reyezuelos del África. Todos se extasiaban ante el asombro del médico, aceptándolo como una admiración muda. Algunos, como recuerdo de su pasado, guardaban bajo la cama un pellejo de vino, cual si fuese un tesoro. Realizaban la ilusión acariciada tantas veces en su época de pobreza. «Pruébelo, doctor: es de lo más selecto de la Rioja: á tantos duros la arroba.» Otros se cubrían de brillantes las manos y el pecho, pero cuidaban de ellos con meticulosidad supersticiosa, como si fuesen animalillos delicados y frágiles que al menor roce se podían desvanecer. No osaban rascarse porque, según ellos, el pelo rayaba y deslucía las joyas.
Y en su vida monótona, de continuas ganancias y placeres vulgares, sin otras diversiones que la caza, la mesa y las apuestas, encontraban un nuevo toma para sus alardes de riqueza en la educación de los hijos. Los enviaban al extranjero con la esperanza de que sobrepujasen á los señores de la villa. Los padres los querían ingenieros, como los ingleses que venían á explotar las minas: las madres los soñaban elegantes, y de cuerpo delicado, como los señoritos que hacían la parada en la acera del boulevard del Arenal. Unos enviaban sus hijos á Francia; otros á Suiza; el vecino de más allá, guiado por el deseo de excitar la envidia del compañero, empaquetaba su descendiente para Inglaterra: alguno llegaba hasta Alemania, y todos volvían de allá revolucionando las minas con sus cuellos y corbatas, haciéndose admirar por los trajes, y asombrando á sus madres con la costumbre del tub, del baño diario, del duchazo á cada momento, lo que escandalizaba á unas gentes que en su juventud dormían vestidas. Pero los instintos hereditarios reaccionaban en todos aquellos retoños de la montaña: resucitaba en ellos el gusto á la antigua vida y poco á poco abandonaban los trajes exóticos, agarraban la escopeta y volvían, como sus padres, á las comilonas, á la caza y hablar de ganancias de miles de duros, acordándose de su educación extranjera como de un sueño.
La apuesta era la pasión más vehemente, el placer más vivo de los ricos encerrados en la montaña. Las pruebas de bueyes y los desafíos de barrenadores hacían que se cruzasen enormes cantidades. Era el culto á la fuerza, la adoración á la brutalidad, con todos los encantos del juego de azar. Tenían en las minas mozos hábiles en el manejo del barreno que gozaban entre ellos el mismo prestigio que un gran torero ó un pelotari famoso. En Gallarta había un jayán, vencedor en todas las apuestas, que los contratistas llevaban á sus cenas, cuidándolo como si fuese una mujer amada, tentándole los músculos para apreciar si su vigor decrecía, engordándolo á todas horas con champagne y fiambres, con igual mimo y cuidado que si fuese un gallo de pelea. Lanzaban retos á las gentes de otros pueblos de Vizcaya y aun de Guipúzcoa, llevando en triunfo á su barrenador favorito, para que luchase con los más fuertes de otras comarcas. Ofreciendo los billetes á puñados, seguían durante horas enteras el jadear de su ídolo, atacando con el hierro la piedra, hasta que al quedar triunfante, lanzaban sus boinas al aire, gritando victoria más por el orgullo de la clase que por las ganancias de la apuesta.
Todo les servía para arriesgar el dinero que la fortuna les arrojaba á manos llenas. Se valían para sus porfías lo mismo de la voracidad de los perros de caza, que del vigor de los hombres. Algunas semanas antes habíanse cruzado muchos miles de duros en una apuesta que aún hacía reír al doctor. Tratábase de saber quién sería capaz de tragarse más sopas de leche, si los galgos enjutos é insaciables de uno de los contratistas ó los barrenadores de otro, muchachotes fornidos de Castilla, de estómago sin fondo, que nunca creían llegado el momento de levantarse de la mesa. Toda la gente desocupada del distrito acudió á presenciar el espectáculo. Se depositaban á puñados los billetes de Banco, como si fuesen retazos de papel sin ningún valor; unos por los perros, otros por los hombres, mientras arriba, en las canteras, estallaban los barrenos y el rebaño miserable de los peones se encorvaba, con el pico en alto, ante las rojas trincheras.
–Las sopas de leche se servían en cubos—continuó Aresti.—Los galgos, en un momento, ¡zás, zás!, se las tragaban sin pestañear; lo mismo que si le echasen cartas á un buzón. Los jayanes comían lentamente, sin mostrar prisa. Así estuvieron varias horas....
–¿Y quién ganó?—preguntaron varios al mismo tiempo, interesados por la estúpida apuesta.
–¿Quién había de ganar? Los hombres. El que apostaba por ellos me dijo después con su filosofía de palurdo: «Estaba seguro de mis muchachos: el animal, cuando ve satisfecho su apetito, ya no quiere más, y el hombre, como tiene amor propio, puede seguir comiendo hasta que reviente». Y no se equivocaba: dos de ellos me dieron mucho que hacer, y á los pocos días, el cura de Gallarta montado en su burra blanca, los acompañó cantando hasta el cementerio.
A pesar de este final triste, los convidados de Sánchez Morueta reían, encontrando muy interesantes las diversiones de los opulentos patanes.
Era bien entrada la tarde cuando terminó la comida. El capitán Iriondo después de brindar por su principal y amigo se despidió, alegando que tenía á la carga un buque de la casa. El secretario Goicochea se fué con él para dar el último vistazo al escritorio. Las señoras pasaron á una habitación inmediata con Urquiola y el ingeniero Sanabre.
Esperaban á algunas amigas de Bilbao y mientras tanto, harían música. Los dos jóvenes rogaron á Pepita que cantase alguna canción vascongada de las antiguas, tan melancólicas y dulces, distintas completamente del ritmo americano de los modernos zortzicos. Comenzaron á llegar hasta el comedor las escalas y arpegios del piano.
Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión, mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. La tarde se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol en las avenidas que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por el jardín. Llegaba hasta ellos el movimiento invisible de la ría, el ruido de los tranvías al otro lado de las planchas de hierro que cubrían las verjas.
El millonario mostraba su satisfacción al verse solo con el médico, el único amigo que le inspiraba confianza, y como prueba de cariño le echó sobre un hombro una de sus manazas. Era la primera vez en todo el día, que estaba á sus anchas, lejos de los negocios, terminado aquel banquete con gentes ante las cuales se mostraba abstraído y silencioso. El cariño á su Luis, á quien veía de tarde en tarde, y la placidez de una buena digestión, inclinábanle á las confidencias; y miraba á Aresti con ojos bondadosos é interrogantes, como si sólo esperase una indicación suya para romper á hablar.
–Vamos, desembucha—dijo el médico alegremente.—Ya sé que soy tu confesor y que si callas ante los otros, es porque haces provisión de palabras para mí. ¿Qué te pasa? Aquí tienes el médico de tu alma, como diría uno de esos curas, amigos de tu mujer.
Sánchez Morueta hizo un gesto de indiferencia. Nada le ocurría de extraordinario. Se fastidiaba en su aislamiento: sólo tenía un momento alegre cuando se encontraba con él. ¡Cuántas veces sentía el impulso de coger el tren é ir á buscarle en las minas! ¡Pero tenía tantas ocupaciones! ¡Sentía tanto miedo á presentarse en aquel feudo de la montaña, donde todos le pedían algo!… Sólo en Bilbao, condenado á la servidumbre de la riqueza, á vigilar y ordenar la llegada de aquel chorro de dinero que se metía por sus puertas sin desviar su curso, se aburría, falto de deseos y aspiraciones, con el bostezo del que nada espera, que es el más triste de los fastidios.
Había amado y había sufrido como todos los que batallan por un ideal. Sabía lo que era forcejear á zarpazos con la Suerte, para hacerla suya y fecundarla con ardorosa violación. Había llegado como los políticos célebres ó los grandes artistas, que empiezan su carrera desde abajo, conociendo la miseria y bordeando continuamente el peligro. Pero estos, aunque se considerasen llegados, siempre esperaban algo nuevo, siempre tenían la ilusión puesta en el mañana; pensaban con inquietud en la combinación política del día siguiente, en la obra artística, que les bullía en la imaginación, temblando, con el vago temor de la torpeza, al ir á darla forma. Pero él… él, todo lo tenía hecho: las ambiciones de su vida se habían realizado, cristalizándose para siempre. Había querido ser dueño de las minas, y suyas eran en su mayor parte, dándole un rendimiento fabuloso, con la regularidad de una fuente tranquila y perenne. ¿Para qué quería más? Establecía nuevas fabricaciones, y, al poco tiempo marchaban por sí solas con una exactitud desesperante. Construía barcos, y no naufragaba uno, para alterar con una catástrofe la monotonía de su existencia. La desgracia era impotente para él; estaba abroquelado y aunque ella corriese á estrecharle entre sus brazos, la caricia mortal sería un roce insignificante.
Si sus barcos se perdían, estaban asegurados; si las huelgas cerraban momentáneamente sus fábricas, no por esto sufriría su capital grandes mermas: si se agotaban las minas de Bilbao, él tenía otras y otras en distintos puntos de España, que aguardaban la explotación. Era el prisionero de su buena suerte: se movía entre rejas de oro, en un aislamiento de ave bien cebada, que ve el espacio libre por donde revolotean libres los pájaros hambrientos sin poder ir con ellos. Amaba el mar, y tenía casi á la puerta de su casa un palacio flotante, el yate, cuya fotografía publicaban los periódicos ilustrados para envidia de los infelices: pero apenas emprendía un viaje, tenía que volver llamado por sus negocios. Además, él era un hombre de familia; se aburría en la soledad del océano ó en los puertos ruidosos, haciendo vida de célibe, fumando y leyendo. Su mujer odiaba los viajes: su hija no conocía mundo mejor que el de sus amigas de Bilbao, y tras cortas estancias en Londres, volvía presurosa á su país, donde era la primera, guardando una instintiva aversión á las grandes ciudades de gente huraña y atareada, entre la cual, ella y su padre pasaban inadvertidos.
El millonario era el esclavo de su propia obra. Había levantado con brazos de titán, en torno de él, la alta torre de su fortuna, y ahora se debatía encerrado en ella, sin encontrar espacio para tenderse y descansar.
No esperaba nada. Aunque descuidase sus negocios, el dinero seguiría viniendo á él, como si fuese incapaz de aprender otro camino. Si la fortuna quería volverle la espalda, sería ya tarde para hacerle sufrir la amargura de su infidelidad. Era tan rico, había llegado tan alto, que estaba á cubierto de toda inquietud. Por un instante había creído encontrar remedio á su aburrimiento, entregándose á la borrachera de la construcción; sacando de la nada la nueva Bilbao; levantando barriadas de palacios sobre los campos yermos, con la misma facilidad que en los cuentos de hadas. Pero aquello también había pasado; encontraba pueril levantar colmenas y más colmenas para gentes que no conocía; fabricar avisperos en que se cobijarían otros tan tristes como él, pero animados siquiera por el amargo placer de envidiarle.
–Me aburro, Luis—decía el millonario.—Siento una tristeza sin esperanza, sin ilusiones; la tristeza de la buena fortuna, más terrible que todas, pues pocos hombres la conocen.
Y mirando en torno de él, abarcaba en sus ojos el magnífico edificio y las avenidas del jardín, con sus altas arboledas, sus arriates en los que comenzaban á asomar las primeras flores, y allá en el fondo, el invernadero, cuyos cristales, bañados por el sol poniente, relucían como placas de oro.
Aresti pensaba en la gente mísera y doliente de las minas. ¡Ay, si aquellos hombres que engañaban su estómago con agua sucia, no teniendo bastantes alubias para llenarlo, escuchasen al poderoso Sánchez Morueta lamentarse en medio de la opulencia de su vida!
–Entonces,—dijo el doctor—eres infeliz porque nada te falta, porque posees todo lo que los hombres creen que les puede hacer dichosos.
El millonario movió melancólicamente la cabeza. Sí; poseía todo lo que da la felicidad aparentemente; por esto á nadie comunicaba su tristeza, para que no le creyesen loco. Únicamente á su primo, que conocía por sus estudios las rarezas de la vida, se atrevía á hablarle.