Kitabı oku: «El intruso», sayfa 9

Yazı tipi:

IV

El despacho de los ingenieros en los altos hornos de Sánchez Morueta, ocupaba el segundo piso de un edificio de moderna construcción, con las paredes exteriores ennegrecidas por el humo de las chimeneas que se alzaban entre aquél y la ría.

Abajo, en las oficinas, estaban los hombres de la administración, con la pluma tras la oreja, llevando las complicadas cuentas de las entradas de mineral y de hulla, del acero elaborado, que se esparcía por toda España en forma de rieles, lingotes y máquinas, y de los jornales de un ejército de obreros ennegrecidos y tostados junto á los hornos. Arriba, en lo más alto, estaban los técnicos, el cerebro que dirigía aquel establecimiento industrial, grande y populoso como una ciudad.

Esta parte de la casa era la única que los trabajadores veían sin odio. Los días de paga, muchos, al salir, miraban con ojos iracundos las ventanas del primer piso, como si fuesen á asomar á ellas los administradores que regateaban el precio de su faena, cercenándolo con multas y descuentos por tardanzas ó descuidos en el trabajo. Si miraban más arriba era con el respeto que á la gente sencilla inspira el estudio.

Aquellos señores que pasaban el día inclinados ante los tableros de dibujo, trazando modelos con una minuciosidad delicada ó alineando números y letras para sus cálculos, eran mirados como seres superiores. El rebaño obrero sentíase en contacto más íntimo con aquellos hombres que se limitaban á dirigirles en su trabajo, que con los otros de la administración que les entregaban el dinero.

Bajaban á ciertas horas del día á los talleres, para dar sus órdenes á los contramaestres, y volvían á encerrarse en su estudio misterioso, sin que los obreros oyeran de sus labios la menor repulsa. Su jefe era Fernando Sanabre, el cual, mostrando una memoria prodigiosa, conocía á todos los trabajadores, llamándolos por sus nombres. Cuando ellos veían á don Fernando en los talleres, les parecía el trabajo menos pesado y procuraban que su tarea fuese más rápida, como si el ingeniero hubiese de percibir el producto de sus esfuerzos. Aquel joven parecía tener alrededor de su persona el ambiente de simpatía y atracción de los grandes caudillos, de los apóstoles que arrastran las masas. Había nacido para pastor de hombres; inspiraba confianza y fe. Los que tenían quejas que formular iban á él, aun sabiendo que su influencia no alcanzaba á la administración, y después de escuchar sus consejos se retiraban más tranquilos, como si hubieran conseguido algo.

La sencillez de su trato, la dulzura de sus palabras, aquella sonrisa espontánea, reflejo de un carácter recto, transparente y sin dobleces, cautivaban á unos hombres habituados á la voz imperiosa de los contramaestres y á las respuestas altivas de los escribientes de la dirección.

Vivía como un obrero en una casa del Desierto. Era pupilo de una vieja cuyo marido había muerto trabajando en los altos hornos, y su hospedaje servía para mantener á la viuda. En torno de él había fabricado el afecto de los humildes una aureola de bondad.

Una gran parte de su sueldo la enviaba á su madre y sus hermanas, que residían en la ciudad de Levante donde él había nacido. La pobre señora había intentado vivir cerca de él, pero temía al clima de Bilbao. Muchos obreros guardaban el recuerdo de una anciana con el pelo blanco peinado en bandos, de anticuada distinción, que paseaba en los días serenos por cerca de la ría, apoyada en sus dos hijas, quejándose de las lluvias frecuentes de aquel país, de la atmósfera cargada de carbón y polvo de hierro, pensando en el sol de Levante, en los campos siempre verdes, en los naranjales caldeados por un viento ardoroso.

Los obreros, al hablar de don Fernando, ensalzaban el interés que mostraba por ellos. Aquel señorito era de los suyos. Sin el menor esfuerzo se llevaba la mano al bolsillo, para auxiliar á algún trabajador que por enfermedades de la familia se veía en trance apurado. El elogio que hacían de él era siempre el mismo: «No tiene nada suyo.» Además, le querían, por verle siempre en guerra con los señores de la administración, en defensa de la gente de los talleres. En las oficinas trabajaban muchos amigos de Goicochea, que se aprovechaba, para colocarlos, de su intimidad con el principal. Eran compañeros suyos de las cofradías de Bilbao, piadosos señores que se preocupaban más de los pensamientos de los obreros que de su trabajo, y valiéndose de ciertos espionajes de taller, los tenían sometidos á continua vigilancia, clasificándolos según sus creencias.

Un día el ingeniero había tenido un choque con la administración, al ver despedido del trabajo, por fútiles pretextos, á un obrero antiguo. Todos los compañeros recordaban que un mes antes su camarada había enterrado civilmente, con gran escándalo de las devotas del pueblo, á un hijo suyo, y acusaban á los culebrones de la dirección de una ruin venganza. Los más exaltados gritaban en son de amenaza. ¿Es que después de matarse trabajando, iban á imponerles á cambio del jornal lo que debían pensar? ¿Tendrían que ir con una vela en las procesiones, como ciertos hipócritas que halagaban de este modo á los amos, para procurarse trabajo? Sanabre tuvo una viva discusión en les oficinas y acabó por presentarse á Sánchez Morueta. El millonario, abstraído en sus negocios, ignoraba la vida interna de sus fábricas, y se indignó contra aquellos empleados, que eran excelentes administradores, pero se aprovechaban de las facultades que él les daba, para imponer sus creencias. Él no quería á su sombra más que trabajo. El obrero volvió á ocupar su sitio y toda la gente de los altos hornos agradeció al ingeniero esta victoria.

Si Sánchez Morueta gozaba de algún afecto entre los miles de hombres que le veían pasar como un fantasma por el edificio de la dirección, era un reflejo del cariño que todos sentían por Sanabre. Aquella gente adivinaba la simpatía que el amo profesaba al ingeniero. Mientras don Fernando estuviese al lado del millonario, no había que temer que entrase en los altos hornos el espíritu de purificación santurrona que reinaba en otras fábricas. Él defendía los intereses de su principal, procurando que el trabajo marchase bien; pero fuera de los talleres todos quedaban en libertad. No ocurría lo que en las fábricas y las minas de otros ricos de Bilbao, donde bastaba la lectura de ciertos periódicos ó la asistencia á un mitin, para ser despedido con ridículos pretextos. ¿Qué le pediría al amo aquel don Fernando tan bueno y simpático que no se lo concediese?

Y así era: Sánchez Morueta sentía por Sanabre un afecto casi paternal. Encontraba en él algo de aquel hijo, que en vano había esperado en los primeros tiempos de su matrimonio. Hacía ocho años que se había presentado una mañana en su escritorio con una carta de recomendación de un amigo de Madrid. Acababa de terminar su carrera de ingeniero industrial en Barcelona; era pobre y necesitaba vivir, mantener á su madre y sus hermanas que subsistían de una mísera pensión del Estado. Su padre había sido militar; todos los hombres de su familia eran hombres de guerra: la espada pasaba de generación en generación, como instrumento de trabajo, en aquella familia de levantinos. Pero á él no le gustaba la profesión de soldado: se parecía á su madre. Y Sánchez Morueta, examinando al muchacho, reconocía que efectivamente había en él muy poco de aquella estirpe de guerreros. Era delicado, con las manos finas, la piel lustrosa, de un moreno pálido, los ojos grandes y dulces, tal vez en demasía para un hombre, y una dentadura igual y nítida, sin esa agudeza saliente que revela el instinto de la presa. El bigote, ensortijado con cierta arrogancia, era la única herencia física de sus belicosos antecesores.

El millonario sintió simpatía por el joven desde el primer instante. Tal vez era la fuerza del contraste entre su rudo cuerpo de luchador y la delicadeza de aquel meridional que ocultaba sus energías, su viveza de carácter, bajo un exterior suave de efebo bigotudo «Parece un tenor»—se dijo el millonario al conocerle. Y desde entonces, encariñado con su idea, no oía ópera alguna, sin encontrar en los ojos pintados de los cantantes y en sus movimientos perezosos, algo que le recordaba á su joven ingeniero.

Sanabre no tardó en apoderarse del afecto de su principal. Aquel hombre de pocas palabras era comprendido inmediatamente por el joven. Muchas veces, antes de hablar, salía al encuentro de su pensamiento, lo adivinaba, cumpliendo las órdenes que el millonario aún no había formulado. Además, el ingeniero tenía sus ideas propias, y las comunicaba con una discreción tan suave, que el principal acababa por creerlas suyas.

Cuando Sánchez Morueta le tomó bajo su protección acababa de fundar los altos hornos. Sanabre entró en el despacho de los ingenieros como un simple agregado, trabajando á las órdenes de un inglés, que había construido los hornos y era un excelente director, hasta media tarde, pues pasada esta hora, el whisky, bebido en abundancia durante el día, le impulsaba á las mayores extravagancias. Cuando el inglés volvió á su país, Sánchez Morueta miró con sonrisa paternal á su ingenierillo. «Muchacho, ¿te atreverías tú con todo eso?… ¡Vaya si se atrevió! El millonario reconocía que desde que Sanabre estaba al frente de los altos hornos marchaba la explotación con más regularidad, siendo menos frecuentes los conflictos entre la administración y el ejército obrero. Era un excelente engrasador que, apenas notaba un entorpecimiento en la complicada máquina, acudía á remediar la aspereza con su dulzura y sus buenas palabras. A no ser por él, hubieran surgido varias veces en los talleres la protesta y la huelga.

Los de la administración—por exceso de celo y por antipatía instintiva hacia la masa jornalera, que vivía sin acordarse de la religión, hablando á todas horas de sus derechos,—inventaban á cada paso nuevas reglamentaciones para cercenar algunos céntimos de los jornales ó aumentar el trabajo en unos cuantos minutos. Los protegidos de Goicochea hablaban de la necesidad de «velar por los intereses de la casa», y al mismo tiempo, de meter en un puño á aquella gentuza, cada vez más exigente y respondona. Pero Sanabre estaba allí y servía de intermediario y pacificador. ¿Qué le importaban á un potentado como Sánchez Morueta algunas pesetas menos? Era indigno que por tan poca cosa entrase en guerra con la miseria aquel hijo de la Fortuna.

El millonario aceptaba silenciosamente la opinión de su ingeniero, y renacía la paz, mientras los jesuitones de la Dirección (así los designaban en los talleres), sonreían hipócritamente á Sanabre, agradeciéndole las derrotas con felina amabilidad.

Muchos obreros habían notado cierta transformación en la persona y las costumbres del ingeniero director. Vestía con más esmero, y los que estaban habituados á verle en los talleres con boina y zapatos de suela de cáñamo, sin preocuparse del polvo del carbón ni de las chispas del acero, se inquietaban ahora cariñosamente por los trajes nuevos y los sombreros flamantes adquiridos en Bilbao, que paseaba con su antiguo descuido entre las fraguas chisporroteantes y las nubes negras de los cargaderos. Sus cuellos altos, sus corbatas de vivos colores, llamaban la atención de las mujeres que trabajaban en el carbón, pobres seres enflaquecidos por el trabajo y la bebida, que siempre tenían algo que pedir al ingeniero para remedio de su maternidad miserable.

–¡Chicas: nos lo han cambiado!—se decían;—ya no es don Fernando: parece un señoritingo de los del Arenal. ¿Quién será la novia?…

Su instinto de mujeres adivinaba el amor tras la repentina transformación.

Algunas noches le veían los obreros salir en un coche para Portugalete: de allí pasaba por el puente colgante á Las Arenas. De alguna de estas excursiones volvía con una flor en la solapa, conservándola varios días, hasta que se secaba. Los trabajadores que tenían más confianza con él, sonreían al sorprender las miradas involuntarias con que acariciaba este adorno de la solapa, mientras pasaba revista á los talleres.

–¿Cuándo es la boda, don Fernando?—le preguntaban.

Y él contestaba con una sonrisa de enamorado, contento de la vida, como si desease comunicar algo de su felicidad á cuantos le rodeaban. La visión de un jardín, y de una mujer, marchaban ante él por los negros y ruidosos talleres, embelleciéndolo todo como un rayo de sol.

Una tarde de verano, escribía Sanabre en su despacho, junto á una ventana abierta que encuadraba un pedazo de la ría, con dos vapores, un trozo de cielo azul cortado por varias chimeneas y el monte de la orilla opuesta. Un ingeniero belga, joven de pelo rojo, mofletado como un niño, y de bigote erizado, trabajaba cerca de él, y en la habitación inmediata los delineantes dibujaban sobre los tableros, deteniéndose algunas veces para pedir aclaraciones.

Sanabre parecía inquieto; miraba de vez en cuando á sus subordinados con ojos de azoramiento, y al convencerse de que ninguno de ellos se fijaba en él, volvía á escribir, no en los papeles de marca grande que usaba para sus trabajos, sino en un pliego de cartas que el joven ingeniero parecía acariciar con la pluma, trazando las letras con delicadeza de artista.

Más de dos páginas había llenado, cuando alguien dió con el bastón fuertes golpes en la puerta del despacho y una voz conmovió á todo el personal, habituado á la calma casi monástica de aquella oficina.

–A ver, ¿dónde está ese ingenierete?…

Lo primero que vió Sanabre al levantar la cabeza fué el brillo de unos lentes, y al reconocer al doctor Aresti, abandonó su sillón confuso é indeciso, dudando entre salir al encuentro de aquél ú ocultar la carta.

Los empleados, que le conocían vagamente como pariente del principal, volvieron á enfrascarse en su trabajo, mientras Sanabre, todavía atolondrado por la inesperada visita, le ofrecía una silla junto á la ventana.

El doctor explicaba su presencia allí. Había bajado de Gallarta, llamado por la mujer de un antiguo contratista que ahora vivía en el Desierto. Inconvenientes de la popularidad. Aquellas buenas señoras, aunque se trasladasen á Bilbao ó fueran á vivir al otro extremo del mundo, no querían otro médico que el doctor Aresti, obligándolo á ir de un lado á otro como un comisionista de la salud. ¡Maldito carácter que no le permitía negarse á nada! Y mientras venía la hora de coger el último tren de las minas, se había dicho: «Vamos á echar un párrafo con el ingenierito y de paso veré el gran feudo industrial de mi primo....»

Acariciando con amistosas palmadas á Sanabre, le decía con tono malicioso:

–Desde el día del santo de Pepe que no te había visto. Cuántas cosas han pasado desde entonces ¿eh?… Parece que todo va bien.

Aresti tuteaba al ingeniero, sin conseguir que éste le tratase con igual confianza, pues el doctor le inspiraba cierto respeto, á pesar de su carácter comunicativo. Los escudriñadores ojos de Aresti, habituados al examen rápido de todo cuanto le rodeaba, iban rectos á aquella carta que Sanabre pretendía ocultar.

–Eso no será ningún trabajo de ingeniería—dijo en voz baja y con sonrisa burlona.—Me da en la nariz cierto tufillo de noviazgo.... ¡Vaya un modo de velar por los intereses de mi primo, señor ingeniero! Y de seguro que en esos cajones hay algo más que planos y estudios. Cartitas de amor, con fina letra inglesa y alguna que otra falta de ortografía: tal vez flores secas y amados cintajos. Muy bien, señor ingeniero. Eso es muy propio de la seriedad de una oficina como esta.

Y reía viendo la confusión de Fernando, el cual instintivamente volvía la mirada hacia los cajones de un secretaire inmediato, desconcertado por la certeza con que el doctor lo adivinaba todo. Temió Sanabre que sus subordinados oyeran alguna palabra del doctor: deseaba salir de allí cuanto antes, y se puso de pie invitando á Aresti á seguirle. ¿De veras que no había visto nunca los altos hornos? Pues aquella tarde era de las mejores: había cuela de mineral. Y salió de la oficina seguido por el doctor.

Abajo, en la inmensa llanura de las fundiciones, surcada por vías férreas y cubierta de polvo de carbón, el médico detuvo á su guía, como si le interesase más hablar con él, que contemplar la riqueza industrial de su primo.

–Vamos á ver, Fernandito—dijo cogiéndolo por un botón de la americana.—Ahora que estamos solos y no hay miedo de que nos oiga tu gente: ¿cómo van esos amores?…

Sanabre se ruborizó, haciendo signos negativos con la cabeza; pero le desconcertaba la mirada del doctor, fija en él con la tenacidad insolente de los miopes.

–¡Pero ingeniero del demonio! No niegues. ¡Si lo sé todo!… Vaya por descubierta, para que seas franco conmigo. La semana pasada me lo dijo el Capi cuando vino á cazar chimbos á la montaña. Ya sabes que él es hombre que calla y lo ve todo. Nada se le escapa de lo que ocurre en casa de Pepe. Conque dime, ¿cuándo piensas ser mi sobrino?

Sanabre se entregó: con aquel hombre no valían disimulos. Además, el doctor le había inspirado una gran confianza y sentía el anhelo de todo enamorado por comunicar su felicidad. ¿A quién mejor que al bondadoso Aresti, que además aparecía ante sus ojos engrandecido por su parentesco con Pepita?… La reserva vergonzosa del ingeniero, se convirtió en una verbosidad atropellada. Quería contar de un golpe toda la historia de sus amores: se extrañaba de que Aresti no sintiera el mismo entusiasmo que él y le escuchase con gesto irónico, que daba á su cara una expresión de Mefistófeles bondadoso.

¡Ay, qué tarde aquélla, en la que Pepita, paseando por su jardín de Las Arenas, y aprovechando una corta ausencia de su madre, le había contestado afirmativamente! Era la única vez que Sanabre creía haber estado ebrio: ebrio de sol, de azul celeste, de verde de los árboles, de aquella luz opalina que derramaban sobre el suelo unos ojos bajos y como avergonzados, al pronunciar el mágico monosílabo. Lo cierto era que al anochecer salió del hotel de Las Arenas tambaleándose, y eso que durante la comida no osó beber más que agua, por el respeto que le infundía Sánchez Morueta. Junto al puente de Vizcaya había vaciado sus bolsillos, derramando un puñado de pesetas entre la chiquillería que miraba con cierto asombro á un señorito, con el sombrero echado atrás, andando á grandes pasos, como un loco. En Portugalete, al tomar el tren, iba de un lado á otro del vagón, con una nerviosidad que inspiraba cierta inquietud á los viajeros, cantando entre dientes todos sus recuerdos musicales que tenían algo de tierno y amoroso, todos los dúos en que el tenor, con la mano sobre el pecho, jura eterna pasión á la tiple. ¡Qué noche, doctor!… Después se había serenado; su felicidad adquirió cierto sosiego, pero aun así, cada día le traía nuevas y profundas emociones. Llegaba á Las Arenas y temblaba al entrar en casa de Sánchez Morueta, como si éste fuese á presentarse iracundo é imponente, señalándole con gesto mudo la puerta. Tenían que librarse de la vigilancia de doña Cristina, para cambiar la carta que llevaba escrita con la que le entregaba Pepita en un rincón del hotel, ó en una revuelta del jardín: y gracias que contaban con el auxilio de Nicanora, la aña de su novia, la ama seca que, después de criar á la niña, se había quedado á su lado disputando su influencia, primero á la institutriz, y ahora á las doncellas y demás servidumbre femenina de la casa.

Sanabre hablaba conmovido de la ansiedad con que aguardaba las cartas de Pepita; cómo las leía y releía; cuántas veces en mitad de su visita á los talleres, acometía su recuerdo la duda de una palabra, la sospecha de que tal párrafo envolvía cierta frialdad, y volaba de nuevo á su despacho, para deshacer el paquete amoroso, examinando atentamente la letra amada, como un jeroglífico que ocultaba su felicidad. Él no había creído nunca que pudiera amarse tan intensamente. Había conocido á Pepita con la falda corta y el pelo suelto, cuando jugaba en el jardín, bajo la mirada de acero de una inglesa huesuda, que al más leve descuido gritaba como un loro arisco: «¡Miss!…» ¿Quién le hubiera dicho entonces que se había de enamorar de aquella chiquilla? ¡Porque él estaba loco por Pepita, realmente loco, querido doctor!

Y Aresti, sonreía con cierta compasión ante las cosas fútiles que constituyen los grandes acontecimientos para los enamorados, ante las inquietudes y tristezas en que les sumen una palabra, la falta de una sonrisa, cualquier circunstancia que pasa inadvertida en la existencia vulgar.

–Es esta tu primera novia, ¿verdad?—dijo Aresti.—Ya se conoce: todos hemos pasado por eso. Es el sarampión de la juventud. Un signo de fuerza y de vida. El que no lo sufre es que lleva el alma muerta. Sigue, hijo, sigue.

La única tristeza de Sanabre era la consideración de la gran desigualdad de fortuna entre él y su novia. ¿Qué diría su principal cuando se enterase? Le creería un aventurero que intentaba apoderarse de su inmensa riqueza. En aquella tierra donde se casaban las fortunas y era para muchos la única carrera un buen matrimonio, ¿qué pensarían de un ingeniero pobre que ponía los ojos nada menos que en la hija de Sánchez Morueta?…

Fernando miraba al doctor como si quisiera adivinar su pensamiento. ¿No creería él también que le guiaba el deseo de conquistar de un golpe la riqueza? Esta duda le entristecía. Él amaba á Pepita… porque sí. ¿Quién sabe por qué se quiere?… Tal vez, porque en aquella vida de Bilbao, huraña y de escaso trato social, en la que hombrea y mujeres vivían separados, era Pepita la única joven con la que había tenido algún trato, y el amor, que no piensa en diferencias sociales, ni conoce otros obstáculos que los de la naturaleza, le había sorprendido, inflamando sus treinta años, la edad de las grandes pasiones. ¡Ay! ¡Cómo deseaba que ella fuese una pobre que al entregarse á él, le agradeciera no sólo su amor sino su trabajo! ¡Qué! ¿no le creía el doctor?…

–Te creo, muchacho—dijo Aresti—Claro es que no te sabrá mal ser yerno de un millonario; pero esto es miel sobre hojuelas y aquí las hojuelas son tu amor. Tú eres de otra raza; tú vienes de abajo, del Sur, de un país de sol y de cielo azul, donde la dulzura de la vida hace pensar menos en el dinero, y se mata por amor, y, se quiere tanto á la mujer… ¡tanto! que á veces se la da de puñaladas para tirarse luego del pelo ante su cadáver. Sois unos animales más vehementes, más complicados é interesantes que los de aquí. Tengo la certeza de que si esto sigue, aún te verán alguna noche con una guitarra, en Las Arenas, cantando serenatas ante la ventana de mi sobrina.

Aresti, por no molestar al ingeniero, cambió de tono y le habló con gravedad. Podía prepararse á sufrir disgustos. Aquello no sabía él cómo podía acabar; lo más probable era que terminase de mal modo.

–Lo sé—dijo Sanabre con tristeza.—Temo al principal cuando se entere. Se indignará, sin que le falte razón para ello.

–Mi primo es el menos temible. No tiene opinión formada sobre el porvenir de su hija. Tal vez le parezca excelente la idea de que tú, que eres un trabajador, continúes su obra. Hay que esperar siempre algo bueno de su carácter.... ¡Otros son los que debes temer!

Y hablaban de su prima, la «antipáticamente virtuosa» como él la llamaba: aquella Cristina que se creía postergada por haberse unido á Sánchez Morueta á pesar de que éste le trajo la fortuna. ¿Qué iba á decir ahora, en plena riqueza, ante la posibilidad de emparentar con un empleado de su casa? Ella sólo apreciaba dos cualidades, como las únicas respetables en el mundo: una gran fortuna ó un nombre histórico, relacionado con las glorias del país vasco y de la religión....

–Además, ingeniero de Dios—continuó el doctor:—tienes que luchar con Fermín Urquiola, que también parece que anda tras de la chica, no sé si por impulso propio ó empujado por la madre.

Aquí se irguió Sanabre con el orgullo del hombre que sabe es preferido. A ese no le tenía miedo. Estaba seguro de que inspiraba á Pepita una aversión irresistible: bastaba ver con qué despego le trataba. Aquellas niñas criadas junto á las faldas de sus madres, conocían todo lo que pasaba en la villa. Al estar juntas, chismorreaban como novicias en asueto, que se enteran con curiosidad femenil de lo que ocurre más allá de las rejas. Pepita conocía la vida de aquel señorito, mezcla de matón clerical y de calavera rústico, que pasaba las noches en las casas del barrio de San Francisco y había sido conducido varias veces al juzgado por borracheras tumultuosas. No, á ese no podía quererlo Pepita: lo despreciaba á pesar de que la perseguía en las visitas, extremando con ella su cortesía empalagosa copiada de los padres de la Compañía. Se retiraba de él con cierta impresión de asco: como si la pudiera manchar con impuros contagios, á los que ella, en su inocencia, daba formas monstruosas.

–Y de mi sobrina ¿estás muy seguro?—preguntó el doctor fríamente, con forzada indiferencia, como si no quisiera alarmar al joven.

Sanabre sentía la ciega convicción de todo amante. Sí: estaba seguro de que le amaba: ¿Por qué le había de engañar, halagando sus ilusiones? El ingeniero no comprendía la pregunta del doctor.

–Es que sois de diversa raza—continuó Aresti—Tal vez me engañe, pero ¡qué quieres!; desde aquí, sin haber leído vuestras cartas, sin haberos escuchado, apostaría algo á que, de los dos, tú eres el que quieres más y mejor.

Sanabre quedó silencioso un momento. Parecía asombrado, como si de repente se abriese en su pensamiento una gran ventana por la que veía algo nuevo. Acudían de golpe á su memoria hechos olvidados, palabras en las que no había puesto atención, mil insignificancias que parecían removidas por las palabras del doctor. Tal vez estaba éste en lo cierto. Pepita no parecía tomar el amor con el mismo apasionamiento que él. Era un incidente que alegraba su vida dándole nuevos deseos, pero sin llegar á turbarla profundamente. Mas el ansia de ser amado, de engañarse con dulces ilusiones, el egoísmo varonil, inclinado siempre á creer en una predilección en favor suyo, se sublevaron en Fernando.

–No, doctor: me quiere. Tengo pruebas.

Y las pruebas eran el fajo de cartas que estaba arriba, entre planos y cuadernos de cálculos; hojas de papel satinado, de suave color de rosa, en las que Pepita juraba quererlo «más que á su vida» y terminaba invariablemente «tuya hasta la muerte.» Para Sanabre, estos juramentos eran más solemnes é inconmovibles que las sentencias de un tribunal.

–Pues si ella te quiere—dijo el doctor—¡adelante, muchacho! y á ver cuándo te llamo sobrino.

Sintiendo cierta conmiseración por su optimismo, intentó animarle, disminuyendo los obstáculos ante los cuales se aterraba Fernando. Al padre, á pesar de sus barbazas y su entrecejo de gigante, no había que tenerle gran miedo. Era cuestión de que el descubrimiento le pillase de buen talante. Aún pasaría tiempo antes de que se enterase, preocupado como estaba por los nuevos negocios que le obligaban á trasladarse á Madrid todos los meses. Además: él sabía lo que era el amor (¡vaya si lo sabía!) y no era hombre que de buenas á primeras se indignase contra un joven, porque no había sabido resistirse á las inclinaciones de su corazón. Quedaban otros enemigos, y además la malicia de la gente, que creería cálculo lo que era amor.... Pero ¡qué demonio! un ingeniero no era una cosa cualquiera. Justamente, figuraba como eterno personaje, desde hacía años, en las novelas y los dramas. Al salir sobre las tablas ó en el primer capítulo un protagonista joven, noble, arrogante, que sólo abría la boca para decir cosas hermosas y profundas, ya se sabía, era un ingeniero.

–Lo malo—añadió Aresti, recobrado su tono irónico—es que en este Bilbao todo es diferente del resto del mundo. El ingeniero priva en otros países como un primer galán del porvenir; pero aquí, ¡hijo mío!, el héroe de moda, el que arrambla con todo, es el abogado salido de Deusto.

Y antes de que Sanabre volviera á hablar de su amor, el médico añadió, cogiéndole de un brazo:

–Vaya; enséñame todo eso. Piensa que aún tengo que ir á Gallarta.

Avanzaron por la llanura negra y rojiza, cubierta de polvo de hulla y de residuos de mineral. A cada paso tropezaban con rieles que formaban una complicada telaraña de vías férreas. Sanabre enumeraba todos los medios de comunicación que convertían el establecimiento en una red complicada, con numerosas agujas y plataformas movibles, para los cambios de vía. Tenían un ferrocarril directo á las minas; otro para las mercancías, que empalmaba con la vecina estación; vías para los embarcaderos, vías para comunicar unos talleres con otros: total, muchos kilómetros de rieles que se entrecruzaban en un espacio relativamente reducido. En algunos puntos, al encontrarse las vías, se tendían unas sobre terraplenes y otras pasaban por debajo, al través de pequeños túneles. El espacio estaba cruzado por los hilos del alumbrado y los teléfonos, y los cables de los tranvías aéreos. Entre esta red de acero alzábanse numerosos postes, con sus faros eléctricos semejantes á lunas apagadas. Los guardas paseaban por las vías con la carabina pendiente del hombro y el paraguas cerrado bajo del brazo, vigilando las vallas ó las orillas de la ría por donde se colaban los merodeadores en busca de la chatarra, acero viejo, piezas de máquinas desmontadas ó rollos de alambre, que vendían en los baratillos de Bilbao. La ría—según decía el capitán Iriondo—era peor que una carretera antigua. Así que cerraba la noche, una turba de merodeadores saqueaba las orillas, llevándose todo lo que estaba suelto en barcas y edificios.

El ingeniero mostraba con orgullo la gran sala de los motores, que aprovechaban el gas de la hulla, al que antes no se daba aplicación. Aquello era obra suya y proporcionaba á la casa, sin nuevos gastos, una fuerza de más de dos mil caballos. Después venían los hornos para hacer el cok, que extraían del carbón, el alquitrán y el amoníaco.

Luego pasaron por el desembarcadero de la hulla. Un vapor de la casa estaba atracado á la riba, tan hondo por el descenso de la marea, que sólo se le veían la chimenea y los mástiles. En aquélla destacábanse pintadas de rojo las enormes iniciales entrelazadas de Sánchez Morueta. La grúa del descargador avanzaba su inmenso brazo de hierro sobre el agua. El tanque, que contenía una tonelada de combustible, salía de las entrañas del barco, se remontaba hasta la punta del puente aéreo y, deslizándose con incesante chirrido, entraba tierra adentro para vomitar su contenido en una de las varias montañas de hulla que se interponían entre aquella parte del establecimiento y la ría. Otro vapor con bandera inglesa, estaba inmóvil, un poco más allá, hundido hasta la línea de flotación, esperando su turno para descargar.

Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
21 mayıs 2019
Hacim:
360 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
İndirme biçimi: