Kitabı oku: «El paraiso de las mujeres», sayfa 15
Este simple juego produjo gran alarma en los buques y las máquinas aéreas, que hasta entonces habían evolucionado mansamente. Los navíos se lanzaron en su persecución, y al ver que el gigante se ocultaba bajo el agua en una de sus cabriolas de nadador, como todos ellos eran sumergibles, le imitaron, sumiéndose igualmente en las profundidades submarinas.
Antes de que Gillespie volviese á la superficie se sintió aprisionado por las patas de un pulpo, que le inmovilizaban, acabando por tirar de él. Eran los cables vivientes de los sumergibles, que le habían cazado en el seno del mar. Salió á la superficie remolcado por estos lazos, que se clavaban en sus carnes, y para evitar su cruel mordedura hizo pie en la arena, procurando correr hacia la costa con una velocidad igual á la de los buques.
Su nuevo traductor, que estaba en la punta de la escollera para transmitirle las órdenes de los constructores, le habló con la dureza de un carcelero.
–Esclavo-Montańa—dijo—, no vuelva á repetir esos juegos de mal gusto, so pena de morir estrangulado por las máquinas aéreas ó de que la escuadra del Sol Naciente le rompa el cráneo enviándole una nube de piedras con sus catapultas.
Y el Esclavo-Montańa—pues al separarse Flimnap de él había dejado de ser gentleman—se sumió otra vez en su resignación servil.
Durante la noche tampoco podía pensar en fugarse. Las máquinas aéreas enviaban de vez en cuando la luz de sus faros sobre el cuerpo de Gillespie, interrumpiendo su sueńo. Además, los hombres que preparaban su comida dormían en torno de él.
Eran esclavos todos ellos, gente innoble y de mala catadura. Muchos habían sido perseguidos por la policía y habitado los establecimientos penitenciarios. Además, todos ignoraban el idioma del gigante, y éste tenía que hacerse respetar empleando gestos amenazadores. Algunas noches se veía obligado á colocarse junto á la hoguera que hacía hervir el caldero de su comida, repeliendo con el terror de sus manos enormes á toda la chusma voraz. Sólo así conseguía que los pescados no desapareciesen de la vasija, quedando únicamente el caldo para él.
El primer día festivo le dejaron libre de trabajo. No fué esto por humanidad, sino porque los obreros que sujetaban con garfios de hierro las rocas aportadas por él exigían descanso.
Gillespie pudo vagar durante la mańana por la costa inmediata al puerto. Un buque de guerra navegaba paralelo á la orilla para cortarle el paso si se echaba al agua. Una máquina aérea le seguía con perezoso vuelo.
El gigante vió un edificio bajo, de paredes blancas, con extensas columnatas, jardines y amplias escaleras de mármol que se hundían en el agua azul. Recordó que Flimnap le había hablado de este palacio, construído por los antiguos emperadores para sus bańos de mar.
Bajo las columnatas había parterres llenos de flores. Los muros, pintados por los más viejos artistas del país, representaban el nacimiento y las aventuras de las divinidades marítimas. Después de su triunfo, la República de las mujeres había regalado este palacio á las amazonas del ejército, que acudían todos los días de fiesta á ejercitarse en la natación.
Vió Edwin cómo algunas damas que se paseaban con sus hijas por las terrazas del blanco palacio huían apresuradamente, cual si se acercase un peligro. Distinguió igualmente cómo iban avanzando por la costa varias compańías de arrogantes muchachas de la Guardia. Las matronas masculinas apresuraron el paso, sintiendo alarmado su pudor por la proximidad de estos guerreros, algo libres en palabras y costumbres. Todas ellas ordenaban á sus hijas masculinas que marchasen rápidamente, antes de que los militares se echasen al agua. No era decente permanecer allí. Algunas mamás barbudas hasta criticaban al gobierno porque no disponía que las tropas de la guarnición nadasen en otro lugar más solitario de la costa.
Los grupos de hombres, pudorosos y tímidos, huyeron hacia la ciudad con tanto apresuramiento, que detrás de sus pasos temblaban como banderas fugitivas los extremos de velos y túnicas. Mientras tanto, varios centenares de hembras guerreras se despojaban tranquilamente de sus uniformes, y unas en simples calzoncillos, otras completamente desnudas, se lanzaron al agua, haciendo alegres suertes de natación.
El gigante, atraído por sus risas y queriendo ver el espectáculo de más cerca, se tendió de bruces en la arena, apoyándose después en ambas manos para sacar su cabeza por encima del palacio.
Un griterío de mil voces acogió la aparición de este rostro gigantesco que iba elevándose poco á poco sobre el palacio como surge el sol por detrás de las montańas. Después del regocijo provocado por su presencia, las amazonas quedaron como asombradas de la conducta impúdica del coloso. ĄEra un hombre!… ĄY este hombre, en vez de huir con el recato propio de su sexo, osaba permanecer allí, contemplando á todo un batallón desnudo!…
Ningún varón de sus familias hubiese hecho esto. Los militares más jóvenes sacaban el cuerpo fuera del agua, como si quisieran castigar al atrevido con la exhibición de su desnudez. Pretendían asustarlo para despertar de este modo el olvidado pudor de su sexo; proferían palabras de cuartel para que se ruborizase. Pero el desvergonzado gigante sonrió placenteramente, sin pensar en huir, encontrando muy ameno el espectáculo.
Y los militares más viejos y más expertos en la vida se asombraban al pensar en el mundo de los Hombres-Montańas: un mundo absurdo, donde los sexos están lamentablemente invertidos, y son los hombres los que buscan á las mujeres, no sintiendo rubor ni deseos de huir cuando las mujeres se muestran á ellos en toda su desnudez.
XIII
Donde se ve cómo unos pigmeos bigotudos intentaron asesinar al gigante
Un anochecer, cuando Gillespie había terminado su trabajo y, sentado en la playa, descansaba de ciento ochenta viajes entre la orilla del mar y la punta de la escollera, recibió una visita extraordinaria.
Estaba á esta hora vigilando el hervor del caldero, para que sus acompańantes no metiesen en la sopa las lanzas con que extraían los peces, y vió cómo un hombre de los que iban vestidos con túnica y velos se aproximaba lentamente á él. Sus ropas eran pobres, remendadas y algo sucias. Parecía por su aspecto la esposa masculina de alguna de las mujeres empleadas en el puerto ó de alguna contramaestre de la escuadra. Entre la gentuza que vivía alrededor del gigante se mostraban de tarde en tarde algunos de estos seres pobremente vestidos, pero que ostentaban el mismo indumento de los hombres de clase superior, para indicar que no pertenecían al rebańo de los esclavos aprovechados como máquinas de fuerza.
Este hombre de traje femenil paseó varias veces en torno del gigante, mirándole con interés por un resquicio de sus velos. Los malhechores al servicio del Hombre-Montańa, que formaban grupos á cierta distancia, no extrańaron la presencia del hombre con faldas. Eran muchos los que al conseguir un descanso en sus tareas domésticas venían solos ó en grupos á ver de cerca al coloso.
Cuando el nuevo visitante se hubo cansado de mirar á Gillespie, medio tendido en la arena, saltó sobre uno de sus tobillos, que eran lo más accesible de las piernas en reposo. Luego empezó á caminar sobre la arista huesosa de la pantorrilla, pasando la redonda plaza de la rótula, para seguir avanzando por el lomo redondo del muslo, deteniéndose únicamente junto al abdomen.
Ninguno de los curiosos osaba permitirse con Gillespie esta intimidad. Le habían hecho una fama de maligno y cruel en toda la nación, y las gentes, al insultarle ó agredirle con piedras, procuraban siempre colocarse á gran distancia.
Sintió no tener á mano aquella lente que le había regalado Flimnap, para poder contemplar de cerca á este pigmeo que se entregaba á él con tanta confianza. Inclinó su rostro para verle mejor, y notó que abría sus velos y erguía la cabeza, queriendo hablarle y temiendo al mismo tiempo que pudieran oir su voz los grupos inmediatos.
Gillespie creyó adivinar la personalidad del recién llegado.
–Debe ser Ra-Ra—se dijo.
Pero la turbia luz del crepúsculo no le permitía reconocerlo. Además, los movimientos de sus brazos indicaban un afán de ser levantado hasta el rostro del gigante para poder hablarle con toda confianza. Gillespie lo colocó sobre la palma de su diestra y lo fué elevando hasta cerca de sus ojos.
Una agradable sorpresa le conmovió entonces de tal modo, que por instinto hubo de tomar al pigmeo entre dos dedos de su mano izquierda para que no se cayese de la mano derecha…. Lo que él creía un hombre era miss Margaret Haynes que venía á visitarle.
Su rostro, único en el mundo, le sonreía encuadrado por los velos, agradeciendo como un homenaje su extraordinaria sorpresa. Pero inmediatamente pensó que, aunque miss Margaret no era de gran estatura, jamás habría podido él mantenerla sobre una de sus manos, como si fuese un objeto de bolsillo. No podía ser miss Margaret, y siguiendo una deducción lógica, descubrió que la que tenía ante sus ojos era simplemente Popito.
El doctor hijo del Padre de los Maestros había renunciado á su traje universitario é iba vestido como la esposa de un menestral.
–Así, gentleman—dijo ella, como si adivinase sus pensamientos—, es imposible que me reconozcan. żA quién se le puede ocurrir en nuestra República que una mujer vaya vestida de mujer?
Y al decir esto miraba sus ropas con satisfacción, como si se encontrase dentro de ellas mejor que cuando vestía su uniforme doctoral.
–żY Ra-Ra?—preguntó el gigante.
Ella bajó la voz para contar su vida de aventuras desde que se fugó de la Universidad. Como el gobierno, influenciado por el Padre de los Maestros, los hacía buscar en todas las ciudades de la República, habían creído preferible no moverse de la capital.
Vivían en los barrios miserables inmediatos al puerto. Entre los hombres envilecidos que el gobierno femenil empleaba como máquinas de trabajo eran muchos los que habían abierto sus ojos á la verdad, pero lo disimulaban fingiendo seguir en su antiguo embrutecimiento. Ra-Ra contaba con el auxilio de muchos partidarios, que se encargaban de mantenerle oculto. Del mismo modo que ella para librarse de las persecuciones iba vestida de mujer, su amante había abandonado el traje femenil, imitando la semidesnudez de los atletas condenados á las faenas rudas. La suciedad propia de su estado le servía para disimular su rostro.
Así vivían, satisfechos de su nueva situación, participando de la pobreza y las esperanzas de todo aquel rebańo servil, que escuchaba á Ra-Ra como á un apóstol. El doctor era el encargado de cocinar y también de limpiar la choza en que vivían, encontrando un placer original en el desempeńo de estas funciones que habían pertenecido á su sexo en tiempos tan remotos que ya estaban olvidados. Además se consideraba feliz porque Ra-Ra parecía contento. La fe de éste en la victoria de los hombres había acabado por sentirla ella igualmente, traicionando por amor los intereses de su sexo.
–Ahora creo de un modo indiscutible, gentleman—dijo en voz baja—, que Ra-Ra no se equivocaba al hablarnos de su triunfo.
Inclinándose hacia una oreja del gigante, murmuró los secretos del partido masculista con el fervor de un neófito convencido hasta el fanatismo de la bondad de la causa que acaba de abrazar.
Los nuevos tiempos estaban próximos. Ya había sido descubierto el gran secreto que neutralizaría el poder de los rayos negros. Los días de lo que llamaban las mujeres la Verdadera Revolución estaban contados. Sus máquinas que habían hecho estallar las armas sostenedoras del poder de los hombres resultaban ya inútiles. Los fusiles y los cańones sacudirían su largo ensueńo para recobrar el diabólico poder que les hacía temibles. Los iniciados más valerosos se estaban ejercitando ya en su manejo.
Cuando llegase el momento decisivo, los rebeldes no tendrían mas que penetrar en los olvidados museos universitarios que guardaban cantidades enormes de material de guerra perteneciente á una historia remota. Estos museos de industria retrospectiva iban á convertirse en arsenales inmediatamente, dando á sus poseedores el dominio del país, como los rayos negros lo habían dado á las mujeres.
–Ra-Ra sólo espera un aviso de las otras ciudades para lanzarse á la destrucción del gobierno femenino. Tal vez no sea prudente empezar la insurrección en nuestra capital. El prodigioso invento lo han realizado en otra ciudad, y en ella lo preparan para que pueda usarse en abundancia y no como un descubrimiento de laboratorio…. Además, otros Estados de nuestra Confederación guardan el viejo material de guerra en mayores cantidades que aquí. El gobierno de las mujeres lo regaló á las provincias de poca importancia, con irónica generosidad, para que pudiesen llenar sus museos locales … En resumen, gentleman, que la revolución sońada por Ra-Ra va á realizarse, y yo creo en ella.
Calló la joven después de dar estas noticias. No quiso decir más sobre el complot que preparaban los hombres y pasó á hablar del gigante.
Popito y Ra-Ra habían lamentado mucho su desgracia, sintiendo además cierto remordimiento al pensar que habían contribuído á ella los dos. El joven deseaba que la revolución de los hombres estallase cuanto antes, para libertar al gigante de la esclavitud á que le había sometido el gobierno femenino. Su primer acto apenas triunfase sería venir á buscarle para llevarlo otra vez al palacio situado en la cumbre de la colina, rodeándole de tantas comodidades y homenajes como si fuese un dios.
–Pero mientras llega ese momento—continuó Popito—él teme por la vida de usted, gentleman, y le recomienda que no tenga confianza en ninguno de los que le rodean.
Como Ra-Ra vivía entre los esclavos del puerto, y éstos guardaban cierta relación con aquella otra gente todavía más inferior que acompańaba al gigante, había recibido ciertas confidencias sobre peligros que amenazaban al Hombre-Montańa.
–Son noticias todavía vagas—continuó Popito—. Nuestros amigos sólo han podido sorprender hasta ahora palabras sueltas. Hay entre esos hombres que viven junto á usted una docena que son los peores y proyectan matarle, no sabemos por orden de quién.
Gillespie buscó con su vista los grupos que estaban poco antes en la orilla del mar, y no vió á ninguno. Se habían deslizado hacia el sitio donde hervía el caldero sobre las llamas de una hoguera, para repartirse su contenido, devorándolo. Esta noche Gillespie iba á pasar hambre. Los bellacos parecían contentos de la visita del hombre con velos, que había distraído la atención del coloso.
Popito siguió hablando para contar lo que sabía de estas gentes: fugitivos de todos los países; hombres con los que no querían contar los otros hombres, deseosos de emancipación. Entre ellos eran tenidos como peores los de un grupo procedente de Blefuscú, fácilmente reconocibles por sus luengas cabelleras y sus bigotes, que pendían con no menos abundancia por ambos lados de sus bocas.
Oyendo á estos hombres era como los amigos de Ra-Ra habían sospechado que se tramaba algo contra el coloso. Parecía que sólo esperaban recibir su recompensa por adelantado para matar al Hombre-Montańa. Como el tal asesinato no resultaba empresa fácil, discutían mucho los procedimientos para conseguirlo.
–Esté usted tranquilo, gentleman—siguió diciendo la joven—. Nuestros amigos vigilan, y nos traerán noticias más concretas.
–żQuién puede tener interés en matarme?—repuso Gillespie tristemente—. Los que deseaban vengarse de mí deben sentirse ya más que satisfechos por el castigo que me han impuesto. Equivale á una muerte lenta.
Popito siguió hablando:
–Ra-Ra cree que los personajes misteriosos que dirigen á estos bandidos son Golbasto y Momaren, mi padre. Pero ya sabe usted, gentleman, que él tiene la manía de atribuir al Padre de los Maestros todo lo malo que ocurre en el país…. En fin, sea quien sea el que proyecta la muerte de usted, nosotros lo averiguaremos.
Después de esto, Popito mostró deseos de que su interlocutor la pusiera en el suelo para marcharse, pues acababa de cerrar la noche. Ra-Ra no había podido ir á ver al gentleman por una ocupación inesperada y urgente. Su grande obra le obligaba á continuas ausencias. Sólo por el deseo de que Gillespie no viviera más tiempo confiadamente entre la chusma que le rodeaba, había enviado á Popito; pero la próxima vez sería él quien viniese, trayéndole una información más precisa.
La joven se marchó, y el gigante, al verse solo, se puso de pie para aproximarse al lugar donde la hoguera acariciaba con sus últimas llamas la panza del caldero.
No encontró como alimento mas que un caldo sucio en el que flotaban espinas y cabezas de pescado. Dió un rugido, amenazando con sus puńos á los insolentes que acababan de devorar su comida, pero éstos huyeron, estableciendo cierta distancia entre ellos y el coloso. Además se sentían protegidos por las tinieblas de la noche, y contestaron con risas y exclamaciones de burla á la protesta del Hombre-Montańa.
Éste se arrodilló y puso sus manos en la arena para reconocer á aquellos hombres bigotudos de Blefuscú, sus presuntos matadores. Tenía el feroz propósito de meterlos en la caldera, como un castigo previsor y ejemplar; pero toda la servidumbre había desaparecido, ocultándose detrás de las colinas de arena y los cańaverales de la playa.
Transcurrieron dos días sin que recibiese una nueva visita. Llevó piedras, como siempre, de la orilla del mar á la escollera, y vigiló el hervor de su caldero para no verse robado como en la noche que le visitó Popito. Conocía ahora á los hombres bigotudos, que parecían ejercer sobre sus camaradas la superioridad arrogante y cruel del matón. Con uno de ellos, el más alto y musculoso, se permitió una broma digna de su fuerza.
Al ver cómo rondaba por cerca del caldero, aproximó su mano derecha á este valentón, manteniendo encorvado el dedo índice y sostenido por el pulgar. De repente el dedo encorvado se disparó para quedar rígido, pillando por en medio al bigotudo jayán, y lo envió á través del aire, haciéndolo caer de cabeza en la hoguera. Sus camaradas tuvieron que sacarlo de entre los tizones tirando de sus pies, mientras otros corrían hacia el mar para echarle agua en los mostachos y la cabellera humeantes.
Cuando en la tarde siguiente empezaba la playa á obscurecerse, Gillespie vió la llegada de otro hombre con faldas y velos. Debía ser Popito, que le traía más noticias. Lo mismo que la vez anterior, dió varias vueltas en torno de él con la cara oculta. Al fin se decidió á subir á una de las piernas extendidas del coloso. Entonces pudo darse cuenta de que el visitante era más grueso que Popito y se balanceaba á cada paso.
Consiguió con dificultad subirse sobre un tobillo, pero al avanzar lentamente y titubeando por la arista huesosa de la pantorrilla, perdió pie, cayendo de cabeza en la arena. Gillespie tuvo lástima de él y extendió una mano para tomarlo con los dedos, subiéndole hasta la altura de su pecho. Daba gritos de susto por su caída, y al quedar sentado en la mano del gigante tampoco se consideró seguro, agarrándose á uno de sus dedos. Al fin pareció serenarse, echando atrás el velo que cubría su rostro para poder hablar.
–Sólo por usted soy capaz de arrostrar tantos peligros. Pero todo lo doy por bien empleado á cambio del placer de verle.
Esta vez el asombro de Gillespie fué risueńo.
–ĄEl profesor Flimnap!… ĄY vestido de mujer!
Comprendió el catedrático el asombro que sus ropas inspiraban al gigante.
–Verdaderamente, de toda mi aventura lo más estupendo es haberme vestido con el traje que llevaban antes las mujeres como una librea de esclavitud. ĄQué dirían mis discípulos si me viesen!…
Pero después de esta lamentación, su coquetería amorosa le hizo explicarse para excusar los defectos que pudiera tener su vestido.
–Me lo ha prestado la esposa de mi colega el profesor de Física. Sé bien que es de forma algo anticuada. Hay muchos hombres que visten mejor. Pero debe usted tener en cuenta que mi compańero de la Facultad de Ciencias Físicas raro es el ańo que no tiene un hijo, y como su hombre se pasa todo el tiempo en la cama con el recién nacido ó cuidando de su nutrición, no le queda tiempo para seguir las modas.
Luego el profesor miró con unos ojos admirativos y tristes al mismo tiempo á su amado gigante.
–ĄQué cambios en nuestra existencia—dijo—. Pero no hablemos de esto, no perdamos el tiempo en lamentaciones. Necesito irme cuanto antes; siento miedo, gentleman…. Para venir aquí he tenido que pasar cerca de un grupo de soldados, que han empezado á decirme cosas atrevidas, creyendo que yo era un hombre. ĄImagínese si descubriesen al profesor Flimnap vestido con estas ropas! Ahora, según parece, soy mal mirado por el gobierno, y el Padre de los Maestros desea quitarme mi cátedra para dársela á ese intrigantuelo cruel que le sirve á usted de traductor….
ťPero no hablemos de mí. Estoy dispuesto á aceptar como un placer todo lo que sufra por usted. Ya conoce mis sentimientos. Hablemos de su persona, pues para eso he venido.
Miró á un lado y á otro, á pesar de que no había nadie cerca del gigante, y ańadió con voz tenue:
–Gentleman, le amenazan grandes peligros y vengo á anunciárselos, aunque ignoro, por desgracia, cómo podré defenderle de ellos.
Su amigo el profesor de Física le había llevado aquella mańana á lo más apartado y profundo de su laboratorio para confiarle un gran secreto. El Padre de los Maestros acababa de llamarle para saber si tenía siempre lista la máquina que había servido para dar inyecciones soporíferas al Hombre-Montańa la noche que llegó al país. Y como el físico le contestase afirmativamente, volvió á preguntar si era posible la fabricación en pocas horas—de acuerdo con la sección de Química—de la cantidad necesaria de veneno para darle una inyección al gigante, dejándolo muerto sin seńales escandalosas de intoxicación.
El profesor había contestado que no podía encargarse de este servicio sin una orden expresa del gobierno, y el jefe se la había prometido para más adelante, dejando el asunto en tal estado.
–La promesa de una orden del gobierno es falsa, gentleman—ańadió Flimnap—. Ningún seńor del Consejo Ejecutivo osará firmarla. Yo, por el deseo de defender á usted, ando ahora mezclado en las cosas de la política y me honro con la amistad del elocuente Gurdilo. El gobierno sabe que el tribuno se interesa por el Hombre-Montańa, y como teme á su palabra vengadora, se cuidará bien de autorizar tal crimen.
No obstante su confianza en el miedo de los gobernantes, dudaba de que Momaren abandonase sus malos propósitos.
–Desea su muerte, gentleman, y si no puede organizar lo de la inyección venenosa, buscará otro medio. Debe ayudarle en estos planes el vanidoso Golbasto. Ya no creo que el tal Golbasto sea un gran poeta, ni mediano siquiera. La otra noche quise releer sus versos, y me parecieron despreciables. ĄAy, no poder permanecer yo á su lado, gentleman, para seguir su misma suerte!…
La consideración de su impotencia casi le hizo llorar. Influenciado por su nueva amistad con Gurdilo, sólo veía en este personaje el remedio de sus preocupaciones.
–ĄSi ocupase el gobierno nuestro gran orador!…
A continuación se mostraba pesimista.
–El gobierno actual es más fuerte que nunca. żQuién puede derribarlo? No será ciertamente Ra-Ra y los dementes que le siguen. Las mujeres que nos dirigen en el presente momento son enemigos nuestros, pero hay que reconocer que nunca gobierno alguno se consideró tan sólido. Hasta parece, según dice mi ilustre amigo Gurdilo, que proyectan celebrar una gran Exposición, como la de hace ańos, de la que es un recuerdo la Galería que habitó usted. Tal vez con motivo de esta solemnidad universal consigamos su indulto, y usted podrá presenciar todas nuestras fiestas.
Pero el profesor abandonó repentinamente este ensueńo optimista. Vió con la imaginación á su amado gigante tendido en la playa, inerte como un cadáver, las carnes verdosas y descompuestas por el veneno y revoloteando sobre su rostro, en fúnebre espiral, miles y miles de cuervos.
–Cuídese, gentleman—dijo con ansiedad—; desconfíe de todos; piense que pueden echarle veneno en sus alimentos. No coma sin que antes haya probado su comida esa gentuza que le rodea.
El gigante acogió con una risa sonora la última recomendación. Era innecesaria. Y miró hacia la hoguera que calentaba el caldero, en torno de la cual se iban agrupando sus acompańantes para aprovecharse de su distracción.
–Sobre todo, gentleman, tenga cuidado mientras duerme. También le pueden matar durante su sueńo.
El gigante celebró otra vez con risas la simpleza de este consejo. żCómo iba á guardarse á sí mismo mientras dormía?
–Es verdad, es verdad—gimió angustiado el profesor—. ĄDioses poderosos! ĄY no poder estar yo al lado de usted para defenderle durante su sueńo! żQué hacer?…
Se preguntó esto varias veces, convenciéndose al fin de que lo primero que debía hacer era marcharse, pues el miedo le hacía insufrible su permanencia allí. Temía ser sorprendida en su regreso á la capital si dejaba que cerrase la noche.
–Debo ser prudente, gentleman; el gobierno tal vez me vigila. Fíjese: Ąamigo de usted y amigo de Gurdilo!… Hay más de lo necesario para que me encierren en una prisión. Pero volveré; yo le traeré noticias. Cuente con que mi amigo el profesor de Física no hará nada contra usted aunque se lo mande el gobierno. Pero Ąay! sus enemigos no cejarán por esto…. Baje la mano, gentleman; póngame en el suelo. Necesito irme…. Cuente con que pienso en usted á todas horas y me preocupo de su suerte.
Gillespie dejó al profesor en la arena, para no prolongar más el tormento de su inquietud. Luego le vió correr, balanceando sus formas abultadas y reteniendo sus velos, que el viento marítimo parecía querer arrebatarle.
Transcurrieron varios días de trabajo, de cansancio y de hambre, sin que el coloso recibiese nuevas visitas. Un anochecer, estando sentado en la arena, vió que un hombre saltaba ágilmente sobre una de sus rodillas, corriendo después á lo largo del muslo. Este no llevaba falda ni toca mujeriles. Iba casi desnudo, como los hombres condenados al trabajo, con una tela arrollada á los rińones por toda vestidura y mostrando los musculosos relieves de un cuerpo armoniosamente formado.
Antes de reconocerlo con sus ojos, sintió el gigante que un instinto fraternal despertaba en su interior para avisarle quién era.
–ĄOh, Ra-Ra!—dijo con voz tenue—. ĄCómo deseaba verte!
Adivinando los propósitos de su visitante, lo puso sobre la palma de su mano derecha, elevándole después hasta su rostro.
Ra-Ra se tendió sobre esta meseta de carne y hueso, y apoyando su cara en ambas manos, habló al Gentleman-Montańa:
–Popito le avisó á usted hace días que algunos de estos hombres que le rodean proyectan asesinarlo. Hasta ayer sólo tenía vagas noticias de ello; ahora puedo darle un aviso concreto. Creo que es mańana cuando intentarán el golpe contra usted, gentleman. En cuanto á los instigadores del crimen, tengo formada mi convicción y nadie me hará desistir de ella. Son Momaren y Golbasto los que desean su exterminio, y ya que no han podido lograr que el gobierno favoreciese sus deseos, se valen de esta chusma que rodea á usted.
Siguió hablando Ra-Ra, y algunas de sus revelaciones vinieron á corroborar las que le había hecho el profesor.
–Al principio, estos dos personajes proyectaron matarle á usted por medio de una inyección venenosa. Ignoro cómo pensaban realizarlo, pero de su intención no me cabe ninguna duda. Deseaban que usted apareciese muerto un amanecer, aquí en la playa, y que la gente creyese en un fallecimiento ordinario. Pero como no han podido realizar este plan hipócrita de venganza, apelan ahora al asesinato. Ya lo sabe, gentleman; esta noche y la siguiente no duerma usted. Yo creo que el golpe lo intentarán mańana, pero le aconsejo que, de todos modos, se guarde esta noche, pues bien podrían haber adelantado la fecha de su crimen.
Ra-Ra sacó la cabeza fuera de la mano del gigante para buscar abajo con su mirada los grupos de gente sospechosa.
–Los que le rodean, gentleman, son personas de malos antecedentes, pero no creo que todos ellos vayan á intervenir en el crimen. Según mis informes, los únicos que han tomado algún dinero para ejecutarlo y desean ganar el resto de la cantidad son esos bigotudos de Blefuscú, que tan orgullosos se muestran de su fuerza. No los pierda nunca de vista, pues en ellos está el peligro.
Gillespie se resistía á comprender cómo varios pigmeos podían matarle durante su sueńo no disponiendo de una máquina inyectora como aquella de que le había hablado Flimnap.
–Mis amigos—contestó Ra-Ra—han podido adivinar, gracias á algunas palabras de estos hombres, cómo se proponen matarle durante su sueńo. Treparán cautelosamente hasta lo alto de su pecho, pues han observado que usted duerme de espaldas; pegarán su oído á la curva de su tronco, para guiarse por las palpitaciones del corazón, y cuando sientan bajo sus pies estos latidos, cinco ó seis de ellos empuńarán una barra enorme de acero terriblemente aguzada, clavándola todos á un tiempo en su carne, hasta que le traspasen el corazón y salten en torno de su arma cańos de sangre. Momaren y Golbasto deben haberles proporcionado la barra, dándoles, además, lecciones para que asesten el golpe en el lugar preciso.
Aún hablaron los dos un largo rato. El gigante acabó por olvidar los propios asuntos para que Ra-Ra le contase sus planes revolucionarios y sus esperanzas en el próximo triunfo.
Ya no podía fijar el joven la fecha del movimiento insurreccional contra la República de las mujeres. Todos los preparativos estaban terminados y las órdenes transmitidas á las diferentes ciudades. Sólo faltaba que se iniciase el movimiento en un Estado lejano, el más favorable para emplear aquel descubrimiento que debía vencer á los famosos rayos negros.
Esto iba á ocurrir de un momento á otro; tal vez fuese al día siguiente; tal vez había sido ya y lo ignoraban en la capital.
–Le quedan á usted muy pocos días de esclavitud, gentleman—ańadió el joven—, y por lo mismo sería lamentable que esos malvados le matasen aprovechando los últimos momentos de la tiranía femenina…. No tema usted las consecuencias: castigue con dureza á esos asesinos en el momento que intenten el golpe. ĄOjalá estuviesen entre ellos sus instigadores!…