Kitabı oku: «El paraiso de las mujeres», sayfa 8
Ahora empiezan á fundar círculos hombrunos, en los que discuten sobre su estado presente y forjan planes de emancipación, hablando pestes contra las mujeres. Ya existen dos clubs de esta clase, sólidamente constituidos uno de solteros y otro de casados.
Hasta hay jóvenes que escriben, usurpando la pluma a las mujeres. Esto indigna á nuestros venerables personajes del tiempo de la Verdadera Revolución que aún no han muerto, los cuales son partidarios del método antiguo y proclaman la necesidad de que el hombre, para ser virtuoso, debe vivir metido en su casa y no saber leer.
Algunos jovenzuelos audaces forman agrupaciones con el nombre de Partido Masculista. Su doctrina la titulan el Varonismo. Pero debo ańadir que las mujeres se ríen de esto, y los diarios lo aprovechan como un tema de burlas é ironías para divertir á sus lectores.
Dentro de las casas la rebelión de los Ťvaronistasť suele tener más importancia. A veces, la mujer, dueńa absoluta del hogar, como lo exigen las buenas costumbres, se ve obligada á poner mal gesto y á infundir un poco de miedo á su compańero masculino, pues éste pretende usurparle sus funciones y grita que no quiere ser esclavo.
Me dirá usted que así empezaron las mujeres antes de la Verdadera Revolución; pero el caso no es el mismo. Solamente puede sońar con la conquista del poder quien posea las armas, y mientras los Ťrayos negrosť hagan su trabajo destructor, nuestros antiguos déspotas no llegarán á conseguir que renazca el pasado.
VII
El más grande de los asombros de Gillespie
Siempre que el doctor Flimnap se presentaba con algún retraso en el alojamiento del gigante, creía necesario explicar el motivo de su tardanza.
–Esta mańana no pude venir, gentleman, porque asistí á una reunión de autores de la Gran Historia de las Mujeres Célebres. Necesitaba dar cuenta del estado actual del tomo cincuenta y cuatro, de cuya redacción estoy encargado. Falta poco para que lo termine, pero con la llegada de usted tuve que suspender tan importante trabajo.
Y como Gillespie mostrase cierta curiosidad por la enorme obra, el profesor le dió explicaciones sobre su carácter y sus tendencias.
Era el Padre de los Maestros el que la había ideado, con la noble ambición de hacer olvidar hasta los más remotos vestigios de la soberbia masculina. Momaren consideraba necesario demostrar al mundo actual que los grandes benefactores de la humanidad y del progreso habían sido siempre mujeres. Los creadores de religiones, los filósofos, los santos, los inventores, todos habían pertenecido al género femenino; pero los hombres, para apropiarse su gloria, falseaban las viejas crónicas, incorporando á su sexo estas hembras gloriosas.
Gracias á la revisión histórica ideada por Momaren, todo iba á quedar en su verdadero lugar, y las generaciones futuras se enterarían de que en ningún tiempo había existido un hombre verdaderamente célebre, pues los que aparecían en la Historia como tales eran mujeres que los varones habían cambiado de sexo.
Edwin, al oir mencionar al Padre de los Maestros, quiso saber por qué razón su máquina rodante y su litera tenían la forma de una lechuza.
–En nuestro país, gentleman—continuó el profesor—, procuramos dar á todos los objetos una forma artística y simbólica, de acuerdo con los gustos ó la profesión de sus dueńos. La lechuza es el emblema de nuestra ciencia. A semejanza de este animal nocturno, el sabio vela mientras los demás seres duermen.
Flimnap quiso hacer un regalo á su protegido. Del mismo modo que ella gustaba de contemplar á Gillespie á través de una lente de disminución, deseó que éste emplease una lente de aumento para verla.
–Temo, gentleman, que sus ojos, acostumbrados á abarcar únicamente las cosas enormes, no lleguen á distinguir los detalles y delicadezas de una mujer pequeńa como yo.
Y el profesor, al decir esto, se ruborizaba, bajando los ojos.
Al fin, una tarde, al salir del plato-ascensor, recomendó á dos servidores que cargasen con un disco de cristal llegado con ella. Era del tamańo de una rueda de carreta, y había sido labrado en el Palacio de Ciencias Físicas de la Universidad Central. Flimnap se excusó de traer con retraso esta lente, que había prometido para el día anterior.
–No es mía la culpa, gentleman. El profesor de Física tuvo esta mańana un hijo, y esto le ha hecho retrasar unas cuantas horas la entrega del cristal.
Aprovechó la ocasión Gillespie para preguntar algo que le traía preocupado desde que supo la gran victoria de las mujeres. żCómo habían conseguido las vencedoras, dedicadas la mayor parte del tiempo á los asuntos públicos, emanciparse de la servidumbre de la maternidad?
–ĄOh, gentleman!—dijo Flimnap—. Eso podía ser un problema en otra época, cuando la ciencia estaba aún en sus descubrimientos elementales. La maternidad entre nosotros no representa ya mas que una corta molestia. Un simple resfriado da más que hacer y obliga á mayores pérdidas de tiempo. Este progreso de la ciencia es el que más ha favorecido nuestra emancipación. Las mujeres sólo tienen que preocuparse por unas horas del acto maternal, é inmediatamente vuelven á sus trabajos, sin guardar huella alguna del accidente. Mi colega el profesor de Física debe estar á estas horas trabajando en su laboratorio.
–Pero żquién cuida á los hijos?—preguntó el gigante.
–Les cuidan los varones, como es su deber. Antes de venir aquí he visitado á la esposa masculina de mi colega el profesor de Física, que estaba en la cama con su pequeńo. Son los hombres los que se acuestan para dar calor al recién nacido, mientras las mujeres vuelven á sus funciones, momentáneamente interrumpidas, para ganar el dinero que necesita la familia.
El gigante lanzó una carcajada que hizo temblar el techo de la Galería, levantando un eco tempestuoso. Después, al serenarse, contó al profesor que muchos pueblos salvajes, allá en la tierra de los gigantes, habían seguido la misma costumbre.
–Es que esas pobres gentes—dijo el sabio con sequedad—presentían sin saberlo el triunfo de las mujeres.
Su enfado por las risas del Gentleman-Montańa no duró mucho. Además, Gillespie, queriendo desenojarla, se colocó bajo una ceja la lente que le había regalado para que la contemplase. El enorme cristal estaba pulido con una perfección digna de los ojos de los pigmeos, los cuales podían distinguir las más leves irregularidades de su concavidad.
Vió Edwin á su amiga, á través del nítido redondel, considerablemente agrandada. A pesar de su obesidad era relativamente joven, sin una arruga en el plácido rostro ni una cana en la corta melena. Gillespie, que la creía de edad madura, no le dió ahora más de treinta ańos, y acabó por sonreir, agradeciendo la mirada de simpatía y admiración que el profesor le enviaba á través de sus anteojos de miope.
Luego se dió cuenta de que el profesor, á pesar de la severidad de su traje, llevaba sobre su pecho un gran ramillete de flores. Flimnap acabó por depositarlo en una mano del gigante, acompańando esta ofrenda con una nueva mirada de ternura.
Lo único que turbaba su dulce entusiasmo era ver que la cara del coloso se hacía más fea por momentos. Aquellas lanzas de hierro que iban surgiendo de los orificios epidérmicos tenían ya la longitud de la mitad de uno de sus brazos. Había dirigido en las últimas veinticuatro horas dos memoriales al Consejo que gobernaba la ciudad pidiendo que le facilitase una orden de movilización para reunir á todos los barberos y hacerles trabajar en el servicio de la patria. Pensaba dividirlos en varias secciones que diariamente cuidasen de la limpieza del rostro del Gentleman-Montańa, así como de la corta del bosque de sus cabellos.
Al fin su tenacidad había vencido la pereza tradicional de las distintas oficinas por las que tuvo que pasar su demanda.
–Mańana, gentleman, vendrán á afeitarle y á cortarle el pelo. żDónde quiere usted que se realice la operación?…
El prisionero prefirió el aire libre. Era un pretexto para permanecer más tiempo fuera de aquel local, cuyo techo parecía agobiarle, á pesar de que se levantaba un metro por encima de su cabeza. Flimnap dió órdenes para la gran operación del día siguiente, poniendo en movimiento á la servidumbre del gigante. Pero estas órdenes, aunque el profesor recomendó á su gente el mayor secreto, circularon por la ciudad.
Cuando los carpinteros, poco después de la salida del sol, colocaron el taburete del Hombre-Montańa en medio de la meseta, al pie de la cual se extendía el caserío de la Ciudad-Paraíso de las Mujeres, una muchedumbre llenaba ya todo el declive, avanzando poco á poco hacia lo alto, á pesar de los jinetes que intentaban mantenerla inmóvil y á cierta distancia.
Los periodistas, siempre á caza de novedades, habían averiguado en la noche anterior las disposiciones de Flimnap, y todos los diarios de la capital anunciaron por la mańana el primer rasuramiento y la primera corta de cabellos del gigante después de su llegada á las costas de la República, lo que hizo que los desocupados acudiesen en grandes masas para presenciar tan curioso espectáculo.
Gillespie mostró extrańeza al salir de su alojamiento y ver á esta muchedumbre inesperada. Pero el día era hermoso, dentro de su encierro había una penumbra glacial, y creyó preferible sentarse al sol, teniendo en torno á su taburete un espacio completamente libre de gente.
El alarido con que le saludó la muchedumbre extendida colina abajo fué á modo de un saludo risueńo. Sobre los miles de cabezas empezó á subir y bajar una nube de gorras echadas en alto.
–ĄExcelente y simpático pueblo!—dijo Gillespie, saludándole con una mano.
Y mientras una nueva ovación acogía estas palabras, ruidosas como un trueno é incomprensibles para el público, el gigante fué á sentarse en su escabel.
La divertía contemplar cómo aquellos jinetes masculinos, barbudos y con cimitarra, mandados por oficiales hembras, repelían á la muchedumbre para que no avanzase hasta las puntas de sus zapatos. A un lado del gran espacio completamente libre vió Gillespie un grupo de hombres que iba descargando de cinco carretas varios cubos llenos de una materia blanca, así como ciertos aparatos misteriosos envueltos en fundas y una gran tela arrollada lo mismo que un toldo. Debía ser el primer grupo de barberos que entraba á prestar sus servicios.
Gillespie se sintió inquieto al darse cuenta de que el universitario no había llegado aún, á pesar de las promesas hechas el día anterior.
–ĄProfesor Flimnap!—gritó varias veces.
La muchedumbre pretendió imitar su voz, lanzando varios rugidos acompańados de risas. El bondadoso traductor permanecía invisible. Gillespie, irritado por esta ausencia, empezó á agitarse con una nerviosidad amenazante para los pigmeos que se hallaban cerca de él.
De pronto se tranquilizó al ver que un hombre de larga túnica y envuelto en velos, que había permanecido hasta entonces inmóvil en la puerta de la Galería, se aproximaba á su asiento. Cuatro esclavos le seguían, llevando á hombros una larga escala de madera. La aplicaron á una rodilla del gigante, y el hombre subió sus peldańos con agilidad, á pesar de las embarazosas vestiduras, procurando que los velos conservasen oculto su rostro.
Al quedar de pie sobre un muslo del Hombre-Montańa, indicó con gestos su deseo de colocarse más en alto para hablarle. El gigante lo tomó entonces con dos dedos de su mano izquierda, lo depositó en la palma abierta de su mano derecha y lo fué subiendo lentamente, hasta muy cerca de su rostro. Esta ascensión desordenó las envolturas del hombre velado, quedando su rostro al descubierto.
–Gentleman—dijo en un inglés tan perfecto como el del profesor—, yo pertenezco á su servidumbre, y creo que de todos los presentes soy el único que conoce su idioma. No sé dónde está el doctor Flimnap; también me extrańa su tardanza. Pero si el gentleman desea algo, aquí estoy para traducir sus deseos.
El hombrecito de los velos blancos tuvo que callar repentinamente para afirmarse sobre sus pies y no caer de una altura tan enorme.
La mano de Gillespie había temblado con la emoción de la sorpresa. El pigmeo que tenía junto á sus ojos presentaba una rara semejanza con su propia persona. Era un Edwin Gillespie considerablemente disminuido; sus mismos ojos, su mismo rostro, igual estatura dentro de las proporciones de su pequeńez. Hasta creyó que su voz tenía el mismo timbre, considerablemente debilitado. Parecía que era él mismo quien hablaba desde una larga distancia.
De todas las maravillas que había visto en la República de los pigmeos, ésta era la más asombrosa. Lamentó haber dejado dentro de la Galería, sobre su mesa, la lente de aumento regalo del profesor.
–żQuién es usted?—preguntó el gigante—. żCómo se llama? żA qué familia pertenece?…
El hombrecillo, á pesar de que estaba en las alturas, miró en torno con cierta inquietud, temiendo que alguien pudiese escucharle.
–Son demasiadas preguntas, gentleman, para que las conteste aquí—dijo con una voz extremadamente débil, persistiendo en su miedo de ser oído—. Bástele saber que mi protector es Flimnap, y que él me colocó entre sus servidores después de haberle prometido yo que nadie vería mi rostro. Únicamente al notar la impaciencia del gentleman, y con el deseo de serle útil, me he atrevido á faltar á mi promesa. Le suplico que no cuente nunca al profesor que me ha visto sin velos.
Iba á hablarle Gillespie, cuando llegaron á sus oídos los gritos de un grupo de pigmeos que se agitaba junto á sus pies, mientras otros subían ya por la escala de madera hasta una de sus rodillas.
Eran los barberos y sus servidores, que, una vez terminados los preparativos de la operación, querían empezarla cuanto antes. Algunos tenían tienda abierta en la capital, y deseaban volver pronto á sus establecimientos, donde les aguardaban los clientes. Estos trabajos extraordinarios y patrióticos por orden del gobierno no eran dignos de aprecio, pues se pagaban tarde y mal.
Gillespie habló rápidamente al joven vestido de mujer, para convencerse de que vivía cerca de él, en el mismo edificio.
–Cuando terminen de afeitarme—le ordenó—suba á mi mesa y conversaremos solos. Me inspira usted cierto interés y quiero preguntarle algunas cosas.
Suavemente bajó la mano, no hasta su rodilla, sino hasta el mismo suelo, procurando, que el joven no sufriese rudos vaivenes en tal descenso. Luego se entregó á los barberos que invadían su cuerpo. Flimnap no iba á venir, y era inútil retardar la operación.
Sintió cómo aquellos hombrecillos subían á la conquista de su rostro lo mismo que un enjambre de insectos trepadores. Tenía ahora una escala apoyada en cada una de sus rodillas; sobre los muslos se alzaban otras escalas más grandes, cuyo remate venía á apoyarse en sus hombros, y por todas ellas se desarrollaba un continuo subir y bajar de seres diminutos, agitándose como marineros que preparan una maniobra.
En cada uno de sus hombros se colocó un grupo de aquellos siervos medio desnudos que se dedicaban á los trabajos de fuerza. Manteniéndose sobre estos lomos, curvos, resbaladizos y cubiertos de tela en la que hundían sus pies, fueron desenvolviendo dos rollos de cable. Partieron de abajo unos silbidos de aviso, y poco á poco izaron, á fuerza de bíceps, una enorme lona cuadrada, que servía de toldo en el patio del palacio del gobierno cuando se celebraban fiestas oficiales durante el verano. Esta tela, gruesa y pesada como la vela mayor de uno de los antiguos navíos de línea, la subieron lentamente, hasta que sus dos puntas quedaron sobre los hombros del gigante, uniéndolas por detrás con varias espadas que hacían oficio de alfileres. De este modo las ropas del Hombre-Montańa quedaban á cubierto de toda mancha durante la laboriosa operación.
Los barberos eran mujeres y pasaban de una docena. El más antiguo de ellos, de pie en uno de los hombros y rodeado de sus camaradas, daba órdenes como un arquitecto que, montado en un andamio, examina y dispone la reparación de una catedral.
Empezaron los hombres de fuerza á tirar de otras cuerdas para subir al extremo de ellas grandes cubos llenos de un líquido blanco y espeso. Al mismo tiempo, por las escalas ascendían nuevos servidores llevando unas escobas de crin sostenidas por mangos larguísimos. Estas escobas fueron metidas en los cubos desbordantes de jabón líquido, y los servidores empezaron á embadurnar con ellas las mejillas del gigante, consiguiendo, después de una enérgica rotación, dejarlas cubiertas de colinas de espuma.
La muchedumbre rió al ver la cara del coloso adornada con estas vedijas blancas, y tal fué su entusiasmo, que, rompiendo con irresistible empuje la línea de jinetes, llegó hasta muy cerca de los enormes pies.
Mientras tanto, los maestros barberos empuńaban dos largos palos rematados por hojas férreas, á modo de guadańas bien afiladas, que iban á limpiar el rostro del gigante de su dura vegetación. Cada uno de los aparatos era manejado por tres barberos, que rascaban con energía este cutis humano más grueso que el de un elefante del país, llevándose una gruesa ola de espuma, con las cańas negras de los pelos cortadas al mismo tiempo.
Abajo, en torno de las piernas del Hombre-Montańa, el desorden iba en aumento. Los jinetes eran escasos para contener la creciente muchedumbre de curiosos. Además hacían mayor la confusión muchas familias de la alta sociedad, que, al enterarse por los periódicos de un espectáculo tan inesperado, llegaban ansiosamente sobre sus rápidos vehículos. Estas gentes privilegiadas se iban colocando junto al coloso, sin que los oficiales de la policía se atreviesen á hacerles retroceder.
Los barberos que trabajaban en una de las mejillas de Edwin, viendo su guadańa completamente cubierta de espuma, creyeron necesario limpiarla con un palo antes de continuar su labor.
–ĄAtención los de abajo!—gritó el más prudente.
Y desde la considerable altura de los hombros del gigante se desplomó una bola espesa de jabón del tamańo de dos ó tres pigmeos. Este proyectil atravesó el espacio como un bólido semilíquido, cayendo precisamente sobre uno de aquellos jinetes barbudos y de voz atiplada que movían su alfanje para que retrocediese la muchedumbre. ĄĄChap!!…
El caballo dobló sus rodillas bajo el choque, para volver á levantarse encabritado, emprendiéndola á coces con los curiosos más próximos. Mientras tanto, el guerrero vestido de mujer hacía esfuerzos por librarse de aquella envoltura pegajosa, en la que flotaban unos cańones duros, negros y cortos.
En el lado opuesto ocurría al mismo tiempo una catástrofe semejante. Acababa de llegar en su litera, llevada por cuatro esclavos, la esposa masculina del Gran Tesorero de la República: un varón bajo de estatura, cuadrado de espaldas, barrigudo, y que asomaba su barba de pelos recios entre blancas tocas.
–ĄOjo con lo que cae!—gritó otro barbero al limpiar su guadańa.
Y la nube de jabón vino á desplomarse precisamente sobre la litera de Su Excelencia, que se volcó bajo el golpe, derribando á dos de sus portadores.
Tales incidentes obligaron á los jinetes de la policía á dar una carga, haciendo retroceder á la muchedumbre. Volvió á abrirse un ancho espacio en torno al coloso, y sólo quedaron en este lugar descubierto los vehículos de las gentes distinguidas.
Así pudieron los barberos continuar tranquilamente el rasuramiento de Edwin, dejando caer sus proyectiles de espuma densa, que al esparcirse sobre la tierra hacían saltar inquietos y asustados á los corceles de los guardias. Cuando dieron por terminada esta operación, se dedicaron al corte de los cabellos del gigante, trabajo más rudo y peligroso.
Armados de un sable corvo que llevaban sostenido entre los dientes, iban trepando por las laderas del cráneo, agarrándose á los haces de cabellos como si fuesen los matorrales de una montańa. Luego, apoyándose solamente en una mano y blandiendo la cimitarra con la otra, daban golpes á diestro y siniestro en la espesa vegetación. Este trabajo divirtió más al público que el anterior, á causa de la destreza de los trepadores y del peligro que arrostraban. Podían matarse si perdían pie á tan enorme altura.
Un gran personaje distrajo momentáneamente la atención de los curiosos. Se abrió ancho camino en la muchedumbre para dejar paso hasta el espacio descubierto á un carruajito de dos ruedas, en figura de concha, tirado por tres esclavos melancólicos que llevaban por toda vestidura un trapo en torno á sus vientres. Estas bestias humanas iban guiadas por una mujer, seca de cuerpo, con nariz aquilina, ojos imperiosos y un látigo en la diestra. La corona de laurel que adornaba sus sienes sirvió para que la reconociesen hasta aquellos que habían llegado recientemente á la capital.
–Es Golbasto; es el poeta—decían todos mirándola con admiración.
Ella atravesó el gentío sonriendo protectoramente como un dios, pasó igualmente entre los oficiales hembras, que la saludaban como á una gloria nacional, y consideró que debía colocarse por su rango á la cabeza de todos los vehículos privilegiados, ó sea junto á las piernas del gigante.
Las gentes distinguidas dejaron de mirar al Hombre-Montańa para fijarse en el gran poeta, y esto hizo que Golbasto creyese necesario murmurar algunas palabras, como si fueran dirigidas á ella misma, para corresponder al homenaje mudo de sus admiradores. Sus ojos, acostumbrados á las vertiginosas alturas de la sublimidad ideal, se remontaron por los perfiles de la masa grosera del gigante hasta llegar á la cúspide donde trabajaban los barberos hembras.
–ĄQué audacia! ĄQué seguridad!—dijo con una voz cantante que parecía exigir acompańamiento de liras—. Únicamente las mujeres son capaces de realizar un trabajo tan arriesgado.
Así como los barberos iban cortando la vegetación capilar, la amontonaban en haces, atando éstos con un cabello suelto, lo mismo que si fuesen gavillas de trigo. Ya eran tantos, que los segadores se movían con dificultad, y uno de ellos empujó involuntariamente uno de los haces, haciéndolo rodar por las laderas del cráneo.
Gritó, agitando su sable, para avisar el peligro; pero la pesada gavilla fué más rápida que su voz, y vino á caer sobre la poetisa, doblándola bajo su fardo asfixiante. Corrieron á salvarla los oficiales que habían echado pie á tierra y muchos de los curiosos privilegiados. La gloriosa mujer daba chillidos creyéndose herida de muerte, y la muchedumbre, á pesar de su admiración, acabó por reir de ella con alegre irreverencia.
Al verse sentada otra vez en su carruaje, libre de aquella avalancha fustigadora, igual á un haz enorme de cańas, el susto que había sufrido se convirtió en orgullosa cólera.
–ĄAnimal grosero!—gritó enseńando el puńo á Gillespie, como si éste fuese el autor del atentado contra su divina persona—. ĄHipopótamo-Montańa!… ĄHombre habías de ser!… ĄY pensar que un gran pueblo se interesa por ti!…
Enardeciéndose con sus propias palabras, dió un fuerte latigazo á una de las pantorrillas del gigante. Después envolvió en otro latigazo á sus tres corceles humanos, y éstos, que conocían el idioma de la flagelación, salieron al trote, haciendo pasar el carruajito entre la muchedumbre.
La agresividad de la poetisa casi originó una catástrofe.
El Hombre-Montańa, al sentir el escozor del latigazo en una pantorrilla, se llevó á ella ambas manos, inclinándose. Los que trabajaban en la cúspide de su cráneo perdieron el equilibrio, agarrándose á tiempo á las fuertes malezas capilares para no derrumbarse de una altura mortal. Dos hombres forzudos que estaban sobre un hombro cayeron de cabeza, y se hubieran hecho pedazos en el suelo de no quedar detenidos por un pliegue de la enorme lona que cubría el pecho del gigante.
La escala apoyada en una de sus rodillas perdió el equilibrio, derribando de sus corceles á tres de los jinetes barbudos y dejándoles mal heridos. Varios de sus compańeros desmontaron para llevarlos al hospital más próximo.
Descendieron los barberos de la cabeza del gigante, declarando terminada la operación. La caballería dió una carga para ensanchar el trozo de terreno libre y que el Hombre-Montańa pudiera levantarse, volviendo á su vivienda sin aplastar á los curiosos.
Así terminó el trabajo barberil, y la muchedumbre empezó á retirarse satisfecha de lo que había visto y proponiéndose volver á presenciarlo tan pronto como lo anunciasen los periódicos.
Comió Gillespie á mediodía, sin que el profesor Flimnap apareciese sobre su mesa. Varias veces giró su vista en torno, buscando al hombrecito de vestiduras femeniles que tan semejante era á él. Alcanzó á distinguir en diversos lugares de la Galería, entre los esclavos ligeros de ropas que formaban su servidumbre, otros varones encargados de labores menos rudas y que iban con trajes de mujer, lo mismo que el protegido del profesor Flimnap. Pero sentado á la mesa como estaba, por más que puso la lente aumentadora ante uno de sus ojos, no pudo reconocer al tal joven en ninguno de los hombres envueltos en velos que pasaban por cerca de él, ni tampoco entre los que se movían en el fondo del edificio, donde estaban las enormes despensas para su manutención.
Deseoso de verle, empezó á gritar lo mismo que en la mańana, seguro de que el traductor vendría en su auxilio.
–ĄProfesor Flimnap!… ĄQue busquen al profesor Flimnap!
Los numerosos pigmeos se miraron inquietos al oir este trueno que hacía temblar el techo, profiriendo palabras incomprensibles. Al fin, por uno de los cuatro escotillones que daban salida á los caminos en rampa arrollados en torno á las patas de la mesa, vió aparecer al mismo hombrecillo que le había hablado horas antes.
Llegaba con el rostro oculto por sus tocas, y sin esperar á que Gillespie le preguntase, explicó á gritos la larga ausencia de Flimnap. Este había tenido que salir en las primeras horas de la mańana para la antigua capital de Blefuscú, pero volvería al día siguiente. Con las máquinas voladoras era fácil dicho viaje, que en otras épocas exigía mucho tiempo. El gobierno municipal de la citada ciudad le había llamado urgentemente para que diese una conferencia sobre el Hombre-Montańa, explicando sus costumbres y sus ideas.
–Esta conferencia—terminó diciendo el pigmeo—se la pagan espléndidamente, y como el doctor es pobre, no ha creído sensato rechazar la invitación. Parece que en otras ciudades importantes desean oirle también, y le retribuirán con no menos generosidad. Celebro que el ilustre profesor gane con esto más dinero que con sus libros. ĄEs tan bueno y merece tanto que la fortuna le proteja!…
Pero Gillespie no sentía en este momento ningún interés por su primitivo traductor. Lo que le preocupaba era enterarse de la verdadera personalidad del hombrecillo que tenía ante él.
Como si adivinase sus deseos, apartó el joven los velos que le cubrían el rostro, y Gillespie se llevó inmediatamente á un ojo la lente regalada por Flimnap.
Pudo ver entonces con dimensiones agrandadas, casi del tamańo de un hombre de su especie, á este pigmeo tan interesante para él. Era, efectivamente, un Edwin Gillespie igual al que meses antes vivía en California, pero grotescamente disfrazado con vestiduras femeniles. El gigante, después de contemplar tan maravillosa semejanza, dejó sobre su mesa la gran rodaja de cristal y puso un gesto severo, como si pretendiese intimidar al hombrecillo.
–żSe ha fijado usted—le dijo—en la semejanza que existe entre nosotros dos?
–Sí, gentleman; al principio fué para mí un presentimiento más que una realidad. Las facciones de usted resultan tan enormes para nuestra vista, que la tal semejanza parecía diluirse en el espacio, y mis ojos no llegaban á abarcarla. Pero el doctor Flimnap tuvo la atención de prestarme una mańana la lente que usa, y pude apreciar el rostro de usted como si fuese el de un hombre de mi especie. Le confieso que nuestro parecido me causó un asombro igual al que usted muestra ahora.
Gillespie, que después de su primera extrańeza empezaba á sentirse algo ofendido por el hecho de que este animalejo humano se atreviese á parecerse á él, dijo con brusquedad:
–żQuién es usted?… żCómo se llama?…
–Mi nombre es Ra-Ra, y en cuanto á familia, tuve una en otro tiempo y fué de las más ilustres de este país; pero ahora me conviene no acordarme de ella.
Hubo tal expresión de melancolía en la voz del pigmeo al decir esto, que Gillespie no se atrevió á insistir acerca de su familia, y dió otro curso á su curiosidad.
–żCómo sabe usted el inglés? żSe lo ha enseńado el profesor Flimnap?
–No; me lo enseńó mi madre, que lo hablaba tan bien como el doctor. En mi familia era tradicional el conocimiento de esta lengua. El profesor Flimnap se interesa por mí porque conoció á mi madre y á otros de mi casa. Pero como el hecho de haber sido amigo de los míos casi representa un delito, el doctor me protege ocultamente y nunca habla de mis padres.
Calló un instante, como si las tristezas de su vida anterior le impusieran silencio. Pero vió tal curiosidad en las pupilas del coloso, que al fin siguió hablando.
–Yo vivía oculto: mi existencia era azarosa; de un momento á otro iba á caer en manos de los enemigos implacables de mi familia, y en tal situación llegó usted á este país. El profesor Flimnap se ha convertido, desde entonces, en un personaje que puede emplear á mucha gente en el servicio del Gentleman-Montańa, y me llamó, dándome la dirección de los hombres encargados del lecho y la despensa de usted. En este edificio, que sólo depende del profesor y del Comité presidido por él, me considero más seguro que si viviese en el Paraíso de las Mujeres.
Gillespie seguía mostrando la misma curiosidad en sus ojos, pues las palabras del pigmeo no llegaban á satisfacerla.
–żY por qué lo persiguen á usted?—preguntó—. żQuiénes son sus enemigos?
–Ya le he dicho que me llamo Ra-Ra, pero este nombre significa muy poco para el que no conozca la historia de nuestro país. El generalísimo Ra-Ra fué el más importante de los caudillos del emperador Eulame. A él debió éste sus mayores victorias. El generalísimo Ra-Ra fué mi abuelo. Cuando las mujeres hicieron lo que ellas llaman la Verdadera Revolución, mi glorioso ascendiente, á pesar da su vejez y de su historia heroica, fué desterrado á una isla desierta, cerca de la gran barrera de rocas y espumas, creada por los dioses, que nadie se atreve á pasar. Allí murió al poco tiempo.