Kitabı oku: «El prestamo de la difunta», sayfa 16
– Vengo á pedir al gobierno – dijo solemnemente la amazona – que me dé el mando de un batallón. Yo me encargo de batir á ese sinvergüenzón.
Y añadió que lo traería allí mismo, atado con una cinta de sus enaguas.
El presidente, los ministros y demás personajes empezaron á mirar con cierto interés risueño á la generala, dejando á su compañero la tarea de contestarle.
– ¡Calma, doña Guadalupe! – dijo éste – . Hablemos en serio. Un batallón no se le entrega á una mujer.
– Entonces, pido que se me permita marchar con las fuerzas que saldrán á perseguirle. Ya sabe usted que yo he hecho la guerra. Deseo ir como simple soldado.
El personaje intentó desviar la conversación, para no repetir su negativa.
– Pero ¿por qué se ha sublevado ese hombre? ¿Qué mal le ha hecho el gobierno?…
La generala contestó con un gesto de extrañeza. ¿Qué tenía que ver el gobierno en tal asunto?… Luego, sus ojos se humedecieron con lágrimas de cólera. Su voz se puso ronca y apretó los puños:
– ¡Si él los quiere mucho á todos ustedes!… Acabo de hablar con personas que vienen de allá, y sé bien lo que digo. No; ese canalla no se ha sublevado contra el gobierno. Se ha sublevado únicamente contra mí.... ¡Contra mí, que soy su mujer!
EL EMPLEADO DEL COCHE-CAMA
I
A las once de la noche, en el expreso París-Roma, el empleado procede á la operación de convertir en lechos el asiento y el respaldo del departamento que ocupo.
Mientras golpea colchonetas y despliega sábanas, empieza á hablar con la verbosidad de un hombre condenado á largos silencios. Es un expansivo que necesita emitir sus ideas y sus preocupaciones. Si yo no estuviese de pie en la puerta, hablaría con las almohadas que introduce á sacudidas en unas fundas nuevas, sosteniendo su extremo entre los dientes.
– Triste guerra, señor – dice con la boca llena de lienzo – . ¡Ay, cuándo terminará! Mi hijo…mi pobre hijo....
Es más viejo que los empleados de antes; no tiene el aire del steward abrochado hasta el mentón que acudía en tiempo de paz al sonido del timbre con un aire de gentleman venido á menos, de Ruy Blas que guarda su secreto. Más bien parece un obrero disfrazado con el uniforme de color castaña. Es robusto, cuadrado, con las manos rudas y el bigote canoso. Habla con familiaridad; se ve que no le costaría ningún esfuerzo estrechar la diestra de los viajeros. Su hijo ha muerto; su yerno ha muerto; los dos eran empleados de «la compañía», y los señores de la Dirección le han dado una plaza para que mantenga á sus nietos. El personal escasea; además, él conoce el italiano, por haber trabajado algún tiempo en un arsenal de Génova.
– Yo era antes torneador de hierro – dice con cierto orgullo – , obrero consciente y sindicado.
Una leve contracción de su bigote, que equivale á una sonrisa amarga, parece subrayar este recuerdo del pasado. ¡Qué de transformaciones! Luego, el viejo socialista añade á guisa de consuelo:
– Hay que tomar el tiempo como se presenta. Algunos «camaradas» son ahora ministros en compañía de los burgueses, para servir al país. Yo hago la cama á los ricos, para que coma mi familia.... ¡Ay, mi hijo!
Adivino su deseo de echar mano á la cartera que lleva sobre el pecho para extraer cierto pliego mugriento y rugoso. Ya me leyó dos páginas media hora después de haber subido al vagón. Es la última carta de su hijo, enviada desde las trincheras. Conozco igualmente la historia del muerto: un mozo esbelto, de rubio bigote y finos ademanes, que atraía las miradas de las viajeras solas, haciéndolas reconocer la injusticia de la suerte, que reparte sus bienes sobre la tierra con escandalosa desigualdad. Le hirieron en Charleroi, y curó á los quince días; luego volvieron á herirle en el Yser, y pasó dos meses en cama; finalmente lo alcanzó un obús en un combate sin nombre, en una de las mil acciones obscuras por la posesión de unos cuantos metros de zanja. El padre consiguió verlo, una sola vez, en un hospital de París. En realidad no lo vió, pues sólo tuvo ante sus ojos una bola de algodones y vendajes sobre una almohada; un fajamiento de momia, del que partían ronquidos de dolor y una mirada vidriosa y resignada.
– Le habían destrozado la mandíbula, señor; no podía hablar. El cráneo también lo tenía roto.... Y ya no le vi más. Ahora lo tengo en un cementerio cerca de París, y voy á visitarle siempre que estoy libre de servicio.
No llora, no puede llorar. Su dolor, en vez de escaparse á través de los ojos, se esparce por el cerebro, corre entre las cordilleras de los lóbulos, se desliza como humo de suave locura por las revueltas callejuelas de sus anfractuosidades. Empieza á mostrar la pesadez del maniático, hablando á todos del muerto; ve el universo entero á través de su hijo.
A pesar de esto, se da cuenta de que yo deseo dormir y deja para el día siguiente la repetición de su historia, siempre nueva é interesante para él. «¡Buenas noches!» Media hora después, tendido en la obscuridad, oigo en el inmediato pasillo su voz que domina el chirrido de los ejes, la melopea de oleaje costero que lanzan las ruedas, los saltos crujientes del vagón, iguales á los de un camarote de trasatlántico. Habla con unos oficiales ingleses que van á embarcarse en Brindis; les lee la última carta de esperanza. Los cortos espacios de silencio traen hasta mi, caprichosamente, algunos renglones, como pedazos de papel arrastrados por el huracán: «Papá: cuando termine la guerra....»
II
Alguien ha anonadado con su presencia á los que ocupamos el resto del vagón. Los oficiales ingleses, con todas las condecoraciones que adornan sus pechos y su tez curtida por el sol de exóticas campañas, no existen; unas condesas italianas, que han de bajar en Turín y ostentan coronas en los forros de sus maletas, quedan como aplastadas en su compartimiento; yo doy gracias humildemente al igualitario progreso de los tiempos actuales, que me permite dormir separado por un tabique de madera de la persona que descansa en la pieza inmediata.
Dos señoras vestidas de negro han subido en París. Un grupo de hombres ha permanecido en el andén hasta el último instante mirándolas con mudo respeto: unos en traje civil, de sobria elegancia, esbeltos, bien afeitados, con un monóculo bajo la ceja arqueada, secretarios y agregados de la Embajada británica; otros con uniforme de marino, pero uniforme de batalla, sin faldones, sin dorados, apoyándose en un bastoncillo de paseo, ostentando en la visera de la gorra el reborde de laureles que distingue á los jefes superiores.
Circula por el vagón el nombre de una de las viajeras. Es una duquesa de la corte de Inglaterra, una amiga de la difunta reina Victoria, cincuenta años de historial británico encerrados en un cuerpo que debió ser hermoso y ahora aparece algo hinchado por la edad y plebeyamente enrojecido. Una corona de cabellos blancos suaviza la tez subida de color; los ojos son los únicos que conservan en su majestuoso azul el reflejo de la pasada gloria. Lleva un gorrito albo y encañonado debajo del luengo velo de luto. Su acompañante es más alta, más estirada, menos accesible, como si recogiese en su enjuta persona de dama de compañía todo el orgullo y la altivez de que se despoja la señora. La duquesa sonríe ante la solicitud demasiado expansiva del empleado del vagón, mientras la honorable doméstica la acoge con un gesto duro y frío.
Antes de dormirme, desfilan por mi memoria los recuerdos que guardo de esta anciana célebre que está tendida á cincuenta centímetros de mi cuerpo. La veo como la vi muchas veces en los grabados de las ilustraciones inglesas, con su diadema de brillantes y el pecho constelado de joyas y condecoraciones, asistiendo á las fiestas de su regia amiga, á sus jubileos de estrépito universal, á las coronaciones de su hijo y de su nieto. Es pairesa no sé cuántas veces. Posee calles enteras de Londres; vastos parques donde corre el zorro perseguido por un tropel de jinetes de casaca roja que galopan entre rugidos de trompas; castillos en Escocia al borde de lagos verdes que hacen recordar las novelas de Wálter Scott; vastas posesiones en Irlanda que sirvieron algunas veces de nocturno escenario á las hazañas de los fenianos de negro antifaz. Su primer marido fué virrey de las Indias, y ella recibió el homenaje de las muchedumbres pálidas y misteriosas en lo alto de un elefante blanco, dentro de un templete de filigrana de oro semejante á un relicario. Su segundo esposo presidió ministerios y arregló los destinos del planeta hablando hasta media noche en la Cámara de los Comunes ante los hombres que simbolizan la majestad de Inglaterra con el sombrero calado y los pies en el respaldo del banco anterior. Dos lores discípulos de Jorge Brumell murieron por ella. Uno se pegó un tiro teniendo ante su boca un pañuelo de blondas, lo único que había conseguido de la gentil duquesa. Otro, desesperado, se hizo pastor metodista y fué á evangelizar ciertas islas de Oceanía, donde su primer sermón terminó en hoguera y festín de caníbales. Esta dama empequeñecida por los años, gorda y de mejillas rojas y brillantes como manzanas, ha cazado el tigre en Asia, el hipopótamo y el león en África, tiene un yate que es casi un trasatlántico, en el que ha vivido años enteros, y no encuentra en toda la superficie del globo un lugar que tiente su curiosidad.
Antes de partir el tren, el empleado del vagón sabía ya el motivo que ha arrancado á la duquesa de su castillo cerca de Londres, haciéndola atravesar París de estación á estación.
– Va á Brindis – me ha dicho – para recibir el cadáver de su nieto, un aviador que acaba de morir en los Dardanelos.
III
Algo entrada la mañana salgo al pasillo. Los vidrios de las ventanas están opacos á causa del frio exterior. Por los regueros que traza el vaho al licuarse se ven montañas altísimas y blancas, bosques de hayas encaperuzadas de algodón, caseríos que tienen gruesos planos nos de nieve sobre las vertientes de sus tejados. Estamos atravesando la Saboya francesa; subimos, con bruscas alternativas de lobreguez de túnel y picante luz de nieve, las laderas de los Alpes. Nos aproximamos á Italia.
El viejo habla con la dama de compañía, que parece humanizada por la emoción. Tiene aún en la mano la carta mugrienta y trágica, que acaba de leer una vez más.
Cuando vuelvo de tomar el desayuno en el vagón-restorán, le encuentro solo. Me habla de la gran dama, que ocupa todo un departamento, y de su acompañante, que viaja con tanto desahogo como la señora. ¡El dinero que debe tener esta duquesa!… Y sin embargo, sufre lo mismo que él: más aún tal vez. Él tiene su hija, los hijos de su hija, y los tres niños que ha dejado el héroe obscuro cuya carta lee á todos. La gran señora no tiene á nadie en la tierra. Su nieto era el único heredero de su nombre y su fortuna. Las pairías, los millones, van á pasar á lejanos parientes.
Me señala una gran caja de cartón que ocupa derecha todo el espacio entre dos puertas. La ha entreabierto poco antes la dama de compañía. Contiene una corona que cubrirá en Brindis el féretro del aviador al ser descendido á tierra.
– ¡Una maravilla! – dice – . La ha comprado en Londres esa señora alta y enjuta. Hay en ella palmas y flores, muchas flores, que parecen de verdad. Se podría adornar con ellas un centenar de sombreros de precio.
El antiguo obrero «consciente» reaparece á través de esta admiración.
– ¡Ah, el dinero!… Hasta en la muerte nos separa. ¡Y pensar que cuando yo visito á mi pobrecito hijo sólo puedo llevarle ramos de violetas de á diez céntimos!…
Veo á la duquesa al pasar ante la puerta de su camarote. Está erguida en su asiento, con la capota blanca y negra, de la que pende un largo velo, enguantada, rígida, lo mismo que la vi en la noche anterior, como si no hubiese dormido. Contempla el nevado paisaje que pasa veloz por las ventanillas; pero su pensamiento se halla lejos.
Me entrego á la lectura, y de pronto me distrae un rumor de voces en el departamento inmediato. Es el empleado que habla y la duquesa que habla igualmente. Adivino fragmentos de la carta del pobre muerto: «Confianza, papá. Aún quedan para nosotros días felices....» La curiosidad me hace transitar por el pasillo. El viejo está de pie, con la gorra puesta, como corresponde á un hombre que viste uniforme. La gran señora ha perdido el arrebol de su fresca vejez; amarillea, se lleva á los ojos las puntas de un guante. Tal vez es ella la que ha llamado al hombre, al conocer su historia por el relato de su acompañante; tal vez el viejo se ha introducido en su camarote, con el atrevimiento del dolor.
Vuelvo á oír desde mi asiento el rumor de sus voces. Ahora es la duquesa la que lee, lentamente, con las vacilaciones que acompañan á una traducción. Tiene en las manos la última carta de su nieto; y el empleado, que no puede llorar, lanza ronquidos de pena cuando la voz de la duquesa hace una pausa. Su entusiasmo y su dolor ignoran la manera correcta de manifestarse: «¡Nombre de Dios, qué mozo!… Y pensar que estos son los que mueren, y quedamos nosotros, señora, que no servimos para nada.»
Vuelvo á pasar ante la puerta abierta. El viejo se ha sentado junto á la gran dama, que llora en silencio. Sus manazas toman instintivamente, sin saber lo que hacen, la diestra enguantada y fina, oprimiéndola cariñosamente.
– ¡Ah, señora duquesa!…
La voz suena respetuosa y tímida, pero sus manos y sus ojos son confianzudos y tiernos. Habla con ella lo mismo que si fuese una comadre llorosa de su barrio, abrumada por una noticia fatal. Decididamente la guerra ha trastornado todas las organizaciones. Los socialistas son ministros y los viejos obreros revolucionarios acarician las manos de las duquesas que lloran. Nos aproximamos á la frontera italiana. Veo el chamberguito con pluma de gallo y el ferreruelo gris de los cazadores alpinos. El tren refrena su marcha ante las primeras casas de la estación de Modàne. Vamos á cambiar de vagón. El empleado, con un esfuerzo doloroso, vuelve á la realidad y corre de un lado á otro para devolver sus billetes á los pasajeros. Yo le doy cinco francos. «Muchas gracias.» Y me abandona, sin bajar siquiera las maletas que están en la cornisa de red. Los oficiales británicos no le dan nada. El inglés supone que cada hombre recibe la recompensa de su trabajo, y no quiere ofenderle con una limosna llamada propina. Las condesas de las múltiples coronas le entregan con gesto teatral una pieza de dos liras, y él se la guarda sin mirarla. Toda su atención está concentrada en el servicio de la duquesa. Llama á los mozos de la estación, les va pasando los bultos del equipaje, desciende al muelle para vigilar cómo los apilan en una carretilla. La gran señora se aproxima para decirle adiós, y él le estrecha la mano, ante los ojos escandalizados de la acompañante.
Algo siente entre los dedos que le estremece y le hace mirar su mano. La duquesa conoce la parsimonia de su acompañante, encargada de los pequeños desembolsos, y es ella la que da la propina. ¡Cien francos!… El viejo duda ante el billete, ve á los nietos, ve á su hija que trabaja del amanecer á media noche, pero luego lo rechaza.
– ¡Ah, no, señora duquesa!
Él es de su mundo, y su mundo tiene reglas de hidalguía y buena educación como cualquiera otro. A nosotros pueden tomarnos el dinero; somos extranjeros que pasan indiferentes junto á su persona. Pero no aceptará un céntimo por servir á un camarada, á un amigo con el que ha chocado el vaso. Y él ha bebido con la gran señora; han saboreado juntos el vino de la tristeza y del consuelo, han tocado sus copas rebosantes de dolor. Adivina ella estos sentimientos confusos con su delicadeza de alta dama, y no insiste, volviendo á guardarse el billete. Habla en inglés, y su acompañante, con visible molestia, toma de la carretilla una gran caja de cartón, la corona admirada, y se la entrega al viejo.
– Para su hijo, para la tumba del héroe.
Y se aleja majestuosa á pesar de su ancianidad, marchando por el andén como si fuese una galería de la corte.
El empleado queda al pie del vagón, con los brazos ocupados por la caja, sufriendo la vergüenza de no poder ocultar sus lágrimas, que se deslizan hasta el duro bigote.
– ¡Señora duquesa!… ¡Ah, señora duquesa!
LOS CUATRO HIJOS DE EVA
I
Iba á terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha huían del amontonamiento en las casas de los peones y en las dependencias donde estaban guardadas las máquinas de labranza con los fardos de alfalfa seca. Preferían dormir al aire libre, teniendo por almohada el saco que contenía todos sus bienes terrenales y les había acompañado en sus peregrinaciones incesantes.
Se encontraban allí hombres de casi todos los países de Europa. Algunos eternos vagabundos se habían lanzado á correr la tierra entera para saciar su sed de aventuras, y estaban temporalmente en la pampa argentina, unos cuantos meses nada más, antes de trasladar su existencia inquieta á la Australia ó al Cabo de Buena Esperanza. Otros, simples labriegos, españoles ó italianos, habían atravesado el Atlántico atraídos por la estupenda novedad de ganar seis pesos diarios por el mismo trabajo que en su país era pagado con unos cuantos céntimos.
Los más de los segadores pertenecían á la clase de emigrantes que los propietarios argentinos llaman «golondrinas»; pájaros humanos que cada año, cuando las primeras nieves cubren el suelo de su país, abandonan las costas de Europa, levantando el vuelo hacia el clima más cálido del hemisferio meridional. Trabajan duramente verano y otoño, y cuando el viento pampero empieza á azotar las llanuras, asustados por la proximidad del invierno, regresan á los lugares de procedencia, donde la tierra empieza á despertar entonces bajo las primeras caricias primaverales.
Cada año vuelven, apretados como un rebaño en la proa de los mugrientos vapores de emigrantes, para trabajar en las estancias y reunir sus economías, soñando incesantemente con el lejano país. Parecen resbalar sobre el suelo de la República Argentina, sin hacer el menor esfuerzo para arraigarse en él. Una vez terminada la recolección, huyen, llevando en la faja el producto de su trabajo y dispuestos á volver al año siguiente.
La hora de la cena era el mejor momento de la jornada para los segadores de «La Nacional». Se reunían en grupos, atraídos por el vínculo del origen común ó por el encanto personal de la simpatía. Cenaban al aire libre, sentados en el suelo alrededor de la marmita humeante. Aunque las noches fuesen cálidas, encendían hogueras, buscando la protección de las llamas y del humo contra los feroces mosquitos, dominadores de la llanura.
Algunos segadores que poseían un poder instintivo de dominación trataban á sus camaradas como jefes. Dentro de estos grupos que, procedentes de diversos lugares de la tierra, habían venido á juntarse en un rincón de la América del Sur, todos los procedimientos de selección social y las lentas evoluciones que modelan á un pueblo se realizaban en pocos días. Los que habían nacido para el mando ó los que se distinguían de sus camaradas por cualquier don especial se elevaban rápidamente sobre ellos. Unos eran respetados por su coraje, otros por su palabra oratoria, otros por su experiencia.
El tío Correa, un vejete enjuto, descarnado, pero todavía fuerte á pesar de su edad, era el oráculo de los segadores españoles. Su conocimiento profundo de los hombres, sus consejos astutos, su larga familiaridad con la República Argentina, donde trabajaba hacía treinta años, le proporcionaban una sólida reputación.
Era una especie de patriarca para sus compatriotas – especialmente para los recién llegados – , y él se aprovechaba de tal prestigio escogiendo el mejor lugar cerca del caldero, cuando llegaba la hora de la cena, y el rincón más cómodo para dormir. También eludía los trabajos pesados, confiándoselos á alguno de sus fervientes admiradores.
Un anochecer, después de la cena, el tío Correa, sentado en el suelo, contemplaba su plato de metal ya vacio, dando chupadas al mismo tiempo á un cigarro que se resistía á arder.
Su camisa entreabierta dejaba á la vista la desnudez de un pecho cubierto de espesa pelambrera gris. En torno de él, unos veinticinco segadores españoles formaban corro sentados en el suelo, y los últimos fulgores de la hoguera se reflejaban en sus rostros barnizados por la causticidad del sol.
Algunas estrellas empezaban á titilar sobre la púrpura de un cielo ensangrentado por el ocaso. Los campos se extendían pálidos, con los contornos esfumados por la incierta luz del anochecer. Los había que estaban ya segados y exhalaban por sus heridas todavía abiertas el calor almacenado en su seno. Otros conservaban su onduloso manto de espigas, que empezaba á estremecerse bajo los primeros soplos de la brisa nocturna. Las máquinas agrícolas se destacaban sobre el rojo sombrío del horizonte como animales monstruosos que empezasen á surgir de las profundidades de la noche. Los tractores automóviles y las trilladoras parecían tomar en la obscuridad creciente los mismos contornos de los seres gigantescos que habían corrido por estas llanuras en los tiempos prehistóricos.
– ¡Ay, hijos míos! – dijo el tío Correa quejándose de un persistente dolor en sus articulaciones – . ¡Lo que ha de trabajar y sufrir un hombre para ganarse el pan de cada día!…
Después de esta lamentación siguió hablando, en medio de un profundo silencio. Todos los ojos estaban fijos en él. Sus compatriotas esperaban un cuento divertido que les hiciera reir ó una historia interesante que les obligase á estirar el cuello con asombro y curiosidad, hasta la hora de acostarse. Pero en la presente noche el viejo se mostraba taciturno y más dispuesto á las lamentaciones que á distraer á camaradas.
– Y siempre será así – continuó – . El mal no tiene remedio. Siempre habrá ricos y pobres, y los que han nacido para servir á los otros tienen que resignarse con su triste suerte. Bien lo decía mi abuela, y eso que fué mujer. Eva es la que tiene la culpa de la falta de igualdad que hay en el mundo, y los que pasamos la vida rabiando para servir y engordar á los otros debemos maldecir á la primera mujer por la esclavitud á que nos condenó. Pero ¿qué cosa mala no han hecho las mujeres?
El deseo de quejarse que sentía esta noche le hizo recordar á un español llevado por la mañana al pueblo más próximo, ó sea á treinta kilómetros de la estancia, para que lo curasen. Uno de sus brazos había sido alcanzando por el engranaje de una trilladora, sufriendo una trituración horrible. El infeliz iba á quedar mutilado para siempre, arrastrando una vida de miserias y privaciones.
El recuerdo de tal suceso aumentó la inquietud y la tristeza de los que escuchaban á Correa; pero como si éste se arrepintiese del silencio trágico que pesaba en torno de él, se apresuró á añadir:
– Es una víctima más de la injusticia de nuestra abuela. Eva es la única responsable de que las cosas marchen tan mal en nuestro mundo.
Y como sus camaradas, especialmente los que le conocían poco tiempo, mostraban un vehemente deseo de saber por qué motivo era Eva la responsable de sus desgracias, el viejo empezó á contar á su modo la mala broma que la primera mujer se había permitido con los hombres.
El tío Correa tenía «sus letras». En su país natal llevaba ejercidas diversas profesiones, mostrándose siempre un incansable lector de diarios. Además, había asistido á muchas reuniones políticas y trabajado en las elecciones, pronunciando discursos á su modo en las tabernas del pueblo.
Lo que iba á contar ahora no era un cuento. Se trataba de un «sucedido», aunque extremadamente remoto, pues ocurrió algunos años después que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso y condenados á ganar el pan con el sudor de su rostro....
¡Cómo hubo de trabajar el pobre Adán!… El tío Correa fué enumerando todas las cosas que el primer hombre se vió obligado á improvisar para cumplir sus obligaciones de padre de familia. En unos cuantos días tuvo que hacer de albañil, de carpintero y de cerrajero, construyendo una casa para albergar á Eva y á sus hijos.
Después hubo de domesticar á muchos animales, para que su trabajo resultase más fácil y su nutrición más abundante. Enganchó al caballo, puso el yugo al buey, persuadió á la vaca de que debía permanecer quieta en un establo y dejarse ordeñar resignadamente; también logró convencer á la gallina y al cerdo de que les convenía vivir cerca del hombre, para que éste pudiera matarlos cómodamente cada vez que le apeteciese alimentarse con sus despojos.
– Y además – continuó el segador – , Adán tuvo que desmontar las tierras vírgenes antes de cultivarlas, y echar abajo árboles inmensos, y todo lo hizo con herramientas de madera y de piedra inventadas por él. No olvidéis, hijos míos, que en esa época, Caín, que es el primer herrero de que habla la Historia, estaba todavía dando chupones á los pechos de su madre....
Como el hombre no vive sólo de pan y las golosinas son las que hacen la vida agradable, Adán prestó más atención á su huerto, donde crecían los primeros árboles frutales, que á los campos, donde cultivaba otros artículos más sólidos é importantes para la nutrición. El tío Correa, excitado por los recuerdos de su país en esta pampa monótona, donde sólo hay trigo y carne, iba mencionando los árboles de dulces frutos que embellecieron el primer huerto creado por el hombre. Describía la higuera, de hojas puntiagudas como manos abiertas, cuyo tronco rugoso y gris parece forrado con piel de elefante, y que en las mañanas de sol deja caer de rama en rama un fruto que, al aplastarse en el suelo, abre sus entrañas rojas y granuladas. Había también en dicho huerto el naranjo, con su perfume de amor y sus redondas cápsulas de miel encerradas en esferas de oro; y las diversas clases de melocotones, y el plátano, y el melón, que vive junto al suelo para absorber mejor sus jugos, concentrándolos en una carne de dulce marfil.
A veces Adán recordaba el manzano del Paraíso y la serpiente enrollada á su tronco que había dado consejos á su mujer, inspirándole estúpidos deseos. Pero al contemplar luego su huerto, se encogía de hombros. La obra de sus manos le parecía más firme y de mayor porvenir que la creación improvisada del Paraíso.
– Podía sentirse orgulloso de su obra – continuó el viejo – , pero su trabajo le costaba. Habríais sentido lástima al verle tan consumido. Sólo le quedaban los huesos y la piel, después de tantos esfuerzos. Parecía tener dos siglos más que su edad. En cambio, Eva podía pasar por su biznieta.
Esto último no sorprendía al tío Correa. En sus andanzas, había viajado por los países más adelantados y modernos, observando muchas veces que el marido trabaja con una intensidad extraordinaria, pasando el día fuera de su domicilio en lucha áspera por conquistar el dinero, mientras la mujer se queda en su salón tocando el piano y recibiendo visitas. Y como resultado de esta desigualdad en el trabajo, las mujeres parecen las hijas de sus esposos, y éstos mueren, generalmente, mucho antes que ellas.
– Yo no sé verdaderamente quién murió antes, si Eva ó Adán – continuó el viejo – ; pero apostaría, sin miedo á perder, que fué el pobre Adán. Eva debió sobrevivirle, siendo una viuda rica de las que saben administrar sus bienes; y así viviría mucho tiempo, amada y respetada por sus hijos, para que no los excluyese del testamento.
¡Pobre Adán!… A veces su cansancio era tan grande después del trabajo, que le faltaba la respiración y tomaba asiento en el umbral de su casa, para reposar un poco.
Había pasado el día entero cavando la tierra ó domando el caballo salvaje y el toro feroz. Sentía un fuerte deseo de contemplar á su Eva unos instantes; el mismo deseo que sienten muchos de adorar á los seres que los maltratan; la admiración irresistible que nos inspira todo lo que nos cuesta muy caro. ¿Y esta mujer no le había costado el Paraíso?…
Eva parecía siempre hermosa, á pesar de que daba al mundo un niño todos los años, y á veces dos. No podía hacer menos, teniendo la misión de poblar la tierra entera.
Apenas Adán, sentado en el umbral de la puerta, se enjugaba el sudor de la frente y empezaba á gustar la dulce voluptuosidad del reposo, cuando la voz de Eva le arrancaba de este deleite fugitivo.
– Oye, Adán: ya que no tienes nada que hacer, podías entretenerte poniendo la mesa.
Otras veces Eva se mostraba injusta y cruel.
– Adán, lávame los platos. Es una vergüenza que estés ahí, mano sobre mano, mientras yo me mato de trabajar.
Pero en ciertas ocasiones tomaba el tono de una súplica dulce y acariciante.
– Oye, maridito mío: tú que eres tan bueno, ¿por qué no das un paseo al bebé en su cochecito? El último que ha nacido, ¿sabes? el que lleva el número setenta y dos. Ya ves, alma mía, que, sola como estoy, no puedo llegar á cuidarlos á todos.
Y el trabajador infatigable, procreador de un mundo entero, debía poner la mesa, lavar los platos y pasear al recién nacido en un cochecito de su invención.
Eva trabajaba igualmente. No era floja labor limpiar los mocos, todas las mañanas, á siete docenas de niños, lavarlos y ponerlos á secar al sol, é impedir que se peleasen entre ellos hasta la hora del almuerzo. Pero su vida estaba agriada por otras preocupaciones.
Al encontrarse fuera del Paraíso, sintió inmediatamente los primeros tormentos del pudor y de la vergüenza. Su larga cabellera ya no le pareció bastante para ocultar su desnudez, como en los tiempos en que no había escuchado aún á la maligna serpiente. Viéndose en el mundo vulgar, como simple mujer de labrador, después de haber sido primera dama en el Paraíso, tuvo que hacerse á toda prisa un manto de hojas secas que la protegiese del frío y le permitiera mostrarse con un aspecto de persona decente ante los seres celestiales.... Pero ¿cómo puede una señora tener buen aspecto llevando siempre el mismo vestido?… Esto equivalía, además, á colocarse al mismo nivel de los animales inferiores, que desde que nacen hasta que mueren llevan siempre el mismo pelaje, las mismas plumas ó el mismo caparazón.
Eva era un ser razonable, capaz de las infinitas variaciones que forman el progreso, y por esto se dedicó á perfeccionar el arte del embellecimiento de su persona.