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Kitabı oku: «El prestamo de la difunta», sayfa 2

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Sacó á luz lo que poseía. Únicamente le quedaban tres pesos con algunos centavos. Durante los primeros días del viaje había tenido que pagar en algunos altos del camino, pues los habitantes de las chozas no eran simples pastores, como los del desierto, y se ayudaban para vivir dando posada á los arrieros. Le quedaba muy poco para hacer una limosna espléndida.

Pensó también con inquietud en lo que le esperaba al otro lado del desierto, cuando ya no estuviera solo y al encontrarse entre los primeros hombres renacieran otra vez las exigencias y los gastos de la vida social. Necesitaba dinero para continuar su viaje por tierra civilizada, para subsistir antes de que encontrase trabajo, y la cantidad que poseía no era suficiente.

Empezaba á olvidarse, abismado en estos cálculos, de la difunta y de todo lo que le rodeaba, cuando un personaje inesperado le hizo volver á la realidad con su inquietante aparición.

No estaba solo en el desierto. Vió al otro lado de la fila de piedras en forma de muro un perro enorme que gruñía, con la piel dorada cubierta de manchas de rojo obscuro. Vió también, al hacer un movimiento este animal, que tenía cabeza de gato, con bigotes hirsutos y unos ojos verdes que esparcían reflejos dorados.

Rosalindo conocía á esta bestia y no le inspiraba miedo. Era un puma que parecía dudar entre la audacia y el temor, entre la acometividad y la fuga. El hombre lo espantó con un alarido feroz, enviándole al mismo tiempo un peñascazo que le alcanzó en una pata. La fiera huyó en el primer momento, pero se detuvo á corta distancia. Aquel terreno lo consideraba como suyo. Sin duda permanecía junto á la tumba todo el año, por ser este el lugar más frecuentado en la soledad del desierto, resultándole fácil el nutrirse con los despojos de las caravanas ó el sorprender á un hombre ó á una bestia de carga en momentos de descuido.

Al quedar lejos no quiso Rosalindo hostilizarle por segunda vez. Veía en él á un guardián de la tumba. Hasta pensó supersticiosamente si este felino de la altiplanicie, mezcla de león y de tigre, tendría algo del alma de la difunta, pues en los cuentos del país había oído hablar muchas veces de espíritus de personas que continúan su existencia dentro de cuerpos de animales.

Dejó de ocuparse del puma para seguir mirando el bote de las limosnas. Una idea digna de ser tenida en cuenta acababa de surgir en su pensamiento en el mismo instante que le distrajo la presencia de la fiera.

Él estaba vivo y tenía poco dinero; en cambio la difunta Correa estaba muerta hacía años y no necesitaba comer ni le era forzoso ir á Chile como él. Aquellas limosnas iban á quedar meses y meses debajo del pedrusco, hasta que se le ocurriese venir al encargado de recogerlas. ¿No podían hacer un negocio honrado la difunta y él?…

Rosalindo no quiso aceptar ni por un instante la idea de apoderarse de este dinero. Por ser de una muerta tenía un carácter sagrado, y además representaba cierta cantidad de misas para la salvación eterna de la madre y su criatura. Pero era posible una operación de crédito entre los dos, que no resultaba completamente nueva.

Sabía por los arrieros y peatones de los Andes para lo que servían muchas veces estas tumbas con su depósito de limosnas. Como abundan las sepulturas en las diversas travesías de la Cordillera, los viandantes faltos de recursos se llevan con toda reverencia el dinero dedicado á los difuntos, pero dejando á éstos un recibo con la promesa solemne de devolverles una cantidad mayor.

Ovejero pensó que él podía hacer lo mismo. La difunta Correa era una buena mujer y aceptaría seguramente desde el fondo de su tumba de piedras este préstamo. Él, por su parte, siempre había sido fiel á su palabra y además empeñaba su firma. Lo que se llevase lo devolvería quintuplicado, y la difunta iba á ganar como réditos de la operación un gran número de misas.

Con la tranquilidad que comunica la pureza de la intención, fué recogiendo toda la moneda depositada en el fondo del bote. La contó: ocho pesos y cuarenta centavos. Luego buscó en su cinto un lápiz corto y romo, arrancando también un pedazo de papel de un diario viejo de Salta.

La redacción del documento fué empresa larga y difícil. En su niñez había figurado entre los mejores alumnos de la escuela de su pueblecillo, pero siempre consideró la ortografía como el más horripilante de los tormentos de la juventud, á causa de la diferencia entre letras mayúsculas y minúsculas.

En el borde blanco del periódico declaró que tomaba á préstamo de la difunta Correa la expresada cantidad, comprometiéndose á devolvérsela sobre la misma tumba en el plazo de un año; y para hacer más solemne su compromiso, metió en cada palabra dos ó tres mayúsculas. Después puso su firma: Rosalindo Ovejero, con las letras todo lo más grandes que le permitió la escasez del papel.

Cuando se hubo guardado el dinero en el cinto, depositó su recibo en el fondo del bote, colocando la piedra exactamente sobre él, para que en ningún caso pudiera llevárselo el viento.

Nada le quedaba que hacer allí. Ahora que se veía con más dinero para afrontar la existencia entre los hombres civilizados, deseaba salir cuanto antes del desierto.

El puma se había ido aproximando con un gruñido hipócrita, como si esperase verle de espaldas para caer sobre él. Rosalindo se inclinó, enviándole otro peñascazo que le hizo huir por segunda vez de aquella tumba que consideraba como su guarida.

Continuó el gaucho su marcha. Al día siguiente vió unos guanacos salvajes que corrían por el límite del horizonte. La vida vegetal y animal empezaba á reaparecer en el desierto. En los días siguientes los guanacos salieron á su encuentro formando manadas y los matorrales fueron más espesos y altos. La atmósfera resultaba más respirable; el terreno iba en descenso.

A la semana siguiente el fugitivo de Salta encontró hombres y durmió en viviendas que formaban míseros pueblos.

Siguió bajando, y al fin encontró el camino que se remonta á Bolivia y que en dirección opuesta iba á conducirle á la costa del Pacífico.

III

Pasó cerca de un año trabajando en las explotaciones salitreras establecidas por los chilenos en la costa del Pacífico. Vivió unas veces cerca de Antofagasta, otras en Iquique y hasta en Arica, junto á la frontera del Perú.

El trabajo no era extremadamente duro y se ganaban buenos jornales. Europa necesitaba abono para sus campos, y especialmente en Alemania los arenales del Brandeburgo se negaban á dar patatas y remolachas si no recibían antes la nutrición del ázoe solidificado en las llanuras chilenas.

Todos los pueblos vivían entonces en paz, y era preciso aumentar la producción del suelo para que una humanidad exuberante en demasía no se quedase sin comer. Llegaban vapores y veleros á los puertos del Pacífico cargados de carbón, y partían semanas después llevando sus bodegas repletas de salitre. Miles y miles de hombres trabajaban en el arranque de esta tierra blanca contenedora de un excitante fertilizador. Los brazos eran pagados con generosidad y el dinero corría abundantemente.

Rosalindo celebró como una protección de la suerte el haber huído de su país natal, librándose para siempre de su pobre y ruda profesión de arriero. En pocas semanas ganó lo que al otro lado de los Andes le hubiese costado un año de trabajo. Además, su existencia era mucho más fácil y dulce en esta tierra de emigración.

Hombres de diversos países trabajaban en las salitreras, y casi todos ellos vivían sin familia, pudiendo gastar alegremente sus considerables jornales. De aquí que, en días de fiesta, los obreros de gustos alcohólicos se entregasen á las más desordenadas fantasías en los cafés y los despachos de licores. No sabían cómo acabar su dinero en esta tierra de vida improvisada y escasas diversiones. Algunos disparaban sus revólveres escogiendo como blanco las botellas alineadas en la anaquelería detrás del mostrador. Era un lujo destrozar á tiros las botellas de champaña traídas de Europa, pagándolas luego á unos precios que hubiesen escandalizado á muchos ricos. Otros, para beber un simple vaso de vino, hacían abrir la espita de un tonel, dejando que chorrease en su vaso durante mucho tiempo lo mismo que una fuente, perdiéndose enormes cantidades de líquido. Luego pagaban con orgullo, delante de todos, para que se enterasen de su vanidad.

Con estas fantasías y otras menos confesables engañaban su tedio en este país abundante en dinero pero de aspecto entristecedor. La riqueza estaba en la profunda capa de salitre que cubría el suelo; pero esta tierra blanca que servía para fertilizar los campos de Europa no toleraba aquí ninguna vegetación. Una esterilidad valiosa pero triste rodeaba las nuevas poblaciones. El mayor lujo de los ricos era tener en sus casas unas cuantas macetas de flores. El agua para su riego había costado tan cara como los vinos más célebres.

Las interminables recuas de mulas, al acarrear del interior á los puertos las cargas de salitre, parecían acordarse melancólicamente de los campos donde habían nacido, con árboles, hierbas y arroyos. En las casas inmediatas á los caminos de esta tierra estéril, los dueños evitaban pintar sus cercas de verde, pues los pobres animales, engañados por el color, empezaban á roer los barrotes de madera, tomándolos por vegetales surgidos del suelo.

Rosalindo acabó por adquirir el mismo aspecto de los obreros del país. Ya no quedaba nada en él del gaucho salteño. Se había cortado las melenas y transformado su traje. Además, siguió con atención, en los diversos lugares de su trabajo, las predicaciones de algunos obreros procedentes de Europa que hablaban contra las compañías salitreras, incitando á los compañeros á la revuelta. Pero una huelga seguida de incendios y saqueos fué sofocada inmediatamente por los soldados chilenos con abundante empleo de ametralladoras, lo que devolvió la prudencia á Rosalindo y á la mayoría de sus camaradas.

Cuando llevaba ocho meses trabajando, experimentó una gran alegría al encontrarse con un hombre de su país que deseaba regresar á Salta.

La vida de este hombre en las salitreras había sido menos agradable y fructuosa que la de Ovejero. Trabajó y ganó buenos jornales en los primeros meses; pero era jugador, y todas sus ganancias se quedaron en las llamadas casas «de remolienda». Al final, sus deudas y sus continuas peleas le obligaban á abandonar el país.

Rosalindo, por ser un compatriota, atendió todas sus peticiones de dinero. Él no era jugador. Su vicio dominante había sido siempre la bebida, y aquí que ganaba mucho podía satisfacerlo con largueza, lo mismo que un caballero.

Al saber que su compatriota iba á volver á Salta por la Puna de Atacama, el gaucho, que era hombre de honor, incapaz de olvidar sus compromisos, pensó en la antigua deuda, que le preocupaba con frecuencia y hasta algunas noches le había quitado el sueño.

Mientras obsequiaba á su compatriota en un café de Antofagasta, le fué explicando su asunto.

– Tú pasarás por donde la difunta Correa, ¿no es eso, hermano?… Pues bien; cuando llegues á su sepultura, le dejas bajo la piedra estos treinta pesos. Ella me dió ocho y unos centavos, pero hay que ser rumboso con los que nos favorecen, y además la pobre tal vez está necesitada de misas.

Pidió también á su camarada que retirase el recibo escrito en un pedazo de periódico que había dejado en la tumba ó que fuese en busca del encargado de recoger las limosnas para pedirle el tal documento. Los asuntos de dinero deben llevarse con limpieza, sobre todo si hay muertos de por medio. Cuando el camarada tuviese el recibo en su poder, debía enviárselo por correo para su tranquilidad.... Y le entregó unos cuantos pesos más por la molestia que le pudiese ocasionar el encargo.

Transcurrieron varios meses. Rosalindo trabajaba todos los días como un obrero de buenas costumbres. A pesar de que había sido hombre de pelea, evitaba las cuestiones en este mundo compuesto de gentes bravas y de todas procedencias, que para ir á ganarse el jornal llevaban siempre el cuchillo y el revólver. Él deseaba únicamente que le dejasen embriagarse en paz. De día trabajaba en la salitrera y de noche se emborrachaba en algún cafetín predilecto, hasta que ganaba su alojamiento tambaleándose, ó lo llevaba hasta él un compañero casi á rastras.

De pronto se sintió enfermo. El médico, un joven recién llegado de Santiago, atribuyó su dolencia á los excesos alcohólicos; pero él creía saber mejor que este chileno presuntuoso cuál era la verdadera causa de su enfermedad.

Dormía mal y su sueño estaba cortado por terribles visiones. Esta vida de alucinación dolorosa había empezado para él cierta noche en que se dirigía á su casa completamente ebrio.

Una mujer le salió al paso: una mujer enjuta de carnes, con la tez algo cobriza y unos ojos grandes, negros, ardientes. Iba envuelta en un manto obscuro que había perdido su primer tinte y era del color llamado «ala de mosca». Agarrado á una de sus manos marchaba un niño cuya cabeza apenas le llegaba á las rodillas.

Rosalindo no conocía á la difunta Correa ni jamás encontró á alguien que pudiera describírsela. Pero al ver a esta mujer por primera vez, quedó convencido de su identidad. Era la difunta Correa; no podía ser otra, ¡Aquellos ojos!… ¡Aquel niño que la acompañaba!…

Se quitó el sombrero con la misma expresión reverente que cuando había rezado ante su tumba.

– ¿En qué puedo servirla, señora? – dijo – . ¿Qué desea de mí?…

La mujer permaneció muda, y sus ojos redondos, de un ardor obscuro, le miraron fijamente. Al entrar en su casucha cerró la puerta, y la difunta, siempre con su niño de la mano, se filtró á través de las maderas.

Dormía Rosalindo en una pieza grande con siete compañeros más, pero aquella hembra dolorosa, como venía del otro mundo y todos los seres de allá dan poca importancia á las preocupaciones morales de la tierra, se metió entre tantos hombres, sin vacilación, permaneciendo erguida junto á la cama de Ovejero.

Cada vez que éste abría los ojos la encontraba frente á él, inmóvil, rígida, mirándole con sus pupilas ardientes y fijas, no alteradas por el más leve parpadeo.

A la mañana siguiente, el gaucho creyó haber atinado con la explicación de este encuentro. La pobre difunta había venido indudablemente á darle las gracias por los enormes réditos con que había acompañado la devolución del préstamo. Si permanecía muda y con aquellos ojos que infundían espanto, era porque las almas en pena no pueden mirar de distinto modo.

Afirmado en esta creencia, no experimentó sorpresa alguna cuando, en la noche siguiente, al regresar ebrio de su cafetín, tropezó con la enlutada y su niño cerca de la casa.

Por segunda vez se quitó el sombrero, gangueando sus palabras con una amabilidad de borracho.

– No tiene usted nada que agradecerme, señora. La palabra es palabra, y lo que siento es no haber podido enviarle más para que la digan misas. El año que viene, cuando algún amigo mío vaya para allá, tal vez le haga otra remesa.

Pero la mujer parecía no oírle y continuó fijando en él sus ojos inmóviles, mientras la cara del niño – una cara de muerto – se agitaba con el temblor de un llanto sin lágrimas y sin ruido.... Y la difunta le acompañó otra vez hasta su cama, manteniéndose inmóvil junto á ella, y desapareciendo únicamente con las primeras luces del amanecer.

Este encuentro se fué repitiendo varias noches. Rosalindo bebía cada vez más, viendo en el alcohol un medio seguro de sumirse en el sueño y evitar tales visiones; pero contra su opinión, las visitas de la difunta se hacían más largas así como él aumentaba su embriaguez. Algunas veces, hasta en pleno sol, cuando trabajaba en el arranque de las rocas de salitre, la difunta surgía frente á él durante sus minutos de descanso. En vano le dirigía preguntas. La enlutada era muda y únicamente sabía mirarle con sus pupilas redondas y severas, mientras el niño continuaba su eterno llanto sin humedad y sin eco.

«Hay en este asunto algo que no comprendo – pensaba Rosalindo – . ¿No le habrá entregado aquel amigazo el dinero que le di?»

Se dedicó á averiguar el paradero de su compatriota. Pensó por un momento si se habría quedado con los pesos que le entregó para la muerta; pero inmediatamente repelió tal sospecha. Su camarada, aunque algo bandido y de perversas costumbres, era muy temeroso de Dios é incapaz de ponerse en mala situación con las ánimas del Purgatorio, á las que tenía gran respeto y no menos miedo.

Al fin, un vagabundo que iba de boliche en boliche por las diversas salitreras para robar con sus malas artes de jugador el dinero de los trabajadores, le dió noticias sobre el desaparecido, después de repasar los recuerdos de su propia vida complicada y aventurera. A su amigo lo habían matado meses antes en un despacho de bebidas cerca de la Cordillera, cuando se dirigía desde Cobija á tomar el camino de la Puna. La cuchillada mortal había sido por cuestiones de juego.

El gaucho, que no quería dudar de que la difunta hubiese recibido su préstamo con todos los intereses, quedó aterrado al recibir esta noticia. Empezó á calcular los meses transcurridos desde que dejó su recibo en la tumba del desierto. Hizo un gesto de satisfacción, como si acabase de resolver un problema difícil, al convencerse de que iba transcurrido más de un año, plazo que él mismo fijó en su papel. La difunta tenía derecho á reclamar. Ahora comprendía sus ojos severos fijos en él y la expresión dolorosa de aquella carita de muerto, que lloraba y lloraba con el tormento de un hambre del otro mundo, por faltarle el sustento de las misas.... ¡Y él, que despilfarraba sus jornales en bebidas y otros vicios menos confesables, estaba retardando la salvación de estos dos seres infelices al no devolverles un dinero que necesitaban para la salud de su alma!…

Deseó que llegase pronto la noche y se le apareciese la difunta para darle sus explicaciones de deudor honrado. Pero por lo mismo que su deseo era vehemente, no pudo encontrarla en las cercanías de su casucha por más vueltas que dió en torno de ella, y eso que en la presente noche, para evitar palabras confusas y tergiversaciones en el negocio, había bebido muy poco. Fué cerca de la madrugada cuando Ovejero, que había conseguido dormirse, la vió al abrir sus ojos.

– Señora, la falta no es mía; es de un amigo que se ha dejado matar, perdiendo mi dinero. Pero yo pagaré. Voy á buscar alguien que se encargue de devolver el préstamo, aunque tenga que costearle los gastos de viaje. Además aumentaré los intereses....

No pudo seguir hablando. La difunta desapareció con su niño, como si la hubiesen tranquilizado estas promesas. Huía tal vez igualmente de los gritos y blasfemias de los otros obreros, que habían sido despertados por Rosalindo al hablar en voz alta. Estaban irritados contra el salteño porque todas las noches mostraba predilección en su borrachera por conversar con una mujer invisible. Y esta noche, en vez de hablar buenamente, había dado gritos. Todos ellos empezaron á tener por loco á su camarada.

En mucho tiempo no volvió Ovejero á encontrarse con su acreedora. Esta ausencia le parecía natural. Las almas del otro mundo no necesitan esforzarse para conocer lo que hacen los vivos, y ella sabía que su deudor se ocupaba en devolverle el préstamo.

Trabajó horas extraordinarias, bebió menos, fué reuniendo economías, pues deseaba hacerse perdonar con su generosidad el retraso en el pago de la deuda. Al mismo tiempo buscaba un hombre que se encargase de ir á depositar la cantidad sobre la tumba del desierto.

Por más averiguaciones que hizo en los diversos campamentos salitreros y por más que escribió á los camaradas que tenía en otros puertos del Pacífico, no pudo encontrar un viajero que se propusiera volver al Norte de la Argentina siguiendo el desierto de Atacama.

«Tendré que enviar un hombre á mis expensas – pensó – . Esto será caro, pero no importa; lo principal es dormir con tranquilidad y que no se me aparezca la pobre difunta llevando el niño de la mano....»

¡Ay, el niño, con su llanto silencioso y su carita de muerto!… Este era el que le aterraba más en la lúgubre visión. La mujer le infundía respeto, pero no miedo; mientras que solamente al recordar el llanto extraño del hijo, sentía correr un espeluznamiento da pavor por todo su cuerpo. Era necesario redoblar su trabajo para reunir el dinero y encontrar á un hombre que lo llevase hasta la tumba....

Y este hombre lo encontró al fin.