Kitabı oku: «El prestamo de la difunta», sayfa 9
IV
– Y esta pobre – continuó el médico – prosigue la santa obra de la alegría. Cuando se ve sola, piensa en la otra, piensa en el oficial muerto, y huye en busca de los agonizantes, como si el dolor ajeno fuese su refugio. La sala de los incurables, de los que están condenados á morir, es su lugar preferido. Y canta, cuando minutos antes suspiraba á solas; ríe, con los ojos cargados aún de lágrimas.
»Nosotros fingimos no ver lo que hace. ¿De qué sirven los reglamentos ante la muerte?… Lo que importa es que proporcione un poco de alegría al que se va. Cada uno hace el bien como puede. Anoche la sorprendí empleando su método en la sala de los desesperados. Tenemos un tirador marroquí con las piernas y el vientre deshechos. Va á morir de un momento á otro; tal vez ha terminado á estas horas. Tenemos un alemán que está en la cama inmediata. Los colocaron así inadvertidamente; ahora es tarde para moverlos.
»Los hombres de Europa olvidan sus rencores al verse en los límites de la vida. Este africano es de cólera larga. Cuando cree que no le ven, enseña el puño al enemigo inmediato, que le mira con unos ojos redondos y asombrados, lo mismo que si estuviesen aún en el campo de combate. La señorita de Maxeville corre hacia él, fingiéndose irritada.
» – ¿Qué es eso, Alí?… Quieto, ó me enfado contigo.
» – No te enfades, señorita – murmura el moro – . Lo respetaré, ya que lo pides. Pero esta noche, cuando te marches, iré á su cama y le cortaré la cabeza.
»Y no puede moverse. Anoche rugía de dolor, alterando con sus gritos el silencio del dormitorio, quitando el sueño á los otros heridos, pugnando por levantarse para ir en busca del adversario y saciar en él su furia.
La señorita de Maxeville es la única que sabe calmar á estos hombres. Yo vi, á la tenue luz del dormitorio, cómo empezó á bailar, con un plato en la mano. Este plato le servía de pandereta. Movía las caderas, retorcía el busto, acompañaba con balanceos su monótona canturía oriental, sonreía lo mismo que una mujer de aduar que baila ante la tribu la «danza del vientre».
Los heridos soñolientos sacaban sus cabezas sobre los embozos, pugnando por moverse; las bocas negruzcas se animaban con una sonrisa pálida; las miradas ardorosas seguían con avidez el cuerpo de la danzarina, que iba trazando en los muros una procesión de siluetas.
El marroquí se había incorporado, como un chacal que desea saltar y tiene las patas rotas. Su admiración se escapaba en roncos barboteos.
– ¡Oh, sonrisa del anochecer!… ¡Alegría de la sombra!… ¡Señorita blanca!
LA VIEJA DEL CINEMA
I
El comisario de Policía miró duramente á la mujer de pelo blanco que se había sentado ante su escritorio sin que él la invitase. Luego bajó la cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al lado de su sillón.
– Escándalo en un cinema – dijo, al mismo tiempo que leía – ; insultos á la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... ¿Qué tiene usted que alegar?
La vieja, que había permanecido hasta entonces mirando fijamente al comisario y á su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de sorpresa, lo mismo que si despertase.
– Yo, señor comisario, vendo hortalizas por las mañanas en la rue Lepic. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los del barrio me conocen. Hace cuarenta años que tengo allí mi puesto ambulante, y....
El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojó.
– ¡Si el señor comisario no me deja hablar!… Cada uno se expresa como puede y contesta como su inteligencia se lo permite.
El comisario se reclinó en un brazo del sillón, y poniendo los ojos en alto empezó á juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado á los delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ¡Paciencia!…
– En 1870, cuando la otra guerra – continuó la vieja – , tenía yo veintidós años. Mi marido fué guardia nacional durante el sitio de París y yo cantinera de su batallón. En una de las salidas contra los prusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve que trabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única.... Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.
Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con certeza. El agente permanecía rígido y silencioso, como un buen soldado, junto al comisario. Éste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de madera y mirando al techo.
– Mi nieta – continuó la vieja, sin inmutarse por esta falta de atención – se llama Julieta, baila en los teatros, y es célebre. El señor comisario debe haber visto su retrato muchas veces en los periódicos y en los carteles de las esquinas. Sólo la encuentro de tarde en tarde. Una mañana, cuando iba yo empujando mi carretilla, casi me atropelló su automóvil. Esto la hizo llorar, asegurando que era por culpa mía, porque yo no quiero vivir con ella y me empeño en seguir vendiendo verduras, lo mismo que cuando Julieta y su hermano eran pequeños.... Cada uno es como es. A mí, aunque soy pobre, no me gusta la manera de vivir de las artistas. ¿Digo mal, señor comisario?…
El comisario había cesado de silbar y miraba á la verdulera con cierto interés. Debía conocer á su nieta, la célebre bailarina. Iba á hacerle alguna pregunta sobre ella, cuando la vieja siguió hablando.
– Mi preferido fué siempre Alberto, un obrero aficionado á los libros. Yo, aunque deseo vivir independiente, iba todos los días á su casa, ayudaba á su mujer, jugaba con su hijo. ¡Un biznieto! Imagínese qué alegría, señor comisario. No todos llegan á ser bisabuelos.
Se detuvo un instante, como embelesada por dulces recuerdos.
– ¡Los días felices de la paz! – añadió – . Un domingo fuimos de campo; comimos junto al Sena para celebrar el ascenso de Alberto á primer contramaestre de su fábrica.... Dos semanas después estalló la guerra.
El comisario hizo un gesto, que la vieja creyó de cansancio.
– Sí; ya sé que llevamos cuatro años de guerra y á todos aburre hablar de estas cosas. No insistiré, señor comisario. Me han dicho que hasta en los teatros y en los periódicos están cansados de la guerra y sus aventuras. ¡Además, mi historia es la de tantas y tantas mujeres!… Alberto fué á incorporarse á su regimiento en los primeros días de la movilización. No lo vi hasta un año después, que volvió del frente vestido de soldado. Luego vino otra vez. Yo había acabado por acostumbrarme á esta situación. Me imaginaba que sólo los otros hombres podían morir, ¡pero mi Alberto!… Un día recibí un papel, que nos hizo llorar á mí y á su mujer. Después nos visitó un compañero de mi nieto para traernos varios objetos suyos.
La voz de la vieja se enronqueció.
– Y ya no lo vi más, señor comisario.... Ellos me lo mataron.
Pero acordándose de su promesa, hizo un esfuerzo para serenarse y no hablar de la guerra.
– La viuda de Alberto trabaja ahora en una fábrica de municiones al otro lado de París, y yo sólo de tarde en tarde puedo ver á mi biznieto. Hay que ganarse la vida.... Además, ¿por qué no decirlo? desde que murió Alberto gusto de entrar en la taberna más que antes. Cada uno mata su pena como puede. Estoy en los setenta, y á esa edad, cuando hay que levantarse antes del alba para ir á los Mercados centrales á comprar el género, un vasito de vez en cuando es la mejor de las medicinas. ¿No lo cree usted así, señor comisario?…
El silencio del aludido quiso demostrar á la vieja lo inoportuna que era su pregunta. Pero ella continuó, con cierta precipitación que revelaba la proximidad de la parte más interesante de su relato.
– Hoy, al anochecer, estuve en la taberna con el tío Crainqueville. El señor comisario debe conocerlo. Sus desgracias andan escritas en libros y comedias.
Este nombre pareció despertar un vago recuerdo en la memoria del funcionario. La afirmación de que con sus aventuras se habían escrito libros le hizo interesarse en una rebusca mental. Luego levantó los hombros é hizo un gesto de incredulidad.
– Su historia – continuó la vieja – la ha escrito un señor Anatole, que trabaja al otro lado del Sena, en un taller de sabios. Es un palacio con una cúpula, donde dan recetas para que la gente rica pueda hablar bien.
El comisario se incorporó en su sillón, impulsado por la sorpresa. Aquel taller de sabios á la orilla del Sena era sin duda la Academia Francesa; la casa de la cúpula, el Instituto; y el tal Anatole no podía ser otro que Anatole France.
– ¿Pero existe el tío Crainqueville? – preguntó con incredulidad.
– Treinta años lo conozco, señor. Vendemos en diferentes barrios, pero nos vemos todas las madrugadas al hacer nuestras compras, y por la noche volvemos á encontrarnos en la misma taberna. ¡Un infeliz! Ahora sus asuntos andan mal; trabaja poco; sabe demasiado. Su protector le enseñó muchas cosas; él me las dice, y yo paso las horas muertas en la taberna escuchándole.
Hizo una pausa antes de reanudar su relato donde lo había abandonado.
– Digo que nos encontramos al anochecer en la taberna. Luego, como á las nueve, salimos, y sin saber por qué, me detuve en la puerta de un cinema, sintiendo deseos de entrar. Me atrajo un cartel con una alsaciana muy hermosa defendiéndose de un alemán feroz. Yo adoro esta clase de historias. Soy muy patriota. Tal vez es porque he visto dos guerras.... Pero no hablemos de la guerra. El tío Crainqueville se negó á entrar, y eso que yo pagaba. No sé en realidad qué es lo que le gusta. Todo le hace sonreír con aire de lástima. Entré sola, y debí entrar con mal pie. ¿No ha notado el señor comisario cómo algunas veces todo nos sale torcido, y cuando queremos agradar ofendemos á las gentes, lo mismo que si un demonio nos guiase?…
El comisario no se dignó contestar.
– Me disgusté con la señora que vende en la taquilla por si una moneda era buena ó falsa; discutí también con el que recoge las entradas porque acudió en su defensa.... Dentro, en la sala, la misma mala suerte. Mis vecinos de fila se quejaron, diciendo que había entrado con demasiada violencia. Mala voluntad de su parte, pues á mí no me gusta molestar á nadie. Una remilgada, cerca de mí, se atrevió á decir que yo olía á vino. Otro insolente aludió á mis anchuras, dudando de que cupiesen en el asiento. Les contesté como sé hacerlo y el público protestó á gritos, asegurando que perturbaba el espectáculo. Si me callé al fin, fué porque había empezado la historia de la alsaciana y su perseguidor. Una historia interesante. Yo se la contaría á usted, señor comisario, pero temo molestarle. Además, no sé cómo termina; no me dejaron ver el final.
El comisario había vuelto á mirar al techo y á silbar por lo bajo para distraer su impaciencia.
– Un señor que estaba detrás de mí y parecía muy entendido en esto del cinema, daba en voz baja sus opiniones á los vecinos.... De pronto, la alsaciana se iba al frente, huyendo de su perseguidor, y empezaban á verse las trincheras con muchos soldados, las cocinas, los cañones. El señor entendido decía que estas vistas no pertenecían en realidad á la historia; que eran, ¿cómo diré yo? lo mismo que retales que le habían puesto al film. ¿Me explico bien, señor comisario? Cosas viejas de la guerra que habían aprovechado; algo así como los remiendos que se echan á la ropa para que parezca mejor.... Pero yo no entiendo de esto, y las vistas me han parecido magníficas.
»De pronto salió en el telón el interior de una trinchera, con muchos soldados descansando. Uno de ellos escribía una carta sobre sus rodillas, puesto de espaldas al público. Poco á poco volvió la cabeza y sonrió á las gentes. Yo dudé, creyendo que veía mal. Luego debí gritar. ¡Era mi nieto!…
»Me levanté para verle mejor; quise ir hacia mi Alberto. Tal vez pasé entre la gente con demasiada violencia. El público debió creer que era alguna farsa mía y acudieron los empleados, y muchos espectadores me cerraron el paso. Intenté hablar y no me dejaron. No quisieron oir mis explicaciones; me creían borracha. Acabé por batirme á puñetazos con los que me empujaban hacia la puerta. Llamaron al mismo agente que está ahora aquí. Dicen que lo insulté, que le mordí en una mano. Ignoro cómo pude hacerlo. Estaba tal vez loca en aquel instante. Es verdad que este señor me llevó á empujones, sin querer oirme; que no me permitió seguir viendo á mi Alberto....
Hizo una larga pausa. Sus ojos empezaron á humedecerse.
– Y así es – terminó la vieja – como he vuelto á encontrar á mi nieto.... Pido perdón al señor comisario.... Pido perdón al señor agente.
Bajó la cabeza, juntó las manos y miró al suelo, refugiándose voluntariamente en el silencio, confiándose á la suerte, sin insistir más en su defensa, mientras sus lágrimas empezaban á correr mejillas abajo.
El comisario no dijo nada. Miró al agente que tenía á su lado, un veterano con la Cruz de Guerra sobre el pecho del uniforme y varios galones en una manga indicadores de sus campañas. Él también miró á su superior. Había permanecido impasible hasta entonces, pero varias veces se mordió el recio bigote.
Los dos hombres parecieron entenderse con la mirada. El comisario devolvió al agente el parte redactado por él media hora antes en la sala de espera de la Comisaría dando cuenta del escándalo ocurrido en el cinema.
El veterano, sin decir una palabra, rasgó el papel en menudos pedazos.
– Buena mujer, puede usted marcharse.
La voz del comisario sacó á la vieja de su abstracción. ¿Era cierto que la dejaban irse?… ¡Qué señores tan buenos!
– ¿Y podré volver al cinema? – añadió con ansiedad – . ¿Me dejarán ver todas las noches á mi pequeño?
Los dos hombres rieron de su simpleza, contestando con un gesto afirmativo.
Salió de la Comisaría lentamente. No convenía que la viesen huir como el que tiene la conciencia sucia.
Pero al llegar á la calle, se convenció de que nadie la espiaba, y recogiéndose las faldas, echó á correr con una ligereza juvenil. Su arrugado rostro se dilató, jadeando de fatiga; sus cabellos blancos se escaparon en desorden de la pañoleta de punto con que abrigaba su cabeza.
Cuando llegó al cinematógrafo, salían de él los últimos grupos de espectadores. Los empleados apagaban las luces y retiraban los carteles. La vieja vió luego cómo cerraban las puertas.
Se mantuvo inmóvil, con un codo apoyado en la pared y la frente en una mano. Lloraba con una angustia infantil.
– ¡Esperar hasta mañana! – murmuró – . ¡No ver á mi pequeño en tantas horas!…
II
A la noche siguiente la vieja se presentó en el cinema con un aire de humildad. Se encorvaba para pasar inadvertida. Se aproximó al despacho de billetes, volviendo el rostro para que no la reconociese la empleada.
Pero el hombre encargado de guardar la puerta corrió hacia ella:
– ¡Ah, no! ¿Viene usted á mover escándalo otra vez?… Para usted no hay entrada.
– Déjeme pasar, buen señor. Le juro que seré muy juiciosa.
Hablaba con una dulzura infantil, y el empleado acabó por reir, lo mismo que la mujer de la taquilla.
La vieja los saludó á los dos con agradecimiento al ver que la dejaban pasar. Luego saludó también á un policía inmóvil en el pasillo de entrada, como si fuese un antiguo amigo. No le parecía el mismo de la noche anterior…pero ¡por si acaso era!…
Dentro de la sala procedió con modestia y afabilidad. Saludó á todos los espectadores que encontraba al paso con una cortesía extremada, sin obtener contestación. Algunos se limitaron á mirarla extrañados.
«Es una loca», parecían decir con sus ojos.
Se encogió en su asiento y procuró ocupar el menor espacio, por miedo á molestar á sus vecinos. Al principio volvió repetidas veces la cabeza para ver si la observaban los empleados del cinema y recibir su aprobación. Pero el espectáculo la hizo olvidarse pronto de la realidad. El alemán perseguía ya á la alsaciana, desarrollándose sobre el lienzo blanco las complicadas aventuras de la novela cinematográfica. Luego aparecían las trincheras y el soldado que escribía la carta puesto de espaldas, y al volver la cabeza hacia el público, mostraba su rostro.
– ¡Alberto!… ¡Alberto!…
La vieja tuvo que hacer un esfuerzo enorme para contenerse. Le subía este grito á la garganta con estertores dolorosos. Pero tembló ante la idea de escandalizar á los espectadores, como en la noche anterior. Le arrojarían del local para siempre; no podría ver más á su soldado.
El miedo la hizo contenerse, y su emoción ruidosa se deshizo en lágrimas. Para desahogar su pecho, hablaba en voz muy queda, una voz que sonaba hacia dentro del cuerpo, mientras sus ojos lacrimosos seguían contemplando con devoción todo lo que pasaba por el lienzo.
– ¡Alberto!… ¡Pequeño mío!… Soy yo, tu abuela; ¿no me conoces?… Vendré á verte todas las noches.... ¡todas las noches!
En la representación siguiente lloró menos. A la salida, habló con el hombre de la puerta con cierta familiaridad, como si ella también fuese de la casa.
– ¿Ha visto usted qué bien «trabaja» mi nieto?…
Y el empleado, que había oído ya varias veces su historia sin prestarle mucha atención, se llevó un dedo á la frente mirando á la mujer de la taquilla.
Los dos se entendieron con una sonrisa que decía lo mismo: «Está loca, verdaderamente loca.»
La vieja apenas pudo dormir aquella noche. Sentía intranquila su conciencia. Era una egoísta que guardaba para ella toda la felicidad de su descubrimiento. Alberto tenía en el mundo de los vivos alguien más que su abuela.
A la mañana siguiente vendió apresuradamente las verduras, sin cuidarse de la ganancia, y guardó su carretoncillo mucho antes que los compañeros. El Metro la puso en las afueras de París. Se vió en un paisaje grisáceo, yermo, con fábricas humeantes y casas de ladrillo, tristes como prisiones, en las que vivían los obreros.
Habló con la portera de una de estas viviendas. Su biznieto estaba en la escuela y la mujer de Alberto trabajaba en la fábrica.
Fué luego á la tal fábrica, y el conserje, un inválido, le cerró el paso. Prohibida la entrada; ningún curioso podía introducirse en los talleres, porque en ellos se torneaban obuses.
Pero la vieja, pegada tenazmente al arco de la puerta, pudo ver de lejos á varias mujeres que pasaban y repasaban por los patios, en las evoluciones de su trabajo, todas ellas con pantalones anchos, lo mismo que si fuesen ciclistas. Casi rió de sorpresa al darse cuenta de que una especie de muchacho pequeño y delgado, con amplios calzones azules, abandonaba la carretilla que iba empujando, llena de virutas de acero, para saludarla desde lejos. Era la mujer de Alberto.
Cuando sonó la campana de mediodía y las trabajadoras salieron para almorzar, la vieja pudo verla de cerca. Tenía una palidez cenicienta y sus ojos eran más grandes que nunca, rodeados de aureolas azuladas y dolorosas.
Rompió á llorar al enterarse de que su marido aparecía todas las noches en un cinema, después de haber muerto hacía un año.
– ¿Cómo puede ser eso?…
Su asombro era tan grande, que cortaba su llanto. Hacía esfuerzos inútiles para entender á la vieja, la cual iba repitiendo las explicaciones que había escuchado, aunque sin comprenderlas mejor que la otra.
– Lo cierto es que Alberto trabaja en el cinema. Ven con el niño; os espero esta noche.
Hizo su invitación con aire de mando. A las ocho la encontrarían en la puerta del cinematógrafo, situado casi en el extremo opuesto de la gran ciudad. Después se separaron, pues los pobres no tienen tiempo que perder.
La vieja los vió llegar puntualmente. Llevaba la viuda un vestidito negro adquirido en un bazar; el niño iba con su mejor ropa y peinado como un paje.
Al ver que la obrera intentaba ir hacia la taquilla, la vieja se opuso.
– ¿Qué es eso?… Aquí pago yo. Me aprecian mucho; soy como de la casa.
Y para demostrar su confianza bromeó con la vendedora de billetes. Luego estrechó una mano del hombre que guardaba la puerta – su antiguo enemigo – , dándole un cigarro barato que había comprado momentos antes.
– Los pequeños regalos mantienen las amistades. Tome usted, señor.
Dentro de la sala saludó á la acomodadora como si fuese una antigua conocida.
– Son la mujer y el hijo de mi nieto, el que trabaja en la obra – dijo, dándola al mismo tiempo unas cuantas piezas de cobre.
Y se sentó con orgullo en las sillas designadas por la empleada, juzgándolas mejores que las otras.
Pero la satisfacción de mostrar á sus acompañantes la inmensa influencia de que gozaba en este lugar público duró muy poco. Al aparecer Alberto, temió que gritase también aquella mujercita vestida de luto que tenía á su lado. Pero era silenciosa en su dolor. Contempló la visión con unas pupilas agrandadas é inquietantes, que hacían recordar los ojos de los aficionados á la morfina. Cerraba los labios con fuerza, y por ambos lados de su boca corrían dos hilos de lágrimas.
El enlutado pajecillo miraba con la inconsciencia de una edad en que se oye hablar de la muerte sin saber lo que es. Aquel soldado lo conocía él: era su padre; lo había visto llegar á su casa vestido así. ¿Por qué no volvía?…
– ¡Papá…papá!… – murmuró, tendiendo sus manecitas hacia la visión.
Y la madre y la bisabuela, sin dejar de llorar, le empujaron dulcemente en la obscuridad para que permaneciese quieto.
A la salida, antes de despedirse junto á la puerta del cinema, la vieja tomó su aire imperativo:
– Mañana aquí, á la misma hora. Yo pago.
La viuda pareció extrañarse de tal invitación.
– Vivo al otro lado de París; un verdadero viaje. Me he de levantar temprano para el trabajo; debo ocuparme del niño antes de enviarlo á la escuela. ¡Imposible!… Además, ¿para qué volver? Alberto no resucitará, y este espectáculo me mata.
La vieja la siguió con los ojos mientras se alejaba con su niño titubeante de sueño. Siempre había creído á esta mujercita de poco corazón.
– ¡Ay! La única que se acuerda verdaderamente de Alberto soy yo.
Anduvo triste y malhumorada todo el día siguiente. Al anochecer se encontró en la taberna con el tío Crainqueville. Aunque el verdulero filósofo hablaba poco y pasaba entre las personas y las cosas sin preocuparse de ellas, pareció interesarse por los actos de su vieja camarada. La había observado silenciosamente. Desde hacía unos días era otra mujer. Gastaba mucho dinero; convidaba á todo el mundo; llegaba tarde á los Mercados, comprando lo más caro y lo peor, para vender luego al público con mayor baratura que los demás.
– Te vas á arruinar, estás gastando tu capital.
Pero no obstante sus consejos, siguió bebiendo todos los vasos que quiso ofrecerle la vieja.
A las ocho, ésta se mostró impaciente.
– Adiós, Crainqueville. Te dejo, si no quieres acompañarme. Me espera mi nieto; ya sabes que trabaja en el cinema.
– ¡Pero si á tu nieto lo mataron!…
– Es verdad que lo mataron; pero trabaja en el cinema.
El filósofo se limitó á encogerse de hombros. Sabía por su maestro y protector que no hay que asombrarse de nada en este mundo.
Hasta los actos más ordinarios y comunes resultan incoherentes cuando se les estudia de cerca. Era inútil, pues, exigir lógica en los sucesos extraordinarios de nuestra vida.