Читайте только на Литрес

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «La araña negra, t. 1», sayfa 7

Yazı tipi:

VI
Galantería y devoción

Cuando Baselga hubo tomado asiento frente a la dama y tan cerca de ella que sin esfuerzo alguno podía pisar uno de aquellos pies que con algo más importante asomaban bajo la falda demasiado recogida, quedó silencioso un buen rato, no sabiendo cómo expresarse con una mujer tan excesivamente despreocupada.

La baronesa, por su parte, seguía contemplando con aire burlón al gallardo subteniente y esperaba con calma sus palabras.

– ¡Cuánto tengo que agradecer a usted bella dama! – dijo por fin el joven rompiendo aquel abrumador silencio – .

A usted debo la vida, pues sin su auxilio es probable que a estas horas no existiría ni tendría la dicha de haberla conocido.

– No he hecho más que cumplir con mi deber, galante conde. Yo soy tan realista y entusiasta por la buena causa como usted, y puede creerme que siento que la sociedad no permita a las mujeres ciertos desahogos, pues de lo contrario sería capaz de salir espada en mano a batirme con esa canalla liberal.

– Estaría usted graciosísima en atavío militar – dijo Baselga sonriéndose y recobrando su peculiar aplomo.

– No tanto como usted que siempre que entra en Palacio se lleva prendidos muchos corazones de los botones de su uniforme. Pero… ¿qué hace usted? Despacio, conde; no me pise el pie, que eso es costumbre de muy mal gusto, indigna de un seductor de tanto renombre.

Baselga quedó nuevamente desconcertado por aquella franqueza arisca, y ruborizándose como una niña, permaneció callado algunos minutos, mientras que Pepita le contemplaba con la superioridad de la mujer que tiene un frío imperio sobre sus pasiones y que sabe jugar con fuego sin quemarse.

– Baronesa – dijo por fin el subteniente buscando palabras para salir del paso – . A juzgar por sus palabras, usted me conoce hace algún tiempo.

– ¿Quién no conoce en Madrid al conde de Baselga, la más gallarda figura de la Guardia Real, el hombre adorado por las damas más encopetadas de la corte?

– Parece baronesa, que se burla usted de mí al hablar en ese tonillo.

– Todo pudiera ser, señor Matamoros. ¡Eh! ¿Va usted, acaso a desafiarme?

– Hermosa baronesa: usted está autorizada para burlarse cuanto quiera de mí, para tratarme como un perro, para hacerme pedazos si quiere, porque yo le debo la vida, y aunque no…

– Usted nada me debe – interrumpió la baronesa – . Lo que por usted he hecho es un servicio propio entre correligionarios, y… nada más. Pero, continúe usted. Estábamos en el preludio de la declamación. Continúe usted y procure no turbarse, como sucede a los cómicos sin experiencia.

– Búrlese usted cuanto quiera, pero óigame. Decía yo que aunque no le debiera la vida, podría usted disponer de mi persona como de la de un esclavo, porque yo ya no soy dueño de mis acciones, porque yo…

– ¡Yo… la amo! – dijo Pepita, riendo como una loca y levantándose del sillón para remedar la actitud de Baselga, que era la de un actor amanerado.

– No está mal, señor conde – continuó mirando burlonamente al joven – . Para ser un militar poco versado en literatura, según creo, sabe usted decir cosas muy bonitas; ahora sólo le falta comparar su amor al himno de un pájaro, al murmullo de una fuente o al susurro de un bosque, y que me maten si no parece usted el galán de una comedia de don Pedro Calderón.

Baselga volvió a quedar anonadado por la sempiterna ironía de aquella mujer, y únicamente supo decir con voz balbuciente:

– ¿Se burla usted?

– ¿Qué me he de burlar? Lo que estoy es admirada de la facilidad con que usted se enamora y de la manera original y distinguida con que sabe expresar su pasión. ¡Ah, gran calavera! Por eso tiene usted tanto partido entre las mujeres; con tan dulces palabras y algún pisotón que haga ver las estrellas no hay beldad que se le resista. ¿Es así como usted conquista a las duquesas de la corte?

Y la baronesa, al decir esto, se paseaba por la estancia lanzando carcajadas sonoras y deteniéndose algunas veces frente al espejo para echar sobre su persona una furtiva mirada.

Baselga estaba asombrado. Nunca había llegado a imaginarse una mujer como aquella y se sentía humillado ante el genio burlesco de la baronesa, que le dejaba cortado y balbuciente como un cadete.

Las continuas heridas que Pepita abría en su amor propio excitaban aun más su naciente pasión; pero esto no evitaba que se sintiera avergonzado por su derrota y que permaneciera en su asiento encogido y tal vez deseando que se abriera la tierra y lo tragara para no servir más de diversión a la burlona baronesa.

Cuando ésta se cansó de reír, acercóse algo sofocada al cabizbajo subteniente, y con acento cariñoso le dijo, tocándole en un hombro:

– ¿Se ha enfadado usted acaso? Reconozco que he sido cruel; pero… ¿qué quiere usted? Este carácter maldito me obliga muchas veces a indisponerme aun con las personas que más estimo. Vaya, todo acabó; perdóneme usted, y en prueba de reconciliación y perpetua amistad, permito que bese usted mi mano.

Y la baronesa avanzó una mano de piel satinada, tibia y con graciosos hoyuelos, de la que se apoderó rápidamente el condesito, llevándola con avidez a su boca.

No fueron uno ni dos los besos que la dió Baselga, y poco a poco los labios se deslizaron al antebrazo, y aun hubieran llegado más arriba a no soltarse Pepita meced a un fuerte tirón, quedándose en guardia con la diestra levantada y en actitud graciosamente amenazante.

– Cuidadito, Baselga – dijo la hermosa con tono irritado y dulce – . Mire usted que puedo enfadarme y entonces soy terrible.

Y Pepita, como para demostrar que era verdad lo que decía, dió al joven una cariñosa bofetada que le supo a gloria.

– Ahora, siéntese usted – dijo la joven volviendo a ocupar el sillón – y hablemos como buenos y tranquilos amigos. ¿De dónde le ha venido esa rápida pasión que parece haberse creado con sola mi presencia?

– Baronesa, yo la amo hace ya muchos días.

– ¿Sin haberme visto hasta ahora? Mire usted; eso sólo puede pasar en las novelas, y si sigue usted por ese camino, volveré a reírme. ¿Sabe usted, acaso, quién soy yo?

– Sí, una mujer enloquecedora a quien amo y debo la vida.

– La vida se la deberá usted al cirujano; pues yo, como antes he dicho, no he hecho más que socorrer a un héroe de mi mismo partido. Porque yo, sépalo usted bien, aunque parezca una mujer superficial, mordaz y casquivana, soy muy realista, muy católica y muy enemiga de esa canalla liberal. Para mí, después de Dios y de su representante en la tierra el Papa, sólo hay una persona sagrada, que es el rey.

– Y para mí también – se apresuró a decir Baselga para estar en consonancia con su adorada, que hablando de tales cosas se ponía tan seria como un diplomático.

– Ya sé que es usted un decidido defensor del absolutismo, y de ello ha dado buenas pruebas. ¡Lástima grande que tan buen muchacho tenga el feo vicio de hacer el amor a la primera mujer que encuentra!

– Eso no es verdad. Yo la hago el amor a usted, porque la adoro.

– ¡Hombre! No diga usted disparates. Usted me ha visto por primera vez hace poco rato, e inmediatamente, sin tomarse ni tiempo para respirar, me ha espetado su declaración, que tiene aprendida de memoria y que suelta a todas cuantas ve.

– No es cierto. Yo no he amado nunca; yo, es el primer día que me siento dominado por la pasión.

– Cuénteselo usted a su abuela. ¿Conque no ha amado usted nunca? ¿Y dónde se deja a cierta airosa manola de la Ribera de Curtidores?

– Eso ha sido un entretenimiento sin consecuencias, y del cual apenas si me acuerdo.

– Pero no olvidará usted a la duquesa de León, dama de la reina y que tanto cuidado se toma por que sea usted el oficial más rumboso y bien vestido de la Guardia.

– Está usted tan enterada de mi vida – dijo Baselga sonriéndose – como yo mismo. ¿Es que hace tiempo me espía usted? Esto casi me haría creer que mi humilde persona es objeto de interés y que usted…

El condesito se detuvo indeciso, como si no se atreviera a terminar su pensamiento; pero la baronesa, lanzando nuevamente su sonora carcajada, exclamó:

– ¡Habráse visto mayor mamarracho! Sin duda ha llegado a imaginarse, lo que menos, que yo le amo hace mucho tiempo en secreto y que procuro enterarme de su vida. Pues, hijo, está usted en el mayor engaño, y ahora me he convencido de que es verdad lo que las gentes dicen de usted.

– ¿Y qué dicen de mí? – preguntó Baselga con acento de susceptibilidad herida.

– Pues que el condesito de Baselga es un buen muchacho, aunque muy ignorante y muy fatuo.

El subteniente se ruborizó hasta las orejas e hizo un gesto con el que parecía decir: “Eso no lo dirá ningún hombre delante de mí.”

En aquel momento sonaron las doce en el reloj de San Felipe y cada una de las campanadas parecía que iba borrando del rostro de Pepita aquella expresión burlona y mundanal que la caracterizaba.

Púsose seria, alzó los ojos al cielo, juntó las manos como una Purísima de Murillo, y con voz débil y gangosa, propia de un locutorio de convento, murmuró:

– A esta hora y a todas horas, sea bendito y alabado el Santísimo Sacramento en el altar.

Y a continuación rezó contritamente tres padrenuestros que fueron contestados por Baselga, aunque no con tanta devoción.

El joven estaba admirado y no sabía cómo calificar a aquella mujer que tan pronto se colocaba en actitudes provocativas, marcando sus espléndidas formas, como rezaba padrenuestros, y que entre dos carcajadas hablaba del monarca con tanta seriedad que daba a entender un fanatismo realista a toda prueba.

Comenzaba el subteniente a experimentar cierto respeto ante aquella hermosura que tenía el ambiente misterioso de las diabólicas apariciones de las leyendas.

Pero no duró mucho tiempo la actitud estática de la baronesa, pues su rostro volvió a adquirir la habitual expresión, y mirando burlonamente al joven, dijo:

– Quedamos en que usted decía…

– Baronesa, yo no decía nada; usted es la que de un modo gracioso me llamaba ignorante y fatuo.

– Y lo es usted, pues sus actos se encargan de demostrarlo. Sólo a un ente superficial se le ocurre hacer el amor a una mujer a quien no conoce. Bien andaría el mundo si todas las mujeres que recogen por compasión o por deber a un herido, hubieran de enamorarse de él. Vamos a ver, ¿quién soy yo? ¿Sabe usted algo de mi vida?

– Baronesa, yo creo conocer la historia de usted.

– Indudablemente, el negro Pablo le habrá distraído durante su curación relatándole un cúmulo de majaderías. Es un charlatán a cuya lengua impondré correctivo. Pero aunque usted crea conocer mi vida, eso no impide que sea una chiquillada el hacerme el amor a primera vista. Además, usted no se ha fijado en que hay desigualdad de edades, porque yo tengo cuatro o cinco años más que usted.

– El amor no reconoce edades.

– Ya lo sé – repuso la baronesa riendo con crueldad – ; y por esto ama usted a la duquesa de León, que ya pasa de los cuarenta.

El recuerdo de la duquesa trajo sin duda a la memoria de Pepita los uniformes que aquélla regalaba a Baselga, y fijándose en el que ahora llevaba éste, preguntó:

– ¿Qué le parece a usted ese uniforme?

– ¡Ah, baronesa! Es una atención más que tengo que agradecer a la hermosa protectora que ha salvado mi vida.

– Nada de agradecimientos, pues el tal regalo ha sido por egoísmo, estimable conde. Para recibir la visita de una dama, había de encontrarse usted presentable, y ayer, permítame que le diga que estaba espantosamente ridículo con aquella bata sucia y estrecha.

El joven ruborizóse al recordar la grotesca aventura, y Pepita, como para consolarle, añadió:

– Hoy está usted muy guapo. De seguro que la duquesa se extasiaría contemplando a su lindo adorador. Pero, ¡calle!; falta una prenda que de seguro ese imbécil de Pablo habrá olvidado. Voy por ella.

Y la baronesa, antes de que Baselga pudiera oponerse, salió corriendo de la habitación, exhibiendo una vez más, con el menudo y acelerado paso, sus excitantes formas.

El condesito estaba tan anonadado por las continuas zurras que a su amor propio había dado aquella mujer con su inagotable ironía, que al quedarse solo no pensó en nada, pues parecía que la más absoluta estupidez se había apoderado de su cerebro.

No tardó en oírse el paso ligero de Pepita, que entró en la habitación agitando sobre su cabeza dos magníficas charreteras de oro.

Baselga, apenas las miró, dijo con la seriedad propia del militar que teme cometer una grave falta:

– Baronesa, eso no me sirve. Yo no soy más que subteniente, y esas charreteras son de capitán.

– Póngaselas usted y calle.

– Pero, baronesa, eso sería faltar a mis deberes, exponiéndome a un castigo, y yo no quiero hacerme reo usurpando una categoría que no tengo.

– Es usted muy tenaz, y si tan testarudo se muestra en hacerme el amor, casi acabará por rendirme. Vamos a ver: si yo le hubiera dejado hablar al hacerme la declaración, ¿no habría acabado por llamarme reina de belleza, como siempre dicen los adoradores ramplones en tales casos? Pues bien; yo, la reina, tengo a bien hacer a usted capitán.

– Baronesa – dijo Baselga poniéndose serio – ; las cosas del ejército son demasiado graves para jugar con ellas.

– Y usted es un fatuo testarudo con el que no se puede hablar. ¿Cree usted que yo hago las cosas a ciegas? ¿O es que acaso ha llegado usted a imaginarse que sólo conocen al rey los oficiales de la Guardia Real?

– ¿Qué quiere usted decir con eso?

– Quiero decir que nuestro señor, el rey don Fernando VII, en premio a su heroico comportamiento en la jornada del día 7, le nombra a usted capitán; gracia que le será reconocida el día en que los buenos servidores de Su Majestad barran de España eso que se llama Constitución. Yo, en representación de la augusta persona, confiero a usted tal empleo.

El condesito fué a protestar de aquello que le parecía farsa de mal gusto, o una de las muchas bromas a que tan aficionada se mostraba la baronesa; pero vió en el rostro de ésta tal expresión de seriedad, que se tranquilizó, y más cuando Pepita dijo para acabar de disipar sus dudas:

– Póngase usted las charreteras, señor capitán, que yo seré responsable de cuantos perjuicios puedan sobrevenirle por eso que usted cree usurpación de empleo.

Y luego añadió con expresión de orgullo y altivez:

– Obedeciéndome a mí, obedece usted al rey.

Baselga, subyugado por aquella mujer original que tan pronto reía y bromeaba con gran descoco como hablaba de política y tomaba aires de soberana, obedeció sus órdenes y colocó las charreteras sobre sus hombros, ayudado por Pepita, que más de una vez rozó sus robustos pechos con los brazos del joven.

No debió ser éste manco ni corto de genio, por cuanto la hermosa, tomando aquella actitud de ofendida sonriente que tan bien le cuadraba, exclamó levantando su manecita:

– Cuidado, don Fernando. Mire usted que si me enfado de veras, va usted a acordarse por mucho tiempo.

– Baronesa, es usted irresistible, y aunque me amenazara con los mayores castigos, me sería imposible permanecer quieto.

– Yo encontraré un remedio para su impresionabilidad. Me voy, y hasta mañana, en que podrá salir de esta habitación y comer con nosotros, no me verá usted.

– ¿Y sería usted capaz de dejarme solo tanto tiempo?

– Hijo mío, aunque usted me crea una mujer superficial y casquivana, tengo muchas ocupaciones y no puedo disponer a mi antojo del tiempo. La comida me espera, y después tengo que recibir algunas visitas.

– ¿Y se va usted así? ¿Sin dejarme la más leve esperanza?

– ¿Qué es lo que usted quiere, hermoso condesito?

– Linda baronesa, oír de su boca que no le soy indiferente; saber que me ama.

– Mire usted, Baselga; es usted muy niño, y aunque yo no sea una abuela, allá va un consejo; para conquistar el corazón de una mujer lo de menos es amar; lo importante es hacer méritos para ser amado.

– ¿Y podré yo conseguir el realizar esos méritos que me realcen a sus ojos?

– Veremos… tal vez. Lo mismo puede usted conseguirlo mañana, que nunca.

Y Pepita, después de hacer al condesito uno de sus saludos irónicos, salió de la estancia riendo como una loca.

VII
Sigue la conquista

Nunca había estado Baselga en un estado moral tan raro.

Si aquello no era amor, sería que tal pasión no existe en el mundo.

El gentil militar no pensaba ya ni en el rey, ni en la Guardia, ni en los liberales; su única y constante idea era Pepita, aquel encantador diablazo con faldas; y tan enamorado estaba, que – ¡caso asombroso! – hasta perdía las ganas de comer, pues su estómago no podía ya, como en pasados tiempos, engullirse un pollo grandecito, de una sentada, y absorber tres cuartillos de vino de otros tantos tragos.

El condesito languidecía, se encontraba más abatido que cuando huía perseguido por los defensores de la plaza Mayor, y hasta llegó, en el colmo de su desesperación amorosa, a intentar el escribir unos versos describiendo la inmensidad de su pasión.

Al bravo defensor del absolutismo le causaba algún rubor el pensar que en un rapto de locura había estado a punto de escribir versos, lo mismo que uno de aquellos pobres diablos periodistas u oradores del partido liberal, a los que él, como buen realista, que apenas si sabía leer y escribir, profesaba un odio sin límites; ni arrancándole la carne con tenazas le hubieran hecho confesar delante de personas tamaña debilidad, y lo único que le consolaba es que, después de emborronar muchos pliegos de papel, no encontrando un consonante a baronesa, ni sabiendo a ciencia cierta si los versos habían de medirse a palmos o a dedos, acabó por hacer trizas su engendro poético, arrojando los menudos pedazos de papel al vaso de noche.

Y la verdad era que Baselga no tenía motivos para mostrarse desesperado, pues sus asuntos amorosos, si no marchaban tan bien como deseaba su voluntad, tampoco iban del todo mal.

Por de pronto, el cirujano le había permitido que saliera de aquella alcoba, en la que tan malos ratos había pasado, y se paseaba por la casa, pudiendo distraer su imaginación tirando del rabo o haciendo otras diabluras a dos hermosos loros parlanchines, que sobre artísticas perchas estaban en el saloncito donde Pepita pasaba la mayor parte del día.

Además, comía en compañía de su adorada y del señor Antonio, y tenía la inmensa satisfacción de comprender cada vez menos el genio raro de aquella baronesa original que se burlaba de él, se complacía en martirizarlo, y apenas le veía un poco amoscado, sabía desvanecer el enfado con alguna palabrita dulce o algún bofetón cariñoso.

Cada una de aquellas comidas era para Baselga motivo de alegrías y de pesares; pero estas diversas impresiones iban tan seguidas y mezcladas, que cuando el joven quedaba solo, no sabía si sonreír de felicidad o entristecerse.

En la mesa, que era grande y semejante a las de conventual refectorio, tenía la dicha de sentarse a un extremo frente a Pepita y en amable vecindad con sus lindos pies, mientras que el señor Antonio, siempre grave y ensimismado, ocupaba el otro extremo como para demostrar que pertenecía a una clase inferior y que no osaba faltar a la sagrada ley de castas, digna de respeto entre buenas gentes realistas.

Por lo regular venía a mediodía algún convidado con sotana, que era el que merecía todos los honores, y que con su presencia quitaba a la reunión de los dos jóvenes el alegre carácter que solía tener.

En los primeros días de su restablecimiento, notó Baselga que el número de clérigos convidados era grande, siendo aquéllos cada vez diferentes, y tampoco le cayó en saco roto la afición que tales señores tenían a mirarlo como un bicho raro y la maña con que sabían sondearlo, haciendo que expusiera sus opiniones políticas, sin que él se diera inmediata cuenta de ello.

Afortunadamente, el desfile de negras sotanas y caras austeras o astutas cesó muy pronto, y sólo de tarde en tarde aparecía a la hora de comer alguno de aquellos pájaros, que eran de mal agüero para el amor de Baselga.

¡Cuán feliz era éste cuando a la hora de comer sólo se reunían en torno de la mesa Pepita y el sombrío administrador!

La baronesa era un encantador diablillo que mortificaba al joven haciéndole al mismo tiempo concebir risueñas esperanzas.

Se burlaba lindamente cuando con palabras alambicadas pretendía expresarla su amor; a cada uno de sus floreos estúpidos, aprendidos en los salones de Palacio, respondía arrojándole a las narices bolitas de pan; contestaba a los continuos pisotones por bajo de la mesa con alguna graciosa coz; le recordaba su cojera, defecto que hacía salir de quicio al condesito, y cuando ya había puesto bien a prueba su voluntad y estaba una vez más convencida de su amorosa paciencia, le llamaba “¡hijo mío!”, con aquel tono zalamero que producía en el pecho de Baselga extrañas vibraciones, le tiraba cariñosamente de las patillas, y hasta algunas veces le permitía que le besara la mano.

Cuando Pepita no estaba de mal humor permitíale estar en su saloncito mientras ella hacía alguna labor, rezaba oraciones o tocaba el piano, y allí se pasaba el joven las horas muertas recorriendo con la vista una y otra vez todos los detalles de aquel hechicero cuerpo desde los pies a la cabeza, o quedándose como hipnotizado al escuchar a la baronesa, que con su voz pastosa y sonora de contralto cantaba danzas mejicanas o sentimentales romanzas italianas, en que el poeta hablaba siempre de amor, de besos y de morir.

Aquella habitación, que parecía impregnada por el perfume de Pepita, era para Baselga como un oasis delicioso en el desierto de su vida. Las paredes, rameadas por el pincel de pintor churrigueresco; los cuadros de santos y santas; el retrato obscuro en que el difunto gobernador de Acapulco ostentaba su rostro avinagrado y los dos loros chillones y aleteadores, eran testigos cada día de fogosas declaraciones repetidas por centésima vez, siempre con idénticas palabras, de irónicas carcajadas que parecían no tener fin, de audaces tentativas del condesito, que quería prevalerse de la fuerza de sus músculos y de soberbias bofetadas con acompañamiento de sonrisas que terminaban siempre el conflicto.

Baselga estaba cada vez más desesperado.

Pensando a todas horas en Pepita y su rara conducta, el menguado cerebro del condesito acabó por sacar la consecuencia de que la baronesa le amaba. Y si no… vamos a ver. Si a Pepita le era antipática su persona, ¿por qué sufría aquella pasión tenaz, y viéndole ya curado no le plantaba con muy buenas palabras en la puerta? ¿Por qué quería tenerle en su casa y no le permitía salir ni aun de noche, diciéndole que le buscaban con gran empeño por Madrid los revolucionarios, con los cuales había ido a palos tantas veces antes de la sublevación de la Guardia? ¿Por qué, en fin, tras las crueles burlas y los golpes, que aunque dados con acompañamiento de sonrisas no eran por esto menos pesados, se cuidaba tanto de desenojarlo con palabras cariñosas o con alguna que otra concesión?

El joven, haciéndose tales reflexiones, se convenció de que la baronesa le amaba y que debía esperar a que ésta modificase su conducta extravagante.

Pronto tuvo ocasión Baselga de convencerse de que al menos una vez su cerebro había pensado con cierta cordura y que nada perdía en esperar.

El verano hacía sentir sus rigores con ese encono que guarda siempre para la coronada villa, población privilegiada por la naturaleza, pues el invierno la dedica sus más crueles y mortíferos fríos y el estío sus más abrasantes e irresistibles calores.

En el interior de aquel caserón se respiraba una atmósfera pesada y sofocante, y era preciso buscar el viento de la calle, que tenía un poco más de frescura y pureza.

Aquella noche Pepita observó con su adorador una magnanimidad sin precedentes, pues en vez de despedirse de él al poco rato de terminada la cena y rezado el rosario, como ocurría siempre, enviándole a su cuarto a que charlase con el señor Antonio hasta la hora de acostarse, le invitó a pasar al saloncito, en el que sólo entraba de día, y puesta ya en el camino de las concesiones, le permitió asomarse al balcón.

Eran ya más de las nueve; la luna alumbraba el otro lado de la calle, dejando envuelta en la obscuridad la fachada de la casa, y transitaba poca gente, pues era noche en que por ciertas agitaciones políticas del momento, la gente bullanguera estaba aplaudiendo en los “clubs” patrióticos a los oradores más fogosos. No había, pues, peligro de que Baselga fuera reconocido por algún transeúnte.

Pepita estaba adorable puesta de pechos al balcón y contemplando con soñolienta mirada aquel trozo de cielo azul que parecía un toldo tendido entre los tejados de ambos lados.

Desde aquel balcón no se veía la luna, pero su luz daba un tinte blanquecino al azulado éter sobre el cual los titilantes astros destacaban sus cuerpos de inquieto brillo, semejantes a las pupilas de un niño martirizadas por extraordinario resplandor.

Era una de esas noches en que se siente con más fuerza que nunca el deseo de vivir y en las que debe ser más dolorosa y desesperante la llegada de la muerte; noches en que la inspiración, despertada por el tibio ambiente de la naturaleza, sale de la mansión de lo desconocido y desciende sobre el cerebro humano, o en que el amor se infiltra en la sangre para conmover los cuerpos jóvenes y exuberantes de vida con agudos pinchazos de pasión que hacen desperezarse hambrienta la bestia carnívora que todos llevamos dentro de nuestro ser.

Baselga se encontraba a sí propio desconocido. Sentía una dulce embriaguez y un abandono voluptuoso y hasta le parecía que iba a caer nuevamente en el feo vicio de hacer versos.

Aquel viento caliente que cada vez que abría la boca se colaba hasta el fondo de su pecho, le enardecía la sangre y le producía igual efecto que si estuviera en una de las alegres francachelas con sus compañeros de batallón apurando a docenas las botellas.

En la agradable obscuridad que envolvía al balcón, percibía el opaco perfil de aquel rostro encantador y sentía impulsos de morder sus labios frescos y sensuales y la barbilla, partida por delicioso hoyuelo.

Su olfato aspiraba con delicia el perfume embriagador que exhalaba aquel cuerpo robusto, incitante y de artística exuberancia, cubierto por un vestido de verano de traidora sutilidad, pues al más ligero roce dejaba adivinar la tersa finura de aquellos miembros ocultos como misterioso tesoro.

Baselga se apoyaba cada vez con más fuerza sobre el hermoso busto, y una de sus manos, deslizándose por la barandilla, fué a buscar otra de las de Pepita, oprimiéndola con fuerza así que la encontró.

La baronesa, faltando a su costumbre, no protestó; dejó hacer a su adorador, y hasta le pareció a éste que aquella mano tibia y satinada correspondía a sus amorosos apretones, sin que por esto la dueña dejara de mirar al cielo.

– ¡Si supieras cuánto te amo! – murmuró Baselga con voz tenue al mismo tiempo que doblaba su cabeza descansándola sobre el hombro de Pepita.

Esta salió entonces de su celeste contemplación, y volviendo los lindos ojos, miró al condesito de soslayo con expresión de cariño.

– ¡Oh!, ¿me amas?, ¿me amas? – preguntó el joven con entusiasmo, creyendo adivinar la expresión de aquella mirada.

Pepita parecía poseída por la misma embriaguez que su adorador, y éste, siguiendo su instinto o como queriendo aprovecharse de aquella excitación que la contemplación de la Naturaleza producía en la hermosa, rodeó con su brazo la gentil cintura, atrayendo a la baronesa sobre su pecho.

Pero aquella caricia produjo en Pepita un efecto semejante a una descarga eléctrica.

Conmovióse todo su cuerpo con rápido estremecimiento, agitó su cabeza como si despertara de un pesado sueño y se separó del joven con rudo empuje, yendo a colocarse al otro extremo del balcón, en la actitud sombría propia de una mujer ofendida.

– Fernando – dijo con voz vibrante por la cólera, después de contemplar con cierto ceño al condesito – . Eres un hombre enfadoso por lo tenaz, y acabaré por aborrecerte si persistes en tu conducta.

– Señora, yo…

– Háblame de tú, como antes lo has hecho. ¿No te satisface esta concesión? Tuteémonos ya que nos amamos.

– ¡Por fin! ¡Oh, felicidad! ¿Tú me amas?

– Sí, te amo; ¿para qué seguir ocultando tanto tiempo mi pasión? Te amo, pero no te acerques tanto; no pretendas arrancarme por la fuerza una sola caricia, porque te aborreceré.

– ¿Por qué tan esquiva?

– Respeta los caprichos de mi carácter. Soy una loca, pero conviene que sepas que aquel hombre que por mí quiera ser amado, tendrá que considerarse siempre inferior a mi persona y obedecerme en todo. Si yo me diera por vencida y cayera trémula, pasiva y sin voluntad en tus brazos, yo tendría que ser tu esclava en vez de tu señora.

– Yo seré a tu lado todo cuanto quieras: tu esclavo, tu servidor en cuerpo y alma; dispón de mí como gustes, pero no huyas, no me arrojes lejos de ti, me abraso… ten compasión de mi amor.

Y Fernando adelantó algunos pasos; pero Pepita fué retrocediendo hasta llegar a un extremo del largo balcón, y levantando su diestra, dijo con voz que tenía algo de rugido:

– ¡Si avanzas más, te abofeteo como a un esclavo! ¿Crees tú que a mí se me conquista por el sistema aprendido en el Cuerpo de guardia? ¿Te figuras que a una mujer como yo se la domina con cuatro suspiros y oprimiéndola por la cintura? Soy dueña absoluta de mis pasiones y me avergonzaría de que éstas me dominaran alguna vez. Yo mando en mi voluntad sin que ésta logre dominarme nunca, y aunque te amo, me creería deshonrada si cayera en tus brazos sin darme exacta cuenta de ello. Yo seré tuya cuando me plazca y no cuando lo quiera el amor.

– ¿Qué debo hacer, pues?

– Esperar.

– Es imposible; me devora la impaciencia. Además, tú eres muy loca, y ¿quién me garantiza que mañana me querrás lo mismo que hoy?

– ¡Imbécil! Una mujer como yo sólo ama una vez, y el hombre que logra interesarla puede estar seguro de su felicidad.

– ¿Y tú me amas así?

– Mucho antes de que tú cayeras herido a la puerta de esta casa y de que lograras conocerme, ya tu nombre había llegado a mis oídos, y mi curiosidad me había arrastrado a conocerte personalmente. Te conozco muy bien, y el amor no realza a mis ojos tu persona. Sé que eres un inocente lleno de fatuidad, que te crees irresistible por tu fama de espadachín y algunas fáciles conquistas; pero a pesar de todo hay en ti algo que para mí te distingue de los demás hombres, y te amo. No tengo inconveniente en manifestártelo: te amo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 haziran 2017
Hacim:
220 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain