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Kitabı oku: «La araña negra, t. 7», sayfa 10
IV
Reanúdanse los amores
Algunos meses antes de recibirse la noticia del martirio del padre Ricardo, experimentó María una gran sorpresa.
Por las mañanas, aprovechando los descuidos de su tía o sus salidas de casa por asuntos de devoción, una de sus más predilectas distracciones era mirar a la calle en las horas que los estudiantes de Medicina entraban o salían en el inmediato hospital de San Carlos.
Así vió un día a Juanito Zarzoso, del cual, aunque se acordaba algunas veces, no guardaba ya más que un recuerdo lejano y borroso, como amortiguado por el tiempo y por aquel régimen austero a que la sometía su tía y que parecía influir en su parte moral.
Cuando ella vió a un joven vestido de luto, parado en la acera y mirando con insistencia al balcón, sin hacer caso de las pullas de los compañeros que seguían adelante, sintióse molestada por la curiosidad de aquel importuno y casi estuvo tentada a retirarse; pero de repente encontró en aquella figura algo que parecía serle conocido y que atraía sus ojos, y entregándose entonces a un fijo examen, no tardó en reconocer a su tímido novio de la época de colegiala.
Estaba tan desfigurado el estudiante, que era difícil conocerlo. Había crecido mucho, aunque perdiendo bastante de su primitiva robustez; sus facciones habíanse fijado definitivamente, formando un rostro inteligente y simpático, y una barba corrida y fuerte daba aspecto varonil a aquella cara de niño. Sus ojos, cuya luz parecía amortiguada por el estudio, brillaban tras unas gafas de oro.
María permaneció inmóvil, como asustada por la aparición, y, en su aturdimiento, únicamente supo contestar con sonrisas ingenuas, que demostraban su placer, a los saludos que la dirigía el estudiante.
Desde entonces, todas las mañanas los dos jóvenes, aprovechando el uno los intervalos entre dos clases, y valiéndose la otra de los descuidos y ocupaciones de la tía, se veían de lejos, cambiaban saludos y se sonreían con esa plácida estupidez de las personas que se consideran felices únicamente con contemplarse.
Pronto no les bastó con esto y ambos experimentaron la necesidad de una comunicación más expresiva y amplia que las miradas que se lanzaban de lejos, bien a través de los vidrios del balcón, o en las calles cuando María salía en compañía de la baronesa.
La intrigante doncella de ésta fué la que, por puro amor al arte de chismear y por el placer de jugar una treta a su señora, a la que odiaba en el fondo, a pesar de muchos años de servicio, se encargó de poner en comunicación a los dos antiguos novios.
Ella fué la que entregó a María la primera carta de Juanito, y así supo la joven que la madre de su novio, aquella infeliz señora casi ciega, a la que, sin conocer, amaba con respetuosa simpatía, había muerto algunos meses antes, y que al ocurrir esta desgracia el doctor Zarzoso había ido a Valencia para llevarse a su sobrino a Madrid, trasladando su matrícula a la escuela de San Carlos.
Juanito manifestaba además, con una satisfacción casi infantil, sus notables progresos en la carrera, los premios que había alcanzado y lo contento que estaba su tío al ver que iba a tener un sucesor digno de su fama.
Desde entonces se entabló una correspondencia continua y apasionada entre los dos novios, volviendo a renacer aquel amor que, aunque veloz como una ráfaga, les había unido durante algunos días, allá en los tejados de Valencia.
María pasaba las angustias de un ladrón que intenta hacer invisible el fruto de sus rapiñas, para ocultar las plumas y el papel que le servían para escribir a Juanito, y no contentos los dos con cambiar una carta diaria, todavía aprovechaban cuantas ocasiones se presentaban para comunicarse, con señas, de balcón a calle, todas las mañanas.
Nadie notaba las relaciones amorosas sostenidas por los dos jóvenes.
La baronesa, a pesar de su astucia, no llegaba a recelar de la conducta de su sobrina, y en cuanto al doctor Zarzoso, aunque notaba que Juanito no estudiaba tanto como los primeros meses de su estancia en Madrid, y que salía con más frecuencia de casa, atribuía esto a la atracción que produce una ciudad desconocida y a las necesidades de la juventud.
El coloso sonreía con malicia. Ya sabía él lo que aquello significaba: algún amorcillo. Y al decirse esto guiñaba el ojo, afectando conocer muy bien tales deslices, como si olvidase la salvaje virginidad de su juventud, ignorante para todo aquello que no fuese la lucha con la ciencia.
Los amoríos que suponía el doctor Zarzoso eran pasioncillas de un día, correrías a ciegas en busca de unas faldas para acallar los hambrientos bostezos de la carne; y de seguro que si al ser llamado a casa de la baronesa de Carrillo, para curar a ésta sus ataques de nervios, hubiese sabido que en tal vivienda estaba la mujer amada, y que ésta era aquella sobrinilla aristocrática, no hubiese manifestado tanta bondad.
El endiablado sabio, plebeyote hasta la medula de los huesos y orgulloso de su origen, estremecíase de horror ante la posibilidad de unirse por lazo alguno con cualquiera de aquellas familias elevadas, corroídas por dolencias extrañas y hereditarias, a las que él visitaba, y su indignación inmensa sólo podía compararse a la que experimentaría una princesa de las que figuraban en el almanaque de Gotha, al proponerle que diera su mano a un barrendero.
Profesaba a sus distinguidos clientes el horror que siente una persona sana, robusta y egoísta ante los apestados que pueden contaminarle.
Su frase favorita era: “La aristocracia es un pudridero”; y hablaba con gran elocuencia del inmenso caudal de enfermedades y gérmenes de locuras que el aislamiento de clase y el horror a cruzarse con gentes más humildes y vigorosas, había ido amontonando en aquellas familias desde los tiempos de las extravagancias feudales y de la barbarie guerrera divinizada.
– Por algo dicen esas gentes que tienen la sangre azul. Es pura porquería lo que circula por sus venas; virus que infecciona de una a otra generación y que en nada se parece a la sangre de los demás seres. Si yo tuviera un hijo (sólo al hablar de esto pensaba el doctor en los hijos), juro que primero lo ahorcaba que le permitía el casarse con una mujer de cuyo vientre forzosamente habían de salir generaciones de escrofulosos o de locos.
Afortunadamente, el doctor Zarzoso, para el cual su sobrino era un verdadero hijo, ignoraba qué clase de amorcillos eran los que turbaban la tranquilidad del joven estudiante.
Cuando al recibir la noticia de la muerte trágica del padre Ricardo, la baronesa sufrió una espantosa crisis nerviosa, el doctor Zarzoso fué llamado para su curación. Este suceso produjo en el estudiante gran alegría. Sería ridícula la idea, pero a él le producía cierto placer el que su tío entrase en aquella casa, frente a la cual tantas veces paseaba él, y hasta le parecía que en torno de la ruda figura del doctor quedaba adherido algo del ambiente que creemos percibir rodeando a la mujer amada.
El suceso no causó menos impresión en María. Al saber que su tío había muerto como un mártir, a manos de los fanáticos japonesas, lloró cuanto pudo para no resultar una nota disonante en el concierto de dolor que estalló en la casa; pero, a pesar de esto, su desconsuelo fué más aparente y ceremonioso que real. No tenía grandes motivos para llorar la muerte del tío jesuíta. No lo había visto jamás, y juzgando por los apasionados elogios de la baronesa y sus amigos, imaginábaselo como un hombre huraño, misterioso, desligado por completo de todo vínculo terrestre, y propio para inspirar más miedo que amor.
La enfermedad de su tía sirvióle para poder decidirse con más libertad a hacer “telégrafos” a Juanito con sus vivaces manos, tras los vidrios del balcón.
Además, en tal circunstancia conoció personalmente al tío de su novio, aquel personaje terrible, del cual se había hablado con expresión de miedo en las tertulias de su tía, y que a ella, a pesar de tales prejuicios, le resultaba un buen señor.
El famoso sabio, con toda su ciencia y aquel conocimiento del mundo y de las personas que afectaba su fingida malicia, no podía explicarse las causas de la exagerada amabilidad con que le trataba la niña de la casa. Era un secreto para él el por qué de las sonrisas graciosas y la expresión de alegría con que le recibía la sobrina de la baronesa; pero, ¡ah, cándido doctor!, si no hubiese siempre marchado con la cabeza baja y preocupado por sus ideotas luminosas, de seguro que al salir de la casa se lo hubiese explicado todo, al ver a su sobrino alejarse rápidamente, o esconderse en algún portal, al notar la presencia del tío.
María era la única de aquellas señoritas aristocráticas a la que no miraba con expresión de lástima y asco; no era un gatito desollado, como él llamaba a las otras.
Conocía bien la historia de la familia. Bastante le había dado que hacer la muerte del conde de Baselga en el manicomio que él dirigió en otros tiempos, y aunque estaba convencido de su locura, no dejó de preocuparle el tiro de pistola que el infeliz demente se disparó en su celda. Aquella arma fatal hacía presentir al doctor la existencia de una diabólica intención, que había intervenido en el arreglo de la tragedia. Y como era en él característico atribuir todos los males a la “gente de sotana”, no vacilaba en tener por culpable de cuanto había ocurrido a aquel padre Claudio, de quien ya casi nadie se acordaba en Madrid.
Además, conocía algo de la historia de María, y esto amenguaba un tanto la extrañeza que le producía notar en ella un vigor y una energía serena, impropia de la familia. El recordaba haber escuchado ciertas murmuraciones, de las cuales no salía muy bien librada la virtud de la madre ni la dignidad del padre; murmuraciones en las que danzaba el nombre de cierto célebre revolucionario.
Pero todas estas ideas sólo podían preocupar por poco tiempo a un hombre como el doctor, obsesionado por los obscuros problemas de la ciencia; y así es que, apenas hubo dejado de visitar a doña Fernanda, repuesta ya de sus ataques nerviosos, olvidó por completo a la tía y a la sobrina.
Los amores del estudiante y María seguían, entretanto, su curso, fortalecidos ahora por la protección de la viuda de López.
La explicación surgida entre doña Esperanza y la sobrina de la baronesa había servido para que la viuda, arrastrada por su afición a los enredos y por el afán de hacer favores, se pusiera a las órdenes de los novios.
Ya se sobrentendía que ella hacía esto únicamente porque la niña se divirtiera; porque, al fin, había que dar a la juventud lo que era suyo y dejar que gozara cuando le llegaba su tiempo; mas no por esto creía ella que tales amoríos podían terminar en un casamiento.
Unos amores inocentes, y nada más. Cosas de muchachos. ¿Qué pecado se cometía dejando que María tuviera un novio, como todas las de su edad? Más adelante, ya entraría en la reflexión, y cuando su tía se convenciera de que la muchacha nunca llegaría a ser monja, ya le arreglaría un matrimonio digno de su posición y de su nombre.
Apoyándose en tales reflexiones, con el objeto de afrontar mentalmente el peligro que suponía para ella el ser infiel a su presidenta, la viuda de López protegía a los dos jóvenes, mostrándose muy contenta en ser su mediadora bondadosa, y dándose ciertos aires de maternidad.
Hablaba, en la calle con Juanito, al que encontraba muy simpático, a pesar de la repugnancia que en las primeras entrevistas sentía, al pensar que era el sobrino de un empedernido ateo, y que tal vez participase de sus doctrinas. Cada vez que el estudiante solicitaba de ella un favor, la viuda no podía menos de sentirse satisfecha, pues aquel muchacho sabía rogar de un modo que llegaba al alma, y ante el más pequeño servicio manifestaba un agradecimiento conmovedor.
Doña Fernanda, como si se hallara quebrantada por su reciente enfermedad, y la muerte de su santo hermano hubiese cercenado su antigua energía y movediza actividad, mostrábase reacia a salir de su casa, y muchas veces, por no moverse de su asiento, ahogaba su curiosidad y no iba en seguimiento de María para averiguar la causa de que ésta permaneciese tanto tiempo atisbando a través de los balcones.
Este estado de doña Fernanda ocasionaba también un aumento de atribuciones y libertades en la intriganta viuda de López, del cual se aprovechaban los dos novios.
Doña Esperanza, con su bondad sin límites, era la que se encargaba de sacar a paseo a la niña y de acompañarla a las funciones religiosas cuando la tía no se sentía con ánimo para salir de casa.
De estas circunstancias se aprovechaba Juanito para hablar con María, siempre bajo la vigilancia de doña Esperanza, que se mezclaba en la conversación apenas ésta tomaba un carácter marcadamente amoroso.
La viuda de López estaba lejos de imaginarse que aquel estudiante era el mismo muchacho con quien habían sorprendido a María en la azotea del colegio. Los dos novios guardaban instintivamente su secreto ante la indiscreta curiosidad de la viuda.
Procuraban las dos mujeres salir a pie, pues de este modo podía unirse a ellas el enamorado estudiante. Doña Esperanza adoptaba un aire de mamá complaciente, que va acompañando a su hija y al novio, y así iban los tres a la iglesia o a alguna solitaria alameda del Retiro.
Transcurrieron de este modo muchos meses, sin que nunca llegase a oídos de la baronesa la menor noticia de la traición que le hacía su secretaria.
Juanito, como si calmasen su sed amorosa aquellas conversaciones que sostenía con María, coreadas por la complaciente viuda, había recobrado su tranquilidad y volvía a dedicarse al estudio con el mismo ardor que antes.
Estaba próximo ya el término de su carrera, y veía cercano el día en que alcanzaría su título de doctor en brillante oposición, dando fin de este modo a sus estudios, que le acreditaban en San Carlos como el alumno más aprovechado y que con mayor rapidez había seguido sus cursos.
La proximidad de aquel suceso, tantas veces soñado por el estudiante, llenaba de alegría a los novios. ¡Oh, qué dicha! Apenas tuviera su título de doctor, era preciso buscar ya una fórmula para hacer públicas sus relaciones y decidir al doctor Zarzoso a que pidiese a la baronesa la mano de María.
Todo les parecía muy fácil a los dos jóvenes, y encontrándose cada vez más fuera de la realidad, juzgaban como pequeños inconvenientes el carácter iracundo de la baronesa con sus preocupaciones religiosas y la terquedad ruda del doctor.
A doña Esperanza comenzaban a asustarle aquellos amores. Comprendía, aunque demasiado tarde, que había estado jugando con fuego y que aquellos galanteos no eran relaciones ligeras para divertirse, que fácilmente podían ser rotas, pues tenían ya todo el carácter de una pasión firme e indestructible.
Conocía bien a María y estaba convencida de que opondría una resistencia terrible cuando la despertasen del dulce ensueño de amor satisfecho en que estaba sumida.
¿Qué diría doña Fernanda cuando supiera que su fiel secretaria había sido la mediadora en tales amores?
Doña Esperanza, tan confiada y satisfecha por costumbre, mostrábase ahora temerosa y asustada al pensar en la posibilidad de que la baronesa llegase a saberlo todo. Y lo que más le desconcertaba era que tal descubrimiento un día u otro había de ocurrir, pues nunca faltan gentes chismosas y noticieras; o cuando no, aquellos dos jóvenes, engañados por sus ilusiones, eran capaces de cometer una barrabasada declarando a sus tíos que se amaban hacía ya mucho tiempo y que deseaban casarse.
Alguna tranquilidad le proporcionaba el saber, por declaración del estudiante, que así que terminase su carrera el doctor Zarzoso pensaba enviarle por una regular temporada a París a perfeccionar sus estudios, como ayudante de los más célebres profesores.
Si esto llegase a ocurrir, confiaba doña Esperanza en una larga ausencia como remedio contra una pasión sobradamente viva. Pero a pesar de esta confianza, no lograba tranquilizarse.
Conocía que voluntariamente, e impulsada por su eterna manía de servir a todo el mundo, se había metido en un atolladero y buscaba un auxilio para salir de él.
El padre Tomás fué la primera persona que se le ocurrió para el caso.
V
En el despacho del padre Tomás
El poderoso jesuíta había recibido a doña Esperanza con una forzada sonrisa de resignación.
Aquella lagartona, con sus confidencias, sus intrigas y sus hojitas piadosas, que sometía a su examen antes de darlas a la imprenta, le tenía fastidiado, a pesar de lo convencido que estaba de la utilidad que prestaba a la Orden.
El padre Tomás había indicado al mandadero que le servía de ayuda de cámara que no dejase entrar a doña Esperanza en el despacho, pues temía la conversación interminable de la locuaz jamona que venía a turbar sus ocupaciones: pero en aquel día, la viuda de López manifestó tal urgencia y tantas veces pidió que la dejasen pasar, que al fin el lego, con el permiso de su superior, permitióle la entrada.
Tan largo fué el preámbulo que la locuaz señora puso a las revelaciones que pensaba hacer, que el jesuíta comenzó a arquear las cejas y a mover los dedos en señal de impaciencia, convenciéndose de que doña Esperanza, en aquella ocasión, como en las otras, iba sólo a estorbarle.
Pero pronto cambió de posición al notar que la viuda, atolondrada por tales muestras de impaciencia, entraba en lo más interesante de su consulta.
Nada calló la buena doña Esperanza, y procurando excusar su ligereza en aquel buen deseo que le animaba y le hacía servir a todos, fué relatando cómo había tenido conocimiento de los amoríos de María y cómo también se había prestado ella a desempeñar el papel de mediadora.
El jesuíta escuchaba inmóvil y silencioso, sin que en su rostro de marmórea fijeza se notase la menor expresión que delatase sus internas impresiones, y sólo cuando la viuda se detenía como indecisa y temerosa del efecto que sus palabras podían causar en el padre Tomás, éste salía de su mutismo para murmurar:
– ¡Adelante! ¿Y qué más pasó?
Doña Esperanza no se detenía e iba relatando cuanto había llegado a saber y algo más que inventaba por propia cuenta.
En resumen; que los chicos se amaban mucho, que la cosa era más seria de lo que ella en el primer momento había podido imaginarse, y que temblaba solamente al pensar que la baronesa podía saber algún día la participación que su secretaria tenía en tales relaciones. Por esto acudía en demanda de auxilio y le rogaba al padre Tomás que no la abandonase en situación tan apurada, y que hiciese lo posible por remediar su ligereza. Bien sabía ella el noble interés que la Orden sentía por la familia Baselga, que tan ligada estaba por su piedad a la Compañía de Jesús, y por esto acudía al padre Tomás en demanda de saludable consejo.
El jesuíta quedó silencioso y reflexionando largo rato. Conocíase, a pesar de su frialdad exterior, que le había impresionado bastante la noticia.
Tenía sobre María formado un concepto muy distinto del de la baronesa; pero no esperaba encontrar a la joven comprometida por una pasión vehemente.
Por fin rompió el silencio para asegurarse de la formalidad de tales relaciones.
– ¿Y dice usted, doña Esperanza, que son serios esos amores?
– ¡Oh, reverendo padre! Esos muchachos se quieren de un modo que a mí me causa miedo. Es empresa difícil el separarlos, y crea usted que la baronesa tendrá que bregar mucho si quiere combatir esa pasión. Parece, al verlos tan dominados por el amor, que se conocen desde la niñez y que sólo la muerte podrá separarlos. ¡Ah, reverendo padre! ¡Si usted encontrase en su sabiduría un medio para desbaratar esa pasión que yo misma he fomentado con mi ligereza!
El padre Tomás preguntó, tras un largo silencio y con la expresión del que resuelve un problema:
– ¿Sabe ese joven que María fué expulsada del colegio de Valencia por cierta aventurilla que usted creo ya conoce?
– No, reverendo padre; seguramente no tiene noticia de aquello.
Y la viuda afirmaba sus palabras con movimientos de cabeza, muy convencida de la certeza de cuanto decía. Ella estaba muy lejos de imaginarse que el protagonista de aquella aventura en los tejados, a la cual daba su malicia una importancia que no tenía, era el mismo Juanito Zarzoso, al que creía ignorante por completo de tal suceso.
El jesuíta, al oír las afirmaciones de la viuda, sonrió triunfalmente.
Ahí estaba la solución; el medio de enfriar aquel amor que asustaba a doña Esperanza, después de haberlo fomentado.
Ella sería la encargada de revelar al novio la aventura de María en el colegio de la Saletta, y el jesuíta tenía la certeza de que por este medio surgirían los celos y sobrevendría el rompimiento.
– Así lo haré, reverendo padre. Tan pronto como vea a ese pollo, le diré cuanto recuerde de aquella travesura de María, y no he de cejar hasta que logre que la desprecie.
El jesuíta se mostraba pensativo.
– Lo importante – murmuró – es que baste esto para que abandone a la niña.
– ¡Oh! Bastará, reverendo padre. Es un joven que parece muy pundonoroso, y no le creo capaz de seguir amando a una mujer después de convencerse de que en su niñez andaba por los tejados y la encontraban dormida en brazos de un muchachuelo.
– ¿Conoce usted bien el carácter de ese joven?
– Creo que sí. He hablado con él muchas veces; se expresa con franqueza, y le aseguro que a mí me parece mentira que sea sobrino de un impío como el doctor Zarzoso.
– Seguramente tendrá las mismas ideas que su tío.
– Me parece que sí; aunque en mi presencia procura contenerse y no enseñar el rabo del diabólico librepensamiento. ¡Buena soy yo para sufrir impiedades!
– ¿Y no le cree usted capaz, al saber la aventurilla de María de seguir, por interés, haciéndola el amor?
– No entiendo a usted, reverendo padre – dijo la viuda con perplejidad.
– Quiero suponer que ese joven, después de convencerse del pasado de María, podía seguir fingiendo que la amaba, tan sólo por atrapar sus millones. Ya sabe usted que la sobrina de la baronesa es muy rica; tanto, que casi toda la fortuna de que hoy goza doña Fernanda le pertenece a ella.
– En ese punto defiendo yo al sobrino del doctor Zarzoso. Podrá ser un impío, un ateo; pero, gracias a Dios, las infernales doctrinas no han llegado a corromper del todo su alma, y aun queda en él un gran caudal de buenos sentimientos. No; él no ama a María por sus millones, y si llega a aborrecerla la abandonaría sin pensar en la riqueza.
– Le defiende usted con gran calor, doña Esperanza. ¿En qué se funda usted para tener tal seguridad?
– En lo que mil veces le he oído decir cuando hablaba con María. A ese muchachuelo republicano y librepensador le estorba que su novia sea noble, tenga un título ilustre y posea una gran fortuna. Yo misma le he oído decir, pero de un modo que no daba lugar a duda, que sería más feliz si María se convirtiera en una pobre modistilla, pues así nadie podría atribuirle en tal amor la menor sombra de egoísmo ni de ambición. Y ¡qué más!.. Hasta la misma María está contaminada por tales ideas, y muchas veces he reído escuchando cómo la heredera de muchos millones hablaba con gran seriedad de los adelantos científicos de su novio y cifraba su felicidad en que éste fuese por el tiempo un médico afamado que tuviese como clientela a la gente más selecta de Madrid. Tan enamorados están esos muchachos, que han perdido ya toda noción sobre el significado de un título nobiliario y de una gran fortuna, y para ellos no hay más dinero que el que uno mismo pueda ganarse. No, reverendo padre; no es posible que ese joven ame a María con el único objeto de hacerse dueño de sus millones. En este punto le defiendo; no es de tal clase de hombres.
– Mucho mejor – dijo el jesuíta, que había escuchado atentamente a la viuda – . Es más favorable para nosotros que en tales relaciones sólo haya amor sin sombra de mezquino interés. Así romperemos más fácilmente los vínculos que los unen: basta con que introduzcamos entre ellos la desconfianza.
– Lo que yo deseo, reverendo padre, es que terminen estos amoríos antes que la baronesa pueda apercibirse de ellos.
El jesuíta reflexionaba.
– ¡La baronesa! – murmuró – . Esa señora cree conocer muy bien a las personas y empieza por no formarse concepto exacto de los seres que la rodean, de los individuos de su propia familia. Quiere hacer monjas a todas las mujeres de su raza, sin llegar a convencerse nunca de que han nacido para casarse, como seres vulgares, y que aun ella misma no serviría para vivir en un convento.
– Tiene un genio en extremo dominante.
– Eso le pierde, amiga mía; y lo peor es que cree que basta que ella quiera una cosa, para que ésta sea inmediatamente. Se empeñó en que su hermana fuese monja, y ya sabe usted lo que ocurrió poco después de haberse suicidado el conde de Baselga; ahora quiere meter en un convento a su sobrina, y ya acaba usted de decirme el camino que ella sigue, y que no puede ser más distinto del que le señala su tía.
– Efectivamente; doña Fernanda es tan ciega como tiránica.
Dijo la viuda estas palabras con la expresión de gozo del inferior que al fin encuentra ocasión para hablar mal del mismo a quien adula y sirve; pero este tono, que no pasó desapercibido para el padre Tomás, le volvió a la realidad.
Era imprudente hablar de tal modo, en presencia de mujer tan chismosa e intrigante como doña Esperanza, de la baronesa de Carrillo, que, al fin, había sido uno de los principales apoyos de la Compañía en Madrid, y en quien basaba el jesuíta grandes esperanzas para el porvenir. Por eso se apresuró a hablar con el propósito de deshacer el efecto de sus anteriores palabras.
– Hay que reconocer que el deseo de la baronesa no puede ser más santo y sublime. ¿Qué mejor destino puede ambicionar para su sobrina que hacerla esposa del Señor? Lo difícil en este asunto es que la niña no se ajusta a las exigencias de su tía, y por carácter huye de la vida tranquila y santa del convento.
– Eso es, reverendo padre. María no será monja aunque la martirice su tía. Hace ya mucho tiempo que estoy convencida de ello.
– Y yo también. Esa joven quiere casarse, siente la necesidad de amar; y si nosotros logramos que rompa sus relaciones con el doctor Zarzoso, así que se desvanezca el pesar que esto le cause, no tardará en fijar sus ojos en otro hombre. ¿No lo cree usted así, amiga mía?
– Así lo creo; hace un instante que pensaba en lo mismo.
– Hay, pues, que ser cautos en este asunto; y ya que la niña va por el camino del matrimonio, procurar que no se extravíe en él, como su madre. La baronesa, empeñándose en hacer de María una monja y cerrando los ojos para todo la que no sea esto, corre el peligro de que su sobrina caiga en manos de un hombre que en modo alguno convenga a la familia, y que sea enemigo de esa religiosidad respetable que siempre ha residido en la casa de Baselga. Ya que ella, en su desmedido amor a la religión, es ciega en este asunto, nosotros seremos cautos y procuraremos salvar a María del peligro que la amenaza.
– Según eso, reverendo padre, ¿cree usted que María debe casarse?
– Así lo he creído siempre, amiga mía.
– Haría usted, pues, un gran favor a la pobre niña disuadiendo a su tía de los planes que abriga acerca de su porvenir y demostrándola que la felicidad de su sobrina no consiste en que entre en un convento.
– Así pienso hacerlo, y tenga usted la seguridad de que María se casará. Aquí lo que importa es que no venga a caer en manos de un impío como ese Zarzoso, que seguramente la apartaría del camino de la religión. Ya nos encargaremos, cuando sea tiempo oportuno, de buscarle un marido que le convenga.
– Y mientras llega esa oportunidad, ¿qué hago yo, reverendo padre?
– Procurar que se desunan los dos amantes, valiéndose de la revelación que antes hemos acordado.
– ¿Y si este recurso no produjera efecto?
– ¡Oh! Seguramente lo producirá. No conozco a ese muchacho; pero por la descripción que usted me ha hecho de su carácter, adivino que forzosamente ha de producir en él un efecto terrible el saber esa aventura de María.
– ¿Y si tanto le cegase el amor que, sobreponiéndose a los celos y al despecho, siguiese adorándola?
– Entonces todavía nos quedaría un medio seguro.
– ¿Cuál, reverendo padre?
– ¿No dice usted que el doctor Zarzoso muestra empeño en enviar a su sobrino a París? ¿Tardará mucho en verificarse este viaje?
– Antes de tres meses. Juanito terminará su carrera dentro de pocos días, y el doctor no tardará en enviarlo a París.
– Pues bien; la ausencia es el medio más favorable para combatir el amor. Ensaye usted el efecto de esa revelación que hemos acordado, y si el novio resiste, ya aprovecharemos su ausencia para convencer a María de que debe olvidar tales amores. La joven es altiva y tiene un amor propio excesivo e irritable; como logremos herirla en este punto vulnerable, seguramente que hará cuanto la digamos.
– Perfectamente. Sé ya cuál es mi obligación. Primero, abrir los ojos a este joven con la aventurilla de Valencia, y si esto no resulta, esperar a que se vaya a París, dejando entonces a vuestra paternidad que obre como lo crea más conveniente.
– Otra cosa ha de hacer usted. Yo creo que no me costará mucho convencer a la baronesa de que debe resignarse al casamiento de su sobrina. En tal caso buscaré entre los jóvenes que conozco y que aman a la Compañía como una santa institución, uno que, por su nacimiento, su educación y su religiosidad, sea digno de alcanzar la mano de María.
– Eso es lo que yo había pensado muchas veces, reverendo padre. A María le conviene un esposo así, y nadie como usted puede proporcionárselo.
– Lo introduciré en casa de la baronesa sin darle otro carácter que el de amigo. Conviene que así que le vea usted en aquel salón trabaje en su favor; es decir, que le apoye en todos sus avances, haciendo de él grandes elogios y procurando inclinar del lado suyo el ánimo de María.
La viuda de López así lo prometió; y segura ya, en vista del giro que tomaba el asunto, comenzó a charlar alegremente de todos los negocios devotos por ella emprendidos con la cooperación más o menos directa de la Orden.
Acababa de librarse de aquel gran peso que gravitaba sobre su ánimo. Ya no temía a aquella baronesa, en el caso de que se descubriera la participación que ella había tomado en los amoríos de la sobrina. El padre Tomás era ahora su consejero, obraría por su mandato y podía escudarse bajo su inmenso poder, si se desataba contra ella la furia de doña Fernanda.