Kitabı oku: «La condenada (cuentos)», sayfa 3
En el mar
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A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.
– ¡Antonio! ¡Antonio!
Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, que le avisaba para hacerse, a la mar.
Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama hablando de los negocios. No podían marchar peor. ¡Vaya un verano! En el anterior, los atunes habían corrido el Mediterráneo en bandadas interminables. El día que menos, se mataban doscientas o trescientas arrobas; el dinero circulaba como una bendición de Dios, y los que, como Antonio, guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se emanciparon de la condición de simples marineros, comprándose una barca para pescar por cuenta propia.
El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas las noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas había venido la carencia de pesca.
Las redes sólo sacaban algas o pez menudo; morralla de la que se deshace en la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadie conseguía izar uno sobre su barca.
Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa; debían en el horno y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado, dueño del pueblo por sus judiadas, les amenazaba continuamente si no entregaban algo de los cincuenta duros con intereses que les había prestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan velera que consumió todos sus ahorros.
Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.
– A ver si hoy tenéis más fortuna – murmuró la mujer desde la cama – . En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones… Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor! ¡Y qué oficio tan perro!
– Calla, mujer; malo está el mar, pero Dios proveerá. Justamente vieron ayer algunos un atún que va suelto; un viejo que se calcula pesa más de treinta arrobas. Figúrate si lo cogiéramos… Lo menos sesenta duros.
Y el pescador acabó de arreglarse pensando en aquel pescadote, un solitario que, separado de su manada, volvía por la fuerza de la costumbre a las mismas aguas que el año anterior.
Antoñico estaba ya de pie y listo para partir, con la gravedad y satisfacción del que se gana el pan a la edad en que otros juegan; al hombro el capazo de las provisiones y en una mano la banasta de los roveles, el pez favorito de los atunes, el mejor cebo para atraerles.
Padre e hijo salieron de la barraca y siguieron la playa hasta llegar al muelle de los pescadores. El compadre les esperaba en la barca preparando la vela.
La flotilla removíase en la oscuridad, agitando su empalizada de mástiles. Corrían sobre ella las negras siluetas de los tripulantes, rasgaba el silencio el ruido de los palos cayendo sobre cubierta, el chirriar de las garruchas y las cuerdas, y las velas desplegábanse en la oscuridad como enormes sábanas.
El pueblo extendía hasta cerca del agua sus calles rectas, orladas de casitas blancas, donde se albergaban por una temporada los veraneantes, todas aquellas familias venidas del interior en busca del mar. Cerca del muelle, un caserón mostraba sus ventanas como hornos encendidos, trazando regueros de luz sobre las inquietas aguas.
Era el Casino. Antonio lanzó hacia él una mirada de odio. ¡Cómo trasnochaban aquellas gentes! Estarían jugándose el dinero… ¡Si tuvieran que madrugar para ganarse el pan!
– ¡Iza! ¡Iza! Que van muchos delante.
El compadre y Antoñico tiraron de las cuerdas, y lentamente se remontó la vela latina, estremeciéndose al ser curvada por el viento.
La barca se arrastró primero mansamente sobre la tranquila superficie de la bahía; después ondularon las aguas y comenzó a cabecear: estaban fuera de puntas; en el mar libre.
Al frente, el oscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, y por todos lados, sobre la mar negra, barcas y más barcas que se alejaban como puntiagudos fantasmas resbalando sobre las olas.
El compadre miraba el horizonte.
– Antonio, cambia el viento.
– Ya lo noto.
– Tendremos mar gruesa.
– Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de todos estos que barren el mar.
Y la barca, en vez de ir tras las otras, que seguían la costa, continuó con la proa mar adentro.
Amaneció. El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre el mar un triángulo de fuego y las aguas hervían como si reflejasen un incendio.
Antonio empuñaba el timón, el compañero estaba junto al mástil y el chicuelo en la proa explorando el mar. De la popa y las bordas pendían cabelleras de hilos que arrastraban sus cebos dentro del agua. De vez en cuando tirón y arriba un pez, que se revolvía y brillaba como estaño animado. Pero eran piezas menudas… nada.
Y así pasaron las horas; la barca siempre adelante, tan pronto acostada sobre las olas como saltando, hasta enseñar su panza roja. Hacía calor, y Antoñico escurríase por la escotilla para beber del tonel de agua metido en la estrecha cala.
A las diez habían perdido de vista la tierra; únicamente se veían por la parte de popa las velas lejanas de otras barcas, como aletas de peces blancos.
– ¡Pero Antonio! – exclamó el compadre – . ¿Es que vamos a Orán? Cuando la pesca no quiere presentarse, lo mismo da aquí que más adentro.
Viró Antonio, y la barca comenzó a correr bordadas, pero sin dirigirse a tierra.
– Ahora – dijo alegremente – tomemos un bocado. Compadre, trae el capazo. Ya se presentará la pesca cuando ella quiera.
Para cada uno un enorme mendrugo y una cebolla cruda, machacada a puñetazos sobre la borda.
El viento soplaba fuerte y la barca cabeceaba rudamente sobre las olas de larga y profunda ondulación.
–¡Pae!– gritó Antoñico desde la proa – , ¡un pez grande, mu grande!.. ¡Un atún!
Rodaron por la popa las cebollas y el pan, y los dos hombres asomáronse a la borda.
Sí, era un atún; pero enorme, ventrudo, poderoso, arrastrando casi a flor de agua su negro lomo de terciopelo; el solitario tal vez de que tanto hablaban los pescadores. Flotaba poderosamente, pero con una ligera contracción de su fuerte cola, pasaba de un lado a otro de la barca, y tan pronto se perdía de vista como reaparecía instantáneamente.
Antonio enrojeció de emoción, y apresuradamente echó al mar el aparejo con un anzuelo grueso como un dedo.
Las aguas se enturbiaron y la barca se conmovió, como si alguien con fuerza colosal tirase de ella deteniéndola en su marcha e intentando hacerla zozobrar. La cubierta se bamboleaba como si huyese bajo los pies de los tripulantes, y el mástil crujía a impulsos de la hinchada vela. Pero de pronto el obstáculo cedió, y la barca, dando un salto, volvió a emprender su marcha.
El aparejo, antes rígido y tirante, pendía flojo y desmayado. Tiraron de él y salió a la superficie el anzuelo, pero roto, partido por la mitad, a pesar de su tamaño.
El compadre meneó tristemente la cabeza.
– Antonio, ese animal puede más que nosotros. Que se vaya, y demos gracias porque ha roto el anzuelo. Por poco más vamos al fondo.
– ¿Dejarlo? – gritó el patrón – . ¡Un demonio! ¿Sabes cuánto vale esa pieza? No está el tiempo para escrúpulos ni miedos. ¡A él! ¡A él!
Y haciendo virar la barca, volvió a las mismas aguas donde se había verificado el encuentro.
Puso un anzuelo nuevo; un enorme gancho, en el que ensartó varios roveles, y sin soltar el timón agarró un agudo bichero. ¡Flojo golpe iba a soltarle a aquella bestia estúpida y fornida como se pusiera a su alcance!
El aparejo pendía de la popa casi recto. La barca volvió a estremecerse, pero esta vez de un modo terrible. El atún estaba bien agarrado y tiraba del sólido gancho, deteniendo la barca, haciéndola danzar locamente sobre las olas.
El agua parecía hervir; subían a la superficie espumas y burbujas en turbio remolino, cual si en la profundidad se desarrollase una lucha de gigantes, y de pronto la barca, como agarrada por oculta mano, se acostó, invadiendo el agua hasta la mitad de la cubierta.
Aquel tirón derribó a los tripulantes. Antonio, soltando el timón, se vio casi en las olas; pero sonó un crujido y la barca recobró su posición normal. Se había roto el aparejo, y en el mismo instante apareció el atún junto a la borda, casi a flor de agua, levantando enormes espumarajos con su cola poderosa. ¡Ah, ladrón! ¡Por fin se ponía a tiro! Y rabiosamente, como si se tratara de un enemigo implacable, Antonio le tiró varios golpes con el bichero, hundiendo el hierro en aquella piel viscosa. Las aguas se tiñeron de sangre y el animal se hundió en un rojo remolino.
Antonio respiró al fin. De buena se habían librado: todo duró algunos segundos; pero un poco más, y se hubieran ido al fondo.
Miró la mojada cubierta y vio al compadre al pie del mástil, agarrado a él, pálido, pero con inalterable tranquilidad.
– Creí que nos ahogábamos, Antonio. ¡Hasta he tragado agua! ¡Maldito animal! Pero buenos golpes le has atizado. Ya verás como no tarda en salir a flote.
– ¿Y el chico?
Esto lo preguntó el padre con inquietud, con zozobra, como si temiera la respuesta.
No estaba sobre cubierta. Antonio se deslizó por la escotilla, esperando encontrarlo en la cala. Se hundió en agua hasta la rodilla: el mar la había inundado. ¿Pero quién pensaba en esto? Buscó a tientas en el reducido y oscuro espacio, sin encontrar más que el tonel de agua y los aparejos de repuesto. Volvió a cubierta como un loco.
– ¡El chico! ¡El chico!.. ¡Mi Antoñico!
El compadre torció el gesto tristemente. ¿No estuvieron ellos próximos a ir al agua? Atolondrado por algún golpe, se habría ido al fondo como una bala. Pero el compañero, aunque pensó todo esto, nada dijo.
Lejos, en el sitio donde la barca había estado próxima a zozobrar, flotaba un objeto negro sobre las aguas.
– ¡Allá está!
Y el padre se arrojó al agua, nadando vigorosamente, mientras el compañero amainaba la vela.
Nadó y nadó, pero sus fuerzas casi le abandonaron al convencerse de que el objeto era un remo, un despojo de su barca.
Cuando las olas le levantaban, sacaba el cuerpo fuera para ver más lejos. Agua por todas partes. Sobre el mar sólo estaban él, la barca que se aproximaba y una curva negra que acababa de surgir y que se contraía espantosamente sobre una gran mancha de sangre.
El atún había muerto… ¡Valiente cosa le importaba! ¡La vida de su hijo único, de su Antoñico, a cambio de la de aquella bestia! ¡Dios! ¿Era esto manera de ganarse el pan?
Nadó más de una hora, creyendo a cada rozamiento que el cuerpo de su hijo iba a surgir bajo sus piernas, imaginándose que las sombras de las olas eran el cadáver del niño que flotaba entre dos aguas.
Allí se hubiera quedado, allí habría muerto con su hijo. El compadre tuvo que pescarlo y meterlo en la barca como un niño rebelde.
– ¿Qué hacemos, Antonio?
Él no contestó.
– No hay que tomarlo así, hombre. Son cosas de la vida. El chico ha muerto donde murieron todos nuestros parientes, donde moriremos nosotros. Todo es cuestión de más pronto o más tarde… Pero ahora, a lo que estamos; a pensar que somos unos pobres.
Y preparando dos nudos corredizos apresó el cuerpo del atún y lo llevó a remolque de la barca, tiñendo con sangre las espumas de la estela.
El viento les favorecía, pero la barca estaba inundada, navegaba mal, y los dos hombres, marineros ante todo, olvidaron la catástrofe, y con los achicadores en la mano, encorváronse dentro de la cala, arrojando paletadas de agua al mar.
Así pasaron las horas. Aquella ruda faena embrutecía a Antonio, le impedía pensar; pero de sus ojos rodaban lágrimas y más lágrimas, que, mezclándose con el agua de la cala, caían en el mar sobre la tumba del hijo.
La barca navegaba con creciente rapidez, sintiendo que se vaciaban sus entrañas.
El puertecillo estaba a la vista, con sus masas de blancas casitas doradas por el sol de la tarde.
La vista de tierra despertó en Antonio el dolor y el espanto adormecidos.
– ¿Qué dirá mi mujer? ¿Qué dirá mi Rufina? – gemía el infeliz.
Y temblaba como todos los hombres enérgicos y audaces, que en el hogar son esclavos de la familia.
Sobre el mar deslizábase como una caricia el ritmo de alegres valses. El viento de tierra saludaba a la barca con melodías vivas y alegres. Era la música que tocaba en el paseo, frente al Casino. Por debajo de las achatadas palmeras desfilaban, como las cuentas de un rosario de colores, las sombrillas de seda, los sombreritos de paja, los trajes claros y vistosos de toda la gente de veraneo.
Los niños, vestidos de blanco y rosa, saltaban y corrían tras sus juguetes, o formaban alegres corros girando como ruedas de colores.
En el muelle se agolpaban los del oficio: su vista, acostumbrada a las inmensidades del mar, había reconocido lo que remolcaba la barca. Pero Antonio sólo miraba, al extremo de la escollera, a una mujer alta, escueta y negruzca, erguida sobre un peñasco, y cuyas faldas arremolinaba el viento.
Llegaron al muelle. ¡Qué ovación! Todos querían ver de cerca el enorme animal. Los pescadores, desde sus botes, lanzaban envidiosas miradas; los pilletes, desnudos, de color de ladrillo, echábanse al agua para tocarle la enorme cola.
Rufina se abrió paso entre la gente, llegando hasta su marido, que con la cabeza baja y una expresión estúpida oía las felicitaciones de los amigos.
– ¿Y el chico? ¿Dónde está el chico?
El pobre hombre aún bajó más su cabeza. La hundió entre los hombros, como si quisiera hacerla desaparecer, para no oír, para no ver nada.
– ¿Pero dónde está Antoñico?
Y Rufina, con los ojos ardientes, como si fuera a devorar a su marido, le agarraba de la pechera, zarandeando rudamente a aquel hombrón. Pero no tardó en soltarle, y levantando los brazos, prorrumpió en espantoso alarido.
– ¡Ay, Señor!.. ¡Ha muerto! ¡Mi Antoñico se ha ahogado! ¡Está en el mar!
– Sí, mujer – dijo el marido lentamente con torpeza, balbuceando y como si le ahogaran las lágrimas – . Somos muy desgraciados. El chico ha muerto; está donde su abuelo; donde estaré yo cualquier día. Del mar comemos y el mar ha de tragarnos… ¡Qué remedio! No todos nacen para obispos.
Pero su mujer no le oía. Estaba en el suelo, agitada por una crisis nerviosa, y se revolcaba pataleando, mostrando sus flacas y tostadas desnudeces de animal de trabajo, mientras se tiraba de las greñas, arañándose el rostro.
– ¡Mi hijo!.. ¡Mi Antoñico!..
Las vecinas del barrio de los pescadores acudieron a ella. Bien sabían lo que era aquello: casi todas habían pasado por trances iguales. La levantaron, sosteniéndola con sus poderosos brazos, y emprendieron la marcha hacia su casa.
Unos pescadores dieron un vaso de vino a Antonio, que no cesaba de llorar. Y mientras tanto, el compadre, dominado por el egoísmo brutal de la vida, regateaba bravamente con los compradores de pescado que querían adquirir la hermosa pieza.
Terminaba la tarde. Las aguas, ondeando suavemente, tomaban reflejos de oro.
A intervalos sonaba cada vez más lejos el grito desesperado de aquella pobre mujer, desgreñada y loca, que las amigas empujaban a casa.
– ¡Antoñico! ¡Hijo mío!
Y bajo las palmeras seguían desfilando los vistosos trajes, los rostros felices y sonrientes, todo un mundo que no había sentido pasar la desgracia junto a él, que no había lanzado una mirada sobre el drama de la miseria; y el vals elegante, rítmico y voluptuoso, himno de la alegre locura, deslizábase armonioso sobre las aguas, acariciando con su soplo la eterna hermosura del mar.
¡Hombre al agua!
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Al cerrar la noche, salió de Torrevieja el laúd San Rafael, con cargamento de sal para Gibraltar.
La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los sacos, formando una montaña en torno del palo mayor. Para pasar de proa a popa, los tripulantes iban por las bordas, sosteniéndose con peligroso equilibrio.
La noche era buena; noche de verano, con estrellas a granel y un vientecillo fresco algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran vela latina, hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendo desmayada la inmensa lona con ruidoso aleteo.
La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó después de la maniobra de salida, y una vez rebañado el humeante caldero, en el que hundían su mendrugo con marinera fraternidad desde el patrón al grumete, desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio, para reposar sobre la dura colchoneta, con los vientres hinchados de vino y zumo de sandía.
Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado, que acogió con gruñidos de impaciencia las últimas indicaciones del patrón, y junto a él su protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a él había entrado en la tripulación, matando así su hambre, que no era poca.
El mísero laúd antojábasele al muchacho un navío almirante, un buque encantado, navegando por el mar de la abundancia. La cena de aquella noche era la primera cena seria que había hecho en su vida.
Había llegado a los diez y nueve años, hambriento y casi desnudo como un salvaje, durmiendo en la torcida barraca donde gemía y rezaba su abuela, inmóvil por el reuma: de día ayudaba a botar las barcas, descargaba cestas de pescado, o iba de parásito en las lanchas que perseguían al atún y la sardina, para llevar a casa un puñado de pesca menuda. Pero ahora, gracias al tío Chispas, que le tenía ley por haber conocido a su padre, era todo un marinero, estaba en camino de ser algo, podía con todo derecho meter su brazo en el caldero, y hasta llevaba zapatos, los primeros de su vida, unas soberbias piezas capaces de navegar como una fragata, que le sumían en éxtasis de adoración. ¡Y aún dicen que si el mar!.. Vamos, hombre. El mejor oficio del mundo.
El tío Chispas, sin apartar la vista de la proa ni las manos del timón, agachándose para sondear la oscuridad por entre la vela y el montón de sacos, le escuchaba con sonrisa marrullera.
– Sí; no has escogido mal oficio. Pero tiene quiebras. Las verás… cuando tengas mis años… Pero tu sitio no es aquí: anda a proa y avisa si ves por delante alguna barca.
Juanillo corrió por la borda con la segura tranquilidad de un pillo de playa.
– Cuidado, muchacho, cuidado.
Pero él ya estaba en la proa, y se sentó junto al botalón, escudriñando la negra superficie del mar, en cuyo fondo se reflejaban como serpeantes hilos de luz las inquietas estrellas.
El laúd, panzudo y pesado, caía tras cada ola con un solemne ¡chap! que hacía saltar las gotas hasta la cara de Juanillo: dos hojas de espuma fosforescentes resbalaban por ambos lados de la gruesa proa, y la hinchada vela, con el vértice perdido en la oscuridad, parecía arañar la bóveda del cielo.
¿Qué rey ni qué almirante estaba mejor que el serviola del San Rafael?.. ¡Brrru! Su estómago repleto le saludaba con eructos de satisfacción. ¡Vida más hermosa!..
– ¡Tío Chispas!.. Un cigarro.
– Ven por él.
Juanillo corrió por la borda del lado contrario al viento. Era un momento de calma, y la vela rizábase con fuertes palpitaciones, próxima a caer desmayada a lo largo del mástil. Pero vino una ráfaga, y la barca se inclinó con rápido movimiento; Juanillo, para guardar el equilibrio, agarrose al borde de la vela, y en el mismo instante ésta se hinchó como si fuera a estallar, lanzando al laúd en una carrera veloz y empujando con fuerza tan irresistible todo el cuerpo del muchacho, que lo disparó como una catapulta.
En el ruido de las aguas al tragarse a Juanillo creyó oír éste un grito, palabras algo confusas; tal vez el viejo timonel que gritaba: «¡Hombre al agua!»
Bajó mucho, ¡mucho! atolondrado por el golpe, por lo inesperado de la caída; pero antes de darse cuenta exacta de ello viose otra vez en la superficie del mar braceando, absorbiendo con furia el fresco viento… ¿Y la barca? No la vio ya. El mar estaba oscurísimo; más oscuro que visto desde la cubierta del laúd.
Creyó distinguir una mancha blanca, un fantasma que flotaba a lo lejos sobre las olas, y nadó hacia él. Pero de pronto ya no lo vio allí, sino en lugar opuesto, y cambió de dirección, desorientado, nadando con fuerza, pero sin saber dónde iba.
Los zapatos pesaban como si fuesen de plomo: ¡malditos! ¡la primera vez que los usaba! La gorra le martirizaba las sienes; los pantalones tiraban de él como si llegasen hasta el fondo del mar y fuesen barriendo las algas.
– Calma, Juanillo, calma.
Y arrojó la gorra, lamentando no poder hacer lo mismo con los zapatos.
Tenía confianza. Él nadaba mucho: se sentía con aguante para dos horas. Los de la barca virarían para pescarle: un remojón y nada más… ¿pues qué así como así mueren los hombres? En un temporal, como habían muerto su padre y su abuelo, bueno, pero en noche tan hermosa y con buena mar, morir empujado por una vela sería una muerte de tonto.
Y nadaba y nadaba, siempre creyendo ver aquel fantasma indeciso que cambiaba de sitio, esperando que de la oscuridad surgiera el San Rafael viniendo en su busca.
– ¡Ah de la barca! ¡Tío Chispas!.. ¡Patrón!
Pero el gritar le fatigaba y dos o tres veces las olas le taparon la boca. ¡Malditas!.. Desde la barca parecían insignificantes, pero en medio del mar, hundido hasta el cuello y obligado a un continuo manoteo para sostenerse, le asfixiaban, le golpeaban con su sorda ondulación, abrían ante él hondas y movibles zanjas, cerrándolas en seguida como para tragarle.
Seguía creyendo, pero con cierta inquietud, en sus dos horas de aguante. Sí; contaba con ellas. Dos horas y más nadaba allá en su playa sin cansancio. Pero era en las horas de sol, en aquel mar de cristal azul, viendo allá bajo, a través de fantástica transparencia, las rocas amarillas con sus hierbajos puntiagudos como ramos de coral verde, las conchas de color rosa, las estrellas de nácar, las flores luminosas de pétalos carnosos estremeciéndose al ser rozados por el vientre de plata de los peces; y ahora estaba en un mar de tinta, perdido en la oscuridad, agobiado por sus ropas, teniendo bajo sus pies ¡quién sabe cuántos barcos destrozados, cuántos cadáveres descarnados por los peces feroces! Y estremecíase al contacto de su mojado pantalón, creyendo sentir el rozamiento de agudos dientes.
Cansado, desfallecido, se echó de espaldas, dejándose llevar por las olas. El sabor de la cena le subía a la boca. ¡Maldita comida, y cuánto cuesta de ganar! Acabaría por morir allí tontamente… Pero el instinto de conservación le hizo incorporarse. Tal vez le buscaban, y estando tendido pasarían cerca de él sin verle. Otra vez a nadar, con el ansia de la desesperación, incorporándose en la cresta de las olas para ver más lejos, yendo tan pronto a un lado como a otro, agitándose siempre en un mismo círculo.
Le abandonaban como si fuese un trapo caído de la barca. ¡Dios mío! ¿Así se olvida a un hombre?.. Pero no; tal vez le buscaban en aquel momento. Un barco corre mucho; por pronto que hubiesen subido a cubierta y arriado vela, ya estarían a más de una milla.
Y acariciando esta ilusión, se hundía dulcemente como si tirasen de sus pesados zapatos. Sintió en la boca la amargura salitrosa; cegaron sus ojos, las aguas se cerraron sobre su rapada cabeza; pero entre dos olas se formó un pequeño remolino, asomaron unas manos crispadas y volvió a salir.
Los brazos se dormían; la cabeza se inclinaba sobre el pecho como vencida por el sueño. A Juanillo le pareció cambiado el cielo: las estrellas eran rojas, como salpicaduras de sangre. Ya no le infundía miedo el mar; sentía el deseo de abandonarse sobre las aguas, de descansar.
Se acordaba de la abuela, que a aquellas horas estaría pensando en él. Y quiso rezar como mil veces había oído a su pobre vieja. «Padre nuestro que estás…» Rezaba mentalmente, pero sin darse cuenta de ello, su lengua se movió y dijo con una voz tan ronca que le pareció de otro:
– ¡Cochinos! ¡ladrones! ¡Me abandonan!
Se hundía otra vez: desapareció pugnando en vano por sostenerse. Alguien tiraba de sus zapatos… Buceó en la oscuridad, sorbiendo agua, inerte, sin fuerzas, pero sin saber cómo, volvió otra vez a la superficie.
Ahora las estrellas eran negras, más negras que el cielo, destacándose como gotas de tinta.
Se acabó. Esta vez se iba al fondo de veras: su cuerpo era de plomo. Y bajó en línea recta, arrastrado por sus zapatos nuevos, y en su caída al abismo de los barcos rotos y los esqueletos devorados, el cerebro, cada vez más envuelto en densas neblinas, iba repitiendo:
– Padre nuestro… Padre nuestro… ¡ladrones! ¡granujas! ¡Me han abandonado!