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Kitabı oku: «La condenada (cuentos)», sayfa 7

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En la boca del horno

Como en Agosto Valencia entera desfallece de calor, los trabajadores del horno se asfixiaban junto a aquella boca, que exhalaba el ardor de un incendio.

Desnudos, sin otra concesión a la decencia que un blanco mandil, trabajaban cerca de las abiertas rejas, y aun así, su piel inflamada parecía liquidarse con la transpiración, y el sudor caía a gotas sobre la pasta, sin duda para que, cumpliéndose a medias la maldición bíblica, los parroquianos, ya que no con el sudor propio, se comieran el pan empapado en el ajeno.

Cuando se descorría la mampara de hierro que tapaba el horno, las llamas enrojecían las paredes, y su reflejo, resbalando por los tableros cargados de masa, coloreaba los blancos taparrabos y aquellos pechos atléticos y bíceps de gigante, que, espolvoreados de harina y brillantes de sudor, tenían cierta apariencia femenil.

Las palas se arrastraban dentro del horno, dejando sobre las ardientes piedras los pedazos de pasta, o sacando los panes cocidos, de rubia corteza, que esparcían un humillo fragante de vida; y mientras tanto, los cinco panaderos, inclinados sobre las largas mesas, aporreaban la masa, la estrujaban como si fuese un lío de ropa mojada y retorcida y la cortaban en piezas; todo sin levantar la cabeza, hablando con voz entrecortada por la fatiga y entonando canciones lentas y monótonas, que muchas veces quedaban sin terminar.

A lo lejos sonaba la hora cantada por los serenos, rasgando vibrante la bochornosa calma de la noche estival; y los trasnochadores que volvían del café o del teatro deteníanse un instante ante las rejas para ver en su antro a los panaderos, que, desnudos, visibles únicamente de cintura arriba, y teniendo por fondo la llameante boca del horno, parecían ánimas en pena de un retablo del purgatorio; pero el calor, el intenso perfume del pan y el vaho de aquellos cuerpos, dejaban pronto las rejas libres de curiosos y se restablecía la calma en el obrador.

Era entre los panaderos el de más autoridad Tono el Bizco, un mocetón que tenía fama por su mal carácter e insolencia brutal; y eso que la gente del oficio no se distinguía por buena.

Bebía, sin que nunca le temblasen las piernas ni menos los brazos; antes bien, a éstos les entraba con el calor del vino un furor por aporrear, cual si todo el mundo fuese una masa como la que aporreaban en el horno. En los ventorrillos de las afueras temblaban los parroquianos pacíficos, como si se aproximara una tempestad, cuando le veían llegar de merienda al frente de una cuadrilla de gente del oficio, que reía todas sus gracias. Era todo un hombre. Paliza diaria a la mujer; casi todo el jornal en su bolsillo, y los chiquillos descalzos y hambrientos, buscando con ansia las sobras de la cena de aquella cesta que por las noches se llevaba al horno. Aparte de esto, un buen corazón, que se gastaba el dinero con los compañeros, para adquirir el derecho de atormentarlos con sus bromas de bruto.

El dueño del horno le trataba con cierto miramiento, como si le temiera, y los camaradas de trabajo, pobres diablos cargados de familia, se evitaban compromisos sufriéndolo con sonrisa amistosa.

En el obrador, Tono tenía su víctima: el pobre Menut, un muchacho enclenque que meses antes aún era aprendiz, y al que los camaradas reprendían por el excesivo afán de trabajo que mostraba siempre, ansiando un aumento de jornal para poder casarse.

¡Pobre Menut! Todos los compañeros, influidos por esa adulación instintiva en los cobardes, celebraban alborozados las bromas que Tono se permitía con él. Al buscar sus ropas terminado el trabajo, encontrábase en los bolsillos cosas nauseabundas; recibía en pleno rostro bolas de pasta, y siempre que el mocetón pasaba por detrás de él, dejaba caer sobre su encorvado espinazo la poderosa manaza, como si se desplomara medio techo.

El Menut callaba resignado. ¡Ser tan poquita cosa ante los puños de aquel bruto, que le había tomado como un juguete!

Un domingo por la noche, Tono llegó muy alegre al horno. Había merendado en la playa; sus ojos tenían un jaspeado sanguinolento, y al respirar lo impregnaba todo de ese hedor de chufas que delata una pesada digestión de vino.

¡Gran noticia! Había visto en un merendero al Menut, a aquel ganso que tenía delante. Iba con su novia: una gran chica. ¡Vaya con el gusano tísico! Bien había sabido escoger.

Y entre las risotadas de sus compañeros, describía a la pobre muchacha con minuciosidad vergonzosa, como si la hubiera desnudado con la mirada.

El Menut no levantaba la cabeza, absorto en su trabajo; pero estaba pálido, como si dentro del estómago se revolviera la merienda mordiéndole. No era el de todas las noches: también él olía a chufas, y varias veces sus ojos, apartándose de la masa, se encontraron con la mirada bizca y socarrona del tirano. De él podía decir cuanto quisiera: estaba acostumbrado; ¿pero hablar de su novia?.. ¡Cristo!..

El trabajo resultaba aquella noche más lento y fatigoso. Pasaban las horas sin que adelantasen gran cosa los brazos, torpes y cansados por la fiesta, a los que la masa parecía resistirse.

Aumentaba el calor: un ambiente de irritación se esparcía en torno de los panaderos, y Tono, que era el más furioso, se desahogaba con maldiciones. ¡Así se volviera veneno todo el pan de aquella noche! Rabiar como perros a la hora en que todo el mundo duerme, para poder comer al día siguiente unos cuantos pedazos de aquella masa indecente. ¡Vaya un oficio!

Y enardecido por la constancia con que trabajaba el Menut, la emprendió con él, volviendo a sacar a ruedo la belleza de su novia.

Debía casarse pronto. Les convenía a los amigos. Como él era un bendito, un cualquier cosa, sin pelo de hombre siquiera… los compañeros, ¿eh?.. Los buenos mozos como él harían el favor…

Y antes de terminar la frase guiñaba expresivamente sus ojos bizcos, provocando la carcajada brutal de todos los camaradas. Pero duró poco la alegría. El joven había lanzado un voto redondo, al mismo tiempo que una cosa enorme y pesada pasó silbando como un proyectil por encima de la mesa, haciendo desaparecer la cabeza de Tono, el cual vaciló y se agarró a los tableros, doblándose sobre una rodilla.

El Menut, con una fuerza nerviosa, jadeante el angosto pecho y trémulos los brazos, le había arrojado a la cabeza todo un montón de masa, y el mocetón, aturdido por el golpe, no sabía cómo despojarse de aquella máscara pegajosa y asfixiante.

Le ayudaron los compañeros. El golpe le había destrozado la nariz, y un hilillo de sangre teñía la blanca pasta. Pero Tono no se fijaba en ello, revolviéndose como un loco entre los brazos de sus compañeros y pidiendo a gritos que le soltasen. En eso pensaban. Todos habían visto que aquel maldito, en vez de abalanzarse sobre el Menut, intentaba llegar hasta el rincón donde colgaban sus ropas, buscando, sin duda, la famosa faca, tan conocida en las tabernas de las afueras.

Hasta el encargado del horno dejó quemarse una fila de panes para ayudar a contenerle, y nadie pensaba sujetar al agresor, convencidos todos de que el infeliz no había de pasar de su primer arrebato.

Apareció el dueño del horno. ¡Qué oído el de aquel tío! Le habían despertado los gritos y el pataleo, y allí estaba, casi en paños menores.

Todos volvieron a su trabajo, y la sangre de Tono desapareció en las entrañas de la pasta, vuelta a sobar.

El mocetón mostrábase benévolo, con una bondad que daba frío. No había ocurrido nada: una broma de las que se ven todos los días. Cosas de chicos, que los hombres deben perdonar. Y era sabido… ¡entre compañeros!..

Y siguió trabajando, pero con más ardor, sin levantar la cabeza, deseando acabar cuanto antes.

El Menut miraba a todos fijamente y se encogía de hombros con cierta arrogancia, como si, rota ya su timidez, le costara trabajo volver a recobrarla.

Tono fue el primero en vestirse y salió acompañado hasta la puerta por los buenos consejos del amo, que él agradecía con cabezadas de aprobación.

Cuando se fue el Menut, media hora después, los camaradas le acompañaron. Le hicieron mil ofrecimientos. Ellos se encargarían de ajustar las paces por la noche; pero mientras tanto, quieto en casa, y a evitar un mal encuentro, no saliendo en todo el día.

Despertábase la ciudad. El sol enrojecía los aleros; retirábanse en busca del relevo los guardias de la noche, y en las calles sólo se veían las huertanas cargadas de cestas camino del Mercado.

Los panaderos abandonaron al Menut en la puerta de su casa. Vio cómo se alejaban, y aún permaneció un rato inmóvil, con la llave en la cerraja, como si gozara viéndose solo y sin protección. Por fin se había convencido de que era un hombre; ya no sentía crueles dudas y sonreía satisfecho al recordar el aspecto del mocetón cayendo de rodillas y chorreando sangre. ¡Granuja!.. ¡Hablar tan libremente de su novia! No; no quería arreglos con él.

Al dar la vuelta a la llave oyó que le llamaban:

¡Menut! ¡Menut!

Era Tono, que salía de detrás de una esquina. Mejor: le esperaba. Y junto con un temblorcillo instintivo, experimentó cierta satisfacción. Le dolía que le perdonasen el golpe, como si fuera él un irresponsable.

Al ver la actitud agresiva de Tono, púsose en guardia, como un gallito encrespado, pero los dos se contuvieron, notando que llamaban la atención de algunos albañiles que con el saquito al hombro pasaban camino del andamio.

Se hablaron en voz baja, con frialdad, como dos buenos amigos, pero cortando las palabras como si las mordieran. Tono venía a arreglar rápidamente el asunto: todo se reducía a decirse dos palabritas en sitio retirado. Y como hombre generoso, incapaz de ocultar la extensión de la entrevista, preguntó al muchacho:

¿Pòrtes ferramenta?

¿Él herramienta? No era de los guapos que van a todas horas con la navaja sobre los riñones. Pero tenía arriba un cuchillo que fue de su padre, e iba por él: un momento de espera nada más. Y abriendo el portal, se lanzó por la angosta escalerilla, llegando en un vuelo a lo más alto.

Bajó a los pocos minutos, pero pálido e inquieto. Le había recibido su madre, que estaba arreglándose para ir a misa y al Mercado. La pobre vieja extrañaba aquella salida, y había tenido que engañarla con penosas mentiras. Pero ya estaba él allí con todo su arreglo. Cuando Tono quisiera… ¡andando!

No encontraban una calle desierta. Abríanse las puertas, arrojando la fétida atmósfera de la noche, y las escobas arañaban las aceras, lanzando nubecillas de polvo en los rayos oblicuos de aquel sol rojo, que asomaba al extremo de las calles como por una brecha.

En todas partes guardias que les miraban con ojos vagos, como si aún no estuvieran despiertos; labradores que, con la mano en el ronzal, guiaban su carro de verduras, esparciendo en las calles la fresca fragancia de los campos; viejas arrebujadas en su mantilla, acelerando el paso como espoleadas por los esquilones que volteaban en las iglesias próximas; gente, en fin, que al verles metidos en el negocio, chillaría o se apresuraría a separarles. ¡Qué escándalo! ¿Es que dos hombres de bien no podían pegarse con tranquilidad en toda una Valencia?

En las afueras, el mismo movimiento. La mañana, con su exceso de luz y actividad, envolvía a los dos trasnochadores, como para avergonzarles por su empeño.

El Menut sentía cierto decaimiento, y hasta probó a hablar. Reconocía su imprudencia. Había sido el vino y su falta de costumbre; pero debían pensar como hombres, y lo pasado… pasado. ¿No pensaba Tono en su mujer y los chiquillos, que podían quedar más desamparados que estaban? Él aún estaba viendo a su viejecita y la mirada ansiosa con que le siguió al abandonarla. ¿Qué comería la pobre si se quedaba sin hijo?

Pero Tono no le dejó acabar. ¡Gallina! ¡Morral! ¿Y para contarle todo aquello iban vagando por las calles? Ahora mismo le rompía la cara.

El Menut se hizo atrás para evitar el golpe. También él mostró deseos de agarrarse allí mismo; pero se contuvo viendo una tartana que se aproximaba lentamente, balanceándose sobre los baches de la ronda y con su conductor todavía adormecido.

¡Che, tartanero… para!

Y abalanzándose a la portezuela, la abrió con estrépito e invitó a subir a Tono, que retrocedía con asombro. Él no tenía dinero: ni esto. Y metiéndose una uña entre los dientes, tiraba hacia afuera.

El joven quería terminar pronto. «Yo pagaré.» Y hasta ayudó a subir a su enemigo, entrando después de él y subiendo con presteza las persianas de las ventanillas.

– ¡Al Hospital!

El tartanero se hizo repetir dos veces la dirección, y como le recomendaban que no se diera prisa, dejó rodar perezosamente su carruaje por las calles de la ciudad.

Oyó ruido detrás de él, gritos ahogados, choque de cuerpos, como si se rieran haciéndose cosquillas, y maldijo su perra suerte, que tan mal comenzaba el día. Serían borrachos, que, después de pasar la noche en claro, en un arranque de embriaguez llorona no querían meterse en la cama sin visitar algún amigote enfermo. ¡Cómo le estarían poniendo los asientos!

La tartana pasaba lenta y perezosa por entre el movimiento matinal. Las vacas de leche, de monótono cencerro, husmeaban sus ruedas; las cabras, asustadas por el rocín, apartábanse sonando sus campanillas y balanceando sus pesadas ubres; las comadres, apoyadas en sus escobas, miraban con curiosidad aquellas ventanillas cerradas, y hasta un municipal sonrió maliciosamente, señalándola a unos vecinos. ¡Tan temprano y ya andaban por el mundo amores de contrabando!

Cuando entró en el patio del Hospital, el tartanero saltó de su asiento, y acariciando su caballo esperó inútilmente que bajasen aquel par de borrachos.

Fue a abrir, y vio que por el estribo de hierro se deslizaban hilos de sangre.

– ¡Socorro! ¡Socorro! – gritó abriendo de un golpe.

Entró la luz en el interior de la tartana. Sangre por todas partes. Uno en el suelo, con la cabeza junto a la portezuela. El otro caído en la banqueta, con el cuchillo en la mano y la cara blanca como de papel mascado.

Acudieron las gentes del Hospital, y manchándose hasta los codos, vaciaron aquella tartana, que parecía un carro del Matadero cargado de carne muerta, rota, agujereada por todas partes.

El milagro de San Antonio

Hacía años que Luis no había visto las calles de Madrid a las nueve de la mañana.

A esta hora comenzaban a dormir todos sus amigos del Casino; pero él, en vez de meterse en la cama, había cambiado de traje y se dirigía a la Florida, mecido por el dulce vaivén de su elegante carruaje.

Al volver a su casa después de amanecido, le habían entregado una carta traída en la noche anterior. Era de aquella desconocida que mantenía con él extraña correspondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter inglés, fina, correcta e igual a la de todas las que han sido pensionistas del Sacré Cœur. Hasta su mujer la tenía así. Parecía que era ella la que le escribía citándole a las diez en la Florida, frente a la iglesia de San Antonio. ¡Qué disparate!

Hacíale gracia pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina cuyo recuerdo raras veces venía a turbar las alegrías de su vida de soltero, o como decía él, de marido emancipado. ¿Qué haría ella a tales horas? Cinco años que no se veían, y apenas si tenía noticias suyas. Unas veces viajaba por el extranjero; otras sabía que estaba en provincias, en casa de viejos parientes, y aunque residía largas temporadas en Madrid, nunca se habían encontrado. Esto no es París ni Londres; pero resulta suficientemente grande para que no se tropiecen nunca dos personas cuando una hace la vida de mujer abandonada, visitando más las iglesias que los teatros, y la otra se agita en el mundo de noche y vuelve a casa todos los días a la hora en que el frac arrugado y la pechera abombada se impregnan del polvo que levantan los barrenderos y del humo de las buñolerías.

Se casaron muy jóvenes, casi unos niños, y los revisteros mundanos hablaron mucho de aquella hermosa pareja que todo lo tenían para ser felices: ricos y casi sin familia. Primero, los arrebatos de pasión: una dicha que, encontrando estrecho el elegante nido de los recién casados, paseaba su insolencia feliz por los salones, para dar envidia al mundo; después, la monotonía, el cansancio, la separación lenta e insensible, sin dejar por eso de amarse; a él le atraían sus amistades de soltero, y ella protestaba con escenas y choques que hacían odiosa para Luis la vida conyugal. Ernestina quiso vengarse haciendo sentir celos a su marido; se entregó con entusiasmo a tan peligroso juego y tuvo sus coqueteos comprometedores con cierto attaché de legación americana, que hasta alcanzaron visos de infidelidad.

Bien sabía Luis que la cosa no tenía malicia, pero ¡qué demonio! él no servía para casado, le abrumaba aquella vida, y aprovechó la ocasión, tomando el asunto en serio. Con el americano se arregló, propinándole una estocada leve; ¡pobre muchacho! ¡qué gran servicio le había prestado sin saberlo! y de Ernestina se separó sin escándalo, sin intervenciones judiciales. Ella con sus parientes, con quien le diese la gana, y él otra vez a su cuarto de soltero, como si nada hubiese pasado y sus dos años de matrimonio fuesen un largo viaje por el país de las quimeras.

Ernestina no se resignaba, y se revolvió queriendo volver a él. Le amaba de veras; lo pasado eran niñadas, ligerezas; pero aun cuando esto halagaba a Luis, provocaba su indignación como una amenaza a su libertad, milagrosamente recobrada. Por esto oponía la más terminante negativa a los señores respetables, antiguos amigos de la familia, que su mujer le enviaba como embajadores; ella misma fue varias veces a la casa, sin conseguir que le franqueasen la puerta, y tan tenaz era la resistencia de Luis, que hasta dejó de asistir a ciertas reuniones, adivinando que allí protegían a su esposa, y algún día procurarían que se encontrasen casualmente.

¡Bueno era él para ablandarse! Era un marido ultrajado, y ciertas cosas ¡vive Dios! nunca se olvidan.

Pero su conciencia de buen muchacho le replicaba con dureza:

– Tú eres un pillo, que finges ultrajes por conservar tu libertad. Te presentas como marido infeliz para seguir soltero, haciendo infelices de veras a otros maridos. Te conozco, egoísta.

Y la conciencia no se engañaba. Sus cinco años de emancipación habían sido para él muy alegres; sonreía recordando sus éxitos, y ahora mismo pensaba con fatuidad en aquella desconocida que le aguardaba: alguna mujer que le habría conocido en los salones y tenía interés en rodear de misterio su pasión. Ella había tomado la iniciativa en una carta insinuante; después mediaron preguntas y respuestas en las planas de anuncios de los periódicos ilustrados, y por fin aquella cita, a la que acudía Luis con la ansiedad que despierta lo desconocido.

El carruaje se detuvo ante San Antonio de la Florida. Bajó Luis, haciendo seña a su cochero de que esperase. Había entrado a su servicio cuando él vivía aún con Ernestina; era el eterno testigo de sus aventuras; le seguía, fiel y obediente, en todas las correrías de su viudez, pero pensaba con envidia en los pasados tiempos, deseando trasnochar menos.

Buena mañana de primavera; la gente alegre gritaba en los merenderos; pasaban por entre la arboleda, rápidos como pájaros de colores, los encorvados ciclistas con sus camisetas rayadas; por la parte del río sonaban cornetas, y sobre el follaje enjambres de insectos, ebrios de luz, moscardoneaban brillando como chispas de oro. Luis, influido por el sitio, pensaba en Goya y en las duquesas graciosas y atrevidas que, vestidas de majas, venían a sentarse bajo aquellos árboles, con sus galanes de capa de grana y sombrero de medio queso. ¡Aquellos eran buenos tiempos!

Las toses insistentes y maliciosas de su cochero le avisaron. Una señora bajaba del tranvía y se dirigía al encuentro de Luis. Vestía de negro y el velillo del sombrero cubría su cara. Esbelta y de gracioso andar, sus caderas movíanse con armónica cadencia, y a cada paso resonaba el fru-fru de la fina ropa interior.

Luis percibía el mismo perfume de la carta que guardaba en su bolsillo. Sí, era ella. Pero cuando estuvo a pocos pasos, el movimiento de sorpresa de su cochero le avisó antes que su vista.

– ¡Ernestina!

Creyó en una traición. Alguien había avisado a su mujer. ¡Qué situación tan ridícula!.. ¡Y la otra que iba a llegar!

– ¿A qué vienes?.. ¿Qué buscas?

– Vengo a cumplir mi promesa. Te cité a las diez, y aquí estoy.

Y Ernestina añadió con triste sonrisa:

– A ti, Luis, para verte hay que apelar a estratagemas que repugnan a una mujer honrada.

¡Cristo! ¡Y para tener este encuentro desagradable había salido de casa tan temprano! ¡Citado por su propia mujer! ¡Cómo reirían los amigos del Casino al saber aquello!

Dos lavanderas se pararon en el camino a corta distancia, con pretexto de descansar, sentándose sobre sus talegos de ropa. Querían oír algo de lo que se decían aquellos señoritos.

– ¡Sube!.. ¡Sube! – dijo Luis a su esposa con acento imperioso. Le irritaba lo ridículo de la escena.

El coche emprendió la marcha carretera de El Pardo arriba, y los esposos, con la cabeza reclinada en el paño azul de la tendida capota, se espiaban sin mirarse, como abrumados por la situación y sin atreverse uno de los dos a ser el primero en hablar.

Ella comenzó. ¡Ah, la maldita! Era un muchacho con faldas; siempre lo había dicho Luis; por esto la huía, teniéndola mucho miedo; porque a pesar de su dulzura de gatita cariñosa y sumisa, acababa siempre por imponer su voluntad. ¡Señor! ¡Y qué educación dan en esos colegios franceses!

– Mira, Luis… pocas palabras. Te quiero, y vengo decidida a todo. Eres mi marido y contigo debo vivir. Trátame como quieras; pégame… te querré como esas mujeres que admiten los golpes como prueba de cariño. Lo que te digo es que eres mío y no te suelto. Olvidemos lo pasado y aún podemos ser felices. Luis, Luis mío, ¿qué mujer puede quererte como la tuya?

¡Vaya un modo de entrar en materia! Él quería callar, mostrarse altivo y desdeñoso, fatigarla con su frialdad, para que le dejara tranquilo; pero aquellas palabras le pusieron fuera de sí.

¿Volver a unirse? ¡En seguida! ¿Acaso estaba loco?.. ¡Ah, señora! Olvida usted sin duda que hay cosas que jamás se perdonan; cosas… En fin, que quien bien está, que no se mueva. Ellos no servían para casados, no congeniaban; bastaba recordar el infierno en que se desarrollaron sus últimos meses de matrimonio. Él se encontraba bien; a ella no le probaba mal la separación, pues estaba más hermosa que antes (palabra de honor, señora), y sería una locura deshacer por tonterías lo que el tiempo había hecho sabiamente.

Pero ni el ceremonioso usted ni las razones de Luis convencían a la señora. Ella no podía seguir así. Ocupaba en la sociedad una posición muy equívoca; casi la igualaban con mujeres infieles; era objeto de declaraciones y asiduidades que la sublevaban; creíanla una joven alegre y fácil, sin cariño ni familia; iba de una parte a otra, como el Judío errante. Di, Luis, ¿es esto vivir?

Pero como a Luis le habían dicho esto mismo todos los que fueron a hablarle en favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una música antigua y empalagosa.

Vuelto casi de espaldas a su mujer, miraba el camino, los Viveros, bajo cuyas arboledas bullía una alegre multitud. Los pianos de manubrio lanzaban sus chillonas notas, semejantes al parloteo de pájaros mecánicos. Valses y polcas formaban el acompañamiento de aquella voz triste que dentro del carruaje relataba sus desdichas. Luis pensaba que el sitio para el encuentro había sido escogido con premeditación. Todo hablaba allí del amor legítimo sometido a reglamentación oficial. Aquí, dos bodas; en el restaurant de más allá, otras; en último termino, un cortejo nupcial, zarandeándose al compás de los pianos con la panza repleta de peleón. Aquello repugnaba a Luis. ¡Todo Dios se casaba!.. ¡Qué brutos! ¡Cuánta gente inexperta queda en el mundo!

Atrás se quedaron los Viveros con sus regocijadas bodas; los valses sonaban lejanos, como vagos estremecimientos del aire, y Ernestina seguía infatigable, hablando cada vez más cerca del oído de su esposo.

Ella viviría tranquila, sin molestarle, si no existieran los celos. Porque ella se sentía celosa. Sí, Luis; ríe cuanto quieras; celosa desde hacía un año, en vista de sus amoríos y sus escándalos. Lo sabía todo; su vida entre bastidores, sus apasionamientos momentáneos y ruidosos por mujerzuelas que se le comían la fortuna; hasta le habían dicho que tenía hijos. ¿Podía permanecer tranquila? ¿No debía defender la posesión de su marido, que era lo único que tenía en el mundo?

Luis ya no estaba de espaldas, sino de frente, soberbio y magnífico. ¡Ah, señora! ¡Y cuán mal la aconsejaban sus amigos! Él hacía su santa voluntad, ¿estamos? No tenía que dar cuentas a nadie, pues de darlas, también tendría que exigírselas a ella, y… ¡recuerde usted, señora! Piense si siempre ha sido fiel a sus deberes.

Y mientras enumeraba sus desdichas, que en el fondo no le importaban un comino, y llamaba infidelidades a lo que fueron imprudentes coqueterías, todo con voz y ademanes que recordaban sus abonos en el Español y la Comedia, Luis iba fijándose en su mujer.

¡Qué hermosa estaba la indina! Ya no era aquella muchacha bonita, pero débil y delicada, que tenía horror al oscu, no queriendo enseñar lo saliente de sus clavículas. Los cinco años de separación habían hecho de ella una mujer adorable, espléndida, con las redondeces, el color y la suavidad de un fruto de primavera. ¡Lástima que fuese su mujer! ¡Cómo debían desearla los que no estaban en su caso!

– Sí, señora. Puedo hacer lo que guste y no tengo que dar cuenta de mis acciones… Además, cuando se tiene el corazón destrozado, hay que aturdirse, olvidar, y yo tengo derecho a todo… a todo, ¿lo entiende usted? para olvidar que he sido muy desgraciado.

Le encantaban sus palabras, pero no pudo seguir. ¡Qué calor! El sol metía sus rayos por debajo de la capota; el ambiente parecía impregnado de fuego, y el obligado contacto dentro del carruaje comenzaba a comunicarle el suave y voluptuoso calor de aquel cuerpo adorable… ¡Qué desgracia que aquella mujer tan hermosa fuese Ernestina!

Era una mujer nueva. Experimentaba junto a ella impresiones sólo sentidas en su época de noviazgo. Se veía aún en aquel vagón del exprès que años antes los había llevado a París, ebrios de dicha y palpitantes de deseo.

Y ella, con aquella facilidad que siempre había tenido para leer sus pensamientos, se aproximaba a él, tierna y sumisa como una víctima, pidiendo el martirio a cambio de un poco de cariño, arrepintiéndose de sus pasadas ligerezas, propias de la inexperiencia, y acariciándolo con el perfume de su aliento, aquel mismo perfume de la carta que, estremeciéndole, envolvía su cerebro en humareda embriagadora.

Luis huía de todo contacto; se recogía como doncella medrosica en su asiento. El recuerdo de los amigotes era su única defensa. ¿Qué diría su amigo el marqués, un verdadero filósofo, que, contento con su libertad de marido divorciado, saludaba a su mujer en la calle y besaba a los niños nacidos mucho después de la separación? Aquel era un hombre. Había que terminar una escena que juzgaba ridícula.

– No, Ernestina – dijo por fin, tuteando a su mujer – . Nunca nos uniremos. Te conozco: todas sois iguales. Es mentira lo que dices. Sigue tu camino, como si no nos conociéramos…

Pero no pudo continuar. Su mujer le volvía ahora la espalda. Lloraba descansando la cabeza en el respaldo del asiento, y su enguantada mano introducía el pañuelo bajo el velillo para secarse las lágrimas.

Luego hizo un gesto de fastidio. ¡Lagrimitas a él!.. Pero no; lloraba de veras, con toda su alma, con quejidos de angustia y estremecimientos nerviosos que conmovían todo su cuerpo.

Arrepentido de su brutalidad, dio orden al cochero de detener el carruaje. Estaba fuera de la Puerta de Hierro; no pasaba nadie en aquel momento por el camino.

– Trae agua… cualquier cosa. La señorita está enferma.

Y mientras el cochero corría a un ventorro inmediato, Luis intentó tranquilizar a su mujer.

– Vamos, Ernestina, serenidad. No es para tanto. Esto es ridículo. Pareces una niña.

Pero ella aún gemía cuando llegó el cochero con una botella llena de agua. En la precipitación había olvidado el vaso.

– No importa, bebe.

Ernestina cogió la botella y se levantó el velillo. Ahora la veía bien su marido. Nada de menjurjes de tocador, como en los tiempos que frecuentaba el mundo: su cutis, tratado al agua fría, tenía una palidez fresca, de rosada transparencia.

Luis se fijó en aquellos labios adorables, que se fruncían para ajustarse al cuello de la botella. Bebía con dificultad. Una gota se escapaba resbalando lentamente por la barbilla redonda y graciosa. Rodaba con pereza, enredándose en la imperceptible película de la epidermis. Él la seguía con la vista, aproximándose cada vez más. ¡Iba a caer!.. ¡Ya caía!

Pero no cayó; pues Luis, sin saber casi lo que hacía, la recogió en sus labios, se sintió cogido por los brazos de su mujer, que lanzaba un grito de sorpresa, de loco júbilo.

– Por fin… Luis mío… ¡Si yo ya lo decía! ¡Si eres muy bueno!

Y con la tranquila serenidad de los que no tienen por qué ocultar su amor, se besaron ruidosamente, sin fijarse en el asombro de la mujer del ventorrillo que recogió la botella.

El cochero, sin aguardar órdenes, arreó los caballos camino de Madrid.

– Ya tenemos ama – murmuraba soltando latigazos a sus bestias – . A casa pronto, antes que el señorito se arrepienta.

El coche volaba por la carretera con la arrogancia de un carro triunfal, y en su interior, los dos esposos, agarrados del talle, mirábanse con pasión. El sombrero de Luis estaba a sus pies, y ella le acariciaba la cabeza, despeinándole: el juego favorito de su luna de miel.

Y Luis reía, encontrando el suceso graciosísimo.

– Nos van a tomar por novios impacientes. Creerán que escapamos de los Viveros por estar solos y libres de convidados.

Al pasar frente a San Antonio, Ernestina, reclinada en un hombro de su esposo, se incorporó.

– Mira: ese es quien ha hecho el milagro de unirnos. De soltera le rezaba pidiéndole un buen marido, y por segunda vez me protege, dándome mi Luis.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
25 haziran 2017
Hacim:
130 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain