Kitabı oku: «La Horda», sayfa 10
Era ella, la verdadera, la única, la que inspira miedo y consuelo; la belleza triste que nunca se aja; la pálida señora del mundo; la beldad que llega puntual a la cita con su beso de olvido y de paz, con el supremo espasmo de la insensibilidad y el anonadamiento.
Feli escuchaba a su novio con los ojos dilatados por el asombro, pugnando por entenderle.
– ¡Cuánto sabes, Isidro!– murmuró acariciándole con la mirada— . Por eso te quiero tanto: porque dices cosas bonitas.
Maltrana rió de la sencillez de la muchacha, sintiéndose halagado al mismo tiempo por su admiración. Casi se arrepintió de lo que llevaba dicho: eran tonterías; la hablaba como si fuese un compañero al que quisiera turbar con sus paradojas. Se cogieron del brazo otra vez, y Maltrana condujo a la joven a una galería de nichos, en lo más hondo del cementerio.
– Quiero enseñarte cómo acaban los hombres de talento, cómo reposan los que en vida tuvieron aduladores y fanáticos… Mira.
Y después de una rápida busca con los ojos, le señaló un nicho, el más mísero de todos. Su boca apenas estaba cubierta con un hule, desprendido de las puntas; un andrajo negro con letras amarillas y borrosas. Feli leyó con algún trabajo: «Aparisi y Guijarro».
– Ese señor— continuó Isidro— fue famoso en vida. Pronunciaba en el Congreso discursos que duraban varias sesiones. Los curas de toda España, los devotos, las mujeres, aguardaban con impaciencia los periódicos para leerle. Y ahora, mírale: cualquier tabernero tiene mejor alojamiento después de muerto… Era un poeta, un soñador; y los poetas, no sé por qué, tienen mala sombra en la política… Yo no creo en él; pero le compadezco y le defiendo por espíritu de cuerpo. Este olvido nos consuela a los que trabajamos sin esperanza en la tienda de enfrente, que es la de los pobres, la del populacho.
Maltrana siguió hablando con tono de cólera. Bien podía el rey de aquel tribuno adecentar su tumba; bien podían los representantes de la tradición acordarse un poco del gran artista que les había enardecido con sus himnos oratorios. Equivalía a una burla infame citar su nombre a todas horas, como gloria y bandera de las aspiraciones hacia el pasado, mientras sus restos permanecían en un rincón, sin el más leve signo de homenaje, como los de un hombre que hubiese atravesado la vida sin ruido y sin afectos.
Feli deletreaba las inscripciones en lápiz que ennegrecían el yeso alrededor del nicho. Eran versos disparatados e ingenuos en honor del «Cicerón español», del «paladín de la fe y las tradiciones»; testimonios de entusiasmo de algunos curas de misa y olla, que, al venir a Madrid, no habían querido tornar a sus pueblos sin ver la tumba de su grande hombre. El hule caído parecía reírse con sus arrugas de tales elogios, que sonaban a falso en este abandono.
Maltrana examinó las firmas.
– Todas son del populacho: curas pobres, guerrilleros ilusos; gente de abajo, de la que tiene corazón.
Aquel soñador de Levante, artista engañado, también tenía corazón, y por eso reposaba en el olvido.
– Era pobre y defendió a los ricos— continuó Maltrana— ; era plebeyo y pidió la resurrección del pasado con sus privilegios de raza; tenía el carácter independiente y un tanto levantisco de su tierra y deseaba el absolutismo. Los que él defendió no se acuerdan de él, y tal vez siguen con esto al instinto, que no engaña. Vivió para ellos, pero no fue de su familia.
Los dos jóvenes se alejaron de este rincón, volviendo a la avenida central. Remataba ésta en un edificio abierto, especie de ábside, que ocupaba el fondo del cementerio, con muros en semicírculo y media cúpula. En las paredes habíanse abierto grandes hornacinas con ricas urnas funerarias. Los segmentos de la bóveda ostentaban varias pinturas representando la resurrección de Jesús. La gran puerta del fondo, cerrada por una verja mohosa, dejaba ver al través de sus vidrios el cerro de enfrente y un grupo de álamos entre dos casitas rojas en lo más hondo de una cañada.
Sobre esta puerta abríase un medio punto de vidrios de colores, por el que se filtraba el sol de la tarde, dando a las paredes, a las tumbas, al suelo, las palpitaciones policromas del iris. La luz fantástica parecía prestar vida a las figuras de la bóveda, animándolas con esplendores de apoteosis.
– ¡Qué bonito!– murmuró la muchacha.
Esta luz alegraba los ojos, borrando la lúgubre significación del sitio. A Feli le parecía el ábside un salón de baile alumbrado con luces de colores: creía que todos los muertos, con trajes vistosos, sonrientes y sin infundir miedo, iban a mostrarse para intervenir en la fiesta. Los pájaros piaban en el inmediato jardín o revoloteaban bajo las arcadas, como atraídos por la hermosa iluminación.
La clase social de las gentes enterradas en esta parte del cementerio sólo evocaba imágenes de lujo, de placer y de fiestas. Eran duquesas famosas por su hermosura, damas palaciegas que habían muerto en lo mejor de su edad, mujeres que gozaron sus épocas de reinado y adoración. Los nombres que brillaban en letras de oro sobre la blancura láctea del mármol hacían soñar en fiestas elegantes, amorosas entrevistas, tocadores lujosos impregnados de suaves esencias, adornados con flores costosas.
Maltrana, como si sintiera los efectos de este recuerdo de voluptuosidad y amor que las ilustres muertas evocaban con sus nombres, fijó los ojos en Feli, que contemplaba absorta las hermosas tumbas. Pasó un brazo por su talle, la atrajo hacia él y la besó donde pudo, donde alcanzaron sus labios, entre el lóbulo sonrosado de una oreja y el cuello moreno, que erizó su piel, estremecida al contacto de los labios.
La joven se desasió con rudo empujón.
– ¡Isidro!– exclamó avergonzada— . ¡Isidro!…
Y bajó la cabeza tristemente, como dolorida por la audacia del amante.
Después habló para acusarse a sí misma, sin dirigir el menor reproche al joven. Ella tenía la culpa: debía haber evitado esta soledad, negarse a entrar en el cementerio con Isidro, que estaba acostumbrado a los mayores atrevimientos con sus impúdicas amigas de Madrid… ¡Besarla!… ¡y en aquel sitio!…
Miró en torno, como si esperase que se abrieran las tumbas, irguiéndose airados los cadáveres por tal profanación.
Maltrana sonreía. ¡Tonta! ¿a qué tal miedo? Aquel sitio era lo mismo que otro; mejor aún, por su poesía silenciosa de jardín abandonado, propicio al amor. Ellos no hacían mas que repetir el eterno himno de la vida. Antes lo habían cantado aquellas gentes que fueron felices y dormían ahora en sus envolturas de mármol. Lo único verdadero de la vida era el amor. Si los muertos pudiesen recordar el pasado, la memoria de las horas amorosas sería el consuelo de su eterna noche. Aquellas aristócratas ocultas tras la piedra que pregonaba sus títulos, sus bandas y su caridad no pasaron toda la vida con la diadema nobiliaria en el peinado y los cintajos en el pecho, echándolas de damas benéficas. Habían sido mujeres orgullosas de su hermosura, propicias a conceder la admiración de sus encantos como una limosna regia.
Isidro, con impúdica imaginación, se las representaba en el abandono de su dormitorio, mostrando misterios de nácar y rosa al través de la espuma de sus blondas, agarradas al hombre amado con el supremo estremecimiento del deseo, olvidándose de las vanas grandezas de la vida, concentrando toda su existencia en el violento estrujón carnal. Aquel personaje tendido sobre su sarcófago con la severa toga del que juzga a sus semejantes no siempre había sido ceñudo y austero, como lo mostraba el escultor. Alguna vez el hombre vencería al personaje, y recatándose como un mozuelo, dando al diablo su gesto imponente, habría buscado un rayo de felicidad en misteriosos rincones, lejos de la familia, abominando de su moral avinagrada y áspera. Los muertos habían conocido la dicha mucho antes; ahora les tocaba el turno a ellos, y debían aprovecharse de la buena suerte.
– Feli, vida mía— exclamó Maltrana con su vehemente exageración— , ríete de los muertos; no nos odian, nos envidian. Grita conmigo: ¡viva el amor!…
– No; vámonos— murmuró la muchacha— . Fuera de aquí hablaremos; gritaré lo que quieras. ¡Quererse por primera vez en un cementerio!… Esto da mala sombra; acabaremos mal. Vámonos, Isidro.
Tiraba de él poseída de un terror infantil, y el joven la siguió. Pero al pasar bajo el arco que daba entrada al ábside, Isidro la detuvo, lanzando una exclamación de asombro.
La luz de la vidriera envolvía a Feli. Era una faja de colores palpitantes, que abarcaba a la joven de pies a cabeza, haciendo temblar todo su cuerpo como si estuviese formado con las tintas del iris.
– ¡Qué bonita!– exclamó Maltrana con arrobamiento— . ¡Si pudieras verte!… Tienes la falda verde y el pecho azul. Tu boca es de color naranja; una mejilla es violeta y la otra ámbar. Parece que tengas claveles en la frente.
Feli permanecía inmóvil, sonriendo con femenil complacencia, gozosa de que su novio la viese tan bella. Sentía la caricia del rayo mágico de sol; entornaba los ojos, cegada por la ola de colores que palpitaba en sus ropas y su carne.
El halago de la coquetería disipaba su miedo al cementerio, con esa facilidad que tienen las mujeres para el olvido cuando se sienten acariciadas en su vanidad.
Algo más que el contacto ardoroso de la luz sintió de pronto Feli. Su novio la estrujaba otra vez, pero con mayores arrebatos, sin que ella intentase resistir.
– Deja que bese ese amarillo de oro… Ahora, el morado; ahora, el azul… el rosa de tu frente… el heliotropo de tus labios… las violetas de tus ojos.
Caían los besos sobre ella como una lluvia sonora, con chasquidos de pasión, que agrandaba el eco del cementerio.
Feli revolvíase entre sus brazos, intentando en vano librarse de ellos. Al moverse, los colores cambiaban de sitio, pasando de una parte a otra de su cuerpo adorable. Todos los resplandores de la luz desfilaban por su boca. Maltrana no perdonó uno; quiso saborearlos todos, en medio de aquella gloria de colores que envolvía su amoroso grupo.
Feliciana cerraba los ojos, estremecida por el chaparrón de besos, vibrando su virgen sensibilidad con el apretón de los masculinos brazos, sintiéndose próxima a caer al suelo, como si las piernas temblorosas no pudiesen sostenerla, murmurando entre suspiros dulces:
– Basta… déjame… Que me matas: que grito… Asesino…
Por fin pudo desasirse: y arreglándose el mantón, atusándose el pelo alborotado por los viriles apretones, fijó sus ojos en el novio, con una mirada en la que había reproche y agradecimiento.
– En seguidita me coges otra vez… ¡Y cómo se ha divertido el niño con esa tontuna de los colores! Vámonos o reñimos.
Echó a correr hacia la salida, como si quisiera evitar las explicaciones de Maltrana, y éste la siguió. Cerca de la verja, los dos acortaron el paso y marcharon unidos, con rostro grave, como si saliesen tristes de su visita a las tumbas.
Pasaron sin despegar los labios ante el portero que les había acogido con tan extrañas preguntas; pero, al alejarse, Feli volvió la cara para mirarle y prorrumpió en una carcajada de niña. Isidro adivinaba el pensamiento de su novia; recordó el gesto hosco con que el portero les había preguntado si entraban a pintar.
– El tío presentía el suceso— dijo Maltrana alegremente— . De enterarse a tiempo, hubiera sido capaz de pedir su parte de colores.
El recuerdo de las caricias le hizo juntarse, enlazar sus brazos, caminar apoyados uno en otro, mirándose con ojos en los que aún brillaba el fuego de las recientes sensaciones.
Feli olvidaba su enfado. Al verse en campo raso, donde no podía temer nuevos arrebatos del novio, se abandonaba, apoyábase en él con desmayo, acariciándolo con el soplo de su respiración, mirándole de tan cerca, que Maltrana creía sentir el calor de sus ojos de brasa.
Finalizaba la tarde. Ocultábase el sol, y en el cielo de suave color de violeta flotaba la luna como una nubecilla pálida, borrosa aún por la luz diurna.
Los dos amantes siguieron el camino a lo largo del tercer depósito, haciendo crujir bajo sus pies el polvo de carbón que ennegrecía el suelo. Pasaban hacia Madrid mujeres astrosas con niños dormidos en sus brazos; viejas arrugadas y negras como brujas, con pucheros destinados a recibir el rancho de San Bernardino.
Estas infelices, al cruzarse con la joven pareja, husmeaban el amor con su instinto de hembras, e imploraban una limosna. Isidro repartió pródigamente el dinero, acompañándolo de inmorales consejos, que hacían reír a Feli. Nada de comprar pan: aquella limosna era para vino, para tomar la gran curda. El mundo había de alegrarse y saltar loco de embriaguez; debía reflejar la felicidad que rebosaba en su alma al verse amado por Feli.
También ellos dos iban en busca de un merendero, de un lugar bonito, para comer, para beber, para darse dos vueltas de vals al son de un piano.
¡Viva la vida! Maltrana, recordando las afirmaciones de otros tiempos, repetía a su novia que la vida es alegre, que la vida tiene un sentido helénico, que el dolor, que parece interminable, no es mas que un accidente pasajero, el aperitivo de la felicidad, tras el cual se atraca uno mejor de las dichas de la existencia.
Pasó un hombre con un cesto de naranjas, y al sorprender Isidro una ávida mirada de su novia le hizo detenerse. ¡A soltar en seguida lo mejor del cesto! A Feli le gustaban las naranjas; aún no las había probado aquel año, y él era capaz de tender a sus pies, como alfombra de oro, toda la cosecha de los campos valencianos.
Feliciana sólo quiso aceptar una naranja, la más hermosa, y los dos siguieron adelante, jugueteando ella como una niña con la pequeña esfera de color de fuego, haciéndola saltar entre sus manos. Acabó por abrir un agujero en ella y por chupar su jugo apretándola entre los dedos. Un chorro de ámbar descendió por la comisura de sus labios hasta la barbilla de graciosa redondez, endulzando su piel. Isidro quiso beberlo, y de nuevo rozó con su boca la boca de Feli.
– ¡Otra vez!– exclamó la muchacha, echándose atrás entre sonriente e indignada— . Pero, condenado, ¿no ves que nos miran… que pasa gente?
Después rió del gesto desalentado de Isidro, el cual bajaba la cabeza como un niño enfurruñado. Con mimosa gracia puso en su boca la naranja.
– Toma y no llores… Yo he puesto ahí los labios; chupa, y cuidadito con volver al besuqueo… A ti habrá que tratarte como a un niño de teta. Zurra… zurra al nene, que es malo.
Y con su mano fina y blanca, aquella mano de señorita, que era el asombro de las Carolinas, abofeteó cariñosamente la cara del joven.
Al anochecer entraron en un merendero de la hondonada de Amaniel. La muchacha habló débilmente de la necesidad de volver a casa en seguida, pero Isidro protestó. Su padre no iba a inquietarse por tan poca cosa; la creería, como otras veces, en casa de su compañera de Bellasvistas. Tal vez a aquellas horas estaría ya en el «Ventorro de las Latas», preparando su marcha a El Pardo.
Unos faroles de papel iluminaban el merendero con difuso resplandor. Los tranvías viejos habían servido para su construcción, igual que en el barrio de las Carolinas. Los bancos de movibles respaldos procedían de una jardinera; los tabiques eran de persianas de ventanilla. Junto al techo, a guisa de friso, alineábase un saldo de fotografías amarillentas, mezclándose las vistas de la Habana y de los bulevares de París y Viena con reproducciones de la Fuente de la Teja y el Viaducto. Cabezas de angelotes pintarrajeadas y doradas, restos de una anaquelería de tienda pretenciosa, aparentaban sostener las viguetas del techo.
Isidro, que lo veía todo de color rosa, admiraba el adorno del merendero. ¡Muy hermoso! ¡muy original! ¡Aquello era arte moderno!
Y el amo, satisfecho por estos elogios de un señorito que parecía inteligente, contestaba con modestia:
– Un poquito de gusto, y nada más. Así y todo, me cuesta, un porción de dinero… ¿Qué van ustedes a tomar?
El merendero completo quería Isidro para Feli. Pero ésta no sentía apetito, no quería nada; y al fin, por no contrariarle, pidió una botella de cerveza.
Otras parejas ocupaban los rincones, silenciosas, en íntimo contacto por debajo de la mesa y devorándose con los ojos. Maltrana se creía en un mundo nuevo, mejor que el que había conocido hasta entonces. ¡Viva la alegría de la vida… y el helenismo también!
Tras un macizo de plantas estalló de pronto, como un cohete, el sonido de un piano, con acompañamiento de golpes de timbre. Isidro miró con admiración al muchacho de boina, pañuelito al cuello y anchos pantalones de odalisca que daba vueltas al manubrio. Pero ¡qué talento tenía aquel golfo! ¡Qué musicazo! Nunca había experimentado Maltrana igual impresión: ni en los mejores conciertos. Aquel vals, que a primera vista parecía escrito para un baile de criadas, era una pieza sublime: la obra tal vez de un gran genio desconocido. El joven no vacilaba en sus afirmaciones; aquello era tan magnífico como la Novena sinfonía.
– Alza, Feli: vamos a darnos dos vueltecitas. A ver cómo meneas ese cuerpecito gitano.
Ninguno de los dos sabía bailar. Isidro, en sus tiempos de estudiante, había tomado lecciones de sus amigas de los cafés cercanos a la Universidad. Feliciana había bailado con sus compañeras, y fue ella la que, guiada por el instinto femenil, siguió mejor el ritmo de la música, arrastrando a su pareja.
¡Valiente cosa les importaba bailar bien o mal y que se rieran o no los parroquianos del merendero!… Lo interesante era estar en brazos uno del otro, pegados desde el pecho a las rodillas, transmitiéndose el alma con el calor de sus cuerpos, confundiendo los alientos.
Sentían una alegría loca, como si el sorbo de cerveza, que acababan de beber contuviese todas las embriagueces de la tierra. No se besaban por un resto de pudor, por miedo a la gente, pero sus labios secos, acariciados por la humedad de la lengua, parecían atraerse al través de la pequeñísima distancia que los separaba.
Cuando abandonaron el merendero, iban con paso vacilante, silenciosos, por la soledad del campo.
Se detuvieron en las inmediaciones del Canalillo. La luna reflejaba su cara bonachona en el cristal azul del agua que transcurría silenciosa.
Los dos huyeron de la luz. Querían descansar; sentíanse sin fuerzas para seguir adelante, y se detuvieron junto a un desmonte, ocultándose en la sombra que proyectaba la masa de tierra.
Sonaron en la penumbra suaves chasquidos, apagadas voces de protesta.
Feli hablaba quedamente, con llorosa voz.
– Júrame que no me abandonarás. Que me querrás siempre… que no me desprecias porque soy débil contigo… porque te quiero.
Isidro lo juraba todo sin hablar; lo juraba con sus manos inquietas, con sus labios acariciadores, con el viril estrujón que hacía caer vencida y esclava en entre sus brazos a aquella alma simple y primitiva, ansiosa de ideal.
VI
Un domingo por la mañana, Isidro y Feli bajaron al Rastro.
La tarde anterior, el joven había hablado con acento de resolución.
– Feli, de mañana no pasa. Ya es hora de vivir juntos. Estoy harto de que vaguemos por los desmontes como gitanos. Yo trabajo para ti y tenemos derecho a formar nuestro nido.
Feliciana dudó un instante. ¿Y su padre?… Pero una mirada de él bastó para vencer su resistencia. Estaba en plena embriaguez de amor, sin otra voluntad que la de adorarle y seguirle. ¡Con él, con él, aunque hubiese de renegar de todo su pasado!
Maltrana tenía dinero y se aburguesaba, según decía él irónicamente al hablar de su opulencia. Necesitaba poseer una casa, vivir bajo un techo que fuese suyo, tener un refugio donde encerrarse y trabajar acariciado por el calor de la intimidad amorosa.
Su obra El verdadero socialismo estaba próxima a terminarse. Había trabajado con gran actividad, escribiendo durante el día en la Biblioteca Nacional, en el Ateneo, allí donde encontraba silencio y libros. La tarea avanzaba rápidamente, sin que se le olvidasen las recomendaciones del marqués de Jiménez, gran amigo de la erudición. Cada página llevaba al pie un gran cimiento de letra menuda y apretada citando autores de todas las naciones, libros de todas las literaturas, y hasta largos fragmentos en diversos idiomas.
No hacía afirmación, por simple que fuese, que no la acompañase con el testimonio de media docena de escritores. El autor caminaba despacio, con largos titubeos, pero cuando avanzaba el pie, lo ponía en firme, como hombre a quien guían y llevan del brazo todos los sabios de la tierra.
La erudición corría como un torrente por la parte baja del libro. Amontonábala Maltrana con una facilidad exenta de escrúpulos. Cuando quería demostrar algo con textos ajenos y no los hallaba a mano, valíase del ilustre Murfinos, de la Academia de Noruega, de Max Stradivarius, célebre catedrático de la Universidad de Gottinga, y otros sociólogos no menos fantásticos, inventados por él para deslumbrar a su cliente. Al fin, él no había de firmar la obra. El marqués de Jiménez recibía un capítulo cada dos días, y al copiarlo de su letra— a pesar de sus grandes ocupaciones— , admirábase de la sabiduría del joven.
«Esto va a dar golpe— pensaba— . Tal vez es demasiado bueno; hay que poner un poco de estilo propio.»
Y para comunicar a la obra el «estilo propio», cambiaba de lugar las comas o el orden de las palabras; escribía «ilustre» allí donde Maltrana había puesto «célebre», o viceversa. Un trabajo pesadísimo para él… ¡Y aún habría quien dudase, al publicar el libro, de que era obra suya!…
Maltrana, obligado a trabajar durante el día, había abandonado el cuartucho de la calle de los Artistas, ya que su único camastro lo ocupaban por la noche el señor José y su hijo. El joven dormía en Madrid, en el hospedaje de un compañero de bohemia, poro esto era con carácter provisional.
Necesitaba una casa. Le repugnaba vagar con Feli todas las tardes por los campos inmediatos a los Cuatro Caminos, acompañándola después a su barrio, cuando cerraba la noche.
El Mosco, aunque no ponía gran atención en los actos de su hija, comenzaba a mostrar cierta extrañeza por la tardanza con que se presentaba de vuelta del taller, alegando ocupaciones extraordinarias para justificar su retraso.
Las áridas cercanías de Madrid embellecíanse con la llegada de la primavera. Cubríanse los cerros de verde al crecer la cabellera de las cebadas y los trigos. En las cañadas, los grupos de almendros adornábanse con flores: unas blancas como el nácar; otras sonrosadas, con el color de la carne femenil. Las lilas pendían como racimos de violetas de las altas ramas. Zumbaban los insectos, ebrios de calor y vida; aleteaban los pájaros, poblando el follaje de estremecimientos y suspiros; chirriaban los primeros grillos, ocultos en la hierba. El campo parecía embellecerse para ocultar en sus espesuras las caricias del amor, para arrullar a las parejas con los perfumes y cantos de su vida exuberante.
Junto a la Huerta del Obispo, un camino bordeado de almendros atraía todas las tardes a Isidro y Feli. Paseaban cogidos del talle entre los árboles, que extendían sobre sus cabezas una bóveda de flores. Sus corolas rojas, inflamadas, parecían abrirse para saludarles.
– Míralas— decía Feli— ; son boquitas que nos sonríen, que quieren hablarnos.
Maltrana aceptaba esta cándida afirmación de la muchacha. Sí; eran bocas de flor que se abrían para decir a Feli que era muy bonita.
– Y yo— continuaba con gravedad— me adhiero a la sabia opinión de este mitin florido.
La brisa de la tarde estremecía los árboles, y una nevada de pétalos caía sobre Feli, enredándose en su peinado.
Sentábanse en los ribazos cubiertos de hierba, y al hablarse arrancaban las margaritas silvestres que crecían al alcance de sus manos. Así esperaban la llegada del crepúsculo, y las sombras les sorprendían muchas veces en las inmediaciones del canal silencioso y profundo, que había presenciado sin un murmullo, con la bonachona complicidad de la luna, la comunión primera de su amor.
Feli vivía en dulce somnolencia, absorta por su felicidad, algo asombrada de que el mundo guardase ocultas tantas delicias. Todo le parecía bueno; se abandonaba con sublime impudor; sentíase capaz de caer en los brazos de Isidro en plena glorieta de los Cuatro Caminos con el mismo arrobamiento que si estuvieran en despoblado.
Maltrana era más exigente y descontentadizo. ¡Muy bonito el campo de primavera, con su ambiente poético y aquellos crepúsculos, que eran lo mejor del mundo! Pero ellos no iban a permanecer así toda la vida, vagando como perros enamorados, en busca de un rincón solitario, huyendo de las gentes, estremecidos de espanto al menor ruido.
Además, pensaba en el Mosco, que podía sorprenderles, enterado de lo que ocurría por cualquier murmurador. No nombraba a su terrible amigo, pero le parecían peligrosos e insostenibles estos idílicos encuentros en campo libre, cerca de las Carolinas.
Isidro tuvo la audaz resolución de los débiles. El miedo al Mosco le hizo ser atrevido y arrostrar el peligro de una vez… ¿Era de veras que Feli le quería? Pues a seguirle, a vivir juntos, olvidados de todo lo que no fuese su amor.
Los dos hablaron sin emoción alguna, con el egoísmo de la pasión, de abandonar al padre, de engañar al amigo.
Maltrana tenía dos mil reales, un capital, pues jamás había visto tanto dinero. Vivirían en el interior de Madrid, donde no les conociesen. Serían marido y mujer para las gentes que sólo comprenden el amor con documentos y sellos. Más adelante, cuando tuviesen hijos, ya pensarían en el matrimonio. Feliciana, vencida en sus últimos escrúpulos, contestaba afirmativamente a todos los proyectos de su amante. Ella también deseaba la nueva vida: estar siempre junto a Isidro, no volver a aquel barrio de traperos, que le parecía ahora más sucio, más triste.
Maltrana discutió con Feli largamente los detalles de su instalación.
– Hay que ser prácticos— decía— ; hay que ser burgueses…
Y Feli contestaba, con no menos seriedad:
– Ya verás hacer economías y vivir bien.
Isidro, en su deseo de ser práctico, buscaba una casa en el extremo opuesto de Madrid, un rincón donde no pudiesen dar con ellos, después del escándalo que seguiría a su fuga. ¡Pero los alquileres eran tan caros!…
Un sábado expuso a Feli su resolución. Ya tenían casa; al día siguiente irían a ella. Había encontrado al hermano Vicente, aquel santo loco que repartía papelillos católicos y propagaba la religión en las afueras. Vivía en las inmediaciones de la plaza de la Cebada. Isidro había subido a la habitación, un piso cuarto, bajo el tejado, pero con piezas de sobra para el hermano Vicente y los viejos mamotretos de su biblioteca. Vivirían con él. Era un buen hombre, dulce y tolerante, sin otros defectos que su manía de santidad. Había tenido en su casa a varios obreros con sus familias, pero acabó por despedirles, a causa de los chismorreos de las mujeres y las embriagueces de ellos. No quería más huéspedes; pero el señor de Maltrana— como él decía— era un hombre cortés y bien educado, que le escuchaba en silencio, sin permitirse una burla. Al decirle el joven que se había casado, aceptó con gozo la vida en común que le propuso Maltrana.
Enumeró éste a Feli las ventajas de tal arreglo. Vivirían al otro extremo de Madrid: listos habían de ser los que les encontrasen. Sólo pagarían tres duros por la casa. Del resto del alquiler se encargaría «el santo», que ocupaba las dos mejores habitaciones con su balumba de libros viejos. Ellos tendrían por suyas la cocina, jamás utilizada por el señor Vicente, a causa de sus ayunos y su alimentación de pájaro; una habitación grande, e la que escribiría él, y desde cuyas ventanas se abarcaban los tejados de todo Madrid, y otra que les serviría de dormitorio… En fin, un palacio, que iban a embellecer con su amor, ellos que vagaban por el campo como los amantes de los idilios antiguos.
Sólo les faltaba amueblar la casa; y se dedicaron a ello con el entusiasmo de la novedad, halagados por esta ocupación, que era de burgueses, según decía Maltrana.
Feli abandonó para siempre la casa de su padre y el barrio de las Carolinas. El Mosco dormía aquella mañana, cansado de su expedición de la noche anterior. Ni una duda ni un remordimiento sintió la joven: huyó sin que dijeran nada a su alma los lugares en donde había transcurrido su vida. Sólo pensó en no hacer esperar a Isidro, que la aguardaba en la glorieta de Bilbao.
A las once entraron en la plazuela del Rastro. Feliciana apenas conocía esta parte de Madrid. Habituada a la vida semirrural de Tetuán, sintió cierta inquietud viéndose empujada por el gentío en los alrededores de la plaza de la Cebada.
Las vendedoras, con un par de limones en una mano o unos fajos de perejil, pregonaban sus mercancías a grito pelado. En la calle de la Ruda tuvo que agarrarse del brazo de Isidro para poder andar sobre el asfalto resbaladizo, cubierto de hojas verdes, paja mojada y escamas de pescado. Mujeres de delantal mugriento, abombado por la voluminosa panza, pregonaban el buen repollo y la fresca escarola. Los cestones de los vendedores ambulantes ocupaban el arroyo; las tiendas se apoderaban con sus puestos exteriores de las estrechas aceras.
Al llegar a la plazuela del Rastro, la joven descansó un instante apoyada en la verja del monumento al soldado de Cascorro.
Maltrana parecía reflexionar, y acabó por hundir sus manos en los bolsillos del chaleco, juntando dos billetes de veinticinco pesetas y un puñado de monedas de plata.
– Guarda tú el dinero, nena. Me conozco: si lo llevo yo, me lo gasto en chucherías antes de que compremos nuestro ajuar.
Feliciana acogió con agrado esta prudente resolución, y envolvió en su pañuelo la pequeña fortuna, apretándola entre ambas manos con un mohín de mujer hacendosa dispuesta a defender el dinero.
Después avanzaron los dos cuesta abajo, en el infernal estrépito del Rastro.
Abríase ante ellos la Ribera de Curtidores, con su declive tan rudo, que las últimas casas tienen sus tejados al nivel del arranque de la calle. Por encima de las cubiertas de las Américas veía Feli la ondulación de los cerros amarillentos, la llanura castellana, de suaves hinchazones, con su sequedad que acusa los objetos a luengas distancias.