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Kitabı oku: «La Horda», sayfa 12

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Nuevos cambios de sitio, otros tirones y esfuerzos, sin que el maldito, lecho llegase a colocarse a su gusto en la estrecha habitación.

Feli, para apreciar en todos sus detalles la hermosura de este mueble, que la llenaba de orgullo, colocó el colchón, las mantas y las almohadas sin funda. Sábanas ya las compraría al día siguiente, pues había sentido repugnancia por las que le ofrecían en el Rastro. Quedó largo rato contemplando la cama con cierta indecisión.

– ¿Estará bien así, Isidro? ¿Qué dices tú?…

Maltrana, cogiéndola del talle, la hablaba al oído, cosquilleándole una oreja con su aliento. Así o de otra manera, bien estaba. ¿Iban a pasar la tarde sudando y haciendo fuerza como gallegos? La pobre cama tenía derecho a quejarse con tantos arrastres y vueltas. Había que dejarla quieta… hacerla los honores de la nueva instalación…

Feli se abandonó, vencida, trastornada por el susurro tibio que acariciaba su oído, erizando al mismo tiempo la suave película de su mejilla. Durante una hora durmieron los ecos de la casa del santo, sin otros estremecimientos que el metálico ruido del armatoste, que parecía condenado a no descansar.

Cuando los amantes, dando por terminado el arreglo del dormitorio, volvieron a lo que había de ser despacho, Maltrana buscó el martillo y los clavos.

Quería adornar su habitación de trabajo colocando unas láminas regaladas por un amigo. Eran retratos, y el joven explicó a Feli la grandeza de todos aquellos señores que mostraban sobre el papel su gesto leonino, mirando a lo alto con ojos ardientes de inspiración.

– Fíjate, nena; éste es Víctor Hugo, un semidiós. Cuando yo arregle mis libros, te daré a leer algo suyo. Este otro es David— Federico Strauss, uno que se metió a examinar la vida de Jesús y no dejó en ella títere con cabeza. Este barbudo es Darwin; el otro, que parece un erizo blanco, mi gran tío Schopenhauer; el de más allá, Zola, con su mirada triste, como si fuese a llorar; aquel viejo tan guapo y simpático, el amigo Hæckel… Todos gentes distinguidas, apreciables puntos, que no se ofenderán de vivir con nosotros en plena alegría juvenil. ¡Las cosas que van a presenciar estos ilustres gachos!…

Feli sonreía contemplando los retratos, creyendo de buena fe, en su sencilla ignorancia, que eran señores de Madrid a los que conocía y trataba su amante. Esta misma amistad la hizo presentir que podían ser mal vistos por el dueño de la casa.

– Pero Isidro, ¿y don Vicente? ¿No se ofenderá al ver a estos caballeros?

Maltrana prorrumpió en una carcajada al oír el nombre del «santo». El día anterior, al dejar los grabados en la casa, se los había enseñado, quedando el devoto perplejo largo rato en su contemplación.

– Yo— dijo— desconfío siempre de los señores que tienen mucha fama. No conozco a estos caballeros mas que para servirles; jamás leo periódicos; pero me escamo cuando los papeles hablan mucho de un hombre. Ahora sólo se habla de los grandes pecadores: los santos viven en la obscuridad.

Luego de una larga reflexión, había preguntado:

– ¿No estarán entre estos señores Voltaire y Garibaldi?

El hermano Vicente no conocía mayores impíos. El nombre de Voltaire, pronunciado con todas sus letras, le hacía estremecer, al mismo tiempo que se alteraban sus ojos inflamados con el lagrimeo de la rabia.

– No; señor Vicente; no están.

– Me alegro. Porque si estuvieran Voltaire y Garibaldi, yo me marcharía. No podría vivir bajo el mismo techo que esos demonios.

Y más tranquilo ya, examinó los retratos, alabando a algunos de aquellos señores, que, por sus grandes barbas de plata y sus frentes serenas, tenían, según él, caras de santo.

Cuando Maltrana terminó de clavar unas perchas en el dormitorio y dio por definitivamente colocados todos los muebles, comenzaba a anochecer. Había que pensar en la cena y en la luz. Las necesidades de la vida turbaban su amoroso aislamiento, haciéndoles salir de aquella inconsciencia de pájaros errantes que por primera vez construían nido.

Isidro tomó el sombrero para bajar a la calle y hacer sus compras.

– Adiós, niña… Rica, adiós: vuelvo en seguida.

Se despedían entre fuertes abrazos. Alejábanse y volvían a juntarse, con nuevos besos, como si Fuese él a emprender un interminable viaje. Por fin, se separaron en el rellano de la escalera.

– Cierra, bien— dijo Maltrana, como si temiese los mayores peligros durante su ausencia.

Y sólo se decidió a bajar cuando vio cerrada la puerta y sonaron tras ella los ruidos de la llave y el cerrojo.

Volvió a la media hora, con un paquete de bujías, dos chuletas empanadas de una taberna cercana, una libreta, una botella de vino y un paquete de dulces. ¡Juerga completa! Decididamente, la vida de burgués, con casa propia y mujer única, tenía grandes encantos. La vida era alegre; había que dar a la vida un sentido helénico, y el helenismo no podía ser más fácil de conseguir: estaba en el escaparate de una confitería, en los ojos de una tierna muchacha, aunque hubiese nacido entre los estercoleros de Tetuán.

Feli le aguardaba en el rellano, trémula de miedo.

– Isidro, ¿eres tú?– preguntó con voz acongojada.

Había anochecido. Al invadir las sombras su nueva habitación, la muchacha experimentó el terror de lo desconocido. La daban miedo los libros en sus vetustas estanterías; pensaba con pavor en cierto Cristo ensangrentado, con lacias melenas, que el señor Vicente tenía en la pieza inmediata. Se había refugiado en la escalera y aguardaba impaciente la llegada de Isidro.

Este encendió una bujía, y fue alineando sus provisiones sobre la mesa. Feli, con la luz y los dulces, recobró la alegría.

Comieron y bebieron, hablando de acostarse al poco rato. Reían, pensando en que otras noches, a aquellas horas, todavía vagaban por los campos. Iban a dormir como las gallinas. ¡Oh la vida ordenada! ¡La vida tranquila, lejos de todos, queriéndose mucho, aislados del mundo, en el dulce egoísmo del cariño!… Les parecía imposible que las gentes fuesen tan ciegas que no supieran vivir así.

Mientras comían, hablaron de lo que pensaban hacer a la mañana siguiente. Visitarían las tiendas de la calle de Toledo para que ella comprase las sábanas. Isidro, desoyendo sus protestas, pensaba regalarle cierto vestido expuesto en un maniquí a la puerta de una tienda de modas. Además, acordábase de que hacía tiempo que soñaba Feli con unas botas altas, muy altas, de suave color de limón y con muchos botones.

– Pero ¡nos vamos a arruinar, nene!– suspiraba ella, posando la cabeza en un hombro del amante— . Tú no tienes dinero para tanto.

Maltrana protestó. El trabajaría. ¿Y para quién era todo su dinero?… Para su Feli, para su gorrera graciosa, que lo había abandonado todo; siguiéndole a él, pobre y feo.

– ¡No digas eso!…– suspiraba ella— . Tú eres el hombre más guapo de Madrid, el que más sabe. Aunque me buscase el mismísimo príncipe de Asturias, le diría que no. Ya tengo a mi Isidro, que es para esta pobrecita mucho más que los príncipes y los reyes. ¡Si supieras qué celos me daba una compañera de taller cuando decía que, aunque feo, eres simpático!…

Terminada la cena, devoraron los dulces y bebieron las últimas gotas de vino. Feli, sin darse cuenta, habíase deslizado de su asiento, acabando por acomodarse en las rodillas de Maltrana. Le ofrecía entre sus labios un dulce; lo partían con largo y meloso beso, y el joven, después de esta caricia, hablaba gravemente de su porvenir.

– Vivimos mal, Feli— decía— . ¿Crees tú que estoy satisfecho de la existencia que te ofrezco?… Ahora podemos sufrirlo todo porque somos jóvenes, porque nos amamos. Tenemos la salsa que hace chuparse los dedos con el plato más insípido: la alegría y el amor…

– Yo estoy bien, nene. Quisiera quedarme para siempre así… con la cabecita en tu hombro… y dormirme… y no despertar nunca.

– Pues yo deseo más. Yo quiero darte criada y un cuarto mejor, y que vistas como una señora, y vayas al teatro, y algún día la gente te salude, y digan todos: «Ahí va la mujer de Isidro», y hasta en los periódicos se hable de «la bellísima señora de Maltrana».

Feli rió como una niña.

– Pero ¡qué tonto!… ¡Qué cosas tan superficiales deseas! Lo que importa es quererse. La gente que se arregle como pueda; que diga lo que mejor le plazca.

Maltrana quedó largo rato pensativo. Sentía el entusiasmo, la fe en el porvenir, los ensueños de ambición que acompañaban todos sus momentos de bienestar físico.

– Empezamos mal, Feli; con grandes necesidades, como todos los que subieron muy alto… Tú no te das cuenta de adónde podemos llegar. Me quieres, pero ignoras en realidad quién es tu Isidro. Hasta el presente he luchado con la mala suerte; pero tú me traes la Fortuna. Trabajaré, escribiré mucho: tengo ahora una fuerza, un vigor para el trabajo, que no había conocido nunca. La gente acabará por fijarse en Maltrana, por ver en él un gran escritor, un talento extraordinario.

– ¡Quién lo duda, bobito!– exclamó Feli— . Tú tienes mucho talento: eso lo he dicho yo desde que te conocí. Deja que te bese esa frente donde guardas tu talentazo; deja que te acaricie con los labios ese almacén de donde sacas tus cosas bonitas.

Oprimía entre sus brazos la cabeza del amante, la besaba enardecida, como si quisiera morder su frente enorme y rugosa.

Maltrana, después de desasirse, continuó con entusiasmo:

– Me dedicaré a la política; quiero que seas una gran señora, y en este país no hay camino mejor para subir aprisa. Yo llevo dentro algo. El día que me conozcan, impondré respeto. Seré director de periódico, seré diputado… ¡Llegaré a ministro, Feli, y tú serás mi mujer, la esposa de Su Excelencia!…

El joven hablaba con la fe de todos los humildes de alguna imaginación, que hasta en los momentos de mayor angustia se sienten tocados por las alas de oro de la Quimera y creen que en el porvenir les aguardan inmóviles la riqueza o la fortuna política para que las tomen con sus manos.

Feli reía con entusiasmo infantil, no sintiendo la menor duda acerca de las esperanzas de su amante, creyendo que estos ensueños podían realizarse al día siguiente.

– ¡Yo, ministra!– exclamó— . ¡Y tendré coches, y los lacayos se me quitarán la chistera con galones dorados, y mi tío el Federal se quedará con un palmo de boca abierta cuando pase en carretela por la Puerta del Sol, frente a su oficina!… ¡Y tú irás a Palacio y te tratarás con las grandes damas, y…!

El rostro de Feli pareció entenebrecerse. Apretó los labios, le brillaron los ojos, y dijo con enfurruñamiento:

– No; tú no serás ministro; no quiero que lo seas, no me da la gana, ¿lo entiendes, Isidro?… Dime que no lo aceptarás aunque te lo ofrezcan; dimelo, o reñimos… El mundo está lleno de tentaciones, y ¡no digo nada si acudirían las señoronas al ver a este feo, que habla como los propios ángeles y tiene tanto talento, vestido de general, con una casaca de esas que tienen la pechera bordada de ojos!… ¡lo mismo que las moscas a la miel! ¡Ojo, señorito! Yo tengo mucho quinqué, y adivino las cosas. No serás ministro, no. Dime en seguida que no lo serás, o te pego.

Se incorporaba sobre las rodillas de Isidro, y fingiendo furor, abofeteábale con su blanca manecita. Después, pareciéndole poco este castigo, metía sus dedos en la crespa cabellera del joven, tirando sin compasión de los mechones.

– No, no lo seré— exclamó Maltrana— . Presento la dimisión de la cartera; crisis total. Pero ¡déjame el pelo, niña, que me haces daño!

– Está bien— dijo Feli más tranquila— . Te dejo, pero ¡cuidadito con faltarme a la palabra!… Lo que deseo es que algún día vivamos como esos matrimonios que no tienen que rabiar por el puchero, que envían sus lujos a un colegio, tienen su buena casa allá en el barrio de Salamanca, salen a paseo juntos, y los días que hace mal tiempo se dan una vueltecita en coche, muy apegadizos, con los vidrios levantados. ¿Puede ser esto, Isidrín?… Tú escribirás mucho; escribe cuanto quieras: yo no he de enfadarme por eso. Pero sin cansarte, ¿eh? Cuando te canses, lo dejas; no quiero que se me pongan enfermos estos ojitos tan monos.

Y besaba los ojos de Maltrana delicadamente, como si temiera lastimarlos con sus labios.

– Podías hacer también cosas para los teatros; mi tío dice que eso da mucho dinero… Pero no: ¡qué bruto soy! Dime que no en seguida, o te araño. ¡Dónde iba yo a meterte!… Nada de teatro: queda prohibido. Escribirás en los periódicos, escribirás libros; y si alguna vez las señoronas te envían cartitas, entusiasmadas por esas cosas tan monas que sabes decir, ¡cuidado con hacer caso de ellas!… Mira que tú aún no me conoces; mira que yo, cuando le tengo ley a una persona, soy peor que una mosca.

Y la pobre Feli, haciéndose la temible, se apretaba contra Isidro, le estrechaba en sus brazos, frotaba su cara en uno de sus hombros, le acariciaba el cuello con el raso de sus labios.

Sentíanse invadidos los dos por una dulce laxitud, por un deseo de descansar en algo más sólido que las frágiles sillas… ¡A dormir! Pero no durmieron: no tenían sueño.

Escucharon desde su cama, envueltos en la obscuridad, el rechinar de la cerradura y la entrada del señor Vicente, a tientas, en su habitación.

Feli, apretando su boca contra un brazo del amante para que no sonase su risa, seguía, regocijada, todos los ruidos del «santo», adivinando su significación. ¡Plam! ¡plam! Era que se quitaba, los zapatones de fraile, arrojándolos lejos. Ahora, se desnudaba; después se tendía en el jergón.

La traviesa Feli tuvo un pensamiento que la hizo retorcerse con grandes contorsiones para ahogar su risa. Isidro le preguntó al oído, riendo igualmente, sin saber por qué. ¿En qué pensaba?

– Pienso…– murmuró la muchacha— pienso en la figura que hará el santo en camisa.

Y los dos, fuertemente abrazados, volvían a reír, estremeciéndose sus carnes desnudas bajo la manta, rozándose con el temblor del regocijo sofocado.

Sonó largo rato un murmullo en la vecina habitación. El señor Vicente rezaba sus oraciones. Luego, un ronquido fatigoso cortó el silencio.

Los amantes no durmieron. Reían de este roncar grotesco interrumpido por largos suspiros. El señor Vicente despertaba unos instantes, mascullando santas exclamaciones: «¡Ay, señor!», y volvía a sumirse en su sueño intranquilo, cortado por las visiones del ayuno y la exaltación.

Oían detrás del tabique su voz medrosa con sacudidas de terror:

– ¡Suéltame… te conozco! Eres el Malo… ¡Largo de aquí!

Feli no pudo contenerse por más tiempo, y su carcajada infantil rodó en el silencio como una campanilla de plata.

Así transcurrió la noche. Los amantes ya no reían; callaban, como si durmiesen. En su habitación gemía la cama con ligeros temblores, cual si anduviesen ratas por debajo de ella.

Al otro lado del tabique hablaba en sueños el señor Vicente, estremecido por el horror de sus visiones.

– Te conozco, Malo… Pierdes el tiempo enseñándome esas asquerosidades… Mi carne está muerta… Gloria al Señor… La impureza no entrará en la casa de su siervo.

VII

Maltrana, en la apacible calma de su nueva existencia, terminó pronto el libro del marqués de Jiménez. El grave prócer mostrábase satisfecho del trabajo. Además, por encargo suyo, vigilaba el joven la impresión y corregía las pruebas. ¡El senador tenía tantas ocupaciones!…

Cada vez que Isidro le presentaba un pliego impreso, don Gaspar examinábalo minuciosamente, dando bufidos de satisfacción ante las páginas que presentaban gran cimiento de notas. Las que aparecían con el texto solo, provocaban en él un mohín de disgusto.

– No tienen seriedad— decía el senador— . Parecen páginas de una novela. Pero, hombre, ¿qué le hubiera costado poner unas cositas al pie?…

Cuando el libro estuvo impreso, el marqués hizo un nuevo encargo a Maltrana. El jefe del partido, que había de escribir el prólogo, entreteníale con excusas, sin cumplir su promesa. Don Gaspar no se ofendía por ello, conociendo las exigencias de la política, la vida cruel, abrumada de trabajo, que arrastran sus hombres. Por fin, el importante personaje, dando al marqués una muestra de gran confianza, le había rogado que escribiese él mismo el prólogo, autorizándole para que pusiese su firma al pie. Quien había escrito un libro tan notable, bien podía en una noche pergeñar unas cuantas cuartillas a guisa de introducción.

– Y yo, joven amigo— siguió diciendo el prócer— , le transmito a usted el encargo, rogándole que haga todo cuanto sepa… ¡Qué honor, joven! ¡Escribir cosas que ha de avalorar con su firma un personaje ilustre! Muy pocos alcanzan esta gloria a la edad de usted… Creo inútil indicarle lo que el prólogo debe decir. A su talento me confío. El jefe me quiere mucho; de permitirlo sus ocupaciones, hubiese dedicado a mi obra grandísimas alabanzas. Tire usted de pluma sin miedo. Mejor que nadie, sabe usted que ese libro es el resumen de una larga vida política y que hay en él cosas muy notables.

Descendiendo, como él decía, a la práctica, y sin soñar— eso nunca— , habló el marqués de la remuneración del nuevo trabajo. Por el libro, ajustado en tres mil reales, le daría mil pesetas, pues estaba contento, aunque no había apretado la mano tanto como él deseaba en lo de las notas. Aun así, el jefe, que sólo conocía el índice, había hecho grandes elogios de la erudición de la obra. Por el prólogo le aumentaría cincuenta duros, pero tendría que lucirse, haciendo un trabajo que asombrase y apabullase a los otros caudillos de grupo que osaban discutir en el Congreso con el ilustre jefe.

– Estos son misterios de alta política. ¡Qué honor para usted conocerlos siendo tan joven! Punto en boca, amigo Maltrana: me perdería usted ante el jefe si éste llegase a saber que el prólogo lo ha hecho otro que yo. No tendría confianza en mi, y a usted le conviene que la tenga… Cuando seamos Poder… ¡Ya verá usted cuando seamos Poder!

Con estas esperanzas pretendía halagar a Maltrana para que guardase silencio. El joven escribió el prólogo, mostrándose satisfecho de la retribución. ¡Cinco mil reales, de los cuales llevaba comidos cerca de la mitad!… Le quedaba cuerda para dos meses largos, y en este tiempo, raro sería que don Gaspar, halagado por el éxito, no desease hacer otro libro. Decididamente, la vida era alegre.

Aún no había salido del primer encantamiento de su existencia plácida, ordenada y tranquila al lado de Feli. La muchacha se revelaba como una excelente ama de casa. Descendía por las mañanas a la plazuela con mantón y cesta; después, pasábase el día con los brazos arremangados, cocinando, sacudiendo el polvo, repasando la escasa ropa de Isidro.

Nunca había ido éste tan pulcro. Sus amigos hablaban con asombro de la blancura de su camisa y la limpieza de su sombrero. Además, engruesaba, tenía mejor color. Los pucheretes de Feli, los guisos campestres aprendidos en casa de su padre y el no trasnochar daban nuevo vigor a su cuerpo quebrantado por las privaciones y desarreglos de la vida bohemia.

– Tiene una muchacha— decían sus camaradas— que le arregla y le cuida: una verdadera ganga, y además, guapa. ¡Qué suerte la de ese chico!…

Y comentaban el astuto recelo de Maltrana, que, conociendo la lengua libre y las audacias de la tropa menuda de sus amigos, cuidábase de ocultarles su domicilio. Temía las visitas de éstos, y aun a los más íntimos les daba cita en el salón del Ateneo llamado de la «Cacharrería».

Feli, por su parte, también experimentaba los beneficiosos efectos de la nueva existencia. Mostrábase alegre; sólo de tarde en tarde pasaba una nube por sus ojos, acordándose del Mosco. ¡Qué haría su padre en la casucha de las Carolinas! ¡Qué diría de ella!…

Cuando en las tardes de los domingos salían los dos a las afueras, evitando el aproximarse a los Cuatro Caminos, o paseaban por las avenidas más solitarias del Retiro, el amante contemplábala con cierto orgullo, como si fuese obra suya, complaciéndose en sus perfecciones.

– ¡Si te viesen tus amigas de antes, chiquilla!… Estás hecha una señorita; el día en que menos lo esperes te compro un sombrero.

Había adquirido Feli su traje en una tienda de modas de la calle de Toledo. La sedujeron unos maniquíes colocados en la acera como si fuesen damas sin cabeza, vestidas de colorines y alineadas para una recepción. Del vientre de todas ellas colgaba un cartel con la cifra del precio. Feliciana había escogido un traje azul con adornos negros, «última moda venida de París», según declaración formal del hortera. Con él y una mantilla modesta, la muchacha parecía otra. Hasta ocultaba con guantes aquellas manos que eran su orgullo en el barrio de las Carolinas.

Pero lo que más satisfacía su vanidad femenil eran las botas, las famosas botas color limón con las que había soñado tantas veces, y que apreciaba como el mejor de los regalos de Isidro. El calzado era una de sus preocupaciones. Consideraba sus pies la parte más preciada de su persona, y al andar fijaba los ojos coquetamente en las dos manchas de oro pálido, de aguda punta, que aparecían y se ocultaban alternativamente bajo el borde de su falda.

De sus paseos del domingo volvían fatigados, con los pies cubiertos de polvo, pensando en la dulce quietud de su casita, en la cena que les esperaba, en la noche de cariñosa intimidad, interrumpida al otro lado del tabique por las visiones tentadoras del señor Vicente.

– Estamos hechos unos burgueses— decía Isidro— . No hay en Madrid una pareja legal que viva tan virtuosamente como este par de socios… libres.

Y se aislaban cada vez más, satisfechos de su amor, olvidados del mundo, creyendo que la vida podía deslizarse de este modo eternamente.

Maltrana, al ir por la calle, examinaba a las gentes con extrañeza, como si fuesen de otra raza, como si él procediese de un mundo distinto. Al bajar de su alta habitación, creía descender a otro planeta.

La gran mayoría de los transeúntes no amaban ni eran amados. ¡Y podían subsistir así!… El apenas si se acordaba de los tiempos recientes en que vivía como en el limbo, sin otras pasiones que leer, soltar paradojas y morder a los de arriba, no enterándose de que existían mujeres en el mundo y un sentimiento llamado amor. Ahora le parecía imposible haber vivido de este modo, como una planta, como un pedrusco, sin verdadera alegría, sin dulces tristezas… sin ideal. Como él había sido, así eran casi todas las gentes que pasaban junto a él. Vivían preocupadas por las más groseras aspiraciones, sin una chispa de amor. Toda la poesía de la tierra se reconcentraba en unos cuantos, que eran ellos, los enamorados.

Maltrana pensaba con orgullo que en el mundo existe una reducida aristocracia, y que él pertenecía a ella: la aristocracia del amor, de los que saben embellecer la vida con sus pasiones. Los demás eran pobres bestias que bostezaban de aburrimiento con los ojos bajos y los pies en el barro, aunque gozasen de todos los refinamientos del bienestar.

Una tarde, Maltrana encontró al señor Manolo el Federal en la acera de la Puerta del Sol, donde tenía establecidas sus oficinas.

– Bien, muy bien, ciudadano— dijo irónicamente el capataz— . Tú y la Feli la habéis metido hasta el corvejón. Paece mentira que hombres intelectuales que no son del cuarto estado cometan esas pifias.

Le miraba con sus ojos saltones, limpiándose el sudor de la frente, jadeando, antes de hacer caer sobre Isidro la avalancha de su indignación.

– Paece mentira, hombre… Y no creas que yo pienso ojetar nada contra el hecho de que tú y la Feliciana haigáis pactado el amontonaros, en uso de vuestra perfecta autonomía. Eso podrá escandalizar a los reaccionarios y a los unitarios, pero no a mí, que soy un ciudadano consciente y he pactado también muchas veces. El hombre es libre, la mujer es libre, el amor debe ser libre y autónomo… Pero lo que resulta una chiquillada, digna de azotes, es el dejar esa mocosa a su padre abandonado allá en las Carolinas. Yo voy a hacerle un rato de sociedad con más frecuencia que antes. El Chispas vive con él, y no se las campanean mal. Hacen cada cachuela que Dios se chupa los dedos. Pero el pobre Mosco está triste, le falta algo; no quiere que le nombren a la chica, y menos a ti. Bebe como un mosquito, y cuando tiene la tajá, la toma con los guardas, y quiere irse al Pardo para matar cara a cara al que asesinó a Puesto en ama. Le habéis puesto de un modo, que el día menos pensado hará una barbaridad.

Maltrana se conmovió con hondo remordimiento al pensar en el daño causado a aquel amigo. Sintió vehementes anhelos de reparar su falta. El señor Manolo podía interceder por ellos; él conseguiría que su hermano les perdonase.

– Lo que habéis hecho— continuó el Federal– es una chiquillada que no tiene nombre. ¿Os queríais?… está bien; pues haber venido a mí, que soy la práctica, y juntos hubiésemos ido a las Carolinas a tener un rato de sociedad, y yo, con mi labia, habría presentado una moción… «Hermano: estos chicos se quieren, ya tienen edad de ser autónomos, y deben confederarse ante la Naturaleza. Además, las cosas no merecen otro arreglo: andan, después de cerrada la noche, muy agarraditos por los desmontes, según dicen las malas lenguas, y me recelo que se han comido el puchero antes de las doce. He dicho.» E iniciado el debate, habríamos discutido con todos los turnos que fuesen menester, y al reasumir yo, es seguro que, en uso de vuestros derechos individuales, os habríais ido al catre, sin que el Mosco las echase de tirano centralizador. Pero ahora, después de vuestra calaverada sin substancia, veo difícil que encaucemos el debate.

Maltrana, impulsado por el remordimiento, tuvo un arranque de audacia, y habló de ir con el capataz en busca del Mosco para pedirle perdón.

– No: es demasiado pronto— dijo el señor Manolo— . No vayas; si te presentases así, de sopetón, sería capaz de tratarte lo mismo que a un gamo. Tiene unas ganas locas de matar a alguien. Déjame que yo lo arregle; tú no sabes adonde llega mi habilidad; figúrate que estás hablando con la mismísima diplomacia.

El ablandaría poco a poco a la fiera. Mientras ellos no fueran por allá, no correrían peligro alguno. El Mosco permanecía en sus territorios y juraba no volver a Madrid, por no encontrarse con los fugitivos. Le enfurecía que le hablasen de ellos. El señor Manolo no los mentaba nunca, y eso que sabía dónde se ocultaban desde la semana siguiente a la de su fuga. Vivían cerca de la plaza de la Cebada, en la casa de un reaccionario, de un loco que repartía estampas y regocijaba a la gente con sus sermones.

– Yo lo sé todo— dijo el capataz, riendo ante el asombro de Maltrana— . En mi oficina se habla de cuanto ocurre en Madrid.

Y miraba su oficina, la ancha acera, con su incesante corriente de transeúntes y sus vendedores, de plantón, pregonando billetes del próximo sorteo, gomas para los paraguas, libros baratos y perrillos de cría con un cascabel al cuello.

Se despidió Maltrana del señor Manolo, luego que éste le prometió interceder cerca del Mosco para que los perdonase. Podía marchar tranquilo, que en buenas manos dejaba el encargo. El era la diplomacia.

Al llegar a su casa habló Maltrana de este encuentro. Feli lloró un poco, pero su dolor fue más breve de lo que esperaba Isidro. La vida ruda de las Carolinas, aquella existencia de nocturnas aventuras que separaba al padre de la hija, haciendo familiar en la casa el riesgo de la muerte, había embotado los sentimientos filiales de la muchacha. Tantas veces había visto al padre herido y próximo a morir, que el disgusto doméstico de su fuga lo apreciaba como un incidente de escasa importancia. En ella no existía otro sentimiento vivo que el del amor.

– Que arregle tío Manolo todo eso— acabó por decir— ; que nos perdone padre. Pero nada de separarnos, ¿eh? Contigo, siempre contigo.

Una mañana, al pasar Isidro después de las nueve por la Puerta del Sol, con dirección a la Biblioteca Nacional, reconoció en la entrada de la calle del Carmen el carro de Zaratustra por los bizarros adornos de su caballería. El filósofo de la busca estaba sentado dentro del vehículo, con las barbas esparcidas sobre las rodillas, aguardando a su criado el Bobo, que recogía el estiércol de los pisos altos.

Zaratustra se incorporó al reconocer a Maltrana. Reía maliciosamente, guiñaba sus ojillos al verle por primera vez después de su fuga con Feliciana, que tanto había dado que hablar a las gentes de las Carolinas.

– No vayas por allá, muchacho— dijo poniéndose serio— . El Mosco es muy bruto, y está que echa chispas. Han pasado dos meses desde que os fuisteis, pero te soltará un escopetazo lo mismo que el primer día. Algunos chavales de la busca que querían a la Feliciana han averiguado dónde vivís, y le llevan este soplo y otros. Un día habló con tu abuela, y la dijo que te matará si te encuentra al paso… Pero buscarte, no creo que te busque. Se pasa las noches en El Pardo, y algunas veces va de día. Es una rabia de cazar, una locura. Me han dicho que los guardas andan de cabeza. Comenzaban a hacer la vista gorda por huir de compromisos, pero ahora se desesperan y gritan: «Quiere que le matemos.» El mejor día, cazando, el rey se va a encontrar con el Mosco, que anda por todo El Pardo como si fuese de su propiedad.

Zaratustra pasó repentinamente a hablar de la muchacha.

– Te has llevado lo mejor del barrio, granuja. ¡Los que te envidian por allá y desean verte morir!… Pero lo que has hecho es propio de tus pocos años. ¡Ay, si tuvieses los míos! ¡Si poseyeras mi sabiduría!… Ya te cansarás: el amor es un sarampión de cabeza, que todos sufrimos a cierta edad. Cree, muchacho, que el hombre está mucho mejor solo. Ya sabes que yo pasé unos cuantos meses en la Modelo. La di tal paliza a mi tercera mujer, que la dejé chorreando sangre al pillarla con un criado que era joven. Y la muy perra tenía cerca de sesenta años. Cuando salí de la cárcel volví a tomarla, y al morir ella tomé otras. Todas son iguales, y hay que tragarlas como son, ya que las necesitamos. Te lo dije otra vez: el hombre es un animal noble y altivo; la mujer…

– Sí, Zaratustra, lo sé— interrumpió Maltrana, que temía la charla del viejo— . La mujer, si no tiene su buen traje, su bota ajustada y demás señorío, da su cuerpo al demonio. Adiós, gran filósofo; expresiones a la abuela.

Zaratustra no le dejó marchar hasta enterarse de las señas de su domicilio. Alguna mañana que acabase pronto su tarea iría a verles y echarían un párrafo. La Feliciana se alegraría de hablar con el señor Polo, que la había visto nacer.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
380 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain