Kitabı oku: «La Horda», sayfa 15
– Déjame acabar esta docena— decía sin levantar la cabeza, tenaz en el trabajo, deseosa de no perder un segundo.
Maltrana sentíase avergonzado por este sacrificio. En la calle se acordaba de Feli con remordimiento. Era abominable que él pasease inactivo, mientras la pobre joven vivía trabajando en este ambiente de horno. Sentía la necesidad de acompañarla: creía con su presencia disimular un tanto lo ignominioso de su situación. Al regresar a su casa iba de silla en silla, leyendo, escribiendo, hablando, para disimular su aburrimiento. Algunas veces, falto de libros, pues había vendido todos los suyos que eran de cierto valor, sacaba alguno de la biblioteca del señor Vicente e intentaba reír con las piadosas extravagancias de las vidas de los santos. Pero el tiempo no estaba para risas, y acababa por devolver a su estante los mamotretos apolillados. Otras veces sentía deseos de trabajar, para ponerse al nivel de la animosa compañera. Iba a hacer algo notable: tenía la cabeza repleta de ideas. Sentábase a la mesa, mojaba la pluma en el tintero, se acariciaba la frente; pero a su espalda cantaba la aguja al perforar el lienzo, crujían los corsés al amontonarse, zumbaban las moscas en torno de su cabeza, y el calor pesado y asfixiante cubría su piel de perlas de sudor. Rompía papeles y más papeles, y acababa por dejar la pluma con rabioso movimiento. La inspiración huía, espantada por el ruido de las telas y la pegajosidad de los insectos. Le era imposible hacer nada, y acababa por pasearse nerviosamente, jurando que era un imbécil; hasta que Feli, molestada por su cólera, le rogaba que volviese a la calle en busca de distracciones.
Isidro, avergonzado de su inacción, se dedicó a acompañarla cuando devolvía el género al taller, ya que no podía hacer otra cosa. La primera vez había dejado que la pobre Feli, arrastrando las piernas y llevando por delante sus pesadas entrañas, cargase con el fardo para llevarlo cerca de la Puerta del Sol. El era un intelectual, con muchos amigos, y aunque la mayoría de éstos se hallasen fuera de Madrid, temía que alguien le viera cargado con un fardo. Era un escrúpulo egoísta, un deseo de guardar su prestigio de grande hombre desgraciado que se mantiene digno ante la miseria. Pero cuando vio por segunda vez a Feli empaquetar su trabajo soplando de fatiga, resignada, con sonrisa triste, sintió hondo remordimiento.
– Deja eso, nena— murmuró avergonzado— . Yo lo empaquetaré, yo te lo llevaré hasta la puerta de la tienda. Es una canallada permitir que vayas sola…
La pobre aún se resistió a aceptar esta ayuda. El era un señorito, un intelectual, una futura eminencia. ¿Qué dirían sus amigos, aquellos camaradas de café, si le veían en la calle cargado como un mandadero?… Pero Isidro hizo un gesto de indiferencia, a pesar del pavor que le inspiraban estos encuentros. Que hablasen lo que quisieran: deseaba ayudarla, servirla de algo.
Salían cada dos días, luego de cerrada la noche, cargados con aquellos paquetes, por cuyo trabajo daban a Feli unos cuantos reales. Maltrana seguía la acera pegado a la pared, con cierta vergüenza, ocultando la cara, lanzando oblicuas miradas para reconocer a los transeúntes. La joven, a pesar de la torpeza de sus piernas, esforzábase por seguir su rápido paso, semejante a una fuga. Jadeaba al trotar, moviendo su vientre con doloroso vaivén.
El regreso era más lento y tranquilo, cuando no se llevaban a casa nuevas remesas de labor. Caminaban cogidos del brazo por las aceras, tibias aún de los ardores del día. Humeaba la población al exhalar en la calma de la noche el fuego con que el sol la había caldeado. La circulación era en las calles menos densa que en el resto del año. Los balcones estaban cerrados; apenas si se veía algún rectángulo de luz en las obscuras fachadas. Agrupábase la gente en las mesillas exteriores de los cafés y horchaterías. Sentábanse ante los portales las tertulias en corrillo, obstruyendo las aceras. En muchas ventanas colgaba el botijo rezumando agua. Un hedor de asfalto recalentado y boñiga en fermentación surgía del suelo de las grandes vías.
Cerca de la casa del señor Vicente, en las estrechas calles de los barrios bajos, el mal olor del verano martirizaba el olfato. La plaza de la Cebada humeaba como un estercolero en putrefacción. De sus sótanos, faltos de aire, surgía la peste de las verduras fermentadas, difundiéndose por toda esta parte de Madrid, que olía como una huerta abandonada.
Los dos amantes, en su lento regreso, discutían el empleo del dinero que acababan de cobrar. No bastaba para las más rudimentarias necesidades. Feli percibía cincuenta céntimos por cada docena de corsés. Apenas sí trabajando día y noche podía juntar un par de pesetas. Mentalmente ajustaba sus cuentas: tanto en la plazuela, tanto en la tienda; no bastaba este dinero para salir de apuros, y eso que habían suprimido el café y el vino, y no comían mas que lo necesario por no perecer de hambre.
Maltrana, oyendo estos lamentos de dueña de casa, pensaba nostálgicamente en el pasado. ¡Qué dulce recuerdo el de los paseos por los desmontes inmediatos al Canalillo, el de los descansos en los merenderos de Amaniel, hablando de amor, pasándose las naranjas de boca a boca, contentos del sol que les metía en el alma la alegría de su luz, gozosos de la noche que les protegía con su sombra, dando a sus caricias un nuevo encanto con la sonoridad de los nocturnos ecos!… Todo había huido para siempre; estaba lejos, tan lejos como parecía estar aquella Feli de los buenos tiempos, alegre, risueña y rebosando la admiración, de esta otra, afeada por la maternidad, triste por la miseria, y con gesto de desaliento, como si ya no tuviese fe en el porvenir de su hombre y se resignara a llevar la peor parte, cuidándolo como un niño grande, más por conmiseración maternal que por apasionamiento amoroso.
Maltrana ya no pensaba en si la vida era alegre o triste, negra o de color rosa. La vida era sencillamente un aburrimiento, y el helenismo una farsa de los libros. Los atenienses, sin dinero, sin esperanzas y con una hembra amada a quien sostener, de seguro que lo habrían visto todo gris, aunque cabrillease el sol de los poetas en las aguas del Pireo, aunque brillasen con divina sonrisa los mármoles del Partenón y las aulétridas se pasaran el día soplando en sus dulces flautas. La miseria era un endriago de invencible fealdad. No había arte en el mundo que pudiese embellecer su horripilante mascarón.
Una noche, al pasar por la Puerta del Sol, fijáronse los dos en los gritos de los vendedores de periódicos. Pregonaban «la horrible catástrofe» ocurrida aquella mañana, con incalculable número de muertos y heridos.
Isidro había permanecido en casa todo el día, ocupado en escribir unas cuartillas, a diez céntimos, para aquel semanario social que reclamaba su colaboración con la misma intermitencia con que publicaba sus números. Feli sintiose atraída por el suceso, con esa curiosidad que despierta lo terrorífico en la imaginación femenil.
Compraron el periódico, y Maltrana leyó a la luz de un farol el sumario, en letras grandes, que encabezaba el relato del suceso. Habíase hundido en las primeras horas de la mañana aquel edificio en el que trabajaba el señor José. Instantáneamente tuvo Maltrana el presentimiento de la desgracia. Antes de leer, estaba seguro de que su padrastro había perecido entre las ruinas de aquella obra escandalosa, inaudita, hasta el punto de trastornar sus ideas de hombre autoritario y hacerle perder la fe en la perfección del orden social. Buscó en el papel los nombres de las víctimas. Eran muchos los heridos que agonizaban en los hospitales. Entre los escombros sólo se había recogido un cadáver, el del único obrero muerto instantáneamente, y éste era el señor José. Su nombre y su domicilio estaban indicados con una precisión que no permitía dudas.
Maltrana experimentó una dolorosa sorpresa. Recordó a su madre; pensó en el agradecimiento que sentía la Isidra por las bondades de su compañero. ¡Pobre señor José! Tal vez esperaba la muerte como una liberación, aquella muerte cuya proximidad adivinaba al trabajar en el escandaloso edificio objeto de sus cóleras. Morir era una solución para aquel hombre sencillo, que se indignaba contra un mundo apartado de los sanos principios y contra la mala suerte que convertía en aprendices del crimen a los hijos de los servidores de la ley.
Al día siguiente era el entierro. Todos los albañiles de Madrid proponíanse aprovechar las horas del descanso de mediodía para asistir a él, dándole la significación de una protesta contra las rapiñas de los poderosos.
Isidro quiso también acompañar el cadáver hasta el cementerio. Era todo lo que podía hacer por su padrastro.
A la mañana siguiente, salió por la Puerta de Toledo poco antes de mediodía. Al llegar al puente, torció a la izquierda, dirigiéndose al depósito de cadáveres, en la orilla del río. Los ardores del sol caldeaban las charcas del Manzanares, llenas de la inmundicia de las alcantarillas que desaguan en él. Un hedor de letrina en ebullición envenenaba la densa atmósfera de verano.
Los alrededores del depósito estaban ocupados por grupos de hombres con blusas blancas, de mujeres con los brazos arremangados, que acababan de salir de los lavaderos.
Todos comentaban la catástrofe con gritos de cólera y maldiciones. Las mujeres eran las más audaces y ruidosas. Miraban hacia Madrid levantando los brazos con expresión amenazadora.
– ¡Ladrones! ¡ladrones!… Matan a los trabajadores para hacerse ricos… Sólo les importa el negocio, y los pobres que mueran como perros.
Después encarábanse con los hombres que iban llegando, albañiles casi todos, que llevaban pendiente del cuello el saquito de la comida. Los insultaban con groseras palabras. ¡Calzonazos! Se quedarían después de esto tranquilos como siempre, esperando que llegase la hora de perecer en otra catástrofe. ¡Ah, si ellas llevasen pantalones! ¡Si las dejasen intervenir en los asuntos de los hombres!… Otra cosa sería.
Y los albañiles contestaban con un gesto de desaliento. ¿Qué iban a hacer? No tenían armas; estaban cansados de que les pegasen a la menor protesta en la calle.
– ¡Armas! ¡armas!…– exclamaban irónicamente algunos compañeros de ojos exaltados— . ¿Y para qué las queréis? Eso no sirve de nada. ¡Dinamita, me caso con Dios! ¡Bombas de dinamita!
Maltrana entró en el depósito abriéndose paso en la masa de blusas, y vio el cadáver del señor José sobre una mesa de mármol, dentro de un modesto ataúd que habían costeado los del oficio.
Según dijeron al joven, tenía rota la espina dorsal, quebrado su esqueleto por varias partes. La cara mostrábase intacta, contraída por un gesto de inmenso dolor. Isidro sólo pudo ver uno de sus ojos, desmesuradamente abierto, que parecía fijar en él la vidriosa pupila. Creyó leer en este globo mate, de fúnebre vaguedad, el último pensamiento de la víctima, la maldición que pasó como un relámpago por su cerebro al dejar de existir. Indudablemente, había muerto abominando de las veneraciones de toda su vida. Leíase en la contracción de su rostro: había quedado impreso en aquella mueca que parecía una protesta. De poder reanimarse el cadáver, de seguro que gritaría algo subversivo contra la sociedad injusta, contra los hombres crueles, pidiendo destrucción y venganza, para tenderse de nuevo en el féretro tras esta póstuma confesión del engaño de su vida.
Cerca del ataúd hablaban algunos de sus compañeros de trabajo. Ya no le llamarían «borrego». Amaba más a los explotadores que a sus camaradas de miseria. La desgracia, siempre ciega, había visto claro esta vez al castigarle por medio de la codicia de aquellos a quienes él defendía. ¡Pobrecillo! De todos modos, era uno de los suyos: una víctima más, por la que había que protestar.
Maltrana dejó de ver al señor José. Los compañeros clavaron la caja, cubriéndola con la bandera roja de la asociación.
El féretro comenzó a romper el oleaje del gentío, llevado en hombros por un grupo de albañiles. Cuando Isidro salió del depósito, siguiendo la roja tela, vio la orilla del río, el puente y la glorieta de Toledo cubiertos de blusas blancas, de sombreros y gorras que se elevaban, dejando las cabezas al descubierto al paso del ataúd.
En la glorieta del puente de Toledo, entre las dos pirámides de piedra que descansan en su pedestal sobre los boliches dorados, como dos gigantescas mesillas de noche, vio una masa obscura con puntos brillantes: una fila compacta de hombres negros. Era la policía cerrando el paso.
El entierro avanzó sin titubear. Las mujeres vociferaban en torno del féretro, iracundas, llorosas, como si el rudo sol del verano mordiese con agresiva demencia sus cabezas despeinadas.
– ¡Ladrones! ¡ladrones! ¡A Madrid! ¡A arrastrar a los asesinos!…
Otras señalaban el féretro con trágicos ademanes de plañidera. No conocían al señor José, pero gritaban roncas de emoción:
– Ahí va la honra del mundo; un trabajador bueno; un hombre de blusa. ¡Pobrecillo! ¡Y los que le han matado, guardándose los duros, comiéndose las buenas tajás!…
La cabeza del cortejo chocó con el obstáculo de la policía. Un capitán habló a los manifestantes. Podían seguir por el paseo de las Acacias, dar la vuelta a Madrid por las rondas, sin molestar a nadie. Estas eran las órdenes que había recibido. Nada de entrar en la población, de atravesar el centro, buscando la calle de Alcalá. El estaba allí, en el paseo de los Ocho Hilos, para cerrarles el paso y que no ganasen la puerta de Toledo. Todo lo que quisieran, gritos, lloros, aclamaciones, todo, menos desfilar por las calles de Madrid y que la gente del centro presenciase el entierro, con su séquito de jornaleros que pedían venganza.
Sobre la masa de cabezas se alzó, como contestación, un largo palo, y en su punta un guiñapo negro que parecía una mortaja. Era la bandera de cólera y dolor, improvisada por un grupo de muchachos.
Las mujeres protestaban vociferando de las órdenes de la policía.
– Eso es: debemos marchar por las rondas, como los ganados que van de paso… Los pobres a la cuadra. Por las calles de Madrid no puen pasar otros entierros que los de los señores que mueren de hartazgo o malos vicios. Son para los otomóviles y los carruajes con tronco. Nosotros, por la ronda… porque olemos mal… ¡Mueran los ladrones! ¡Que los arrastren! ¡A Madrid! ¡a Madrid!
Y las mujeres eran las primeras en avanzar, en agarrarse a las puntas del féretro, empujando a los portadores para que rompiesen las filas de la fuerza pública.
Retrocedían los polizontes sin dejar de hacer frente al formidable empellón, al mismo tiempo que, por la fuerza de la costumbre, llevaban la mano al sable y comenzaban a extraerlo de la vaina antes de que lo mandase el jefe. Muchos de ellos parecían quejarse con los ojos de la pérdida de tiempo que suponían los diálogos del capitán con los manifestantes. ¿Qué hacían que no pegaban? Ellos habían venido para eso.
Isidro no supo cómo se inició el choque. Vio de pronto arremolinarse la gente delante del féretro; sonaron gritos, golpes secos semejantes a los de la ropa sacudida. Sobre las cabezas del gentío brillaron al sol, como cintas blancas, los pesados asadores esgrimidos de filo.
Se abrió la muchedumbre, escapando en distintas direcciones. En un instante se formó ese vacío trágico que se extiende entre los que huyen y los que pegan, viéndose en el suelo gorras abandonadas y el negro bulto de un hombre caído intentando incorporarse sobre las manos, con la frente roja.
Las mujeres eran las que menos corrían. Algunas deteníanse con los brazos en jarras, soltando por la boca todas las injurias de su exaltada imaginación.
– ¡Cobardes! ¡Cabritos!…
Como si conociesen la historia y la familia de cada uno de los guardias, les echaban en cara su envilecimiento. Ellos allí, pegando a los pobres trabajadores, y mientras tanto sus mujeres acudiendo a las citas… Y tras este desahogo, corrían otra vez al ver que se acercaban con el sable levantado.
Más aún que los sablazos, irritaron a la manifestación los palos de ciertos hombres sin uniforme que iban en el entierro escuchando lo que se hablaba en los grupos, y que, al sonar los primeros golpes, habían enarbolado el vergajo, apaleando en derredor suyo. La muchedumbre bramaba contra los canallas de «la secreta».
Un grupo de mozuelos apostados en los solares inmediatos hacía frente a los acometedores, con la arrogancia de la juventud. Eran los valientes que surgen en toda revuelta, los héroes de la calle, que son cantados por la más alta poesía cuando triunfa una revolución, o van a la cárcel con los rateros cuando intervienen en un motín.
– ¡Fusiles!– rugían mirándose unos a otros, como si pudieran proporcionárselos— . ¡Ay, si tuviéramos fusiles!…
Y había en su gesto una expresión heroica, la resolución de morir matando, de perseguir a los enemigos hasta el centro de Madrid. A falta de armas, recogían del suelo las piedras, los cascotes, los pedazos de lata, los zapatos viejos, arrojando una lluvia de proyectiles sobre la policía. Esta, habituada al impune apaleo de la muchedumbre sin armas, permanecía indecisa, titubeando con cierta inquietud ante un enemigo resuelto, que, no contento con atacar, avanzaba audazmente.
Sonó algo semejante a un chasquido de tralla. El capitán acababa de hacer fuego con su revólver.
– ¡Fuego, me caso con la hostia! ¡Fuego!
Los polizontes disparaban sus revólveres avanzando con paso de héroes, eligiendo sus blancos en aquellas espaldas que huían por todos lados.
Maltrana pensó en el señor José. Su entierro era digno de las creencias de su vida. Nada faltaba en él: palo a la canalla, fuego a discreción, con gran voluptuosidad de los defensores de la ley, que podían escoger sus víctimas impunemente.
El joven no quiso huir: se quedó junto al féretro, presintiendo que allí sería mayor su seguridad. Además, era el único pariente del muerto que iba en el cortejo, y no debía abandonarle.
Los portadores del ataúd, al recibir los primeros golpes, lo dejaron caer al suelo, huyendo veloces. El paño rojo desapareció en la fuga. Otros obreros intentaron apoderarse del féretro y levantarlo, pero fueron repelidos por los sables. Aquella caja negra era una bandera de rebelión, en torno de la cual podía organizarse otra vez la revuelta. En los vaivenes de la muchedumbre en fuga, estuvo el ataúd próximo a rodar, soltando sobre el polvo del camino el cadáver que encerraba.
Isidro se sentó sobre la fúnebre caja, temiendo una nueva profanación, y se replegó aturdido y temeroso por el estrépito de los tiros. Un hombre de blusa vino también a sentarse en el féretro, como si éste fuese un lugar de asilo.
Oyó Maltrana un lamento y vio la blusa blanca, manchada de sangre, balancearse y caer al suelo. Después brilló sobre su cabeza el relámpago de un sable, y el joven se encogió aún más para evitar el golpe. Pero nadie le tocó. Pasaron algunos segundos que le parecieron de interminable duración, sin que su cuerpo sufriese ningún choque. Creyó oír una voz, la de algunos de aquellos fantasmas negros que, sable en mano o disparando tiros, pasaban ante sus ojos espantados que todo lo veían envuelto en densa niebla.
– Déjale: ¿no ves que es un señorito?…
Por primera vez en su vida se dio cuenta de las ventajas y privilegios de aquel traje que era para él un uniforme de miseria.
Sufría privaciones; el hambre rondaba en torno de él señalándolo como uno de sus siervos; pero pertenecía, por su aspecto y sus costumbres, a la raza de los felices. Era un señorito. Estaba por encima de aquellas gentes que conquistaban el pan con más frecuencia que él, pero sentían la caricia del palo apenas intentaban pedir, como añadidura al mendrugo, un poco de justicia y de piedad para su vida.
IX
El hermano Vicente tenía un tirano, cuyas exigencias sobrellevaba con mansedumbre.
Era aquel zapatero convertido, que traía a la nueva fe todas las violencias de su antigua fama de devorasantos. Hablando a su protector le aterraba con los aspectos sanguinarios de su devota vehemencia. No había más verdad que la religiosa, y al que no la aceptase, ¡leña! Un poquito de Inquisición no estaba de más en estos tiempos de herejía y desprecio a Dios. Era el ardor del neófito que asusta al maestro, la audacia del renegado que quiere borrar con tremendas exageraciones el recuerdo de su historia.
Además, se creía con derechos absolutos sobre la persona y los bienes de su catequista, y miraba con hostilidad a la pareja que vivía con el señor Vicente, sospechando que le despojaban de una parte de lo que consideraba como suyo.
No hablaba con él que no le hiciese preguntas sobre la vida de aquel matrimonio, enterándose minuciosamente de la puntualidad con que cumplían sus compromisos.
– ¡Aún no le habrán pagado el último mes!…– decía al avistarse con el «santo»– . ¡Ni el anterior tampoco!… ¡Y usted tan tranquilo! ¡Qué hombre, Señor Dios!… Eso no es caridad, don Vicente: eso es tontería. La caridad debe comenzar por los buenos, por los que defienden las sanas doctrinas. Es una vergüenza que usted pague por esas gentes, mientras me abandona a mi que tengo familia, que soy su hijo y vivo como buen católico.
El hermano excusábase tímidamente, rebañando sus bolsillos para acallar con alguna dádiva las protestas del temible discípulo.
– No son mala gente— afirmaba refiriéndose a sus huéspedes— . Los pobrecitos tienen tan poca fortuna, que hay que ayudarles. Ella es una excelente muchacha: tan trabajadora… tan modosita…
– Pero no van a misa, don Vicente; fíjese usted y verá como nunca entran en la iglesia. El es un impío que ha escrito en los peores papeles. Entre usted un día en su habitación, busque bien, y verá como encuentra a montones los escritos contra el Señor y los santos… Además, me da el corazón que no son casados; esa pareja no vive como Dios manda.
El crédulo hermano protestaba. Su discípulo incurría en el pecado de murmuración; pensaba mal de todos: eran resabios de su antigua vida. ¿Por qué no habían de ser casados? El señor de Maltrana y ella se lo habían asegurado y debía creerles… Cada uno en su casa, evitando chismes y curioseos, y al que fuese malo ya lo castigaría Dios.
– Eso es— mugía el discípulo— . Ellos a vivir de gorra, a comerse el dinero de usted, que es mi padre, mientras yo rabio, sin poder darme el gusto de ir a las Cuarenta Horas o al sermón, trabajando para que la mujer y los chiquillos coman apenas.
– Todo se arreglará— decía bondadosamente el hermano— . La misericordia del Señor es grande y a todos alcanza.
Isidro, adivinando la hostilidad del zapatero, le acogía con duro gesto cuando se presentaba en la casa buscando al señor Vicente. Se burlaba de su religiosidad feroz; presentía el despotismo que ejercía sobre el catequista, el abuso que hacía de su cualidad de alma redimida por el sencillo hermano.
Recordaba el joven ciertas estampas de santos misioneros, en las que aparecen éstos con un salvaje prosternado a sus pies, cual símbolo de las grandes conquistas realizadas en favor del cielo; y en sus conversaciones con Feli, designaba siempre al remendón con el apodo de Indio converso.
Aquel bruto le causaba repugnancia por el furor con que defendía sus nuevas creencias, sólo comparable a la bestialidad con que había sustentado las anteriores. Además, le era antipático por el provecho que sacaba de su conversión, explotando al señor Vicente y amenazándole cuando no le daba bastante. El pobre hermano, siervo resignado de su gloria, esclavo de su propia conquista, inspiraba lástima a Isidro.
Hablaba en todas partes de su famoso triunfo; mostraba como un trofeo al Indio converso, exagerando inocentemente las horripilantes hazañas de sus época de impiedad; pero después de esta exhibición, al quedar solos los dos, el catecúmeno insaciable prorrumpía en lamentaciones sobre su miseria, no callando hasta convencerse de que en los bolsillos del «santo» sólo quedaban algunas oraciones impresas y migas de pan.
– Aquí ha estado a buscarle ese bruto— decía Isidro al ver entrar al señor Vicente— . El Indio converso… su discípulo el remendón. ¡Valiente animal! Crea usted que en el cielo no le agradecen esta conquista. Tendrán que habilitarle un pesebre al lado del caballo de San Martín o la burra de Balaam.
– Señor de Maltrana— exclamaba el «santo»– , más caridad… más amor al prójimo. El pobre es algo rudo: resabios de su pasado; pero es bueno y ama a Dios.
Y el «santo» parecía sufrir al verse entre estas dos antipatías.
No se engañaba el Indio converso al sospechar que su protector concedía algún apoyo a sus huéspedes. El «santo» veía el incesante trabajo de Feli; adivinaba, por sus ojeadas a la cocina, la penuria de los jóvenes; oía desde su cama los diálogos de la pareja discutiendo los apuros del día siguiente.
Cuando Isidro se ausentaba, aproximábase él a Feli con cierta cortedad, dejando sobre el montón de corsés lo que encontraba en sus bolsillos. Unas veces era un puñado de cobre, otras una peseta, que fregoteaba con su pañuelo antes de entregarla.
– Que no sepa nada el señor de Maltrana— decía con voz misteriosa— . Que el secreto quede entre usted y yo. Hay que ayudarse como buenos cristianos. Ese dinero me lo dieron esta mañana las buenas señoras que me protegen. Para ustedes… Ustedes son tan pobrecitos como los que yo visito en las afueras… Pero no llore usted: ya vendrán días mejores; Dios aprieta, pero no ahoga.
Y reía de su caritativa malicia, que quedaba en el misterio, sin que el señor de Maltrana pudiese sospecharla.
El joven también debía sus favores al «santo».
– Señor Vicente, con este mes ya van tres que no le pago. Los negocios andan mal; en verano no se encuentra trabajo; pero ya llegará la buena época, cuando la gente regrese a Madrid, y entonces pagaré todos los atrasos de una vez.
– Vaya usted tranquilo, señor de Maltrana. Nada le pido; que Dios no nos abandone, y todos viviremos.
Isidro encontraba cada vez más dura y difícil su existencia. Las dos pesetas que ganaba Feli en el emballenado trabajando todo el día y gran parte de la noche, y los escasos reales que podía juntar a la semana llenando cuartillas a diez céntimos con destino a la revista social, no bastaban para las atenciones de su subsistencia. El orden y el método en la nutrición, que embellecían los primeros tiempos de su vida común, habían desaparecido con la miseria. Feli necesitaba todo su tiempo para el trabajo, y apenas si de tarde en tarde podía entrar en la cocina.
Maltrana, con toda su altivez intelectual, vigilaba el fogón, y a falta de ocupaciones más importantes, aprendía torpemente de Feli el secreto de los guisos. ¿Dónde estaban aquellos pucheretes sabrosos de su luna de miel, aquellos platos que daban ganas de comerse a besos las manos de la amada hacendosa?… La vida era triste, y los pucheretes unas veces salían crudos y otras carbonizados. El fastidio de la miseria entorpecía de tal modo la actividad de los dos, que pasaban días enteros sin encender fuego, alimentándose con algún fiambre traído de la taberna.
Cuando les faltaba en absoluto el dinero, Maltrana lanzábase a la calle. Su descenso del cuarto piso comparábalo a la bajada del lobo desde las cumbres a la llanura, empujado por el hambre.
La víctima que el lobo infeliz buscaba con preferencia era el señor Manolo el Federal. Lo esperaba en la oficina de la Puerta del Sol, y al presentarse el capataz exponíale las tristezas de su vida.
El buen Federal escuchaba con los ojos bajos, moviendo la cabeza como si aprobase las palabras del joven, reconociendo que hablaba muy bien. Después metía la mano en un bolsillo del pantalón, agitando la moneda de la venta, y acababa por entregarle un par de pesetas, sin queja alguna.
Todo aquello era culpa del viejo régimen.
– Ahí tienes— decía con expresión solemne— lo que es el unitarismo y la centralización. Tú tienes talento y te mueres de hambre; y como tú, muchos. El centralismo sólo aprovecha a los pillos. El día en que cada Estado y cada quisque particular goce su autonomía, todos tendrán lo que merezcan… Esto te lo digo para que aprendas, para que os convenzáis de cómo os paga el unitarismo…
Y se cobraba el par de pesetas con una nueva avalancha de enrevesados razonamientos, que Maltrana oía resignado.
En otros momentos de apuro, Isidro, por no molestar con tanta frecuencia al señor Manolo, se acordaba de su tío el Ingeniero, buscándolo en el café de San Millán. Le veía rodeado de ciertos amigos tan viejos como él, alegres camaradas que formaban el catálogo de cuantas muchachas bonitas existen en los barrios bajos.
El Ingeniero no acogió mal la primera petición de su sobrino.
– Ya sé yo lo que es eso— dijo guiñando un ojo y dando palmaditas en la espalda de Maltrana— . ¡Las mujeres!… No hay nada como ellas para que un hombre ande lampando tras la peseta… Todas son gastosas, y no están contentas hasta que le sacan al hombre las mismísimas entrañas… ¿Cuánto necesitas? ¿Tres pesetas? ¡Pero muchacho, si con eso no tienes ni pa una misa! Toma un par de duros: los hombres de verdad debemos ayudarnos; hoy por ti, mañana por mí.
Y le entregó un par de redondeles de plata con un ademán de compañero de armas.
– Oye: lo de tu matrimonio será filfa— continuó— . Yo lo calé apenas me hablasteis. ¡Valiente tuno estás, sobrino!… Y la muchacha lo vale; una gachí con dos ojos como dos quinqués. Si no fueses de la familia te la quitaba. Tú eres más joven, pero yo tengo un gran «aquel» para las mujeres. Que lo digan éstos.
Y señalaba a los camaradas que ocupaban la mesa.
Maltrana se marchó entre agradecido y molesto por las necedades de su tío, y no volvió a verle hasta pasadas dos semanas, acosado por nuevas necesidades.
– ¡Hola!… Siéntate— dijo al verle el Ingeniero, con cierta displicencia.
Siguió hablando con sus amigotes, y de pronto dijo al sobrino:
– La otra noche os vi pasar, muy cargados de paquetes, a ti y a la gachí por la calle de Toledo. ¿Sabes que esa chica ha perdido mucho? Yo no veo bien, pero me parece que se ha puesto fea con ese tripón, moviéndose como una barca, y la cara hinchá como si acabases de largarle dos tortas. Hasta me pareció que tiene los ojos más pequeños.