Kitabı oku: «La Horda», sayfa 17
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Bien entrado el otoño, Isidro y Feli fueron a vivir en las Cambroneras. Después de abandonar la casa del hermano Vicente, habitaron un cuarto interior en la calle de Embajadores. Pagaban tres duros por él; pero transcurrido el primer mes, no pudieron satisfacer el segundo, y abandonaron la habitación, salvando casi milagrosamente sus escasos muebles.
Más aún que los tormentos del hambre, temía Maltrana las inquietudes y desasosiegos que traía consigo el alquiler. Feli sólo se preocupaba de asegurar el techo. Realizaba economías asombrosas por ir juntando poco a poco el dinero para la casa. Ya tenía tres pesetas, ya tenía un duro, ya se aproximaba lentamente a los dos, y de pronto surgía una necesidad imperiosa, una exigencia ineludible, el pago a la tienda, que se negaba a fiar más sin recibir algo a cuenta, la compra de material para el emballenaje de los corsés, la necesidad de echar unas suelas a las botas únicas de Maltrana, mientras éste permanecía prisionero en el cuarto; y de este modo la mala fortuna llevábase de una manotada todos los ahorros, sin dar tiempo a que se completase el importe del alquiler.
Maltrana adoptó una resolución. Los pobres como ellos, de vida incierta, sólo podían vivir en las casuchas cuyos cuartos se pagan diariamente, en los falansterios de la miseria, como aquel caserón de obreros donde él había nacido.
Vivió en varios edificios de esta clase, en el barrio de las Peñuelas y el de las Injurias, repugnándole sus hacinamientos, la suciedad sórdida de sus paredes, las frecuentes peleas de las hembras desgreñadas, que se insultaban de galería a galería… Su pobre Feli no era una princesa, pero ¡ay! sentía él honda repugnancia al verla, tan delicada y tan dulce, viviendo en este infierno.
En las Cambroneras encontró un cuarto independiente, y decidió trasladarse a este barrio habitado por gitanos, que le parecieron más apreciables y tranquilos que las familias de las casas de vecindad.
El alquiler se pagaba todas las noches: real y medio. Al obscurecer llamaba a la puerta el encargado de la cobranza, un hombre alto, enjuto y moreno, al que el exceso de estatura hacía caminar arqueando la espalda. Era de la policía. El que administraba las casas de las Cambroneras teníalo allí como cobrador y guardián del orden, por su carácter de agente de la autoridad. Dábale por esto un interés sobre la cobranza y vivienda gratuita para él, su prolífica mujer y la banda de chiquillos que completaba la familia. De sus mocedades, transcurridas en el campo, antes de ser soldado, guardaba gran afición al cultivo de la tierra, y cuando sus deberes de agente de «la secreta» no le hacían ir a Madrid, pasaba las horas en la heroica tarea de convertir en huertecillas los desmontes de tierra amarillenta, sacando a brazo el riego de una noria abandonada.
Inspirábanle gran respeto los dos jóvenes, hasta el punto de hacerle afirmar que don Isidro y doña Feli eran las únicas personas decentes que habitaban en las Cambroneras.
– Adelante, Pepe— decía Maltrana cuando, cerrada la noche, sonaba un golpe en la puerta.
Y Pepe se presentaba llevando en las manos un lápiz y un rústico talonario de papel de barbas. Entregaba una hoja, después de garrapatear algunos signos, y recibía las monedas de cobre.
Isidro mostrábase satisfecho de su nuevo alojamiento. Por una ventana contemplaba el río, casi a sus pies, y en la orilla opuesta las praderas pintadas por Goya, los cerros en cuya cumbre se aglomeraban los cipreses y mausoleos de los cementerios de la Almudena y San Isidro. Por otra ventana veía el descampado de las Cambroneras, un gran espacio de tierra atravesado por un riachuelo, en el que lavaban sus guiñapos las gitanas, flotando sobre la corriente trapos y pedazos de periódicos. Enfrente abríase un gran portalón dando entrada a una callejuela de guijarros flanqueada por dos hileras de casuchas. Unas eran de techo bajo; otras tenían en el primer piso una galería de madera, con escalerillas de tablones carcomidos, que crujían a la más leve presión como si fuesen a romperse.
Maltrana no tardó en conocer la heterogénea población de las Cambroneras. Formaban un mundo aparte, una sociedad independiente dentro de la horda de miseria acampada en torno de Madrid. Pepe el cobrador relatábale las costumbres y rarezas de aquellas gentes, a las que él llamaba «su ganado».
Existían dos grandes divisiones en el vecindario de las Cambroneras, cuyos límites nunca llegaban a confundirse; a un lado los payos, que eran los menos, y al otro los gitanos, que constituían la mayor parte de la población. Los payos se subdividían en pordioseros, que iban todas las mañanas a Madrid a mendigar en las puertas de las iglesias, y quincalleros, que en el verano vagaban por las ferias de Castilla vendiendo baratijas y durante el invierno organizaban juegos tramposos en las afueras o tomaban parte en algún robo, si se ofrecía ocasión.
Los gitanos estaban divididos en tres naciones: gitanos andaluces, gitanos castellanos y gitanos manchegos. Tratábanse con cierta fraternidad, impuesta por la raza y las costumbres, pero cada grupo manteníase fiel a su origen, creyéndose superior a los otros. Los andaluces echaban en cara a los manchegos su rusticidad y a los castellanos su falta de sangre cañí, adulterada por innumerables cruces con los payos. Estos, a su vez, despreciaban a los procedentes de Andalucía por sus trapacerías y enredos, que habían dado a la raza su fama deshonrosa.
Reconocíalos Isidro a simple vista a los pocos días de vivir en las Cambroneras. Los andaluces iban afeitados, con ancho sombrero, chaquetilla de terciopelo color de vino y grandes tufos sobre las orejas. Los manchegos y castellanos usaban gorra de pelo, llevaban bigote recortado y chaquetón de paño pardo; únicamente su color, de un bronceado oriental, los distinguía de los paletos manchegos, cuyo traje imitaban.
Las mujeres salían en las primeras horas de la mañana, para no volver hasta la caída de la tarde, o permanecían dentro de sus casas, recluidas voluntariamente, con una pasividad de hembras asiáticas. También se reconocía en ellas la diferencia de origen. Las andaluzas eran parlanchinas y vociferadoras; hablaban gesticulando y manoteando, esparciendo con su cháchara el aturdimiento en torno de ellas. Vestían falda de percal rameado con largos volantes, llevaban el mantón terciado, el moño aceitoso caído sobre la nuca, la frente con cuernecillos de pelo pegado, y en el cuello varias sartas de cuentas azules. Salían de las Cambroneras poco después de surgir el sol, camino de la plaza de la Cebada, para decir la buenaventura y echar las cartas a las criadas, que eran su mejor clientela. Los hombres se desperezaban en la puerta; las bandas de chicuelos color de chocolate, descalzos y con la panza al aire, se agarraban a las faldas pintarrajeadas de las madres.
– Gachí– decía el marido— , a ver si hoy traes argo pa jamar. Mira que estoy jarto de tanta jambre.
Los pequeños se agitaban en torno de ellas, acompañándolas cuesta arriba hasta el puente de Toledo. A ver si podían apandar, como otras veces, los chulés de algún payo. Y si no eran chulés (nombre que daban a los duros), que fuesen plañís (modestas pesetas), que bien las necesitaba la familia, confiada a los azares de la suerte.
– Mare— gritaban los pequeños al quedarse junto al puente— , que traiga usté callardó, mucho callardó.
Era el chocolate: el gran regalo de la gente gitana, su licor y su alimento. Bueno era el balinchó (el cerdo); suculento el balebás (tocino); dulces los mantejos (almendras), que se arrojaban a puñados en los días de boda; pero el chocolate era lo mejor del mundo, el alimento de Dios, que parecía embriagarles con su perfume y su ardor.
Los pequeñuelos, con la esperanza de que la madre trajese al anochecer una enorme cantidad de callardó, la saludaban desde lejos.
– Adiós, mi dai.
Y la gitana alejábase hacia la puerta de Toledo, combinando, en las tortuosidades de su trapacera imaginación, el medio de jonjabar a algún payo que le deparase la buena suerte, de sacarle el dinero, prometiéndole, por medio de sortilegios, el premio gordo de la Lotería.
Vagaban hasta las doce por las inmediaciones del mercado, deteniendo a las criadas, aturdiéndolas con su charla, alabando sus caras de ángel, aunque fuesen de horrible fealdad, lamentando con extremos grotescos de desesperación las desgracias de sus amores y que no se cuidasen de conjurar la mala suerte acudiendo a la experiencia gitana.
– Tu mano… enséñame tu mano, resalá, que por San Juan te digo que yevas en eya tu fortuna y tú no lo sabes.
Tenían sus parroquianas, sus creyentes de inconmovible fe, que apenas las veían marchaban a su encuentro, ansiosas de nuevas revelaciones. Metíanse en los portales solitarios, y allí, sobre la tapa de la cesta, soltaba la gitana los mugrientos naipes ocultos bajo el mantón. Todo salía: el hombre moreno que penaba por la sirvienta, pero al cual ligaba con malas artes una mujer blanca, que había que vencer; después, el hombre rubio, muchas veces con espada (un militar), que se presentaría para llevársela sobre un caballo tordo; luego salían por dos veces los oros: dinero y más dinero…
– Tú has heredao argo— afirmaba la gitana con una convicción que no admitía réplica.
– ¡Qué he de heredar yo, pobre de mi!– contestaba la sencilla criada.
– Bueno; pues heredarás.
Y seguía el juego. La sota: otra vez la mala mujer, que había de ser su perdición si no la anonadaba haciendo lo que ella le dijese.
Cuando la muchacha, aturdida por este parloteo, y dudando si emplear sus ahorros en el gran remedio que le proponía para sujetar al novio infiel, acababa por entregarle dos reales, la gitana prorrumpía en lamentos y súplicas.
– Reina, añade aunque no sea mas que un realillo. ¡Con esa carita de clavel, y tan agarrá! Anda, grasiosa, que tienes ojillos de Virgen… Mira que tengo un ganao de churumbeles que no levantan del suelo tanto así, y están muertesitos de nesesiá. Mi hombre lo tengo baldao; mi bato… ¡mi pare! está en las últimas; mi probesita dai se me murió; mi plan (mi hermano, ¿entiendes?) está en el presidio de Alcalá…
Y seguía enumerando desgracias y muertes, como si la peste negra hubiese pasado por las Cambroneras.
– Vaya, presiosa, suerta un poquito más de jurdé, que por eso no vas a quedar probe. No te pido papiris der Banco; suerta manque sean tres perrillas más.
En sus exploraciones en torno del mercado, cuando vagaban aburridas, sin encontrar parroquianas, plantábanse audazmente ante los hombres que salían de las tabernas o los comerciantes que tomaban un poco de aire a la puerta de sus establecimientos.
– ¿Te la digo, grasioso? Dame la mano, barbitas de San Juan, que tienes patitas de bailaor y ojillos de meteor.
Las repelían como si fuesen perros, amenazándolas con llamar a la pareja, y ellas se alejaban sin resentimiento, con muecas burlonas, abriendo los ojos desmesuradamente.
– ¡Juy, Pare Santo! ¡Y qué mal genio gasta el señó!… ¡Ni que juese el Livanó que toma las declarasiones!… ¡En el estaribel te veas, mardito, y que el Baró no quiera sacarte ni con fianza!…
Cuando pasado mediodía cesaba la afluencia en el mercado, las gitanas, en vez de volverse a las Cambroneras, seguían hacia el centro de Madrid, callejeando hasta la caída de la tarde. Pedían limosna; deteníanse ante las ventanas de los cafés, dando golpecitos en los cristales; lanzaban miradas intranquilas a los puestos exteriores de las tiendas, pensando en la posibilidad de un descuido… Iban a lo que saliese; el robo no les parecía gran pecado: chorar era una ocupación digna de elogio, si se hacía con habilidad y sin riesgo. Y cuando choraban una pieza de tela, unas manzanas o un panecillo, volvían orgullosas a casa, diciendo a las vecinas:
– Hoy le he dao el jonjanó a un payo.
Maltrana, al asomarse a la puerta de alguna de aquellas casuchas, blancas por fuera y negras por dentro, sin otro respiradero que la puerta, conocía el origen de sus habitantes sólo con ver mujeres en su interior o notar su ausencia.
– ¿Son ustedes andaluzas?– preguntaba intencionadamente a las hembras sentadas en corro sobre el duro suelo, mirándose silenciosas, con la mandíbula apoyada en una mano.
– ¡Nosotras andaluzas!– exclamaban ofendidas— . Somos mujeres de nuestra casa. Nosotras no salimos a engañar a la gente.
Eran gitanas manchegas. Tenían padres o maridos que trabajasen por el sostenimiento de la familia; y si no había chambos, si el «trato» de las caballerías se paralizaba, daban vuelta de llave a su estómago y sufrían el hambre en silencio, sentadas junto a los pedruscos fríos del hogar, con las faldas esparcidas en torno de ellas como hongos enormes, taciturnas y dispuestas a morir sin moverse del sitio.
Maltrana, a pesar de la miseria de su propia casa, sentía compasión al ver las viviendas de estas gentes. Eran tabucos cuyo suelo, de tierra apisonada, estaba mucho más bajo que la calle. No tenían tabiques, y cuando el pudor exigía la separación de lechos, salían del apuro colgando de una cuerda una manta vieja. En el fondo de la casucha, con la cabeza hundida en cajones que servían de pesebres y las grupas frente a la puerta, estaban los caballos, las mulas y los burros que constituían la fortuna de la familia. Los colchones astrosos, apilados en un rincón, se extendían por la noche junto a las patas traseras de las bestias, durmiendo la familia y su capital acariciados por el calor del común estiércol. Unos ladrillos colocados en el centro de la casucha servían de cocina. No se encendía fuego mas que por la noche. El humo de la leña llenaba la habitación, saliendo por donde podía buenamente: por la puerta abierta o las grietas del techo, por no existir el menor orificio que sirviese de chimenea. Las paredes estaban ennegrecidas por una capa de hollín que representaba luengos años de atmósfera asfixiante; las bestias, acostumbradas a esta lenta sofocación, limitábanse a bufar en sus pesebres. Las mujeres, con los ojos llorosos por el humo, vigilaban la sartén; los niños de pecho tosían, apelotonándose contra las maternales ubres, como si buscasen el fresco de la leche.
Pepe el cobrador alababa las ventajas del continuo ahumamiento.
– Gracias a eso— decía— no mueren como chinches. El humo les limpia, ya que nunca tocan el agua. ¡Porque cuidado, don Isidro, que son sucios!… En cambio, en la comida no he visto gente con mayores escrúpulos.
No había que esperar que aceptasen una limosna de alimentos, ni que aprovecharan las sobras de nadie. Las gitanas, al volver de Madrid, traían comestibles de las tiendas; viandas crudas para guisarlas en presencia de la familia. Pasaban días enteros sin comer, con la tranquilidad de la costumbre, y a pesar del hambre, hacían gestos de asco al hablar de los traperos, de los mendigos, de todos los payos que la miseria ponía en contacto con ellos, gente de estómago vil, que se alimentaba de la bazofia arrojada por los demás y se vestía con sus despojos.
Chorar… ¡todo lo que pudieran! Robaban en Madrid, robaban en los campos veraniegos cuando salían de excursión a las ferias; pero todo había de ser nuevo, sin uso alguno. Su traje, aunque remendado y sucio, era suyo, lo habían hecho para sus cuerpos, y lo preferían, con toda su astrosidad, a las ropas usadas que fuesen mejores. Su estómago sufría antes el hambre que la náusea del asco. Cuando llegaba a sus manos un vestido ajeno, lo vendían a los traperos con aire señorial. En las noches de abundancia, la familia sentábase en torno de la sartén. La madre arrojaba los trozos de carne fresca en el aceite chirriante, y cada uno pinchaba con su navaja, con tanto apresuramiento, que por más que la mujer echaba y echaba, nunca se veía llena la sartén.
Los jueves reuníanse los hombres en el mercado de bestias, junto a la Puerta de Toledo. Los que no tenían ganado también iban allá, con la esperanza de que cayese algo, empuñando una gran vara, como si tuviesen que arrear a una recua imaginaria. Al primer paleto que se pusiera a tiro le daban un emburreo, un correate, nombres con que designaban las malas artes del «trato».
Después volvían, lamentándose de la decadencia del chalaneo. Había que esperar las grandes ferias del verano. En el mercado de Madrid apenas se veían compradores; todos eran gitanos… ¡y cómo iban a engañarse entre ellos!…
Los más acomodados volvían a meter por las exiguas puertas de las viviendas todo su ganado: los humildes guerñís de largas orejas y escandaloso rebuzno; el gras de trenzadas crines y cola peinada, que hacían galopar en torno de su látigo maestro, afirmando que el que montaba el rey no era mejor; la chorí y el choro (la mula y el macho), que esperaban vender a buen precio, cuando emprendiesen la expedición veraniega por Castilla y la Mancha, ofreciendo sus bestias a los labriegos.
En el resto de la semana permanecían los gitanos en las Cambroneras sin hacer nada, esperando el regreso de sus hembras, pájaros vivarachos y parleros que traían en el pico el pan de la familia. Desayunábanse con una copa de aguardiente o un mendrugo, y aguantaban el hambre durante todo el día, en plácida vagancia. Jugaban a la barra o a los bolos en el descampado de las Cambroneras; los más hábiles tañían la guitarra, alegrando su debilidad con una música melancólica; los que eran industriosos tendíanse sobre el vientre en la orilla del río, y así permanecían horas y más horas esperando que algún gorrión quisiera buenamente dejarse apresar por la red colocada sobre la hierba. Ciertos viejos de aire magistral batían palmas ante un grupo de diablillos color de chocolate con pinceles de pelos sobre las orejas, que aprendían a bailar, moviendo grotescamente los pies y los brazos, agitando su panza con salvajes contorsiones. Era la vida de tribu: los machos descansando, por el privilegio de su fuerza, esperando el sustento de las hembras que iban al bosque, o sea a la inmediata población.
Maltrana, a los pocos días de estancia en las Cambroneras, conocía los nombres de todos los respetables tunos del hampa gitanesca, bronceados y ágiles, con el rostro roído por las viruelas. Tenían por apodos el Mono, el Bastián, el Matamoros, el Malafolla, el Cachuli, el Mochón, el Navaco y otros no menos extraños. Nunca se les veía borrachos: su bebida favorita era el chocolate.
El único que, con discursos incoherentes y grandes gritos, mostraba su afición al alcohol era Salguero, que se apodaba a sí mismo Salguerillo, un vejete malicioso, que habitaba treinta y tantos años la primera casucha del callejón. En invierno fabricaba cestas de mimbres, ayudado por la vieja que vivía con él; en verano salía a las ferias para ejercer su oficio de esquilador.
A la caída de la tarde iban llegando las mujeres, cansadas de todo un día de correteo por Madrid. Los estómagos vacíos estremecíanse al aproximarse estos mensajeros de la abundancia. Reconocíanlas los gitanos apenas llegaban a la cuesta de las Cambroneras.
– Por allí vienen la Buchichi y la Pique– decían los que jugaban a los bolos, avisando a los maridos.
Y tras éstas aparecían la Clavellina, la Cortezona, la Pote, la Pelela y las Chirrinas. Estas eran las más guapas, y tenían fama de hábiles para traer a casa buen botín. Payo que cogían, lo jonjababan en un momento. Únicamente podía compararse con ellas la Culo de corcho, una gitana obesa, de ojos pequeños como si estuviesen cosidos, y gran ligereza de manos, que en un santiamén hacía desaparecer bajo sus sayas todo objeto que podía chorar.
Los hombres salían a su encuentro. El portalón de la calle de los gitanos vomitaba grupos y grupos de sucios chiquillos, que habían pasado el día cantando a coro, repicando las castañuelas y tomando lecciones de baile para entretener el hambre.
– ¿Qué traes?– preguntaba el gitano a su mujer, estirando los miembros entumecidos por el descanso, subiéndose la faja con ambas manos y atusándose las greñas que le tapaban las orejas.
Si la expedición había sido fructuosa, pavoneábase la gitana con orgullo.
– ¡Arza pa alante, esgalichao! ¡Menúo callardó vais a mamaros tú y los churumbeles!…
Encendían fuego en su covacha, preparando, ante todo, el chocolate, dejando para después el guisoteo de la cena. En otras casas se prescindía por completo de la sartén, no queriendo, después de un día de hambre, otro alimento que el callardó. Era el lujo de la raza, el nutritivo de los ricos, y toda la familia, puesta en cuclillas en torno de la hoguera, contemplaba absorta el hervir del puchero lleno de chocolate.
Si la mujer había juntado un duro con sus trapacerías y rapiñas, empleaba casi toda la cantidad en tablillas de la preciada pasta. La familia sorbía con delectación el chocolate líquido, y lo mascaba crudo como si mascase pan. El amargo perfume esparcíase en las casas inmediatas, despertando envidias. La chiquillería asomábase con ávidos ojos, y corría después a dar cuenta a sus madres de este banquete de reyes:
– Mi dai: en casa del Mochuelo toman callardó. Dicen que han hecho un buen chambo.
Y las madres suspiraban con envidia. ¡Qué suerte la de algunas gentes!
En otras casas sonaban gritos desesperados, estrépito de lucha, golpes en las paredes. Se abría una puerta, y sacaba su cabeza desmelenada una mujer con gesto de espanto.
– ¡Favó al rey!… ¡Que me mata mi Enrique!… ¡Que me desloma, que me jase peazos porque no he traío na!
Seguía vociferando con la cabeza fuera de la puerta y el cuerpo dentro de casa, sin moverse, para que el gitano pudiera apalearla sin gran molestia. Nadie prestaba atención a estos gritos: era lo de todos los días. La que vagaba por Madrid, sin traer nada, tenía por segura la paliza. Era una exigencia de las buenas costumbres, una tradición venerable: todas ellas habían visto lo mismo en la casa paterna.
Cerrada ya la noche, Pepe el cobrador iba de tabuco en tabuco con su talonario. En unas casas encontraba al hombre sentado en un rincón, con aspecto enfurruñado, y a la mujer tendida en el suelo.
– Pasa de largo, Joselillo— gemía la gitana— . Hoy no puedo darte el real: no he ganado nada. ¡Mira cómo me ha puesto el cuerpo ese bruto!
Y señalaba al marido, que permanecía impasible, con la tranquilidad del que cumple su deber.
El hogar estaba apagado, y la banda de chiquillos, convencida de que en casa no encontraría un mendrugo, seguía repicando las castañuelas en la calle— tra la la la– , pasando y repasando ante las puertas que olían a chocolate, con la esperanza de alcanzar algunas sopas.
El cobrador, en otros sitios, notaba la precipitación con que la familia ocultaba su abundancia. El fogón sólo tenía algunas ascuas; los cacharros, sucios de chocolate, estaban ocultos en el rollo de las colchonetas. La más vieja de la familia le tendía algunas monedas entre suspiros de desaliento.
– Toma, Joselillo, una plañí– decía— . No tenemos más; te debo dos reales, que te daré mañana. ¡Ay! ¡Estamos muertecitos de jambre!…
Y Joselillo pasaba a otra casa, seguro de la cobranza, pues aunque aquella gente se retrasase en el pago, acababa siempre por satisfacer sus deudas. Eran vagabundos que apenas comenzaba el verano hacían la vida errante de feria en feria, y por esto mismo necesitaban tener su techo seguro para cuando llegasen los fríos.
Isidro, al salir de su casa por las mañanas, hablaba con Salguero el esquilador. Este le salía al paso, saludándolo con grandes cortesías.
– Vaya usía con Dios, señor excelentísimo. Ya sabe que Salguerillo es su fiel servidor, aunque sea un pobre cañi.
Cuando Isidro podía darle un cigarro, Salguero, satisfecho del obsequio, le acompañaba cuesta arriba, hasta el paseo de los Ocho Hilos, sin cesar de hablarle con gitana incoherencia.
El cariz del tiempo era su mayor preocupación. No llovía: las cosas marchaban mal.
– Pero a usted— preguntaba Maltrana riendo— ¿qué le importa que llueva o no llueva? ¿Dónde están sus campos?
Salguero hacía un mohín de extrañeza. La lluvia era el pan para ellos. Producía las buenas cosechas, y con abundancia en los campos, los paletos gastaban mejor su dinero en la compra de caballerías.
– Nosotros vivimos der verano, don Isidro. Si no juese por las ferias, moriríamos como las ratas. Yo esquilo, y los camarás que tien caballerías las venden. En invierno, el pasto es muy caro. Esos probesitos que usted ve no comen muchas veses pa que el ganao, que es su fortuna, no caresca de pienso… En verano, si la cosecha es buena, el paleto es generoso y no le importa darnos paja y cebá cuando vamos de paso.
Hablaba Salguero con entusiasmo de las ferias veraniegas, grandes mercados de bestias que daban vida para el resto del año a la gitanería vagabunda. El las conocía todas; iba a ellas montado en un borrico, con las tijeras en la faja. En las Cambroneras no quedaban mas que su vieja y algunas otras mujeres que eran viudas. Hasta las gitanas de prole más numerosa emprendían la marcha detrás de la recua, seguidas de todos sus chiquillos. Mientras los hombres hacían sus trampas en el campo de la feria, ellas corrían las casas echando las cartas, diciendo la buenaventura, ofreciéndose las más viejas a curar las enfermedades con remedios misteriosos, transmitidos de madres a hijas desde la más remota antigüedad.
Las dos primeras ferias eran en San Juan: las de Segovia y Avila. Luego venía la famosa de Alcalá, en el mes de Agosto. En Septiembre se verificaban las de Illescas, Aranjuez, Ocaña, Mora, Quintanar y Belmonte. Y en Octubre eran las últimas: las de Consuegra, Talavera y Torija. Días antes de establecerse Maltrana en las Cambroneras, habían llegado todos los vecinos de regreso de estas últimas ferias, dando por terminada la buena época del «trato».
Salguero se entusiasmaba recordando estas grandes aglomeraciones de bestias necesitadas de esquileo, los encuentros de las familias gitanas procedentes de los más lejanos extremos de la Península. Todas estaban unidas por el parentesco después de luengos siglos de casamientos, sin rebasar los límites de la raza, y sólo se veían una vez al año, al encontrarse en las ferias, volviendo después a emprender su regreso por distintos caminos, en busca del retiro invernal.
Maltrana se enteraba por el esquilador de la interesante geografía de los gitanos. Toledo era Toledate, y Córdoba, Cordobate. Una población era un Gao. A Valladolid le llamaban el Gao baró, el «pueblo grande»; a Sevilla, el Gao de silla; a Valencia, el Gao de los marrulles; y a toda Galicia, el Gao de los malalos. Madrid era, los Foros.
– Son una gloria, don Isidro, las tales ferias. A cada instante hay un chambo y se vende una caballería; no es como aquí, que pasan los jueves en la Puerta de Toledo sin que se cambie una mala burra. Y yo, cuando no esquilo en las ferias, sirvo de arreglaor, y como tengo labia, doy mi empujoncito para que el compare venda su género, y después hay alboroque y se bebe el buen vaso de mor y la rica copa de pañaló. Usía no sabrá lo que es eso. ¡Que ha de saber, si con tantos libros que ha leído no pena ni tanto así de caló!… Pues es el vino y el aguardiente; y cuando oiga que mis compares dicen que estoy molaló, es que creen que estoy borracho; pero no hay tal cosa: un poco de alegría y na más.
La presencia de Maltrana y Feli en este barrio, donde no existían otros payos que los mendigos y los quincalleros de las ferias, causó cierta emoción en la gitanería. Vivía la pareja fuera del callejón, en los altos de una casucha aislada, cuyo piso bajo estaba ocupado por una tienda de comestibles.
Feli, en los primeros días, había sentido gran repugnancia por su nuevo alojamiento. Le daba miedo ver tanto gitano; le inspiraban inquietud estos hombres de color de bronce y mirada aviesa, como bandidos de carretera. Temía a las mujeres viéndolas de lejos vociferar y amenazarse en un lenguaje extraño, del que sólo entendía algunas palabras. Vivían pacíficamente; pero ella sentía la inquietud de la mujer europea que se ve trasladada a una población de África, entre gentes que parecen sumisas, pero que pueden sentir de pronto la hostilidad de la raza.
Isidro se reía de sus preocupaciones. ¿Dónde mejor que allí? Era cierto que el río olía mal, pero ya se habituarían a este hedor de los residuos de la villa. En cambio, oían a los pájaros, contemplaban campo y cielo al abrir sus ventanas, no tropezaba su vista con una sucia pared a unos cuantos metros de distancia, que los robaba el aire y el azul del espacio.
Isidro, con su imaginación, embellecía el barrio. Un siglo antes, era aquella parte la más hermosa de Madrid. ¿Veía Feli las praderas al otro lado del río? Pues allí bailaban los chisperos y manolas pintados por Goya; por allí paseaban el gran pintor y las duquesitas hermosas que se hacían retratar desnudas. Aquellos sotillos habían presenciado el período más amable y pastoril de nuestra historia.
– Piensa, Feli— añadía el joven— , que por real y medio vivimos como unos señores en plena campiña, y además, el pago es diario: una verdadera comodidad.
La joven, viendo a todas horas a estas gentes de aspecto terrorífico y costumbres pacíficas, ya no las tuvo miedo. Las mujeres, por su parte, en fuerza de contemplarla junto a la ventana trabajando en los corsés, acabaron por sentir admiración. Su laboriosidad inspiraba gran respeto a estas hembras vagabundas, cuyas faenas domésticas consistían en encender el fuego y dejar que la familia se tragase la cena medio cruda.
Además, habían llegado a la gente gitana vagas noticias de que Isidro era un hombre de pluma, que aunque estaba en la desgracia podía salir de ella; y esto bastaba para que les inspirase tanto respeto como el juez, los escribanos y todos los señores graves que también escriben y envían un pobre a presidio apenas desaparece la más insignificante caballería. Algunas viejas con negras sayas de viuda detenían a Maltrana para hablarle de sus hijos, que estaban en Melilla o en Ceuta.
– Por na, señor— gimoteaban— . Un acaloramiento. Llevaban la churí en la faja, y al faltarles, pues… pincharon. Su mersé debe tener buenas influencias… Vea de sarcarles un indulto, o que los pasen a un presidio mejor.
Estas gentes de viva imaginación, que vivían en perpetuo embuste, habían creado una leyenda halagadora en torno de aquella señorita tan buena, tan laboriosa, que permanecía horas enteras tras los vidrios, con los ojos bajos, lo mismo que una virgencita en su altar. Los grupos de gitanillas haraposas, en sus pasacalles por el barrio, acompañadas del repiqueteo de los palillos, deteníanse al pie de la ventana y cantaban a la que era por antonomasia «la señorita». Feli veía el grupo de cabecitas greñudas con ojos de brasa y tez de cobre, las bocas abiertas por el canto, mostrando sus paladares de un rosa obscuro y los agudos dientes de nítida limpidez. La joven saludábalas con dulce sonrisa, y todas ellas prorrumpían en formidable griterío.