Kitabı oku: «La Horda», sayfa 20
XII
Ya no volvió a las Cambroneras. Tuvo miedo de vivir en aquella casa sin Feli. Sentía el terror de los que pierden a un ser querido y no osan penetrar en la mortuoria habitación. ¿Qué iba a hacer solo en aquel extremo olvidado de Madrid, entre las gitanas que le recordarían a la amante?…
Necesitaba ver gente nueva, aturdirse, olvidar su tristeza.
Aquella noche volvió a la redacción, después de una ausencia de tantos meses. Los compañeros le recibieron con irónicas ovaciones.
– ¡Homero! ¡Ya está aquí el gran Homero!… ¡Salud al ilustre «tabarrista»!
Y le preguntaron si traía como fruto de su soledad algún artículo de los que sembraban el pánico en los suscritores.
Algunos de la redacción le habían visto paseando con Feli por el Retiro.
– Di, Homero: ¿qué has hecho de aquella muchacha tan simpática que llevabas del brazo?… ¿La encontraste en algún libro griego? ¿Era ática o beocia?
– Está en el hospital— contestó Maltrana con los ojos llorosos.
Su acento era tan triste, que impuso silencio a los alegres compañeros.
Pasaba las noches en la redacción. Había perdido la costumbre de trasnochar, y como no quería volver a su casa, buscaba los cuartos sin luz, dormitando en un diván. Si llegaba una visita y había que encender luz, Maltrana era despertado como un perro, y sacudiendo las aletas del abrigo pasaba a otro cuarto o se iba a la calle, procurando terminar el sueño en la casa de algún amigo.
Apenas comía. Ansioso de distracción, de conversaciones que le aturdiesen, juntábase muchas noches con ciertos borrachos famosos, y bien entrada la mañana se les veía por las calles más céntricas, con paso inseguro, discutiendo a voces de filosofía o literatura. En mitad de una disputa, el recuerdo de Feli asaltaba a Isidro, y rompía a llorar. Los compañeros atribuían la culpa de este llanto al coñac. Beberían cerveza.
Muchas mañanas iba a la puerta de San Carlos a esperar a Nogueras. Este hacía un gesto de repulsión al verle.
– Sigues mal camino, chico; apestas a aguardiente. ¿Qué resuelves emborrachándote?…
Maltrana contestaba con mal humor. No pedía consejos: lo que deseaba era conocer el estado de Feli.
El joven doctor mostrábase impaciente. ¿Creía él que no tenía otras cosas en qué ocuparse?…
– ¡Figúrate, con seis mil reales por todo sueldo!… Tengo que visitar mucho y a gentes que pagan mal. Además, esa muchacha no es de mi clínica… La vi anteayer. Me pareció que estaba bien; pero si los ataques de eclampsia se repiten, puede morir en uno de ellos. Van a provocarla el parto: tal vez esto la salve.
Al día siguiente fue Nogueras quien, al verle, le habló el primero.
– Eres padre: arriba te guardan un niño las monjas. Su salud es buena y la madre no ha salido mal del parto. Si no quieres que esa segunda edición de tu persona vaya a la Inclusa, recoge pronto al pequeño.
Maltrana no experimentó ninguna emoción. Sólo pensó en ir a las Carolinas para dar la noticia a su abuela. ¿Qué iba a hacer él con el chiquillo? La señora Eusebia se encargaría de cuidarle.
Y la abuela, conmovida por el suceso, bajó a Madrid para recoger a su biznieto, acompañada de otra mujer. Isidro fue con ellas hasta San Carlos, pero no quiso pasar de la puerta. Lo dominaba el egoísmo de su cobardía. Ya había sufrido bastante. ¿Iba a mejorarse ella porque le viese?…
Cuando salió la abuela quiso enseñarle el niño, que su amiga, más joven y fuerte, llevaba en brazos.
– Míralo, Isidro— gemía la vieja llorando de alegría— . Es un querubín: ¡qué rico!… Es hijo tuyo, ¡tu retrato!…
Maltrana miró esta carne palpitante apenas contorneada que se removía en el fondo de un mantón. Sí que era su retrato: feo, con su misma fealdad y la de aquel pillete que estaba en la cárcel entre los rateros menores. La misma cabeza enorme, que parecía moldeada por las manos de la desgracia.
La Mariposa se llevaba su biznieto. Nada de buscarle nodriza en las Carolinas. Conocía a cierta mujer del barrio, que se había casado con un músico de regimiento, y ahora, retirado él del servicio, tenía una tiendecita junto a la carretera de Extremadura, en el cerro de los Corvos. Acababa de perder a un pequeño, y ella se encargaría de lactar al biznieto por poco dinero.
La vieja, antes de marcharse, le habló de Feli. La había visto: estaba muy enferma.
– ¡Lo que ha llorado esa chica antes de que nos llevásemos el pequeño! ¡los besos que le ha dado!… Me preguntó por ti… Ve a verla, hombre; la pobre se alegrará, y bien lo necesita.
Maltrana pasó mucho tiempo sin visitar a Feli. Todos los días formábase el propósito de verla a la mañana siguiente. Pasaba la noche de café en café, y la madrugada de taberna en taberna, con los camaradas de vida errante, siempre triste y bebiendo para olvidar.
Por la mañana llegábase hasta San Carlos, a recibir noticias. Le bastaba con saber que Feli seguía bien. Le acometía el miedo a verla en este lugar de dolor y que ella adivinase su embriaguez.
– Un día me acompañarás— decía a Nogueras— ; no, ahora no. Me siento sin fuerzas. Además, estoy algo borracho. ¿No me lo conoces?…
Por fin, una mañana se mostró resuelto: quería verla. Adivinábase cierta preparación en su aseo exterior, como si acudiese a una entrevista amorosa. Iba recién afeitado; ocultaba algo bajo las aletas del macferlán, que parecía menos viejo después de unos cuantos pases de cepillo.
Nogueras lo hizo atravesar los claustros de la Facultad, subieron escaleras, pasaron otros claustros, y por fin, el médico abrió una puerta.
Lo primero que vio Maltrana fue las tocas blancas de una monja, ocupada en arreglar con sus manos de cera las flores de trapo y las velillas de un altar. Estaban en una sala de paredes enjalbegadas de un blanco de hueso, con zócalo de ladrillos blancos también. La pieza aparecía dividida por un muro hasta el límite del zócalo, con grandes espacios abiertos entre las pilastras que sostenían el techo.
Isidro vio muchas camas de hierro con cubiertas de percal floreado, y junto a ellas mesillas con redomas y escupideras. Sobre las almohadas destacábanse cabezas de mujeres de verdosa demacración, con las cabelleras enmarañadas y sucias. Maltrana recordó las salas de los hombres. Estos eran menos repugnantes en sus dolencias. La hembra se agostaba con la mayor rapidez así que la enfermedad disolvía los almohadillados carnosos de sus encantos.
El médico se detuvo ante un lecho: allí tenía a la que buscaba. Isidro tardó algunos instantes en reconocerla. Hubiera pasado varias veces ante ella sin que llamase su atención. ¡Cuán cambiada la veía!… Olvidando su tristeza de enferma, evocaba siempre en sus recuerdos la Feli hermosa y alegre de los primeros tiempos de su amor. Y ahora, viéndola enflaquecida, con las facciones desencajadas, más fea y mísera aún que el día en que salió de las Cambroneras, tenía que hacer un esfuerzo para reconocerla. Creyó ver a una amiga de Feli, a una buena compañera que le recordaba a la otra, a la de los días felices, que ¡ay! no volverían nunca.
Quedó inmóvil ante la cama, con aspecto tímido, cohibido por aquellas cabezas greñudas, mascarones de dolor y miseria, que convergían en ellos sus miradas curiosas.
– ¿Cómo estás?– preguntó en voz queda.
Saludábale Feli silenciosa, con una sonrisa que daba frío, contrayendo las arrugas de su rostro exangüe, marcándose la punta de su fina mandíbula con la agudeza de un hierro de lanza. ¡Y allí había puesto él sus besos muchas veces, en la embriaguez de la pasión!… ¡Miseria de la vida! Sus ojos, unos ojos de loca, con el estrabismo de las frecuentes crisis, eran lo único que aún delataba la extinta hermosura.
En el lecho inmediato vio a una jovencita que llevaba envuelto el pelo en un pañuelo rojo y abrigados los hombros con una chaquetilla color de manteca. Mostraba entre las puntillas de la camisa sus pobres pechos de tísica, que apenas si se destacaban con ligera hinchazón sobre el mísero costillaje. Era una criada que había dado a luz una niña; una pobre bestia de trabajo convertida en madre por el capricho momentáneo del señorito. La chaquetilla de señora que le servía de abrigo en el hospital era tal vez la única recompensa de su caída.
Feli, al contemplar a Isidro, mostraba también en sus ojos cierta extrañeza, como si le encontrase cambiado. Había transcurrido muy poco tiempo, y sin embargo, creían verse después de larguísima ausencia.
Permanecieron silenciosos mucho rato, mirándose, pero sin atreverse a despegar los labios. Al fin, habló ella, por el impulso maternal. ¿Y su hijo?…
Maltrana fingiose enterado. Estaba allá, en la carretera de Extremadura, con su nodriza, una gran mujer buscada por la abuela. Podía permanecer tranquila… ¡Y él aún no había ido al cerro de los Corvos, ni conocía a la nodriza!
Después le preguntó por su enfermedad. Feli hablaba con voz triste; parecía resignada a permanecer siempre allí, sin esperanza de volver al mundo. Su voz era lenta, con largos titubeos; notábase cierta incoherencia en sus palabras; se adivinaban sus esfuerzos para ordenar las frases y encauzar el pensamiento.
Mientras la oía, Isidro miraba con el rabillo del ojo a la monja, de pie junto al altar, hablando con el médico. ¡Ay, aquellas gentes que vivían en diario contacto con la miseria humana! ¡Qué duros, qué fuertes! ¡Qué indiferencia ante el dolor ajeno, que no era para ellos mas que un accidente vulgarísimo! Su mirada fría parecía tener callos. La contorsión del dolor, la muerte, todo resbalaba sobre ellos sin el menor arañazo, sin producir la más leve turbación.
La monja, después de hablar con el médico, miró a Maltrana con cierta curiosidad. Su olfato de experta conocedora de la vida adivinaba a la pareja ilegal, al amor rebelde, que desprecia los convencionalismos sociales. Su curiosidad de mujer excitábase con el perfume del pecado; su severidad le hacía abominar de aquella juventud que se adoraba a espaldas de la religión.
Maltrana no sabía qué decir. La tristeza creaba un gran vacío en su pensamiento. Además, le cohibían tantas miradas fijas en él. Era un martirio permanecer ante Feli sin poder cogerla la mano, atemorizado por los ojos hostiles de la monja.
Se echó atrás las aletas del abrigo y dejó sobre la cama un mazo de violetas que llevaba oculto. Su perfume pareció dulcificar aquel ambiente que olía a carne enferma y antisépticos.
– ¡Ay! ¡flores!– dijo Feli con vocecilla infantil— . ¡Flores!
Y su mirada acarició a Isidro con expresión de gratitud. Era un poco de poesía esparciéndose sobre la cama del hospital. ¡Flores!… Y los dos pensaron lo mismo. Vieron con la imaginación los almendros de la Huerta del Obispo, que habían sido testigos de sus primeras entrevistas; las flores que él arrojaba sobre su cama, al despertarla, de vuelta de los banquetes; las que habían presenciado sus vespertinos paseos, cuando salían cogidos del brazo, como burgueses, a cubierto de la miseria y seguros de que nada podría turbar su felicidad.
– ¡Flores!– repitió— . ¡Cómo te lo agradezco!
Maltrana se excusaba con timidez. Eran violetas: no tenía dinero para más. Aun así, le había costado mucho el adquirirlas. Costaban muy caras: las flores nacían para los ricos; y aún gracias que les dejaban a ellos el cielo y el sol… Había recordado también su predilección por las naranjas. Quería traerle una; pero después de correr las fruterías de la calle Mayor, buscando las primeras que acababan de llegar, había desistido por su pobreza. Todo su dinero se lo habían llevado las violetas.
– Otro día, ¿me oyes?– murmuraba en su oído, como si la propusiese una travesura infantil— . Otro día te las traeré, sin que se entere la monja, sin que lo vea el médico.
Y ella decía que sí, mirando al amante con sus ojazos tristes, mientras se llevaba a la cara el mazo de violetas, oliéndolo con delectación.
Nogueras carraspeó con insistencia llamando a Maltrana. La entrevista se prolongaba demasiado: otro día, más.
Isidro cogió la mano amarillenta que ella le tendía.
– Adiós, Feli… Adiós, nena. Volveré.
La enferma le recordó su promesa. Debía traerle naranjas y flores, ¡muchas flores!
El trastorno mental de su crisis la hacía olvidar la penuria del amante.
Maltrana no volvió. Transcurrieron varios días sin que el doctor lo encontrase por la mañana en las cercanías de San Carlos. Esta visita había bastado para darle cierta tranquilidad.
Una noche, al salir Nogueras del Teatro de Apolo, dio con él en la acera de la calle de Sevilla. Iba borracho, más sucio y abandonado que otras veces. Adivinábase en las arrugas de su abrigo y en el abandono de sus ropas que dormía sin desnudarse, allí donde se lo permitían los accidentes de su existencia vagabunda. Estaba pálido, con los ojos hundidos y las facciones enjutas: una cara de hambre y alcoholismo. Al ver a Nogueras hizo un esfuerzo por mostrarse sereno.
– ¿Y aquélla?– preguntó.
El doctor mostrose pesimista. «Aquélla» iba muy mal. No la había visto: le faltaba el tiempo; pero el camarada encargado de la clínica tenía pocas esperanzas. Repetíanse con frecuencia los ataques de eclampsia, y en uno de ellos podía morir. Bastaba que la respiración se retardase algunos segundos al quedar su organismo contraído por las convulsiones, para que sobreviniese la asfixia.
– Y tú, ¿por qué no vas a verla?– preguntó el doctor.
– ¡Para qué!– exclamó el bohemio— . Sufro mucho; me falta el valor para volver. Me hace daño vería entre aquellas mujeres sucias y enfermas, no poder hablarla con libertad. Me miran todas, como si fuese un animal extraño. La monja me molesta.
Calló un instante, y luego añadió con expresión de vergüenza, empañándose sus ojos de lágrimas:
– No puedo ir con las manos vacías: la pobre desea flores… se las prometí. Hace días que quiero comprarla un ramo grande, muy grande, para cubrir su cama, para que se imagine que todo un jardín corre hacia ella, esparciéndose a sus pies… Pero no tengo dinero… nada, absolutamente nada. No puedo comprar ni un ramito de los que venden en la calle. Apenas como; ando por ahí como un perro sin amo. Si no encontrase algún amigo de los que convidan a beber, ya hubiese muerto.
Al despedirse del doctor dijo flojamente, con la pereza de una voluntad enferma y cobarde:
– Ya iré… iré cuando tenga dinero… cuando pueda llevarla algo. Creo que no morirá en seguida, que aún vivirá algún tiempo. ¿No crees tú lo mismo?
Nogueras levantó los hombros con expresión de duda. Sí; era posible que se salvase: enfermas más graves que ella recobraban la salud. Pero su vida estaba en peligro de extinguirse por asfixia cada vez que sufría un ataque. Nada podía él afirmar.
Transcurrió una semana sin que volviesen a verse. Una mañana se encontraron en la Puerta del Sol. El doctor vio a Maltrana con aspecto más miserable aún: parecía un pordiosero, sucio, roto, entregado a su abandono, sin el auxilio de una mano femenina que le adecentase. Nogueras tenía prisa. Había estado dos días fuera de Madrid por un asunto profesional, y le esperaban en la Facultad.
– Una mala noticia, Isidro. Aquella muchacha ya no vive.
Maltrana abrió los ojos con asombro, como si esta noticia rebasase los límites de lo posible.
– ¿Estás seguro? ¿La has visto tú?…
Nogueras hizo un gesto displicente.
– ¿Qué tiene de extraordinario su muerte?… Era de esperar. Ha muerto, y todos nosotros moriremos también… Yo no la he visto; tengo otras cosas a que atender. Pero el mismo día que salí de Madrid me lo dijo el compañero. Acababa de morir.
Maltrana quedó inmóvil, con la cabeza baja, anonadado por la noticia. Después fijó en el doctor sus ojos interrogantes.
– ¿Y qué han hecho de ella?… ¿Y el cadáver? ¡Dime, por Dios, dónde lo llevaron!…
Sentía un remordimiento inmenso por su egoísmo y su cobardía. Deseaba visitar su tumba, ya que había pasado los días vagando, sin atreverse a verla en el hospital.
El doctor le contestó con una sonrisa que daba frío. Su tumba era la fosa común, adonde iban todos los muertos pobres. La infeliz muchacha no tenía parientes ni quien pagase los gastos de su entierro. Isidro no se había presentado para arreglar las cosas, y era seguro que su cuerpo, antes de ir al cementerio, habría pasado por la sala de disección. ¡Sufrían tal escasez de cadáveres!…
Maltrana no quiso oír más. Volvió la espalda sin despedirse del amigo, como si huyese de su remordimiento y su vergüenza.
Vagó por las calles, haciendo esfuerzos por no llorar. La gente le miraba; y fatigado de esta curiosidad, quiso salir de la población, caminar por el campo.
Veía las casas al través de densa niebla; las personas y los carruajes pasaban junto a él como fantasmas, sin ruido alguno. No pensaba: creía tener hueca la cavidad de su cráneo; le zumbaban las sienes. Su lengua repetía por lo bajo, con una tenacidad estúpida:
– ¡Despedazada… despedazada!
Poco a poco su pensamiento, que parecía haber huido lejos, muy lejos, aproximábase, volvía a entrar en él. Un recuerdo de los primeros años de su juventud, de su época de estudiante, iniciábase débilmente, y crecía y crecía hasta tomar el relieve de la realidad.
Veíase subiendo una escalerilla de la Escuela de San Carlos, con un compañero de hospedaje, estudiante de Medicina, que iba a recoger unos objetos en el laboratorio. Isidro asomábase a una ventana. Abajo, un pequeño patio con pavimento de losas húmedas, como si cayese en ellas con frecuencia un chaparrón de cubos de agua. Sobre las losas, un monigote de abultado tronco y brazos y piernas delgados, esqueléticos, contraídos por grotesca actitud. Creyó que esta figura era de cartón, groseramente modelada por algún artista inhábil, toda ella del mismo color amarillo: faltaba que la pintaran las cejas y que sobre la calva adaptasen una peluca para darle cierto viso de realidad. En los peldaños de una escalera vio varias cabezas cortadas descansando sobre su base, pero sin piel, mostrando el rojo de los músculos y el azul obscuro de sus venas. Maltrana había contemplado con curiosidad estos juguetes de la ciencia. Eran piezas de cartón para el estudio de los alumnos. Y al hacer la pregunta al amigo, éste rompió a reír:
– No, tonto. Son cadáveres preparados para la clase de disección. Ese cuerpo es de una mujer.
Luego, el compañero, con la superioridad del fuerte, para poner a prueba los escrúpulos del estudiante de libros, le hacía entrar en el anfiteatro, llevándolo de mesa en mesa. ¡Qué limpiamente trabajaban aquellos carniceros de blusa blanca! Aquí, un brazo encogido sobre el mármol, sin más que los huesos y los tendones, tirantes y limpios como si fuesen a vibrar: un arpa para tañerla en una fiesta de caníbales. Más allá, piernas que mostraban el cruzado almohadillamiento de los músculos rojos; troncos abiertos al aire, con el rosa tierno de sus costillajes. Esta gran carnicería de mármol y cristal hacía pensar en una humanidad horriblemente superior pervertida por la antropofagia, donde los fuertes se alimentasen con los despojos de los débiles. Un gesto de dura curiosidad contraía los rostros; las manos sin misericordia, armadas de acero, hundíanse en los secretos de aquella carne fría, limpia, anónima, sin personalidad, que no recordaba su origen humano.
¡Y en este matadero de la investigación había desaparecido su Feli!… ¡Allí se había disuelto su cuerpo, sin que bajasen a la tierra más que restos informes y despedazados en el fondo de una espuerta!…
¡Feli! ¡Feli!… Repetía su nombre, recordando los mil detalles de su amorosa intimidad. La oreja sonrosada, cuyo lóbulo mordía dulcemente al mismo tiempo que murmuraba palabras dulces; su cabecita, que en las noches de invierno se refugiaba en su hombro con el mismo ademán tímido del pájaro que oculta el pico bajo el ala; sus piernas de diosa, que pretendía ocultar ruborosamente cuando él la probaba aquellas medias adquiridas en el Rastro; su vientre antes de la deformación materna, con el gracioso hoyuelo umbilical, que parecía gesticular cuando se conmovía con la agitación de la risa; la doble copa de alabastro de sus pechos, aquellas dos magnolias de amor… todo había sido despedazado bajo el acero, sin piedad, sin misericordia. Manos que no la conocían habían violado el secreto de su cuerpo… de aquel cuerpo que le despertaba por las mañanas con su roce de satén, cuando ella pasaba a gatas por encima de él para levantarse, poniendo un instante sus ojos sobre los suyos, confundiéndose las respiraciones de los dos.
¡Feli! ¡Feli!… ¿Qué pecado había cometido para que la fatalidad la privase hasta de la paz de la tumba?…
Maltrana lloraba ahora, sin miedo a que la gente se fijase en él.
Estaba en el campo. Al mirar en torno, vio a corta distancia el cementerio de San Martín. Sin darse cuenta había marchado instintivamente hacia aquellos lugares que presenciaron las primeras dichas de su amor.
No se atrevió a entrar en el cementerio. La Muerte le asediaba con sobrada insistencia para que él fuese a devolverle la visita. ¡Ay, cómo odiaba a la infame señora de los ojos sin luz, de la piel intensamente pálida, que una tarde había descrito allí dentro, ante la absorta muchacha! ¡Con qué delectación la escupiría en su pecho voluminoso y amargo, en sus flancos potentes, si pasase ante él!… Cierto que tras sus pisadas resurgía la vida; que otras Felis vendrían al mundo; pero no eran para él. La suya, la que había tenido en sus brazos, esa no volvería nunca. Había sido un rayo de sol al través de las nubes de su cielo, saludado por la espiral de las ilusiones, que volaban como palomas. Las nubes cerrábanse para siempre, el rayo de sol se extinguía, y las palomas venían al suelo transidas de frío.
Marchó, como en peregrinación, por la senda que aquella tarde precursora de su felicidad había seguido con Feli. Deteníase como un devoto a saborear en ciertos sitios el religioso goce del recuerdo. Aquí, había entregado su dinero a unas mendigas para que se emborrachasen celebrando su dicha; más allá, Feli le daba a chupar una naranja, con mohines graciosos. Al llegar al merendero, vagó por los alrededores con una insistencia que puso en guardia a los dueños, alarmados por el aspecto mísero de Maltrana.
Cerca del Canalillo le faltaron las fuerzas. El recuerdo le aplastaba; también él iba a morir. Necesitaba olvidar: la vista de estos sitios le hacía gran daño. El invierno deshojaba los árboles; la tierra estaba yerma. Era el mismo escenario de su dicha, como él era el mismo Maltrana; pero había soplado un viento glacial, matando la alegre hojarasca llena de rumores y de cánticos, dejando sólo el escueto ramaje. Los almendros de la Huerta del Obispo, que derramaban en otros tiempos lluvias de flores sobre la cabeza de Feli, parecían ahora escobas plantadas por el mango.
Isidro, tambaleándose como un herido, fue en busca de su abuela.
Zaratustra y la señora Eusebia le escucharon silenciosos, pero sin participar de su emoción. ¿Conque la chica del Mosco había muerto? ¡Todo sea por Dios!… Y el par de vejestorios replegábase en su egoísmo, sintiéndose más fuerte, más feliz, con la satisfacción de conservar su existencia, mientras la muerte ensañábase con la juventud.
La tía Mariposa sólo pensaba en su biznieto, de cuya salud hacía grandes elogios. Poco le importaba la suerte de la madre; toda su atención era para el pequeño.
Isidro se quedó allí. ¿Adónde ir?… Su cobarde laxitud había llegado a los últimos límites de la indiferencia. Estaba atravesando el momento de las grandes renuncias a la vida. De ser creyente, se hubiese hecho ermitaño, lego de un convento de trapenses, asceta en un desierto. Ahora comprendía la huida del mundo, el aislamiento cruel, las santas locuras de ciertos desesperados, que al ser mordidos por el dolor encuentran remedio en su ignorancia y su fe.
Permaneció varios días en la cabaña de Zaratustra, complaciéndose en su suciedad, haciendo de esto una mortificación.
¡Ay, la conciencia! ¡La agobiadora pesadez del remordimiento! Ya no sentía dolor por la muerte de Feli. Lo que le avergonzaba era el abandono en que la había dejado, la cobardía de su floja voluntad, el egoísmo de no entristecerse viéndola enferma… ¡La pobre había muerto sola, en aquella cuadra blanca, rodeada de humanas bestias que sólo pensaban en ellas con el egoísmo del dolor, sin una mirada de cariño, sin una mano que estrechase la suya! ¡Y este crimen era ya irremediable!… ¡Ay, si Feli pudiese resucitar, sólo por un día, por una hora! Era su idea fija y tenaz… ¡Si volviese a la vida, aunque fuese para morir a los pocos instantes! El cumpliría su deber y quedaría más tranquilo: la pasión de su existencia tendría un final digno. Correría a su lado, para no abandonarla hasta el último momento. Sentíase capaz de robar para que sus restos reposasen en un féretro lujoso, para que se librase de la fosa común, para que no la llevaran a aquel matadero blanco, donde eran descuartizados los cadáveres… Pero ¡ay! sólo se muere una vez. El mal no tenía remedio. ¡Miserable de él! ¿Dónde estaba la poesía de su pasión? ¿Qué había de común entre él y aquellos amantes que había visto en los libros, inclinados sobre el lecho de la moribunda, abrazándola y gimiendo el último adiós?… ¡Feli, Feli! A cambio de su propia vida, pedía él que resucitase un instante, el tiempo preciso para besarla, para que partiese con el convencimiento de que la amaba, para salvar su cuerpo adorado de la odiosa profanación.
Tardó unas dos semanas en volver a Madrid. Una mañana que entró en la villa, vio de lejos a Nogueras camino de San Carlos, y sintió la necesidad de hablarle. Le inspiraba nueva simpatía, por haber conocido a Feli; creía encontrar en él un vago recuerdo de la muerta.
El doctor le saludó alegremente, mirándole con ojos de miope mientras limpiaba los cristales de sus lentes. Después recordó a la «queridita» infeliz, con cierta ligereza, sin dar importancia a aquella pasión de Maltrana. ¿Se había consolado? ¿Tenía ya alguna otra como sustituta? ¡Ah, bohemio incorregible! Para él era la vida: libre, mujeriego y sin la esclavitud de ocupaciones apremiantes.
Después contrajo la frente, como si concretase sus recuerdos.
– Hombre, una cosa curiosísima— añadió— . ¿Recuerdas aquel día en que te dije que la muchacha había muerto?… Pues no era verdad. Cuando llegué a San Carlos, después de mi viaje, me lo dijo el compañero. Fue un error suyo: la creyó muerta en un ataque, pero salió de él.
Maltrana abrió los ojos, quedó inmóvil de asombro, como si fuese a presenciar aquella resurrección con la que había soñado tantas veces, como si Feli surgiera ante él.
– Pero ¿vive?…– dijo temblando.
– No, hombre; murió: fue una semana después. Pensé avisarte, escribirte; pero ¿quién diablo adivina dónde encontrarte, con esa vida que llevas?… Murió, no lo dudes; ahora es de veras. Tú eres un espíritu superior, y ciertas preocupaciones no te conmueven. No dudes de que ha muerto. Vi su cadáver en una mesa de la clase de disección.
¡Ah, la Suerte! La diosa malvada y caprichosa!… ¡Hasta el último momento jugueteaba con él!
Terminaba el invierno. La tarde parecía de primavera, con su cielo azul y límpido y su sol de dulce tibieza.
Maltrana atravesó el puente de Segovia, entrando después en la carretera de Extremadura.
Vestía de luto. El macferlán, la odiada librea de la miseria, ya no pendía de sus hombros. La Suerte le trataba con menos rudeza al verle solo. Trabajaba, le admitían artículos en algunas revistas, le encargaban traducciones, vivía en una casa de huéspedes y ahorraba para pagar a la nodriza de su hijo. No conocía la abundancia, pero tampoco las angustias y estrecheces de antes. Era el bienestar que llegaba; pero ¡cuán tardo! ¡y qué insípido le parecía!…
Caminó por una acera junto a la cual serpenteaba un arroyo. Miraba distraídamente los rótulos de las puertas. Casi todos eran de tabernas, pero tabernas de las afueras, que a la vez servían de figones y merenderos. «Vinos, por Fulano.» Y aquí el nombre del dueño del establecimiento, como si fuesen los taberneros quienes los fabricaban.
En una casucha de tablas, llamó su atención otro rótulo: «Taberna de Agustín, alias el Bolero. Cocidos a diez céntimos.» ¡A diez céntimos! ¿En qué consistirían estos cocidos?… Pensó en ellos con repugnancia; pero se dijo que alguna vez habría visitado la taberna en otra época, de conocer tal baratura.
En muchos balcones exhibíanse anuncios de pirotécnicos, con muestras de ruedas de artificio y enormes petardos. Todos los polvoristas de Madrid se habían instalado en este barrio, que parecía la calle principal de un lugarón, con sus rústicos paradores y las casas sucias del polvo de los carros.
Maltrana, siguiendo cuesta arriba, llegó al final de la doble fila de casas. La carretera perdíase de vista, flanqueada a un lado por la tapia interminable de la Casa de Campo y al otro por las colinas, en cuyos surcos comenzaba a surgir la cabellera de una cebada triste, pisada con frecuencia por los transeúntes.
Siguió Maltrana una senda que conducía a una casucha en lo más alto de un montecillo. Era el cerro de los Corvos, y la casa aquella tiendecita donde criaban a su hijo.
La mujer cosía a la puerta del establecimiento, bajo una parra seca, en una pequeña explanada, desde la cual dominábase toda la parte de Madrid que mira al río.
Al reconocerle, la nodriza se levantó apresuradamente. Quería sacar al pequeñuelo, que dormía después de una noche de insomnio y llantos.
Maltrana se opuso. Que durmiese; ya lo vería después: no tenía prisa.
Se sentó en un banco, ante una mesa de tablas desunidas, contemplando el magnífico panorama. La mujer quiso obsequiarle… ¿Un poco de aguardiente? Pero él hizo un gesto de repugnancia. Agua, nada más que agua. Y ella sacó un jarro de la obscura tienda, que exhalaba un hedor de salazón, bebidas alcohólicas y grasa. La adquisición del agua costábales grandes esfuerzos en aquella altura. Su marido pasaba el día bajando y subiendo el cerro para llenar dos cubas en la fuente de la carretera.
Después, la nodriza habló de la pésima marcha de sus negocios. Iban a perder los ahorros que su marido, el pobre músico, había hecho en el ejército. Las casuchas cercanas al cerro eran de pobres que vivían en la peor miseria: ladrilleros casi todos, que sólo encontraban trabajo en verano. Los otros meses pasábanlos entre privaciones, pidiendo fiado en la tienda. No tenían otro recurso que merodear en la Casa de Campo, saltando la tapia para coger cardillos, que vendían en Madrid.