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Kitabı oku: «La Horda», sayfa 8

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– ¡No me conoces!… ¡No nos conoces!

Unas iban vestidas de bebé, con colores vistosos, suelta sobre la espalda la cabellera algo aceitosa, mostrando por debajo de las cortas enaguas la redondez de sus pantorrillas y el rayado chillón de las medias. Casi todas ellas llevaban guantes, y este forro de piel que ocultaba sus manos rudas y no muy limpias enorgullecíalas como una muestra de distinción, al mismo tiempo que paralizaba sus ademanes. Otras vestían de golfos, enfundadas en pantalones masculinos, que parecían próximos a estallar con la presión de las rollizas carnes. Un pañuelito rojo cubría el cuello de sus blusas, y por debajo de la boina asomaban los rulos de su peinado chulesco.

Al agitarse en torno de Isidro, envolviéronle en una espiral de almizcle, perfume barato del que se habían impregnado las vírgenes de la busca para mayor esplendor de la fiesta.

– ¡No me conoces!…– gritaban los golfos de abultadas amenidades, tirándole del bigote, abofeteándole con un entusiasmo que enrojecía sus mejillas.

– ¡No me conoces!…– gritaba un bebé de color de rosa, en el que Maltrana fijó su atención.

– ¿Pues no te he de conocer, criatura?– exclamó el joven— . Tú eres Feliciana. No hay en todo el barrio otras manos como las tuyas. Por eso las llevas descubiertas, coquetona.

Muchas de las máscaras echaron a correr, chillando, asombradas de este reconocimiento y ofendidas por la alusión a sus manos enguantadas. Un grupo de mozos bajaba la cuesta, y ellas, con el deseo de ser perseguidas, corrieron a su encuentro. Maltrana quedó casi solo, junto al bebé. Las compañeras más íntimas se habían separado algunos pasos, fijando su atención en el encuentro de los mozos con las máscaras.

– Sí; tú eres Feliciana— volvió a decir el joven, cogiéndola las manos— . Dime, ¿cuándo volverá tu padre?…

– No soy Feliciana— chilló la máscara con una voz trémula en la que parecía vibrar la cólera— . Feliciana tiene las manos más feas que las mías. La prueba está en que las has visto muchas veces, sin decirla a la pobre una palabra.

– Vamos, muchacha, no digas tonterías. ¿Es que habéis bebido esta tarde?…

– Tú eres un orgulloso, Isidro— continuó la máscara, hablando con precipitación, como si temiese que lo faltara el ánimo antes de acabar— ; tú eres un fatuo, que, admirado de tu importancia, no te fijas en nadie. Estás tan orgulloso de que te llamen sabio, que no miras a las gentes, ni tienes pizca de talento para adivinar lo que piensan los que te rodean.

Maltrana la oía con extrañeza.

– Pero ¿qué tonterías dices, niña? ¿Es que estás borracha?

Todas las máscaras se habían alejado hacia la cañada, donde sonaban los gritos de juguetonas persecuciones. Estaban solos; pero a pesar de esto, el bebé hablaba con su voz atiplada de máscara, fijando, a través de los agujeros del antifaz, sus ojos negros y profundos en los de Isidro.

– Yo no soy Feliciana, pero soy su mejor amiga. Ella es como yo misma… más que si fuésemos hermanas. ¿Y sabes lo que dice Feliciana?… Que eres un orgulloso; que por más que ella te mira, tú nunca te fijas en ella; que te parece muy poca cosa porque vive en las Carolinas y va a la fábrica de gorras… ¡Claro! ¡Como el señor vive en Madrid, y escribe en los papeles, y viste de señorito!… ¡A saber si tendrá en los Madriles cómicas que se lo disputen, señoronas que le hagan el amor!…

Maltrana reía de la candidez de la muchacha. Aquella infeliz se imaginaba su existencia como una carrera de abundancias y triunfos. Su credulidad resultaba una ironía cruel.

– Pero muchacha— dijo— , tú has bebido. Tú estás chispa, Feliciana.

– ¡Y dale con Feliciana!– repuso ella con tono irritado— . Ya te he dicho que no lo soy. Si lo fuese, te diría cuatro frescas, y con motivo; ¡orgulloso! ¡pelambre! ¡golfo con pretensiones!… Pero no te enfades. Te digo esto porque llevo la careta puesta, y porque antes nos han hecho beber un poquito allá arriba. ¡Pobre Feliciana! ¡Pobres mujeres!… Los hombres habéis arreglado las cosas de tal modo, que nosotras tenemos que callarnos y reventar de pena si es que no nos adivinan. Y tú, golfito serio, con toda tu sabiduría, eres tan incapaz de adivinar, tan ciego… que no sabes distinguir entre Feliciana o las cachuelas de conejo a que te convida su padre.

Maltrana era ahora el que se sentía turbado, no sabiendo qué contestar. Su timidez encogíase ante la audacia con que se expresaba la mascarita.

Había vuelto a cogerla por las manos, y se las apretaba sin saber qué decir, repitiendo lo mismo:

– ¡Feliciana… Feliciana!

– Hombre, ¡déjala en paz! Ya te he dicho que no soy Feliciana. ¿A qué repetir su nombre? ¡Para lo que te fijas en ella cuando la ves! Nunca la has mirado los ojos; nunca has visto en ella nada de extraordinario. Tú te crías para cosas mejores. Tu madre quería verte casado con una señora; tu abuela asegura que el mejor día vendrás a verla en carruaje de dos caballos, con una señorita de gorro alto… Deja a Feliciana; deja a la pobre que llore y se pudra de pena. Pero sábelo, bandido, canallita, golfo presumido, sosaina: Feliciana tiene la desgracia de haberse chalao por ti; Feliciana te quiere; pero es mujer, y calla, y se le corrompe la sangre al ver que este burro, o no lo conoce, o es un ladrón que se divierte fingiendo que no se entera.

Detrás de la careta sonó un suspiro. El bebé se llevó las manos al pecho, y por los agujeros del cartón viéronse los ojos húmedos, lacrimosos.

Maltrana, turbado por las palabras de la máscara, no acertó a contestar. Instintivamente llevó una mano al antifaz y tiró de él.

Apareció el rostro de Feliciana congestionado, con los ojos llenos de lágrimas. Al verse con la cara descubierta, quiso escapar; después intentó sonreír.

– Todo ha sido una broma. Confiesa, Isidro, que he sabido marearte, y olvida esas tonterías.

– Feliciana— dijo el joven gravemente— , no llores. Broma o realidad, bendigo tu valor que te ha permitido decirme tales cosas. Tienes razón: soy un tonto; pero orgulloso, nunca. El ciego ya ve; el distraído se fija.

Sin darse cuenta de lo que hacía, una de sus manos soltó las de la muchacha, deslizándose instintivamente por su talle.

Feliciana fijó en él sus ojos húmedos, negros como dos gotas de tinta, que reflejaban el lejano foco de sol. La presión de aquel brazo en su talle parecía doblarla, vencerla.

Se miraron, sin osar decirse nada, asustados de su atrevimiento, de esta rápida aproximación.

Sonaron cerca de ellos los gritos de las máscaras. El alegre grupo volvía de la cañada perseguido por los mozos.

La audacia que había hecho hablar a la joven con la careta puesta la abandonó de pronto. Desvaneciose su atrevimiento, producto de unos sorbos de vino y del amparo del antifaz. Feliciana hizo el mismo gesto de espanto que si despertase de súbito completamente desnuda a la vista de los hombres. Se arrancó del brazo de Maltrana y corrió hacia un árbol inmediato, apoyando en él los codos, ocultando la cara entre las manos.

No quería que la viese Isidro. Tenía miedo de mirarle. Ahora lloraba de veras, y gemía entre suspiros:

– ¡Qué vergüenza, Señor!… ¡qué vergüenza!

V

– Siéntese usted, joven. Está usted en su casa: ya sabe que le considero como de la familia.

Y el senador don Gaspar Jiménez acariciaba a Maltrana con aquellas palmaditas protectoras que enorgullecían al joven.

Estaba en el despacho del personaje, habitación amueblada con la severidad que correspondía a un hombre de su importancia y su seso. Las sillas eran de cuero, las paredes obscuras. En una librería alineábanse los tomos de las Sesiones del Senado, juntos con memorias, estadísticas y aranceles; volúmenes imponentes por el tamaño, impresos a expensas del Estado. Pendientes de los muros, en marcos coruscantes, exhibíanse varios títulos de individuo de honor de diversas sociedades, acreditando los méritos del marqués de Jiménez, y un tarjetón, prodigio de caligrafía, en el cual los compromisarios castellanos felicitaban a su «digno senador» por sus brillantes discursos en defensa de la protección a los trigos.

Un retrato al óleo, de tamaño natural, llenaba todo un lado del despacho. El marqués aparecía en el lienzo de pie, vestido de frac, con todas sus condecoraciones, apoyando un codo en la chimenea de su salón y sosteniendo con la diestra mano su frente cejijunta cargada de pensamientos. Una obra maestra. Al contemplar Isidro este figurón con el pecho constelado de condecoraciones, encontraba cierta semejanza a su poderoso amigo con varios prestidigitadores célebres. Después, sintió ganas de reír ante la seriedad y el empaque con que el senador se mostraba en el retrato. Era un caballero que se hacía representar de visita en su propia casa.

El grave marqués, que trataba siempre a las gentes con tono protector, parecía titubear en presencia de Maltrana.

Hablábale con cierta distracción, como si su pensamiento estuviese lejos. Se enteraba con forzada curiosidad de la vida del joven, de sus luchas y aspiraciones, mientras fruncía el ceño y su mirada vaga parecía buscar un pretexto para conducir la conversación adonde era su deseo.

Por fin, habló del motivo que le había hecho llamar a Isidro.

– Pues sí, joven amigo— dijo con la entonación solemne que empleaba al charlar en los corrillos de la Alta Cámara— . Yo me he tomado la libertad de hacerle venir porque tengo que proponer a usted algo que considero muy beneficioso para su persona. Yo entiendo que hay que proteger a la juventud; yo amo a los jóvenes; soy uno de ellos, por más que muchos no lo crean viéndome dedicado a serios estudios, a problemas graves, que mejor cuadran con la vejez. Pero la vida no es un sueño, como ya le dije a usted en cierta ocasión. La vida no es un juego, y hay que aceptarla con toda su seriedad… Por lo demás, lo que tal vez sea beneficioso para usted será indudablemente muy útil para mí, y si usted lo acepta, merecerá mi agradecimiento.

Isidro, que escuchaba atentamente estas palabras del senador, con todo su relleno de retazos oratorios, no sacó nada en claro. ¿Qué deseaba el señor marqués? Allí estaba él para servirle; podía decir cuál era su intención.

El personaje volvió a hablar con no menos anfibologías y rodeos, como si temiese descubrir de golpe su pensamiento. El vivía muy ocupado. Era el hombre que en todo Madrid disponía de menos tiempo para dar satisfacción a sus particulares aficiones. Por una parte, la sagrada defensa de los trigos, y por otra, las asociaciones de propaganda católica y de religiosidad obrera, devoraban todo su tiempo. Era vicepresidente de unas Ligas, secretario de otras, y consideraba un deber sagrado no faltar a ninguna de sus reuniones. A más de esto, le asediaba el partido con sus exigencias de disciplina, gozaba del afecto del jefe, a cuya tertulia no le era lícito faltar, y tenía que ocuparse de la educación de sus hijos, dos muchachos irreprochables, que profesaban las ideas sanas de su padre y merecían los elogios de sus antiguos maestros, los buenos sacerdotes de la Compañía.

Maltrana acogió con graves movimientos de cabeza y risas interiores estas palabras. Conocía de vista a los hijos: les había encontrado muchas noches en Romea y otros salones donde cantan y bailan las «estrellas» del género ínfimo. Uno de ellos firmaba pagarés en blanco a todos los usureros de Madrid para atender de este modo al sostenimiento de cierta divette procedente de Perpiñán.

– En estas condiciones, pues— continuó el senador con entonación oratoria— , me es imposible dedicar mi actividad a los trabajos de pluma, exteriorizar mis modestas ideas sobre el papel. Porque yo, amigo Maltrana, también soy escritor. Por esto me inspiran tanto afecto los jóvenes que, como usted, se dedican a las bellas letras… Yo, según dicen mis amigos, hablo bastante bien; pues crea usted que soy más escritor que orador. He publicado poco; mi modestia me lo impide. Pero ¡si viese usted el montón de papel que llevo emborronado!…

Y como creyera ver en Maltrana un ademán de curiosidad, se apresuró a añadir:

– No; no puedo enseñarle ninguno de mis trabajos. Mi modestia me obliga a romperlos antes de acabarlos. Necesito que alguien me ayude y me empuje. Yo tengo ideas, muchas ideas; lo que me falta es el auxilio, la colaboración de un joven ilustrado que sea dueño de todo su tiempo para escribir: uno como usted.

Isidro comprendió que el personaje había llegado por fin adonde quería. Adivinábase en su rostro la placidez de haber soltado una proposición vergonzosa que era su tormento. El joven aceptó con breves palabras. ¿En qué había de consistir su trabajo? Estaba dispuesto a servirle, muy agradecido de que se fijase en él.

Y el pobre Maltrana lo sentía así, apreciando como un gran honor la propuesta del personaje.

Lo que deseaba el marqués de Jiménez era escribir un libro, pero un libro notable que consolidase su prestigio de economista, de pensador serio. No quería tener secretos con Maltrana, y le confesó que el tal libro sería un escalón, el último, para alcanzar la cartera de ministro el día que su partido volviese al Poder. El mismo jefe le prometía escribir un prólogo para la obra.

– Ya ve usted, amigo Maltrana. ¡Qué honor! ¡qué honor para nosotros!…

Este «nosotros» dejó frío al joven. Renunciaba de antemano a todo lo que no fuese la retribución que el marqués quisiera darle.

– Usted escribirá— continuó el personaje— ; yo le daré las ideas; y con esto creo que su trabajo será coser y cantar, como quien dice… Usted es un joven discreto que «se entera» de las cosas, y tendrá cuidado de no «salirse del tiesto» mezclando en la obra ideas de esas diabólicas y modernistas que se traen los muchachos de estos tiempos. El libro irá dedicado a Su Majestad el rey; no necesito decirle más. Una dedicatoria sencilla, pero hermosa, que usted tendrá la bondad de escribir. Asunto de decirle que, así como es el primer soldado de la nación, el primer agricultor, el primer cazador, el primero en todo, tanto si se trata de dirigir la política como de dirigir un automóvil, es también, para mí y para todas las gentes de bien que tenemos que perder, el primer sociólogo. ¿No será bonita una dedicatoria en este sentido?…

Isidro contestó con movimientos de afirmación.

– Porque mi obra, amigo Maltrana, va a ser socialista; no se asuste usted: socialista del verdadero socialismo, del práctico, del que puede ser, del que defendemos los espíritus sanos, uniendo las exigencias de la época con las santas tradiciones y los intereses creados.

El joven le pidió las ideas que habían de servirle de guía, la trama poderosa, sobre la cual no tendría él otro quehacer que alinear palabras con la pluma: «coser y cantar», como decía el personaje.

– El libro— dijo éste— podría titularse El verdadero socialismo; pero si usted encuentra otro título más bonito, por mí no se prive usted; yo no tengo en esto empeños de amor propio. Usted manda, usted es el amo. Haga todo lo que considere más acertado; cuantas más iniciativas tenga, mejor.

Y gravemente, arrugando el entrecejo, como si cada idea le costase una extracción dolorosa, expuso su plan. El libro debía ser un himno a la caridad; que los ricos diesen a los pobres, que los pobres respetasen a los ricos, y unos y otros se confiaran a la dirección de la Iglesia católica, maestra de siglos en estas cuestiones, y a Su Santidad el Papa, el primer socialista del verdadero socialismo.

– Creo que con esto— continuó— ya tiene usted bastante para hacer el libro. No queda mas que el escribirlo, lo más fácil; sólo que esto exige tiempo, y yo no lo tengo. Reconocerá usted que estas ideas no son cualquier cosa; que tienen puntos de vista completamente nuevos. De exponer cuestan muy poco; pero yo sé el tiempo que llevo rumiándolas, dándoles forma, preparándolas, para que usted no tenga mas que escribirlas. Además, tengo mis iniciativas propias sobre la forma del libro. Debe ser grueso, muy grueso. No tema usted correrse; se gastará en imprenta lo que sea preciso. Los capítulos deben ostentar al frente esos párrafos en letra, pequeña que llaman sumarios. Esto me ha gustado siempre; da cierto aire de seriedad y de método. Luego deseo que todas las páginas lleven notas, muchas notas, que ocupen tanto como el texto. He visto que todas las obras importantes van así. También esto da aire de seriedad y prueba erudición en el autor. Hay que citar muchos nombres y que sean extranjeros; cuanto más enrevesados, mejor. Esto lo hará usted fácilmente; es asunto de consultar libros, de pasarse algunas semanas en la Biblioteca. ¡Si yo tuviese tiempo!…

Maltrana sonreía escuchando las indicaciones de su protector.

– La tarea es fácil— prosiguió el marqués— . No crea usted que yo ignoro dónde están las fuentes. En esto del socialismo sano y sin escándalo hemos coincidido algunos hombres de Europa. Según me dijo el jefe, hay un señor profesor, italiano o suizo, no recuerdo bien, que ha escrito algo muy sonado sobre el socialismo católico. Uno no tiene tiempo de leerlo todo. Búsquelo usted, y ya tiene una fuente más, después de las mías.

El senador habló aún largo rato de su obra, para demostrar a Maltrana la facilidad con que podía escribirla contando con la firme base de sus ideas.

– Y no es, joven amigo, que yo pretenda aminorar la recompensa de su tarea. Yo entiendo que estos encargos deben pagarse bien. Además, amo a la, juventud y deseo protegerla. Le daré a usted tres mil reales por su trabajo; pero que sea grueso el libro, ¿eh?, y sobre todo, notas… muchas notas. Tal vez si la cosa sale a mi gusto, como yo la he concebido, llegue a los cuatro mil. Por de pronto, tome usted veinte duros para los primeros gastos… papel, tinta, plumas.

Maltrana cogió el billete con cierta emoción, contestando aturdidamente a todas las recomendaciones del personaje.

– A trabajar, joven. La vida no es un sueño; hay que trabajar, hay que ser prácticos. Tratándose de un joven formal como lo es usted, creo inútil recomendarle la prudencia. Esto debo quedar en secreto. Además, no supone gran cosa: sólo significa que me falta el tiempo. El libro lo doy yo hecho; usted no tiene mas que escribirlo. ¡Ay, si yo no estuviese tan ocupado!

Aún le recomendó otra vez que no olvidase los sumarios de los capítulos y las notas, muchas notas, con gran desfile de autores.

– Esto viste mucho. Cuando usted tenga un capítulo, me lo trae, y así con todos los demás. Yo los iré copiando, para que vaya de mi letra a la imprenta. Aunque ocupadísimo, creo que tendré tiempo para este pequeño trabajo.

Maltrana, al verse en la calle, creyó que la Fortuna marchaba ante él, abriéndole paso con el revoloteo de sus alas de oro. No sentía el más leve remordimiento por este trabajo de mercenario que acababan de encargarle. Se reía del socialismo católico y de las «ideas» de su protector: cuatro simplezas que aquel necio juzgaba suficientes para el esqueleto de un libro. ¡Valiente atún era el señor Jiménez!… Pero lo respetaba, viendo en él al hombre providencial que cambiaría el curso de su existencia, al suceso esperado que había de sacarle del atolladero de su voluntad.

El papelito de cien pesetas plegado en un bolsillo de su chaleco pesábale como un lastre que daba a su persona nuevo aplomo; veía tras él la seguridad de otros billetes, de más dinero, todo a cambio de llenar unos cuantos centenares de cuartillas de retazos de libros ajenos, de disparates para él inadmisibles, que el grave senador firmaría sin titubear, poniéndolos bajo el amparo de su empingorotada personalidad.

Podía dormir tranquilo el solemne marqués de Jiménez. Tendría el libro más pronto de lo que esperaba; grueso, muy grueso, con notas, con sumarios, hasta con apéndices, desfilando por el piso bajo de sus páginas, en tumultuosa corriente, los nombres de todos los autores conocidos y desconocidos, con algunos más que él inventaría. Difícil era que el personaje no se mostrase satisfecho; y una vez le tomase gusto a ser autor a tan poca costa, repetiría el encargo, dándole ideas para nuevos libros. El le sugeriría el deseo de ser académico, de conquistar la inmortalidad apedreándola con grandes volúmenes de interminables notas que nadie leería. Acababa de encontrar un filón; iba a tener una renta fija.

Y el bohemio, sin remordimientos por esta piratería literaria, aceptándola alegremente como una liberación de la miseria, pensó en cambiar el billete, en gozar por adelantado de su futuro bienestar.

Era más de mediodía. Maltrana se fue a la «taberna de los genios», que únicamente visitaba en los días prósperos. ¡Flojo atracón iba a darse! Buscó en la lista los platos mejores, aquellos cuyos nombres leía melancólicamente las noches que entraba en el establecimiento sin otro capital que una peseta. ¡Viva la abundancia! Comió a su antojo de lo más caro, tomó café, y hasta hizo que le trajesen de la Tabacalera de la calle de Sevilla un cigarro habano de los mejores. Había que solemnizar el suceso.

Saboreando la copa de coñac y envuelto en la nube azulada de oloroso humo, sentía la placidez de una buena digestión, aquella fe en el destino que surgía en él al llenar el estómago.

Pensaba en el porvenir. Su protector tenía razón: la vida no es un juego; debía cambiar inmediatamente de método. El trabajo exige orden; suprimiría la vida nocturna: dejaría de ir a la redacción. Ya no podía estar en el tabuco de la calle de los Artistas, esperando que su padrastro y su hermano abandonasen la cama para ocuparla él. Se acabó la bohemia triste y errante. Tenía derecho a una casa, como todos… ¿Y por que no a una mujer que le acompañase en esta ascensión hacia la Fortuna, que creía haber comenzado ya?…

La imagen de Feliciana, de la dulce Feli, como él la llamaba, pareció surgir ante sus ojos entre las nubes de humo azul.

Aún duraba en él la impresión de sorpresa y de orgullo que le produjeron las palabras de la muchacha cuatro días antes. El, tan feo y miserable, que sólo burlas o indiferencia inspiraba a las mujeres, veíase amado, y para mayor asombro, era la hembra la que salía a su encuentro, ofreciéndose en un arrebato de audacia.

No dejaba de reconocer que en este amor había mucho de admiración. La pobre muchacha de las Carolinas le adoraba como un ser superior. Era el único hombre que la había revelado la existencia de una vida distinta de la vida salvaje, sucia y violenta que la rodeaba.

«Para la pobre Feli— pensó Maltrana— , yo soy la poesía; un pedazo de cielo que desciende hasta ella; algo superior que ama y venera a un mismo tiempo. ¡Con tal que no pierda las ilusiones al verme de cerca!…»

La Fortuna le había azotado largos años, para dárselo todo a un tiempo: dinero y amor. Desde que Feli hizo su confesión, él no podía dormir sin que se cortase su sueño con visiones, en las que aparecía la hija del Mosco acariciándolo con la sonrisa, tendiéndole los brazos. Al despertar, la imagen quedábase fija en su memoria, ennoblecida y hermoseada por el ensueño, como una ilusión más de las muchas que llevaba en el bagaje de sus esperanzas.

Maltrana, al preguntarse si amaba de veras a Feli, permanecía indeciso, no sabiendo ciertamente qué contestar. El no conocía otro amor que el de las comedias y las novelas, y se confesaba noblemente que el suyo no era de este género. Habituado por sus aficiones filosóficas a buscar la causa de las cosas y a desentrañar las pasiones, abriéndolas en canal para sorprender su secreto, acababa por convertir en esqueletos descarnados los sentimientos más vivos.

No; él no amaba a Feli con grandes arrebatos, pero sentíase atraído por ella dulcemente. En esta atracción había un poco de agradecimiento y algo de orgullo personal, de halago al amor propio. La deseaba, además, por egoísmo, viendo en ella una hembra apetecible que podía embellecer su existencia.

Maltrana, con gran detrimento de su dignidad de filósofo, soñaba despierto muchas veces al pensar en su porvenir. Cuando su imaginación tomaba vuelos de águila, se veía aclamado por las naciones, reconocido por todas como el genio más grande del siglo, presidiendo, en nombre de la ciencia, los Estados Unidos de Europa, que vivían felices gracias a Maltrana, al gran Maltrana I, moderno Napoleón de las grandes conquistas del progreso.

Otras veces, sus ensueños aleteaban más bajos. Nada de dominaciones, ni de Estados Unidos de Europa y otros líos: contentábase con ser un hombre que tuviese asegurada la satisfacción, sus necesidades, y pasase la vida plácidamente entre la abundancia y el estudio. Y el joven, al escribir sus traducciones, soñaba con tener algún día habitación propia, muchos libros y algunos objetos de arte. Entonces, cuando se sintiera fatigado por el trabajo, unos brazos femeniles, blancos, desnudos, surgirían por detrás, estrechándole, y una boca acariciadora le rozaría las orejas murmurando palabras de cariño.

Esto no era imposible; podía conseguirlo. Llegaba el momento de realizar sus ensueños. La buena hada de las leyendas marchaba ante él con la varilla, de oro, haciendo brotar rosales en los bordes de su camino.

Salió de la taberna con el enorme cigarro en los labios, echando humo ante él, como si las ilusiones se le escaparan por la boca, precediéndole en la marcha.

El sol tibio de la tarde y el azul transparente del cielo parecían colarse en su alma. Aún vagaban por las calles algunos mascarones, últimos recuerdos de la pasada fiesta. Maltrana les sonreía, encontrándolos interesantes; también por su imaginación se paseaban como máscaras las más abigarradas ilusiones.

Con la alegría del bienestar, emprendió a pie su marcha hacia los Cuatro Caminos. Pensaba detenerse en la calle de Bravo Murillo, frente a la fábrica de gorras donde trabajaba Feli; aguardar la salida de ésta para hablarla de la fortuna que inesperadamente embellecía su vida.

Paseando por un andén de la ancha calle, más allá de los Depósitos viejos, vio Isidro venir a un antiguo conocido.

– Vaya usted con Dios, don Vicente.

Era un hombre vestido con ropas cuidadosamente cepilladas, pero que por su holgura revelaban no haber sido confeccionadas para su cuerpo. El sombrero, más grande que la cabeza, llevaba hinchado el sudador por ocultas cintas de papel. Tenía la cara rojiza, con profundos surcos en cuyo fondo la piel aparecía blanca y brillante. Los ojos parpadeaban, inflamados, sin pestañas, con las córneas manchadas de sangre. Las orejas sobresalían, casi despegadas del cráneo, como si fuesen a aletear. Las púas blancas y amarillentas del bigote y la barba delataban la torpeza de unas tijeras manejadas ciegamente.

Parecía fuerte, con una salud campesina capaz de afrontar las mayores rudezas, pero las privaciones habían amojamado su cuerpo y daban a su paso cierta irregularidad, como si las piernas sólo pudiesen avanzar a costa de nerviosos temblores. Gesticulaba y hablaba solo, sin hacer caso de la extrañeza de las gentes. De vez en cuando se detenía, y apoyando un codo en una mano, se llevaba la otra a la frente, partida por una arruga vertical.

Al oír que el joven le saludaba, dudó algunos instantes, como si sus ojos inflamados no pudiesen reconocerle.

– ¡Ah! ¿Es usted, señor de Maltrana?– dijo con voz dulce— . Que la Virgen le guarde. ¿Trabaja usted mucho?..

Maltrana le había conocido por sus hábitos de noctámbulo. Como él se acostaba bien entrado el día y aquel hombre levantábase mucho antes de amanecer, se habían encontrado varias veces en las calles de Madrid, cerca de los mercados, cuando apenas apuntaba la mañana.

Isidro sentía por él irónica admiración. Había llegado tarde al mundo, así como él, en su petulancia juvenil, creía haber nacido demasiado pronto para que le comprendiesen. Dos siglos antes, la muchedumbre habría venerado al señor Vicente; los reyes le habrían visitado en su tugurio; las gentes piadosas, en la hora de su muerte, habrían caído sobre su cadáver, arrancándole los pelos y pedazos de su hábito como santas reliquias, y tal vez a aquellas horas figuraría en los altares, trocadas las sucias vestimentas en mantos de oro.

Iba siempre con los bolsillos repletos de hojitas impresas que contenían oraciones, de pequeñas estampas y de periódicos de religiosa procacidad que le entregaban las asociaciones católicas para que los repartiese. Maltrana le había tropezado un amanecer cerca de la plaza de la Cebada peleándose de palabra con un carretero porque arreaba sus bestias con acompañamiento de tremendas blasfemias. El señor Vicente se arrodillaba con los brazos en cruz ante el pecador, pidiéndole que le pegase con el látigo, que saciase en él su furia, a cambio de dejar en paz el santo nombre de Dios, pues antes quería morir que verlo insultado. El joven había sentido interés por este loco que vagaba por Madrid entre la extrañeza y la rechifla, como si fuese un resucitado. De nacer en otros tiempos, habría fundado una orden, una nueva regla religiosa, dejando su huella en la Historia.

Después le vio muchas mañanas deteniendo a las criadas en las inmediaciones de los mercados para darlas estampas y oraciones, hablándolas de la Virgen, con los ojos rojizos puestos en lo alto, sin fijarse en las risas de las muchachas, que sentían cierta lástima por la guilladura de este buen señor, que al mismo tiempo era persona fina.

Otras veces lo encontraba sentado en el puesto de un remendón, rozando con la cabeza las viejas caricaturas anticlericales de El Motín pegadas a la pared, mientras hablaba al zapatero de Dios y de los santos, sin intimidarse por los canturreos burlones y el golpear del martillo sobre la suela.

Metíase en las tabernas, sin miedo a las burlas de los alegres compadres, que le invitaban a tomar una copa. Gracias; el no bebía. El vino le dañaba los ojos. Pero a cambio de que le oyesen, acababa por tomar un sorbo, a guisa de mortificación, haciendo los mismos aspavientos que si fuese veneno, y les hablaba de sus devociones simples, de su piedad de hombre sencillo. Maltrana también le había visto irritado, con la cólera del loco pacífico que pierde su tranquilidad. Le saludaban con blasfemias cuidadosamente rebuscadas para provocar su furor. Al principio las acogía cerrando los ojos, bajando la cabeza, como un mártir en las primeras angustias del tormento; pero su paciencia se agotaba al ver que el pecador insulto iba abarcando toda la corte celestial. Resurgía el campesino, el hombre forzudo habituado a la violencia: sus puños se cerraban amenazantes.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
380 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain