Kitabı oku: «La maja desnuda», sayfa 2
Aquella mujer desnuda, con la cabeza rizosa sobre sus brazos cruzados, mostrando en tranquilo abandono la leve vegetación de sus axilas, era el despertar de un arte que había vivido aislado. El cuerpo ligero, que apenas descansaba sobre el verde diván y las almohadas de finos encajes, parecía próximo á elevarse en el aire, con el potente impulso de la resurrección.
Renovales pensaba en los dos maestros, igualmente grandes, y sin embargo, tan distintos. El uno tenía la imponente majestad de los monumentos famosos; reposado, correcto, frío, llenando el horizonte de la historia con su mole colosal, envejeciendo gloriosamente sin que los siglos abriesen la menor grieta en sus muros de mármol. Por todos lados la misma fachada noble, ordenada, tranquila, sin fantasías de capricho. Era la razón, sólida, equilibrada, ajena á los entusiasmos y los desmayos, sin apresuramientos ni fiebres. El otro era grande como una montaña, con el desorden bizarro de la Naturaleza, cubierto de tortuosas desigualdades. Por un lado el peñascal bravío y árido; más allá la cañada cubierta de matorrales floridos; abajo el jardín con perfumes y pájaros; en la cumbre la corona de nubarrones que truenan y relampaguean. Era la imaginación en carrera desenfrenada, con altos jadeantes y nuevos escapes, la frente en lo infinito y los pies sin separarse de la tierra.
La vida de don Diego cabía en dos líneas. «Había pintado.» Esta era toda su biografía. Jamás en sus viajes por España é Italia sintió otra curiosidad que la de ver nuevos cuadros. En la corte del rey poeta había vegetado entre galanteos y mascaradas, tranquilo como un monje de la pintura, siempre de pie ante el lienzo y el modelo, hoy un bufón, mañana una infantita, sin otras aspiraciones que las de ascender de categoría entre los domésticos reales y coserse una cruz de paño rojo en el negro justillo. Era una alma excelsa encerrada en un cuerpo flemático que jamás le atormentó con deseos nerviosos ni alteró la calma de su trabajo con pasionales vehemencias. Al morir él, moría también, á la semana siguiente, la buena doña Juana, su esposa, buscándose los dos, como si no pudiesen permanecer separados después de su luenga peregrinación por el mundo, plácida y sin incidentes.
Goya «había vivido». Su existencia era la del artista gran señor: una agitada novela llena de misterios amorosos. Los discípulos, al entreabrir las cortinas de su estudio, veían la seda de unas faldas regias sobre las rodillas del maestro. Las lindas duquesas de la época acudían á que las pintarrajease las mejillas aquel aragonés fuerte, de áspera y varonil galantería, riendo como locas de estos retoques íntimos. Al contemplar sobre revuelta cama una divina desnudez, trasladaba al lienzo sus formas, por impulso irresistible, por imperiosa necesidad de reproducir la belleza, y la leyenda que flotaba en torno del pintor español iba colgando un nombre ilustre á todas las beldades que inmortalizaba su pincel.
Pintar sin miedo y sin preocupaciones, extasiarse reproduciendo sobre el lienzo la jugosa desnudez, el húmedo ámbar de la carne femenil con sus pálidos rosas de caracola marina, era el deseo y la envidia de Renovales: vivir como el famoso don Francisco, cual pájaro libre, de plumaje inquieto y luminoso, en medio de la monotonía del humano corral; ser, por las pasiones, por el desenfado y por los gustos, distinto de la mayoría de los hombres, ya que se diferenciaba de ellos por su modo de apreciar la vida.
Pero ¡ay! su existencia era igual á la de don Diego: llana, monótona, tirada á cordel. Pintaba, pero no vivía; le alababan sus obras por la exactitud con que cautivaba el natural, por el brillo de la luz, el color indefinible del aire y el exterior de las cosas; pero algo le faltaba, algo que se revolvía en su interior y en vano pugnaba por saltar las bardas vulgares de la existencia diaria.
El recuerdo de la novelesca vida de Goya le hacía pensar en su propia vida. Le llamaban maestro; comprábanle á buen precio todo lo que pintaba, especialmente si era con arreglo al gusto ajeno y contra su voluntad de artista; gozaba una existencia tranquila, llena de comodidades; tenía allá, en su estudio, con honores de palacio, cuya fachada reproducían los periódicos ilustrados, una esposa que creía en su genio y una hija que casi era una mujer, y hacía tartamudear de emoción á la tropa de discípulos íntimos. De su pasada bohemia, sólo restaban en él los fieltros abollados, las barbas luengas, la alborotada cabellera y cierto descuido en el vestir; pero cuando lo exigía su posición de gloria nacional, sacaba del ropero un frac con la solapa cubierta de condecoraciones, y hacía su figura en las fiestas oficiales. Tenía miles de duros en el Banco. En el estudio, paleta en mano, conferenciaba con su agente, discutiendo la clase de papel que debía adquirir con sus ganancias del año. Su nombre no despertaba extrañeza ni repulsión en la alta sociedad, donde era de moda que las señoras fuesen retratadas por él.
Había provocado en otro tiempo escándalos y protestas por sus audacias de color y su modo revolucionario de ver la Naturaleza, pero no llevaba sobre su nombre el menor atentado á las conveniencias que hay que guardar con el público. Sus mujeres eran hembras del pueblo, pintorescas y repugnantes; no había mostrado en sus lienzos otras carnes que la sudorosa del labriego ó la mantecosa del niño. Era el maestro honrado que cultiva su prodigiosa habilidad con la misma calma con que otros cuidan sus negocios.
¿Qué faltaba en su existencia?.. ¡Ay!.. Renovales sonreía irónicamente. Acudía de golpe á su memoria toda su vida en tumultuoso agolpamiento de recuerdos. Fijaba una vez más su mirada en aquella mujer de luminosa blancura, semejante á un ánfora de nácar, con los brazos en torno de la cabeza, los pechos enhiestos y triunfadores, los ojos puestos en él, como si le conociera muchos años, y repetía mentalmente, con expresión de amargura y desaliento:
– ¡La maja de Goya!.. ¡La maja desnuda!..
II
Al recordar Mariano Renovales los primeros años de su vida, su sensibilidad, siempre exquisita para las impresiones exteriores, evocaba un incesante choque de martillos. Desde que asomaba el sol hasta que la tierra comenzaba á entenebrecerse con la penumbra del crepúsculo, cantaba el hierro ó gemía en el suplicio del yunque, haciendo temblar las paredes de la casa y el piso del alto cuartucho donde Mariano jugueteaba, tendido en el suelo, junto á los pies de una mujer pálida, enfermiza, de ojos graves y profundos, la cual dejaba con frecuencia su costura para besar al pequeño con repentina vehemencia, como si temiese no verle más.
Aquellos martillos incansables, que habían acompañado el nacimiento de Mariano, le hacían saltar de la cama apenas apuntaba el día y bajar á la fragua para calentarse junto al incandescente fogón. Su padre, un cíclope bondadoso, velludo, tiznado de negro, iba de un lado á otro revolviendo hierros, manejando limas, dando órdenes á sus ayudantes con fuertes gritos, para que pudiesen oirle en el estrépito del martilleo. Dos mocetones despechugados braceaban jadeantes sobre el yunque, y el hierro, unas veces rojo y otras dorado, saltaba en chorros luminosos, se esparcía en ramilletes crepitantes, poblaba el negro ambiente de la fragua de un enjambre de moscas de fuego que iban á morir, apagadas y negras, en el hollín de los rincones.
– Cuidado, pequeño – decía el padre abarcando su cabeza tierna de pelos finos y ensortijados con una de sus manazas.
El chiquitín sentíase atraído por los colores del hierro ardiente, hasta el punto de que, con la inconsciencia de la niñez, intentaba algunas veces apoderarse de aquellos fragmentos que brillaban en el suelo como estrellas caídas.
Su padre lo empujaba fuera de la fragua, y más allá de la puerta negra de hollín veía Mariano extenderse, cuesta abajo, en el torrente de luz solar, los campos de tierra roja, cortados en figuras geométricas por lindes y ribazos de piedra; en el fondo, el valle, con grupos de álamos orlando el tortuoso cristal de un río, y enfrente las montañas cubiertas hasta sus cimas de obscuros pinares. La fragua estaba en las afueras de un pueblo, y de éste y de las aldeas del valle llegaban los encargos que mantenían la herrería: ejes nuevos de carro, rejas de arado, hoces, palas y horquillas necesitadas de compostura.
El incesante golpear de los martillos parecía conmover al pequeño, infundiéndole una fiebre de actividad, arrancándolo de sus juegos infantiles. Á los ocho años agarrábase á la cuerda del fuelle y tiraba de ella, extasiándose en la contemplación del charro de chispas que arrancaba la corriente de aire á los encendidos carbones. El buen cíclope mostrábase satisfecho del vigor de su hijo, robusto y fuerte como todos los de su familia, con unos puños que imponían respeto á los chicuelos del lugar. Era de su sangre. De la pobre madre, débil y enferma, sólo tenía su predisposición al silencio y al aislamiento, permaneciendo horas enteras, cuando se amortiguaba en él la fiebre de actividad, en muda contemplación de los campos, del cielo ó de los arroyos que bajaban saltando sobre guijas para confundirse con el río en lo más hondo del valle.
El pequeño aborrecía la escuela, mostrando un santo horror á las letras. Sus manos fuertes temblaban indecisas al intentar escribir una palabra. En cambio su padre y las demás gentes de la fragua admirábanse de la facilidad con que sabía reproducir los objetos por medio de un dibujo sencillo, ingenuo, en el que no se escapaba detalle alguno del natural. Llevaba siempre los bolsillos llenos de carbones y no veía una pared ó una piedra de cierta blancura, sin que al momento dejase de trazar en ella una copia de los objetos que herían sus ojos por alguna particularidad saliente. Los muros exteriores de la herrería estaban ennegrecidos por los dibujos de Marianillo. Trotaban á lo largo de las paredes, con el hocico contraído y la cola enroscada, los cerdos de San Antón, que vagaban por el pueblo mantenidos por la caridad pública para ser rifados en la fiesta del santo, y en medio de esta procesión panzuda destacábanse los perfiles del herrero y de todos los obreros de la fragua, con una inscripción al pie para que no surgiesen dudas sobre su identidad.
– Ven, mujer – gritaba el herrero á su enfermiza cónyuge, al descubrir un nuevo dibujo. – Ven á ver lo que ha hecho nuestro hijo. ¡Demonio de muchacho!..
Y á impulsos de este entusiasmo, no se lamentaba ya de que Marianillo abandonase la escuela y huyera del fuelle de la fragua, dedicando todo el día á corretear por el valle ó por el pueblo, con el carbón en la mano, cubriendo de lineas negras las peñas del monte y las paredes de las casas, con gran desesperación de las vecinas. En la taberna de la plaza Mayor había trazado las cabezas de los más asiduos parroquianos, y el tabernero las enseñaba con orgullo, no permitiendo que tocasen á la pared por miedo á que desaparecieran. Esta obra era un motivo de vanidad para el herrero, cuando en los domingos, después de la misa, entraba á beber un vaso con los amigos. En la pared de la rectoría había trazado una Virgen, ante la cual deteníanse con hondos suspiros las devotas más viejas del pueblo.
El herrero, con un rubor de satisfacción, admitía todos los elogios que tributaban al pequeño, como si le correspondiesen á él en su mayor parte. ¿De dónde había salido aquel prodigio, siendo tan bárbaros todos los de la familia? Y movía la cabeza afirmativamente cuando los notables del pueblo le hablaban de hacer algo por el chico. Ciertamente, él no sabía qué hacer, pero tenían razón; su Marianillo no estaba destinado á golpear el hierro lo mismo que su padre. Podía ser un personaje tan grande como don Rafael, un señor que pintaba santos y santas en la capital de la provincia y era maestro de los pintores, en un gran caserón lleno de cuadros, allá en la ciudad. Durante el verano venía con su familia á vivir en una quinta del valle.
Este don Rafael era un varón imponente por su gravedad; un santo cargado de hijos, que llevaba la levita como si fuese un hábito y hablaba con melifluidad de fraile á través de las barbas canas que invadían su rostro enjuto y sonrosado. En la iglesia del pueblo guardaban un cuadro portentoso pintado por él: una Purísima, cuyos colores dulces, de un brillo acaramelado, hacían temblar de emoción las piernas de los devotos. Además, los ojos de la imagen tenían la milagrosa particularidad de mirar de frente á los que la contemplaban, siguiéndoles aunque cambiasen de lugar. Un verdadero prodigio. Parecía imposible que esta obra sobrenatural la hubiese hecho aquel buen señor, que durante el verano subía todas las mañanas á oir su misa en el pueblo. Un inglés había querido comprar el cuadro por lo que pesase de oro. Nadie había visto al inglés, pero todos sonreían sarcásticamente al comentar la proposición. ¡En seguida soltaban ellos el cuadro! ¡Que rabiasen los herejes con todos sus millones! La Purísima seguiría en su capilla para envidia del mundo entero, y especialmente de los pueblecillos cercanos.
Cuando el párroco fué á visitar á don Rafael para hablarle del hijo del herrero, el grande hombre estaba ya enterado de sus habilidades. Había visto en el pueblo sus dibujos; el muchacho tenía cierta disposición, y era lástima no guiarle por buen camino. Después fueron las visitas del herrero y su hijo, temblorosos los dos al verse en el granero de la quinta, que el gran pintor había convertido en estudio; al contemplar de cerca los botes de color, la paleta aceitosa, los pinceles y aquellos lienzos de un suave azul, sobre el que comenzaban á marcarse los rosados mofletes de los querubines y la cara en éxtasis de la Madre de Dios.
Al terminar el verano, el buen herrero se decidió á seguir los consejos de don Rafael. Ya que éste era tan bueno que quería ayudar al chico, por él no iba á malograrse su buena fortuna. La herrería daba para vivir. Todo consistía en trabajar unos años más, en sostenerse, hasta el fin de su existencia, junto al yunque, sin ayuda ni sucesor. Su hijo había nacido para personaje, y era grave pecado cortarle el camino despreciando la ayuda del buen protector.
Lloró la madre, cada vez más débil y enfermiza, como si el viaje á la capital de la provincia fuese al otro extremo del mundo.
– Adiós, hijo. Ya no te veré más.
Y efectivamente, Mariano vió por última vez aquel rostro exangüe, de grandes ojos sin expresión, casi borrado ahora de su memoria, como una mancha blanquecina, en la cual no lograba, á pesar de todos sus esfuerzos, restablecer el contorno de las facciones.
En la ciudad cambió radicalmente su vida. Entonces comprendió qué era lo que buscaban sus manos al mover el carbón sobre las paredes enjalbegadas. El arte se reveló por primera vez á sus ojos en las tardes silenciosas pasadas en un antiguo convento, donde estaba el museo provincial, mientras su maestro don Rafael discutía con otros caballeros en la sala de profesores ó firmaba papelotes en la secretaría.
Mariano vivió en casa de su protector, siendo á la vez su criado y su discípulo. Llevaba cartas al señor deán y á algunos canónigos amigos del maestro, que le acompañaban en sus paseos ó hacían tertulia en su estudio. Más de una vez visitó los locutorios de algunos conventos, dando recados de don Rafael, al través de las tupidas rejas, á ciertas sombras blancas y negras que, atraídas por su juventud rolliza de muchacho del campo y enteradas de que pretendía ser pintor, le abrumaban con las preguntas de una curiosidad excitada por el encierro. Acababan por regalarle, al través del torno, rosquillas, limoncitos confitados ó alguna otra muestra de la repostería monjil, y le despedían con sanos consejos de sus voces tenues y suaves tamizadas por el hierro de las rejas.
– ¡Que seas bueno, Marianito! Estudia, reza. Sé buen cristiano; el Señor te protegerá, y tal vez llegues á pintar como don Rafael, que es de los primeros del mundo.
¡Cómo reía el artista recordando aquella sencillez infantil, que le hacía ver en su maestro el pintor más asombroso de la tierra!.. Por las mañanas, al asistir á las clases de la Escuela de Bellas Artes, se indignaba contra sus compañeros, chiquilliría irrespetuosa, educada en la calle, hijos de menestrales, que apenas volvía la espalda el profesor, se bombardeaban con las migas del pan destinado á borrar los dibujos y execraban á don Rafael llamándole beato y jesuíta.
Las tardes las pasaba Mariano en el estudio, al lado del maestro. ¡Qué emoción la primera vez que éste le puso la paleta en la mano y le permitió copiar, en un lienzo viejo, un San Juan infante que había terminado para una comunidad!.. Mientras el muchacho, con el rostro contraído por enérgica mueca, se esforzaba en imitar la obra del maestro, oía los buenos consejos que le daba éste, sin apartarse del lienzo sobre el que hacía correr su seráfico pincel.
La pintura debía ser religiosa. Los primeros cuadros del mundo habían sido inspirados por la religión; fuera de ella, la vida sólo ofrecía vil materialismo, repugnantes pecados. La pintura debía ser ideal, hermosa; representar siempre imágenes bonitas; reproducir las cosas como debían ser y no como eran, y sobre todo, mirar á lo alto, al cielo, pues allí está la verdadera vida, no en esta tierra, valle de lágrimas. Mariano debía modificar sus instintos, se lo aconsejaba él, que era su maestro; debía perder su afición á dibujar cosas groseras, las gentes tal como las veía, los animales en toda su brutal materialidad, los paisajes en la misma forma que los contemplaban sus ojos.
Había que tener idealismo. Muchos pintores fueron casi santos; así únicamente les era posible reflejar la celeste belleza en los rostros de sus madonas. Y el pobre Mariano esforzábase por ser ideal, por atrapar un pequeño andrajo de aquella serenidad beatífica y dulce que rodeaba á su maestro.
Poco á poco fué conociendo los procedimientos de que se valía don Rafael para realizar aquellas obras maestras que arrancaban gritos de admiración á su tertulia de canónigos y á las señoras ricas que le encargaban imágenes. Cuando pensaba comenzar alguna de sus Purísimas, que lentamente invadían las iglesias y conventos de la provincia, levantábase temprano y volvía al estudio después de confesar y comulgar. Sentía con esto una fuerza interior, un sereno entusiasmo, y si en mitad de la obra llegaba el desaliento, volvía á acudir á esta medicina de su inspiración.
El artista, además, debe ser puro. Él había hecho voto de castidad, pasados los cincuenta años; con algún retraso, ciertamente, pero no era por no haber conocido antes este medio seguro de llegar á un perfecto idealismo de pintor celestial. Su esposa, una señora envejecida por innumerables partos, agotada por la fidelidad y la virtud abrumadoras del maestro, no era ya más que la compañera que le daba la respuesta al rezar por la noche rosarios y trisagios. Tenía varias hijas que pesaban sobre su conciencia como un bochornoso recuerdo de vergonzosos materialismos; pero unas eran monjas profesas y otras iban camino de serlo, agrandándose la idealidad del artista conforme desaparecían de la casa estos testimonio de su impureza é iban á ocultarse en los conventos, donde sostenían el prestigio artístico del padre.
Algunas veces el gran pintor vacilaba ante una Purísima, que era siempre la misma, como si la pintase con trepa. Entonces hablaba misteriosamente á su discípulo:
– Marianito: avisa mañana á los señores que no vengan. Tenemos modelo.
Y cerrado el estudio á los sacerdotes y demás amigos respetables, llegaba Rodríguez, un guardia municipal, pisando fuerte, con la colilla bajo el recio bigote de púas salientes y una mano en la empuñadura del sable. Expulsado de la guardia civil por borracho y cruel, al verse sin ocupación, no se sabe por qué extraña iniciativa, se dedicó á modelo de pintor. El devoto artista, que le tenía cierto miedo, acosado por sus continuas peticiones, le había alcanzado este empleo de guardia municipal, y Rodríguez aprovechaba todas las ocasiones para manifestar su agradecimiento de mastín, golpeando los hombros del maestro con sus manazas y echándole á la cara su resuello de nicotina y alcohol.
– ¡Don Rafael! ¡Usted es mi padre! Al que le toque á usted, le corto esto, aquello y lo de más allá.
Y el místico artista, satisfecho interiormente de esta protección, ruborizábase y agitaba las manos protestando de la franqueza de aquel bruto que llamaba por sus nombres á las cosas ocultas que deseaba cortar.
Arrojaba su kepis en el suelo, entregaba á Mariano el pesado chafarote y, como hombre que sabe su obligación, sacaba del fondo de un arca una túnica de lana blanca y un guiñapo azul en forma de manto, colocando ambas prendas sobre su cuerpo con la maestría de la costumbre.
Mariano le miraba con ojos de asombro, pero sin ninguna tentación de reir. Eran misterios del arte; sorpresas que sólo estaban reservadas á los que, como él, tenían la suerte de vivir en la intimidad de un gran maestro.
– ¿Estamos, Rodríguez? – preguntaba impaciente don Rafael.
Y Rodríguez, erguido dentro de su bata de baño, con el andrajo azul pendiente de los hombros, juntaba las manos y elevaba su mirada feroz al techo, sin dejar de chupar la colilla que le chamuscaba el bigote. El maestro sólo necesitaba el modelo para los paños de la imagen, para estudiar el plegado del celeste vestido, el cual no debía revelar el más leve indício de humanas redondeces. Jamás había pasado por su imaginación la posibilidad de copiar á una mujer. Era caer en el materialismo, glorificar la carne, llamar á la tentación. Con Rodríguez bastaba: había que ser idealista.
El modelo seguía en su mística actitud, con el cuerpo perdido en los innumerables pliegues de su vestidura azul y blanca, asomando por debajo de ésta las puntas romas de sus botas de ordenanza, irguiendo su cabeza grotesca y chata, rematada por una pelambrera hirsuta, tosiendo y carraspeando con el humo de su cigarro, sin dejar de mirar á lo alto ni separar sus manazas juntas en ademán de adoración.
Algunas veces, fatigado del mutismo laborioso del maestro y el discípulo, Rodríguez lanzaba algunos mugidos que poco á poco tomaban forma de palabras y acababa por enfrascarse en el relato de las hazañas de su época heroica, cuando era guardia civil y «podía darle un mal golpe á cualquiera pagando después con un papel». La Purísima se enardecía con estos recuerdos. Se separaban sus manazas con un temblor de voluptuosidad homicida; se descomponían los rebuscados pliegues: sus ojos veteados de sangre ya no miraban á lo alto, y hablaba con voz bronca de tremendas palizas, de hombres agarrados por su parte más sensible que caían al suelo enroscándose de dolor, de fusilamientos de presos que después se presentaban como fugas; y para dar mayor relieve á esta autobiografía declamada con bestial orgullo, salpicaba sus palabras de interjecciones que tan pronto aludían á las partes más intimas del organismo humano, como faltaban á todo respeto á los primeros personajes de la corte celestial.
– ¡Rodríguez! ¡Rodríguez! – exclamaba horrorizado el maestro.
– ¡Á la orden, don Rafael!
Y la Purísima, después de pasarse la colilla de un lado á otro de la boca, juntaba otra vez las manos, se estiraba, haciendo asomar por debajo de la túnica los pantalones con franja roja, y perdía su mirada en lo alto, sonriendo con éxtasis, como si contemplase en el techo todas sus heroicidades, de las que se sentía orgulloso.
Mariano desesperábase ante su lienzo. Era incapaz de pintar otra cosa que aquello que veía, y su pincel, después de reproducir la vestidura blanca y azul, deteníase vacilante en la cabeza, llamando en vano el auxilio de la imaginación. Era la carátula grotesca de Rodríguez la que surgía del lienzo, después de vanos esfuerzos.
Y el discípulo admiraba sinceramente la habilidad de don Rafael, aquella cabeza pálida velada por la luz de su nimbo, un rostro bonito é inexpresivo de belleza infantil que sustituía en el cuadro á la feroz testa del municipal.
Este escamoteo le parecía al joven la muestra más asombrosa del arte. ¡Cuándo llegaría él á la fácil prestidigitación de su maestro!
Con el tiempo fué marcándose aún más esta diferencia entre don Rafael y su discípulo. En la escuela le rodeaban los compañeros, reconociendo su superioridad y elogiando sus dibujos. Algunos profesores, enemigos del maestro, lamentaban que tan buenas disposiciones pudieran perderse al lado de aquel «pintasantos». Don Rafael miraba con asombro lo que hacía Mariano fuera de su estudio; figuras y paisajes directamente observados que, según él, respiraban la brutalidad de la vida.
Su tertulia de graves señores comenzaba á reconocer cierto mérito en el discípulo.
– No llegará nunca á la altura de usted, don Rafael – decían. – Carece de unción, no tiene idealismo, no pintará una buena imagen, pero como pintor mundano irá lejos.
El maestro, que amaba al muchacho por su carácter subordinado y su pureza de costumbres, intentaba en vano hacerle seguir el buen camino. Con sólo imitarle tenía la fortuna hecha. Él moriría sin sucesor y su estudio y su fama serían para él. No tenía más que ver como poco á poco, cual una buena hormiga del Señor, había ido creándose con el pincel una fortunita. Á fuerza de idealismo tenía su quinta allá en el pueblo y un sinnúmero de campos, cuyos arrendatarios venían á visitarle en el estudio, entablando ante las poéticas imágenes interminables discusiones sobre el pago y cuantía de los arrendatarios. La Iglesia era pobre por culpa de la impiedad de la época; no podía pagar tan generosamente como en otros siglos; pero los encargos menudeaban, y una Virgen con toda su pureza era asunto de tres días… Mas el joven Renovales torcía el gesto dolorosamente, como si le exigieran un sacrificio doloroso.
– No puedo, maestro. Soy un imbécil; no sé inventar. Sólo pinto lo que veo.
Y cuando comenzó á ver cuerpos desnudos en la clase llamada del natural, se entregó con furia á este estudio, como si la carne le produjese la más fuerte de las embriagueces. Don Rafael se aterró, sorprendiendo en los rincones de su casa bocetos que reproducían vergonzosas desnudeces con toda su realidad. Además, producíanle cierto malestar los adelantos del discípulo; veía en su pintura un vigor que él no había tenido nunca. Hasta notaba cierta defección en su tertulia de admiradores. Los buenos canónigos admiraban, como siempre, sus vírgenes; pero algunos de ellos se hacían retratar por Mariano, elogiando el acierto de su pincel.
Un día abordó á su discípulo con resolución.
– Ya sabes que te quiero como á un hijo, Marianito; pero á mi lado pierdes el tiempo. Nada te puedo enseñar. Tu sitio está en otra parte. He pensado que podías irte á Madrid. Allí están los de tu cuerda.
Su madre había muerto; su padre seguía en la fragua, y al verle llegar con unos cuantos duros, producto de los retratos que había hecho, apreció esta cantidad como una fortuna. Parecíale imposible que hubiera quien diese dinero á cambio de colorines. Una carta de don Rafael le convenció. Ya que aquel señor tan sabio aconsejaba que su hijo fuese á Madrid, él debía conformarse.
– Á Madrid, hijo, y procura ganar dinero pronto, que el padre está viejo y no siempre podrá ayudarte.
Á los diez y seis años cayó Renovales en Madrid, y viéndose solo, sin más guía que su voluntad, se entregó con furia al trabajo. Pasó las mañanas en el Museo del Prado, copiando todas las cabezas de los cuadros de Velázquez. Creyó que hasta entonces había vivido ciego. Además, trabajaba en un estudio abuhardillado con otros compañeros, y por las noches pintaba acuarelas. Con la venta de éstas y de algunas copias, iba rellenando los vacíos que dejaba en su subsistencia la corta pensión enviada por el padre.
Recordaba con nostalgia estos años de estrechez, de verdadera miseria: las noches de frío en el mísero camastro; las comidas irritantes, de misteriosos ingredientes, en una taberna cercana al teatro Real: las discusiones en un rincón de un café, bajo las miradas hostiles de los camareros, escandalizados de que una docena de melenudos ocupasen varias mesas para tomar en junto tres cafés y muchas botellas de agua…
La alegre juventud soportaba sin esfuerzo estas miserias, y en cambio, ¡qué hartazgo de ilusiones, qué banquete esplendoroso de esperanzas! Cada día un nuevo descubrimiento. Renovales corría como un potro salvaje por los dominios del arte, viendo abrirse ante él nuevos horizontes, y su galope levantaba un estruendo de escándalo que equivalía á prematura celebridad. Los viejos decían de él que era el único muchacho «que se traía algo»; sus compañeros afirmaban que era un «pintorazo», y en su afán iconoclasta, comparaban sus obras inexpertas con las de los maestros consagrados y antiguos, «miserables burgueses del arte», sobre cuyas calvas creían necesario escupir su bilis, afirmando de este modo la superioridad de la nueva generación.
Las oposiciones de Renovales para alcanzar la pensión en Roma, equivalieron á una revolución. La juventud, que sólo juraba por él y le tenía por glorioso capitán, se agitó amenazante con el temor de que los «viejos» sacrificasen á su ídolo.
Cuando al fin su manifiesta superioridad le hizo alcanzar la pensión, hubo banquetes en su honor, sueltos en los periódicos, se publicó su retrato en las revistas ilustradas, y hasta el viejo herrero hizo un viaje á Madrid para respirar, conmovido y lloroso, una parte del incienso que tributaban á su hijo.
En Roma esperaba á Renovales una cruel decepción. Sus compatriotas le recibieron con cierta frialdad. Los jóvenes le miraban como á un rival, aguardando sus próximas obras con la esperanza de una caída; los antiguos, que vivían lejos de la patria, le examinaron con malévola curiosidad. «¡Conque aquel mocetón era el hijo del herrero, que tanto ruido metía entre los ignorantes de allá!.. Madrid no era Roma. Ahora verían ellos lo que aquel genio sabía hacer.»
Renovales no hizo nada en los primeros meses de su estancia en Roma. Contestaba encogiéndose de hombros á los que con aviesa intención le preguntaban por sus cuadros. Él había ido allí, no á pintar, sino á estudiar: para esto le mantenía el Estado. Y pasó más de medio año dibujando, siempre dibujando, en los museos famosos, donde estudiaba, carbón en mano, las obras célebres. Las cajas de colores permanecían sin abrir en un rincón de su estudio.