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Kitabı oku: «La maja desnuda», sayfa 6

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Por las tardes, á última hora, se reunían en su estudio varios amigos, entre los cuales figuraba el famoso Cotoner, que había trasladado su residencia á Madrid. Cuando envueltos en la luz del crepúsculo que iba penetrando por la enorme vidriera, sentíanse inclinados á las confidencias amistosas, Renovales hacía siempre la misma declaración:

– De muchacho me he divertido como cualquiera; pero desde que me casé no conozco otra mujer que la propia. Lo digo con orgullo.

Y el hombretón erguía su alto cuerpo y se acariciaba hacia arriba las barbas, satisfecho de su fidelidad conyugal, como otros lo estaban de sus buenas fortunas en amor.

Cuando se hablaba en su presencia de mujeres hermosas ó se examinaban retratos de las grandes beldades extranjeras, el maestro no ocultaba su aprobación:

– ¡Muy hermosa! ¡Muy bonita… para pintarla!

Sus entusiasmos por la belleza no iban más allá de los límites del arte. Sólo existía una mujer en el mundo, la suya; las demás eran modelos.

Él, que llevaba en su pensamiento una orgía de carne y adoraba la desnudez con unción religiosa, guardaba todos sus homenajes de hombre para la mujer legítima, cada vez más enferma, más triste, esperando con paciencia de enamorado un momento de calma, un rayo de sol entre las incesantes tormentas.

Los médicos, confesándose inhábiles para curar este desarreglo nervioso que consumía el organismo de la esposa, confiaban en un cambio inesperado y recomendaban al marido una extremada dulzura. Esto servía para aumentar su paciente mansedumbre. Atribuían el trastorno de sus nervios al parto y la lactancia, que habían quebrantado su débil salud; sospechaban además la existencia de alguna causa desconocida, que mantenía á la enferma en interminable excitación.

Renovales, que estudiaba á su mujer con el anhelo de recobrar la paz doméstica, adivinó de pronto la verdadera causa de su enfermedad.

Milita iba creciendo: ya era una mujer. Tenia catorce años y vestía de largo, atrayendo las miradas de los hombres con su belleza sana y fuerte.

– Cualquier día se nos la llevan – decía riendo el maestro.

Y su mujer, al oirle hablar de matrimonio, haciendo conjeturas sobre su futuro yerno, cerraba los ojos, para decir con voz reconcentrada, reveladora de invencible tenacidad:

– Se casará con quien quiera… menos con un pintor. Antes prefiero verla muerta.

Renovales adivinó entonces la verdadera enfermedad de su mujer. Eran celos, unos celos inmensos, mortales, anonadadores; era la tristeza de verse enferma. Estaba segura de su esposo; conocía sus afirmaciones de fidelidad conyugal. Pero el pintor, al hablar de sus entusiasmos artísticos en presencia de ella, no ocultaba su adoración á la belleza, su culto religioso á la forma. Aunque callase, ella penetraba en su pensamiento; leía en él este fervor que databa de la juventud y había ido aumentándose con los años. Al contemplar las estatuas de soberana desnudez que adornaban los estudios, al pasar sus ojos por los álbums y cartones, donde la luz de la carne brillaba con resplandor divino entre las sombras del grabado, ella las comparaba mentalmente con su cuerpo enflaquecido por la enfermedad.

Los ojos de Renovales, que parecían beber con adoración los brazos de armoniosas líneas, los pechos torneados y firmes como copas de alabastro, las caderas de voluptuosa caída, las gargantas de aterciopelada redondez, las piernas de esbelta majestad, eran los mismos que contemplaban por la noche su tronco débil, surcado por la saliente escalinata de las costillas; los blasones femeniles, antes firmes á voluptuosos, colgantes como harapos: sus brazos, en los que la debilidad moteaba la piel con manchas amarillas; sus piernas, cuya delgadez esquelética sólo estaba interrumpida por el abultamiento saliente de las rótulas. ¡Mísera de ella!.. Aquel hombre no podía amarla. Su fidelidad era compasión, tal vez rutina, virtud inconsciente. Nunca se creería amada. Con otro hombre aun era posible esta ilusión, pero él era un artista; adoraba de día la belleza, para tropezar por la noche con la fealdad del agotamiento, con la miseria física.

La atormentaban incesantemente los celos, amargando su pensamiento, devorando su vida; unos celos inconsolables, por lo mismo que no encontraban nada real en que apoyarse.

Sentía una tristeza inmensa al reconocer su fealdad, una envidia insaciable contra todos, un deseo de morir, pero matando antes al mundo para arrastrarlo en su caída.

Las ingenuas caricias de su esposo la irritaban como un insulto. Tal vez creía amarla; tal vez se aproximaba á ella de buena fe; pero leía en su pensamiento y encontraba en él á la irresistible enemiga, á la rival que la anonadaba con su belleza. Y esto no tenía remedio. Estaba unida á un hombre que sería fiel, mientras viviese, á la religión de lo hermoso, sin apostatar jamás de ella. ¡Ay! ¡Cómo se acordaba de aquellos días en que defendía del marido su cuerpo primaveral que intentaba pintar! Si ahora volviesen á ella la juventud y la belleza, arrojaría impúdicamente todas las envolturas, se plantaría en medio del estudio con la arrogancia de una bacante, gritando:

– Pinta; hártate de mi carne, y siempre que pienses en tu eterna querida, en esa que llamas la Belleza, procura verla con mi misma cara; que tenga mi mismo cuerpo.

Era una inmensa desgracia vivir unida á un artista. Jamás casaría á su hija con un pintor: antes verla muerta. Los que llevaban dentro el demonio de la forma, sólo podían vivir tranquilos y felices con una compañera eternamente joven, eternamente bella.

La fidelidad de su marido, la desesperaba. Aquel artista casto, estaba rumiando siempre en su pensamiento el recuerdo de bellas desnudeces, imaginaba cuadros que no se atrevía á pintar por miedo á ella. Con su penetración de enferma parecía leer estos anhelos en la frente de su esposo. Mejor hubiese preferido una infidelidad cierta: verle enamorado de otra mujer, enloquecido por una pasión sexual. De este viaje, fuera de los límites del matrimonio, podría volver, fatigado y humilde, pidiéndola perdón; pero del otro, no volvería nunca.

Renovales, al adivinar esa tristeza, emprendió con ternura la curación moral de su mujer. Evitó hablar en presencia de ella de sus adoraciones artísticas; encontró terribles defectos á las damas hermosas que le buscaban como retratista; ensalzaba la belleza espiritual de Josefina; la pintaba, trasladando al lienzo sus mismas facciones, pero hermoseadas con sutil habilidad.

Ella sonreía, con esa eterna condescendencia que tiene la mujer para las más estupendas y escandalosas mentiras, siempre que la halaguen.

– Eres tú – decía Renovales: – tu misma cara, tu gracia, tu distinción. Aun creo que te he hecho menos hermosa.

Seguía sonriendo, pero de pronto su mirada endurecíase, apretaba los labios y la sombra se remontaba poco á poco por su rostro.

Clavaba sus ojos en los del pintor como si registrase su pensamiento.

Todo mentira. Su marido la halagaba, creía amarla, pero sólo su carne permanecía fiel. La enemiga invencible, la eterna amante, era señora de su pensamiento.

Atenazada por esta infidelidad mental y por la rabia que la producía su impotencia, iba formándose en su sistema nervioso una de aquellas tempestades que estallaban en lluvias de lágrimas y truenos de insultos y recriminaciones.

La vida del maestro Renovales era un infierno, cuando poseía ya la gloria y la riqueza, con las que había soñado tantos años, cifrando en ellas su felicidad.

IV

Eran las tres de la tarde cuando el ilustre pintor volvió á su casa después del almuerzo con el húngaro.

Al entrar en el comedor, antes de dirigirse al estudio, vió á dos mujeres que, con el sombrero puesto y el velillo ante el rostro, parecían disponerse á salir. Una de ellas, tan alta como el pintor, se arrojó á su cuello con los brazos abiertos.

– Papá, papaíto, te hemos esperado hasta cerca de las dos. ¿Has almorzado bien?..

Y le acariciaba con ruidosos besos, rozando sus frescas mejillas de rosa en las barbas canas del maestro.

Renovales sonreía bondadosamente bajo este chaparrón de caricias. ¡Ah, su Milita! Era la única alegría de aquella vivienda triste y ostentosa como un panteón. Ella era la que dulcificaba el ambiente de tedio agresivo que la enferma parecía esparcir en torno de él. Contempló á su hija, adoptando un cómico aire de galán!

– Muy bonita, sí, señor; está usted muy bonita hoy. Es usted un verdadero Rubens, señorita; un Rubens en moreno. ¿Y adónde vamos á lucir el garbo?..

Paseaba su mirada satisfecha de creador por este cuerpo fuerte y sonrosado, en el cual delatábase la crisis de la juventud con cierta delgadez pasajera, producto de un rápido crecimiento, y un círculo profundo en torno de los ojos. Su mirada húmeda y misteriosa era la de una mujer que empieza á enterarse de su significación en la vida. Vestía con cierta elegancia exótica: su traje tenía un aire varonil; su corbata y su cuello hombrunos, armonizaban con la viveza rígida de sus movimientos, con sus botinas inglesas de ancho tacón, con la soltura violenta de sus piernas, que al marchar abrían las faldas como un compás, más atentas á la rapidez y al taconeo fuerte que á la gracia del paso. El maestro admiraba su belleza saludable. ¡Qué magnífico ejemplar!.. Con ella no se extinguiría la raza. Era él, toda él: de haber nacido hembra, sería semejante á su Milita.

Ésta seguía hablando, sin separar los brazos de los hombros del padre, fijos en el maestro sus ojos, que tenían un temblor de oro líquido.

Iba á su paseo diario con Miss; una marcha de dos horas por la Castellana, por el Retiro, sin sentarse, sin detenerse un instante, dando de paso una lección peripatética de inglés. Sólo entonces volvió Renovales la vista para saludar á Miss, una mujer obesa, con la cara roja y arrugada, mostrando al sonreir una dentadura que tenía el brillo amarillento de las fichas de un dominó. En el estudio, Renovales y sus amigos reían muchas veces del aspecto de Miss y de sus manías; de su peluca roja puesta sobre el cráneo con el mismo descuido que un sombrero; de su dentadura postiza y escandalosa; de sus capotas que fabricaba ella misma utilizando los cintajos y harapos que caían en sus manos; de su inapetencia crónica, que la hacía nutrirse con cerveza, teniéndola en perpetua turbación, que se manifestaba en exageradas reverencias.

Su gordura fofa de bebedora, mostrábase alarmada por la proximidad de este paseo, que era su tormento diario, esforzándose dolorosamente por seguir las zancadas de la señorita. Al ver que el pintor la miraba, púsose aún más roja é hizo tres grandes reverencias.

– ¡Oh, míster Renovales! ¡Oh, sir!..

Y no le llamó lord, porque el maestro, después de saludarla con un movimiento de cabeza, se olvidó de ella, volviendo á hablar con su hija.

Milita se interesaba por el almuerzo de su padre con Tekli. ¿Conque había bebido Chiantti? ¡Ah, egoísta! ¡Con tanto que le gustaba á ella!.. Había hecho mal en avisar tan tarde. Afortunadamente estaba Cotoner en casa, y mamá le había obligado á quedarse para no almorzar solas. El viejo amigo se había metido en la cocina, preparando uno de aquellos platos cuyo guiso había aprendido en sus tiempos de paisajista. Milita observaba que todos los paisajistas eran algo cocineros. Su vida al aire libre, las necesidades de su existencia errante por ventas y cabañas, desafiando la escasez, les aficionaban insensiblemente á esta habilidad.

Habían almorzado muy bien. Mamá había reído con las gracias de Cotoner, que siempre estaba alegre; pero á los postres, cuando llegó Soldevilla, el discípulo predilecto de Renovales, se había sentido mal, desapareciendo para ocultar sus ojos llenos de lágrimas, su pecho angustiado por los sollozos.

– Estará arriba – dijo la joven con cierta indiferencia, habituada ya á estas crisis. – Adiós, papaíto; un beso. En el estudio tienes á Cotoner y á Soldevilla. Otro beso… Deja que te muerda.

Y después de clavar con suavidad sus dientecitos en una mejilla del maestro, la joven salió seguida de Miss, que bufaba prematuramente pensando en el fatigoso paseo.

Renovales quedó inmóvil, como si no quisiera sacudir este ambiente de cariño en que le envolvía su hija. Milita era suya, toda suya. Amaba á su madre, pero su afecto resultaba frío comparado con la pasión vehemente que sentía por él, esa predilección vaga é instintiva que las hijas sienten por los padres, y que es como un esbozo de la adoración que ha de inspirarles después el hombre amado.

Pensó un momento en buscar á Josefina para consolarla, pero tras corta reflexión desistió de este propósito. No sería nada; su hija estaba tranquila; un arrechucho, como los de costumbre. Subiendo se exponía á una escena terrible que le amargase la tarde, quitándole los deseos de trabajar, desvaneciendo aquella alegría juvenil que llevaba en el alma después de su almuerzo con Tekli.

Se dirigió al último estudio, el único que merecía este nombre, pues era donde él trabajaba, y vió á Cotoner sentado en un sillón conventual, con el asiento combado por el peso de su abultada persona, los codos apoyados en los brazos de roble, el chaleco desabotonado para dejar en libertad el repleto abdomen, la cabeza hundida en los hombros, la cara roja y sudorosa, los ojos entornados por la suave embriaguez de su digestión en aquel ambiente caldeado por una enorme estufa.

Cotoner estaba viejo; tenía el bigote blanco y la cabeza calva, pero su cara sonrosada y lustrosa era de una frescura infantil. Respiraba la placidez del célibe casto que sólo ama la buena mesa y aprecia la somnolencia digestiva de la boa como la mayor de las felicidades.

Se había cansado de vivir en Roma. Escaseaban los encargos. Los papas vivían más años que los patriarcas bíblicos; los retratos al cromo del Pontífice le hacían una competencia ruinosa. Además, estaba viejo y los pintores jóvenes que llegaban á Roma no le conocían; eran gentes tristes que le miraban como á un bufón, y sólo abandonaban su seriedad para burlarse de él. Su tiempo había pasado. El eco de los triunfos de Mariano allá en la tierra había tirado de él, decidiéndole á trasladarse á Madrid. Lo mismo se vivía en todas partes. También en Madrid tenía amigos. Y había continuado aquí su vida de Roma, sin ningún esfuerzo, sintiendo ciertos anhelos de gloria en su exigua personalidad de jornalero del arte, como si sus relaciones con Renovales le impusieran el deber de buscar en la pintura un lugar cercano al suyo.

Había vuelto á los paisajes, sin obtener triunfos mayores que la ingenua admiración de las lavanderas y los ladrilleros que en las cercanías de Madrid formaban semicírculo ante su caballete, diciéndose que aquel señor, que llevaba en la solapa el botón multicolor de sus diversas condecoraciones pontificales, debía ser un pájaro gordo, alguno de los grandes pintores de que hablaban los periódicos. Renovales le había alcanzado dos menciones honoríficas en la Exposición, y tras esta victoria, compartida con todos los muchachos que empezaban, Cotoner se tendió en el surco, descansando para siempre, dando por cumplida la misión de su existencia.

La vida en Madrid no se le presentaba más difícil que en Roma. Dormía en casa de un sacerdote, al que había conocido en Italia, acompañándolo en sus correrías por las oficinas pontificales. Este capellán, que estaba empleado en los escritorios de la Rota, tenia á gran honor el hospedar al artista, recordando sus relaciones amistosas con los cardenales y creyéndole en correspondencia con el mismo Papa.

Habían convenido una cantidad por el hospedaje, pero el clérigo no mostraba prisa en cobrarla: ya le encargaría algún cuadro para unas monjas de las que era confesor.

La comida ofrecía aún menos dificultades para Cotoner. Tenía repartidos los días de la semana entre varias familias ricas, de ferviente religiosidad, á las que había conocido en Roma durante las grandes peregrinaciones españolas. Eran mineros opulentos de Bilbao; propietarios agrícolas de Andalucía; viejas marquesas que pensaban mucho en Dios, siguiendo sus costumbres de vida opulenta, á las que daban un tono severo con la pátina de la devoción.

El pintor sentíase bien agarrado á este pequeño mundo, grave, religioso y que comía bien. Era para todos el «buen Cotoner». Las señoras sonreían agradecidas cuando las obsequiaba con algún rosario ú otro objeto de devoción traído de Roma. Si mostraban deseos de obtener alguna dispensa del Vaticano, las ofrecía escribir á «su amigo el cardenal». Los maridos, contentos de tener un artista en casa á tan poca costa, le consultaban el plano de una capilla nueva, el diseño de un altar, y en sus fiestas onomásticas recibían con gesto protector algún regalo de Cotoner; una manchita, un paisaje sobre tabla, que exigía muchas veces explicaciones previas para conocer su significación. En las comidas era la alegría de esta gente de sanos principios y mesuradas palabras, relatando originalidades de los «monseñores» y «eminencias» que había conocido en Roma. Estos chistes los aceptaban con cierta unción, por escabrosos que fuesen, viniendo de tan respetables personajes.

Cuando por enfermedad ó viaje se rompía el orden de las invitaciones y Cotoner carecía de convite, se quedaba á comer en casa de Renovales, sin previa invitación. El maestro quiso instalarlo en su hotel, pero él no aceptó. Amaba mucho á toda la familia: Milita jugaba con él como si fuese un perro viejo; Josefina le tenía cierto afecto, porque le recordaba con su presencia los buenos tiempos de Roma. Pero Cotoner, á pesar de esto, mostraba cierto miedo, adivinando las tormentas que ennegrecían la vida del maestro. Prefería su existencia libre, á la que se adaptaba con una ductilidad de parásito. Al final de las comidas escuchaba, con movimientos de aprobación, las graves pláticas de sobremesa entre doctos sacerdotes y graves devotas, y una hora después bromeaba impíamente en cualquier café con pintores, cómicos y periodistas. Conocía á todo el mundo: le bastaba hablar dos veces con un artista, para tutearle y jurar que le quería y admiraba con toda su alma. Al entrar Renovales en el estudio, sacudió su torpeza digestiva y estiró las cortas piernas para tocar el suelo y salir del sillón.

– ¿Te han contado, Mariano?.. ¡Un plato magnifico! Les he hecho un gazpacho de pastor… ¡Se han chupado los dedos!

Hablaba con entusiasmo de su obra culinaria, como si concentrase en esta habilidad todos sus méritos. Después, mientras Renovales entregaba el sombrero y el gabán al criado que le seguía, Cotoner, con una curiosidad de amigo íntimo, deseoso de conocer todos los detalles de la existencia de su ídolo, le hizo preguntas sobre su almuerzo con el extranjero.

Renovales se tendió en un diván, profundo como un nicho, entre dos bibliotecas, y flanqueado por montones de cojines. Al hablar de Tekli, recordaron á sus amigos de Roma, pintores de diversas nacionalidades, que veinte años antes marchaban con la frente alta, siguiendo como hipnotizados la estrella de la esperanza. Renovales, en su orgullo de luchador, incapaz de hipocritas modestias, declaraba que él era el único que había llegado. El pobre Tekli era un profesor: su copia de Velázquez resultaba un trabajo paciente de bestia artística.

– ¿Tú lo crees? – preguntó Cotoner con gesto de duda. – ¿Tan mal lo hace?..

Procuraba por egoísmo no hablar contra nadie; dudaba del mal; creía ciegamente en el elogio, conservando de este modo su reputación de bueno, que le daba acceso en todas partes, facilitando su vida. La imagen del húngaro estaba fija en su memoria, haciéndole pensar en una serie de almuerzos, antes de que aquél abandonase Madrid.

– Buenas tardes, maestro.

Era Soldevilla, que con las manos cruzadas bajo el faldón de la americana, abombando el pecho para lucir mejor el chaleco de terciopelo granate, y la cabeza en alto, atormentada por la desmesurada altura del cuello rígido y nítido, salía de detrás de un biombo. Su delgadez y lo exiguo de su estatura estaban compensadas por la longitud de sus bigotes rubios, que se empinaban en torno de la naricilla sonrosada, como si quisieran confundirse con los bandós de su peinado, lacios y desmayados sobre la frente. Este Soldevilla era el discípulo favorito de Renovales, «su debilidad», según decía Cotoner. El maestro había reñido grandes batallas por alcanzarle la pensión en Roma; después le había premiado en varias exposiciones.

Le miraba como si fuese su hijo, atraído tal vez por el contraste entre su rudeza y la debilidad de aquel dandy de la pintura, siempre correcto, siempre amable, que consultaba para todo á su maestro, aunque después no hiciese gran caso de sus consejos. Cuando hablaba mal de los compañeros de arte, lo hacía con una suavidad venenosa, con una finura mujeril. Renovales reía de su aspecto y de sus costumbres, y Cotoner le hacía coro. Era una porcelana, siempre brillante; no se encontraba en él la más leve mota de polvo; debía dormir en una rinconera. ¡Ah, los pintores del día! Los dos artistas viejos recordaban el desarreglo de su juventud; su bohemia descuidada, con grandes barbas y enormes sombreros; todas sus bizarras extravagancias para distinguirse de los demás mortales, formando un mundo aparte. Sentíanse malhumorados, como en presencia de una abdicación, ante los pintores de la última hornada, correctos, prudentes, incapaces de locuras, copiando las elegancias de los ociosos, con un aire de funcionarios del Estado, de oficinistas que manejaban el pincel.

Soldevilla, á continuación de su saludo, aturdió al maestro con un desmesurado elogio. Estaba admirando el retrato de la condesa de Alberca.

– Una maravilla, maestro. Lo mejor que ha pintado usted… y eso que está á medio hacer.

Este elogio conmovió á Renovales. Se levantó para apartar de un empujón el biombo, y arrastró un caballete que sostenía un gran lienzo, hasta colocarlo frente á la luz que penetraba por el ventanal de cristales.

Sobre un fondo gris erguíase, con la majestad de la belleza habituada á la admiración, una dama vestida de blanco. El esprit de plumas y brillantes parecía temblar sobre sus rizos, de un rubio leonado; el pecho marcaba el arranque de las redondeces de sus montículos entre las blondas del escote; las manos, enguantadas hasta más arriba del codo, sostenían una el rico abanico y otra una capa obscura, forrada de raso color de fuego, que se deslizaba de sus hombros desnudos, próxima á caer. La parte baja de la figura estaba indicada solamente por trazos de carbón sobre la blancura del lienzo. La cabeza, casi terminada, parecía mirar á los tres hombres con sus ojos orgullosos, algo fríos, pero de una falsa frialdad, delatando, detrás de su pupila, apasionamientos ocultos, un volcán muerto que resucitaba á sus horas.

Era una mujer alta, esbelta, de adorables y justas carnosidades, que parecía sostenerse en el esplendor de una segunda juventud con la higiene y las comodidades de su elevada posición. Los extremos de sus ojos estaban achicados por un pliegue de fatiga.

Cotoner la contemplaba desde su asiento con una calma de hombre casto, comentando su belleza tranquilamente, sintiéndose á cubierto de toda tentación.

– Es ella, la has clavado, Mariano. Ella misma… ¡Ha sido una gran mujer!

Renovales pareció ofendido por este comentario.

– Lo es – dijo con cierta hostilidad. – Lo es todavía.

Cotoner no era capaz de discutir con su ídolo y se apresuró á rectificarse:

– Es una buena moza; muy guapa, sí, señor, y muy elegante. Dicen también que tiene talento y que es incapaz de dejar sufrir á los que la adoran. ¡Poquito se habrá divertido esta señora!..

Renovales volvió á encresparse como si le hiriesen estas palabras.

– ¡Bah! mentiras, calumnias – dijo con voz fosca: – invenciones de ciertos señoritos que al verse despreciados la cuelgan esas infamias.

Cotoner volvió á deshacerse en explicaciones. Él no sabía nada: lo había oído decir. Las señoras en cuya casa comía, hablaban mal de la de Alberca… pero tal vez fuesen murmuraciones de mujeres. Se hizo el silencio, y Renovales, como si desease torcer el curso de la conversación, se encaró con Soldevilla.

– ¿Y tú, no pintas? Siempre te veo por aquí á la hora de trabajar.

Sonreía con cierta malicia al decir esto, mientras el joven se excusaba ruborizándose. Trabajaba mucho, pero todos los días sentía la necesidad de dar una vuelta por el estudio del maestro antes de dirigirse al suyo.

Era una costumbre de sus tiempos de principiante, de aquella época, la mejor de su vida, en que aprendía junto al gran pintor, en otro estudio menos lujoso que éste.

– ¿Y Milita? ¿la has visto? – prosiguió Renovales con sonrisa bonachona, en la que había una punta de malicia. – ¿No te ha tomado hoy el pelo por esa nueva corbata que quita la vista?

Soldevilla también sonrió. Había estado en el comedor con doña Josefina y Milita, y ésta se había burlado de él como siempre. Pero era sin malicia: ya sabía el maestro que Milita y él se trataban como hermanos.

Más de una vez, cuando ella era pequeña y él un chicuelo, la había servido de caballo, trotando por el viejo estudio, llevando á la espalda aquel gran diablo que le tiraba del pelo y le abofeteaba con sus manecitas.

– Es muy mona – interrumpió Cotoner. – Es la muchacha más graciosa y más buena que conozco.

– ¿Y el simpar López de Sosa? – preguntó el maestro otra vez con tono de malicia. – ¿No ha venido hoy ese chauffeur que nos vuelve locos con sus automóviles?

Desapareció la sonrisa de Soldevilla. Púsose pálido y brillaron sus ojos con verdoso fulgor. No; no había visto á ese caballero. Según decían las señoras, andaba muy ocupado en la reparación de un automóvil que se le había roto en el camino del Pardo. Y como si el recuerdo de este amigo de la familia fuese penoso para el joven pintor y deseara evitar nuevas alusiones, se despidió del maestro. Iba á trabajar; aun podían aprovecharse dos horas de sol. Pero antes de salir dedicó nuevos elogios al retrato de la condesa.

Quedaron solos los dos amigos en un largo silencio. Renovales, sumido en la penumbra de aquel nicho de telas persas en que se empotraba su diván, contemplaba el retrato.

– ¿Ha de venir hoy? – preguntó Cotoner señalando al lienzo.

Renovales hizo un gesto de disgusto. Hoy ú otro día; con esta mujer era imposible un trabajo serio.

La esperaba aquella tarde, pero no le causaría extrañeza que faltase á la sesión. Llevaban cerca de un mes sin poder pintar dos días seguidos. Tenía muchas ocupaciones: presidía sociedades para la enseñanza y la emancipación de la mujer; proyectaba festivales y tómbolas; una actividad de señora aburrida, un aturdimiento de pájaro loco que la hacía querer estar en todas partes á un mismo tiempo, sin voluntad para marcharse, una vez lanzada en la corriente del femenil chismorreo. De pronto, el pintor, con los ojos fijos en el retrato, tuvo un impulso de entusiasmo.

– ¡Qué mujer, Pepe! – exclamó. – ¡Qué mujer para pintarla!..

Sus ojos parecían desnudar á la beldad que se erguía en el lienzo con toda su prosopopeya aristocrática. Intentaban penetrar el misterio de aquella envoltura de encajes y sedas; ver el color y las lineas de unas formas que apenas se marcaban con suave bulto al través del vestido. Á esta reconstrucción mental ayudaban los hombros desnudos y el arranque de los amorosos globos que parecían temblar con dureza elástica en el filo del escote, separados por una línea de suave penumbra.

– Eso mismo le he dicho á tu mujer – afirmó el bohemio con sencillez. – Si tú pintas señoras hermosas como la condesa, es por pintarlas, sin que se te ocurra ver en ellas más que una modelo.

– ¡Ah! ¡Conque mi mujer te ha hablado de esto!..

Cotoner se apresuró á tranquilizarle, temiendo ver turbada su digestión. Nada; nerviosidades de la pobre Josefina, que, en su enfermedad, todo lo veía negro.

Había aludido durante el almuerzo á la de Alberca y su retrato. No parecía quererla, á pesar de ser su compañera de colegio. Le ocurría lo que á las otras mujeres: la condesa era un enemigo que las inspiraba miedo. Pero él la había tranquilizado, acabando por arrancarla una risa débil. No había que hablar más de esto.

Pero Renovales no participaba del optimismo de su amigo. Adivinaba el estado de ánimo de su mujer; comprendía ahora el motivo que la había hecho huir de la mesa, refugiándose arriba para llorar y desearse la muerte. Abominaba de Concha como de todas las mujeres que entraban en su estudio… Pero esta impresión triste no fué muy duradera en el pintor; estaba habituado á las susceptibilidades de su esposa. Además, se tranquilizó pensando en su fidelidad conyugal. Tenía limpia la conciencia, y Josefina podía creer lo que quisiera. Sería una injusticia más, y él estaba resignado á sufrir su esclavitud sin quejarse.

Para distraerse comenzó á hablar de pintura. Le animaba el recuerdo de su conversación con Tekli, el cual venía de correr Europa, y estaba enterado de lo que pensaban y pintaban los más famosos maestros.

– Yo me hago viejo, Cotoner. ¿Crees que no lo conozco? No, no protestes; ya sé que no soy viejo: cuarenta y tres años. Quiero decir que me he encarrilado y no salgo de mi paso. Hace tiempo que no hago nada nuevo; siempre doy la misma nota. Ya sabes que ciertos sapos, envidiosos de mi fama, me echan en cara ese defecto, como un salibazo venenoso.

Y el pintor, con el egoísmo de los grandes artistas, que siempre se creen olvidados y que el mundo les regatea la gloria, lamentábase de la servidumbre que le imponía su buena suerte. ¡Ganar dinero! ¡Qué terrible cosa para el arte! Si el mundo fuese gobernado por el sentido común, los artistas de talento estarían mantenidos por el Estado, el cual proveería generosamente á todas sus necesidades y caprichos. No habría que preocuparse de la vida. «Pinte usted lo que quiera y como le dé la gana.» Entonces se harían grandes cosas y adelantaría el arte con pasos de gigante, no teniendo que envilecerse en una adulación á la vulgaridad pública y á la ignorancia de los ricos. Pero ahora, para ser pintor célebre, había que ganar mucho dinero, y éste sólo se conseguía con los retratos, abriendo tienda, pintando al primero que se presenta, sin derecho á escoger. ¡Maldita pintura! En el escritor era mérito la pobreza; representaba virtud é integridad. Pero el pintor había de ser rico: su talento se juzgaba por las ganancias. El renombre de sus cuadros iba unido á la idea de miles de duros. Al hablar de su trabajo se decía siempre «gana tanto», y para sostener esta riqueza, compañera indispensable de la gloria, había que pintar á destajo, halagando á la vulgaridad que paga.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
25 haziran 2017
Hacim:
360 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain