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Kitabı oku: «La maja desnuda», sayfa 9

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SEGUNDA PARTE

I

Al llegar la primavera, López de Sosa, el «intrépido sportman», según le llamaba Cotoner, presentábase todas las tardes en el hotel de Renovales.

Fuera de la verja quedaba el automóvil de cuarenta caballos, su última adquisición, de la que hablaba con orgullo; un vehículo enorme, charolado de verde, que avanzaba y retrocedía bajo la mano del chauffeur, mientras el dueño cruzaba el jardín de la casa del pintor.

Renovales le veía entrar en su estudio, vestido de azul, con una gorra de visera brillante sobre los ojos, afectando el aire resuelto de un marino ó de un explorador.

– Buenas tardes, don Mariano. Vengo por las señoras.

Y bajaba Milita envuelta hasta los pies en un gabán gris, cubriendo su cabellera con una gorra blanca, en torno de la cual se arrollaba el largo velo azul. Tras ella aparecía la madre, vestida del mismo modo, pequeña é insignificante al lado de aquella muchacha que parecía abrumarla con su salud y su gallardía.

Renovales elogiaba mucho estos paseos. Josefina se quejaba de las piernas; una repentina debilidad la hacía algunas veces permanecer en un sillón días enteros. Refractaria á todo movimiento, le gustaba correr inmóvil en aquel carruaje que devoraba las distancias, llegando á puntos lejanos de Madrid sin esfuerzo alguno, como si no se hubiera movido de su casa.

– Divertirse mucho – decía el pintor con cierta alegría al quedar solo, completamente solo, sin la inquietud de percibir cerca de él la hostilidad conyugal. – Á usted se las confío, Rafaelito; nada de locuras, ¿eh?

Y Rafaelito esbozaba un gesto de protesta, como escandalizado de que alguien pudiese dudar de su pericia. Con él no había cuidado.

– ¿Y usted no viene, don Mariano? Deje usted los pinceles. No vamos más que al Pardo.

El pintor se excusaba; tenía mucho que hacer. Estaba enterado de lo que era aquello y no le placía ir tan aprisa. Le disgustaba tragarse el espacio con los ojos casi cerrados, no viendo apenas la campiña esfumada por la velocidad, entre nubes de polvo y piedra machacada. Prefería contemplar el paisaje tranquilamente, sin prisa, con la calma reflexiva del que estudia. Además era refractario á lo que no fuese de su tiempo; iba para viejo, y estas novedades estupendas no le iban.

– Adiós, papá.

Milita, levantándose el velo, avanzaba sus labios rojos y sensuales, mostrando al sonreir su dentadura nítida. Después de este beso venía el otro, ceremonioso, frío, cambiado con la indiferencia de la costumbre, sin más novedad que la de huir su boca Josefina como si quisiera evitar todo contacto intimo.

Salían los tres, apoyándose la madre en el brazo de Rafaelito, con cierta pereza, como si apenas pudiese arrastrar su flaco cuerpo, y con una palidez que no animaba el más leve arrebol de la circulación de la sangre.

Al quedar solo en su estudio, experimentaba Renovales la alegría de un muchacho en asueto. Trabajaba con mayor ligereza, cantaba á gritos, complaciéndose en escuchar los ecos que despertaba su voz en las sonoras naves. Muchas veces, al entrar Cotoner, le sorprendía entonando con impúdica serenidad alguna de las canciones licenciosas que había aprendido en Roma, y el pintor de los Papas, sonriente como un fauno, le hacía coro, aplaudiendo al final estas picardías de estudio.

Tekli, el húngaro, que algunas tardes les acompañaba, había partido para su país con su copia de Las Meninas, después de llevarse las manos de Renovales varias veces al corazón, con grandes extremos afectuosos, llamándole maestrone. El retrato de la condesa de Alberca ya no estaba en el estudio. Rodeado de un marco coruscante, exhibíase en el salón de la ilustre dama, recibiendo la adoración de su tertulia de admiradores.

Algunas tardes, después que las señoras abandonaban el estudio y se alejaba el sordo rodar del automóvil con grandes mugidos de bocina, el maestro y su amigo hablaban de López de Sosa. Un buen muchacho, algo tonto, pero excelente persona. Este era el juicio de Renovales y su viejo amigo. Estaba orgulloso de sus bigotes, que le daban cierto parecido con el emperador alemán, y al sentarse tenía buen cuidado de exhibir sus manos, poniéndolas en evidencia sobre las rodillas, para que apreciasen todos su vigorosa enormidad, sus salientes venas y sus dedos fuertes, con una ingenua satisfacción de cavador. Su conversación giraba siempre en torno de empresas vigorosas, y ante los dos artistas pavoneábase como si perteneciese á otra raza, hablando de sus hazañas de esgrimidor, de sus triunfos en los asaltos, de los kilos que levantaba sin el más leve esfuerzo, de las sillas que podía saltar sin rozarlas siquiera. Muchas veces interrumpía á los dos pintores cuando elogiaban á los grandes maestros del arte, para comunicarles el último triunfo de cualquier automovilista célebre en la conquista de la disputada copa. Sabía de memoria los nombres de todos los campeones europeos que habían alcanzado el laurel de la inmortalidad, corriendo, saltando, matando pichones, dándose patadas ó manejando hierros.

Renovales le había visto entrar en su estudio una tarde, trémulo de emoción, con los ojos brillantes, mostrándole un telegrama.

– Don Mariano, ya tengo un Mercedes. Me avisan su envío.

El pintor hizo un gesto de ignorancia. ¿Quién era aquel sujeto que llevaba un nombre femenil? Y el elegante Rafaelito sonrió con lástima.

– La mejor marca; Mercedes, superior á Panard; eso todo el mundo lo sabe. Fabricación alemana; unos sesenta mil francos. No habrá otro en Madrid.

– Pues que sea en hora buena.

Y el artista, después de encogerse de hombros, siguió pintando.

López de Sosa era rico. Su padre, un antiguo fabricante de conservas, le había dejado una fortuna que administraba prudentemente, no jugando (eso jamás), no manteniendo queridas (le faltaba tiempo para tales superfluidades), sin otro placer que los sports, que fortalecen el cuerpo. Tenía una cochera para él solo, donde albergaba los carruajes de tiro y los automóviles, mostrándolos á los amigos con una satisfacción de artista. Era su museo. Además, poseía varios troncos de caballos, pues las aficiones modernas no le hacían olvidar sus antiguos gustos, y tomaba tan á pechos sus méritos de automovilista como sus pasadas glorias de cochero. De tarde en tarde, en los días de gran corrida de toros, ó cuando se celebraban en el Hipódromo carreras sensacionales, alcanzaba un triunfo de pescante, guiando seis jacas llenas de borlas y cascabeles, que parecían pregonar con su estrepitosa marcha la gloria y la riqueza de su dueño.

Enorgullecíase de su vida virtuosa, sin una calaverada, sin un amorcillo, dedicada por entero al sport y la ostentación. Sus rentas eran inferiores á los gastos. El numeroso personal de la cuadra-garage, los caballos, la gasolina y los adornos de su persona, devoraban una parte de su capital. Pero López de Sosa manteníase impávido en este principio de ruina, que no pasaba inadvertido para él, muchacho juicioso y excelente administrador en medio de su despilfarro. Era la calaverada de su juventud; ya limitaría sus gastos cuando se casase. Dedicado por las noches á la lectura, no pudiendo dormir tranquilamente si no hojeaba antes sus clásicos (periódicos de sport, catálogos de automóviles, etc.), todos los meses hacía nuevas adquisiciones en el extranjero, girando miles y miles de francos y lamentándose como un hombre serio de la alza de los cambios, de los exorbitantes derechos de aduanas, de la torpeza de estos malos gobiernos, que ponen trabas al adelanto del país. Cada automóvil aumentaba considerablemente su precio al pasar la frontera. ¡Y después de esto aun pedían los políticos progreso y regeneración!..

Había sido educado por los padres de la Compañía en la Universidad de Deusto y tenía su título de abogado. Mas no por esto era devoto. Él era liberal; amaba lo moderno. Nada de fanatismos ni hipocresías. Había dicho adiós para siempre á los buenos padres, así que murió el suyo, que era entusiasta de ellos; pero les conservaba cierto respeto por haber sido sus maestros y reconocía en ellos unos grandes sabios. Pero la vida moderna era otra cosa; él leía con entera libertad; leía mucho, tenía en su casa una biblioteca, compuesta lo menos de un centenar de novelas francesas. Adquiría todos los volúmenes que llegaban de París, con una hembra puesta al fresco en la cubierta, y en cuyo interior, so pretexto de relatar las costumbres griegas, romanas ó egipcias, se encontraban un sinnúmero de buenas mozas en pelota ó efebos al natural, sin otros adornos de civilización que las cintas y gorros que cubrían sus cabezas.

Pedía libertad, mucha libertad; pero los hombres estaban divididos para él en dos castas: las personas decentes y las que no lo son. Entre los primeros figuraban en masa todos los muchachos de la Gran Peña, los viejos del Casino, con algunos de los personajes cuyos nombres figuraban en los periódicos, signo indiscutible de su valer. El resto era la canalla que lo llenaba todo; despreciable y cursi en las calles de las ciudades; repugnante y antipática en los caminos; la que insultaba con toda la grosería de su mala crianza y lanzaba amenazas de muerte cuando un chicuelo venía á colocarse bajo las ruedas del automóvil con la maligna intención de dejarse aplastar, metiendo en un conflicto á una persona decente, ó cuando alguna blusa blanca, haciéndose la sorda á los llamamientos de la bocina, no quería apartarse y se sentía alcanzada… como si un hombre que gana dos pesetas quisiera ser superior á las máquinas que cuestan muchos miles de francos. ¡Qué hacer de un pueblo tan ignorante y ordinario! ¡Y aun hablaban algunos miserables de derechos y revoluciones!..

Cotoner, que cuidaba su trajecillo con inauditas fatigas, manteniéndolo presentable para sus visitas y comilonas, preguntaba á López de Sosa con cierto asombro sobre los progresos de su vestuario.

– ¿Cuántas corbatas tiene usted ahora, Rafael?

Unas setecientas: las había contado recientemente. Y avergonzado de no poseer todavía el ansiado millar, hablaba de surtirse en su próximo viaje á Londres, cuando se disputaran la copa los primeros automovilistas británicos. Sus botas las recibía de París, pero las fabricaba un zapatero de Suecia, el mismo que calzaba á Eduardo de Inglaterra; los pantalones los contaba por docenas y nunca se ponía uno más allá de ocho ó diez veces; la ropa blanca pasaba á poder de su ayuda de cámara apenas usada; sus sombreros eran todos londonienses. Se hacía por año ocho levitas, que envejecían muchas veces sin llegar al estreno: las tenía de varios colores, con arreglo á las circunstancias y á las horas en que debía usarlas. Una especial, de largos faldones y un negro mate, sombrío y austero, copiada de las ilustraciones extranjeras que representaban desafíos, era su uniforme de los momentos solemnes, la que vestía cuando algún amigo le buscaba en la Peña para que le asistiese y representase, con su pericia de hombre escrupuloso en asuntos de honor.

Su sastre admiraba su talento, su magistral golpe de vista para escoger las telas y decidir el corte entre los innumerables figurines. Total, que invertía unos cinco mil duros por año en sus trajes, y decía con sencillez á los dos artistas:

– ¡Qué menos puede gastar una persona decente para estar presentable!..

López de Sosa visitaba la casa de Renovales como amigo después de haberle pintado éste su retrato. Á pesar de sus automóviles, de sus trajes y de escoger sus relaciones entre las gentes que ostentaban títulos nobiliarios, no conseguía echar raíces en lo que él llamaba gran mundo. Sabía que á sus espaldas le designaban con el apodo de «Bonito en escabeche», aludiendo á las fabricaciones paternas, y que las señoritas que le tenían por amigo rebelábanse ante la idea de casarse con el «Chico de las conservas», que era otro de sus falsos nombres. La amistad de Renovales fué para él un motivo de orgullo.

Había solicitado que hiciese su retrato, pagándolo sin regateo, para que figurase en la Exposición; una manera de distinguirse como cualquiera otra, de introducir su insignificancia entre los hombres de alguna celebridad pintados por el artista. Después intimó con el maestro, hablando en todas partes de su «amigo Renovales» con cierta llaneza, como si fuese un camarada que no podía vivir sin él. Esto le realzaba mucho ante sus conocimientos. Además, sentía una admiración ingenua por el maestro desde una tarde en que algo fatigado por el relato de sus azañas de esgrimidor, abandonó los pinceles, y descolgando unas espadas viejas, tiró con él varios asaltos. ¡Vaya con don Mariano! ¡Y cómo se traía sus cositas aprendidas allá en Roma!..

Frecuentando el hotel del artista, acabó por sentirse impulsado hacia Milita: vió en ella la mujer deseada para su matrimonio. Á falta de más sonoros títulos, ser yerno de Renovales era algo. Además, el pintor gozaba fama de rico; se hablaba de sus enormes ganancias y aun le quedaban por delante muchos años de trabajo para acrecentar esta fortuna, que había de ser para su hija.

López de Sosa comenzó á hacer la corte á Milita apelando á sus grandes medios; presentándose cada día con distinto traje, llegando todas las tardes, ya en un carruaje de vistoso tiro, ya en uno de sus automóviles. El elegante muchacho conquistó la tolerancia de la madre, lo que no era poco. Un marido así convenía á su hija. ¡Nada de pintores! Y el pobre Soldevilla en vano arboraba las más vistosas corbatas y exhibía escandalosos chalecos; su rival le aplastaba, y lo que era peor, la señora del maestro, que le tenía antes cierto afecto maternal y le tuteaba por haberle conocido casi un niño, acogíale ahora fríamente, como si desease intimidarle en sus pretensiones sobre Milita.

Ésta fluctuaba sonriente y burlona entre ambos adoradores. Lo mismo parecía importarle uno que otro. Desesperaba al pintor, al compañero de su infancia, maltratándole unas veces con sus bromas, atrayéndolo otras con efusivas intimidades, como en la época que jugaban juntos, y al mismo tiempo elogiaba la elegancia de López de Sosa, reía con él y hasta recelaba Soldevilla que se escribían cartas como si ya fuesen novios.

Renovales celebraba la gracia con que su hija llevaba anhelantes é indecisos en torno de ella á los dos muchachos. Era temible; un chico con faldas, más varonil que sus dos adoradores.

– La conozco, Pepe – decía á Cotoner. – Hay que dejarla hacer su voluntad. El día que se decida por uno ó por otro, habrá que casarla en seguida. No es de las que esperan. Si no la casamos pronto y á gusto, es capaz de escaparse con el novio.

El padre justificaba esta impaciencia de Milita. ¡Pobrecilla! ¡Para lo que veía en su casa! La madre siempre enferma, azorándola con sus llantos, sus gritos y sus crisis nerviosas: el padre trabajando en el estudio, y por toda compañía la antipática Miss. Había que dar gracias á López de Sosa porque las sacaba de casa, volviendo Josefina un tanto calmada de estas carreras vertiginosas.

Prefería Renovales á su discípulo. Era casi su hijo, había reñido grandes batallas por darle pensiones y premios. Un tanto disgustadillo le tenía por ciertas menudas infidelidades, pues al verse con cierto nombre, alardeaba de independencia, elogiando á espaldas del maestro todo lo que éste creía vituperable. Pero aun así, le agradaba la idea de que pudiese casarse con su hija. El yerno pintor; los nietos pintores; la sangre de Renovales perpetuándose en una dinastía de artistas que llenase la historia con resplandores gloriosos.

– Pero ¡ay, Pepe! Me temo que la niña se irá con el otro. ¡Al fin, mujer! Las hembras sólo aprecian lo que se ve; la gallardía, la juventud.

Y las palabras del maestro denotaban cierta amargura, como si pensase en algo muy distinto de lo que decía.

Después examinaba los méritos de López de Sosa, como si ya se hubiese introducido en la familia.

– Un buen muchacho, ¿verdad, Pepe?.. Algo imbécil para nosotros; incapaz de hablar diez minutos sin que bostecemos; excelente persona… pero no es de nuestra promoción.

Renovales hablaba con cierto desprecio de la juventud vigorosa, sana y con el cerebro virgen de todo cultivo, que acababa de asaltar la vida, invadiéndolo todo. ¡Qué gente! Mucha gimnasia, mucha esgrima, patadas á una pelota enorme, mazazos á caballo, carreras locas en automóvil: desde los reyes al último retoño de burgués, todos se lanzaban á esta vida de goces infantiles, como si la misión del hombre sólo consistiera en endurecer los músculos, sudar é interesarse en las peripecias de un juego. La actividad huía del cerebro, para localizarse en los tentáculos del cuerpo. Eran fuertes, pero la inteligencia permanecía en barbecho; envuelta en una bruma de credulidad infantil. Los nuevos hombres parecían plantarse para siempre en los catorce años; no iban más allá, satisfechos con las voluptuosidades del movimiento y la fuerza. Muchos de aquellos mocetones eran vírgenes ó casi vírgenes, á la edad en que en otros tiempos se estaba de vuelta, con el hastío del amor. Ocupados en correr, sin dirección ni objeto, no tenían tiempo ni calma para pensar en la hembra. El amor iba á declararse en huelga, no pudiendo resistir la competencia de los sports. Los jóvenes vivían aparte, ellos entre ellos, encontrando en el esfuerzo atlético una satisfacción que les dejaba ahitos y sin curiosidad para los demás placeres de la vida. Eran niños grandes, de puños fuertes: podían luchar con un toro y veían con timidez la aproximación de una mujer. Toda la savia de su vida se escapaba en los ejercicios violentos. La inteligencia parecía haberse aglomerado en sus manos, dejando vacío el cráneo. ¿Adonde iba la gente nueva?.. Tal vez á formar otra humanidad más sana, más fuerte, sin amor, sin apasionamientos, sin otras aproximaciones que el ciego impulso de la reproducción. Tal vez este culto á la fuerza, esta vida continua de hombres entre hombres, desnudándose en la promiscuidad de los ejercicios, admirando el músculo hinchado y la vigorosidad saliente, se desviara en repugnante aberración, y todo ello parase en resucitar los tiempos clásicos con sus atletas que, habituados al desprecio de la mujer, se envilecían imitando sus pasividades.

– Nosotros éramos de otro modo, ¿eh, Pepe? – decía Renovales guiñando un ojo con expresión maliciosa. – De muchachos cuidábamos menos el cuerpo, pero le dábamos mayores satisfacciones. No éramos tan puros, pero nos preocupaba algo más alto que el automóvil ó la copa de honor: teníamos ideales.

Volvía después á hablar de aquel señorito que pretendía introducirse en su familia, y se burlaba de su mentalidad.

– Si Milita se decide por él, yo no me opongo. Lo que importa en estos casos es entenderse. Él es un buen chico; casi podría ir al matrimonio con flores de azahar. Pero no sé si pasada la impresión de la novedad volverá á entregarse á sus aficiones y la pobre Milita sentirá celos de esos artefactos que le comen una parte de la fortuna.

Algunas tardes, antes de que acabase la luz, Renovales despedía al modelo, si es que lo tenía, y abandonaba los pinceles, saliendo del estudio. Al volver presentábase con sombrero y gabán.

– Pepe, vamos á dar una vuelta.

Cotoner sabía hasta dónde llegaba esta vuelta.

Seguían la verja del Retiro, bajaban la calle de Alcalá, caminando lentamente entre los grupos de paseantes, algunos de los cuales volvíanse á sus espaldas para señalar al maestro. «Ese más alto es Renovales, el pintor.» Á los pocos minutos aceleraba el paso Mariano con nerviosa impaciencia, dejaba de hablar, y Cotoner le seguía con gesto malhumorado, cantando entre dientes. Al llegar á la Cibeles ya sabía el viejo pintor que se aproximaban al término del paseo.

– Hasta mañana, Pepe; me voy por aquí. Tengo que ver á la condesa.

Un día no se limitó á esta concisa despedida. Después de alejarse algunos pasos volvió hacia su compañero, para hablarle con cierta vacilación:

– Oye: si Josefina te pregunta adónde voy, no digas nada… Ya sé que eres discreto, pero ella es de cuidado. Te digo esto para evitarme explicaciones. Las dos no se llevan bien… ¡Cosas de mujeres!

II

Al principio de la primavera, cuando Madrid creía de buena fe haber entrado en la buena estación y los impacientes sacaban á luz sus sombreros veraniegos, volvió inesperadamente el invierno con un retroceso traidor, entenebreciendo el cielo, cubriendo con una sábana de nieve la tierra resquebrajada por el calor solar, los jardines en los que apuntaban las hojas de la vegetación primaveral y se esparcían las primeras flores.

La chimenea volvió á encenderse en el salón de la de Alberca, buscando su calor todos los señores que formaban su tertulia los días en que la «ilustre condesa» se quedaba en casa, no teniendo reunión que presidir ni visitas que hacer.

Renovales, al llegar una tarde, habló con entusiasmo del aspecto que ofrecía la Moncloa cubierta de nieve. Venía de allá; un hermoso espectáculo; el bosque, sumido en el silencio invernal, sorprendido por el blanco sudario, cuando comenzaba á crujir con el primer hervor de la savia. ¡Lástima que la manía fotográfica poblase el bosque de tantos buenos señores, que iban de una parte á otra con sus maquinillas, ensuciando la pureza de la nieve!

La condesa mostró una curiosidad infantil. Quería ver aquello: iría al día siguiente. En vano sus amigos la disuadieron hablando del próximo cambio del tiempo. Al otro día saldría el sol, se derretirían las nieves; esas tormentas inesperadas tenían la inestabilidad caprichosa del clima de Madrid.

– No importa – dijo Concha con tenacidad. – Se me ha metido en la cabeza ir á la Moncloa. Hace años que no la veo. ¡Con esta vida tan ocupada!..

Iría á ver el deshielo por la mañana… Por la mañana no. Se levantaba tarde, y había de recibir á todas aquellas señoras del feminismo que venían á consultarla. Por la tarde: iría después del almuerzo. ¡Lástima que el maestro Renovales trabajase á esa hora y no pudiera acompañarla! ¡Él que sabía ver el paisaje tan admirablemente, con sus ojos de artista, y la había hablado muchas veces de la puesta del sol vista desde el palacete de la Moncloa; un espectáculo casi igual al que se contempla en Roma desde el Pincio á la caída de la tarde!.. El pintor sonrió galantemente. Procuraría estar al día siguiente en la Moncloa; ya se encontrarían.

La condesa pareció alarmarse de pronto por esta promesa y lanzó una mirada al doctor Monteverde. Pero sufrió una decepción, en su deseo de verse tachada de ligera é infiel, al notar que aquél permanecía indiferente.

¡Dichoso doctor! ¡Y cómo le odiaba el maestro Renovales! Era un jovenzuelo hermoso y frágil como una figulina de porcelana; un conjunto de bellezas extremadas hasta el punto de dar á su rostro una exageración caricaturesca. El pelo, partido en dos bandós sobre la pálida frente, negro, muy negro y brillante, con reflejos azulados; los ojos, de una suavidad aterciopelada, mostrando en su dilatado corte la mancha carmesí del lacrimal sobre el nítido marfil de las córneas; unos verdaderos ojos de odalisca: los labios rojos, enseñando su color de sangre por entre la celosía del erizado bigote; la tez de una palidez de camelia, y la dentadura con un brillo temblón semejante al del nácar. Concha le miraba con arrobamiento devoto; hablaba con los ojos puestos en él, consultándole con la mirada, lamentando internamente su falta de despotismo, deseando ser su sierva, verse corregida por él en todos los caprichos de su carácter veleidoso.

Renovales lo despreciaba, dudando de su virilidad, haciendo los más atroces comentarios con su rudeza de lenguaje.

Era doctor en Ciencias y esperaba que se declarase vacante una cátedra de Madrid para hacer oposiciones á ella. La condesa de Alberca le tenía bajo su alta protección, hablando con entusiasma de Monteverde á todos los señores graves que ejercían influencia en la vida universitaria. Prorrumpía en los más desaforados elogios del doctor en presencia de Renovales. Era un sabio, y á ella la entusiasmaba que toda su sabiduría no le privase de vestir con refinada elegancia y ser hermoso como un ángel.

– Para dentadura bonita la de Monteverde – decía mirándolo en plena tertulia al través de sus impertinentes.

Otras veces, siguiendo el curso de sus ideas, interrumpía la conversación, sin fijarse en la incoherencia de sus palabras:

– ¿Pero han reparado ustedes en las manos del doctor? ¡Más finas que las mías! Parecen manos de dama.

El pintor se indignaba ante estas demostraciones de Concha, que muchas veces eran en presencia de su marido.

Le asombraba la calma del hombre de las condecoraciones. ¿Pero aquel señor estaba ciego? Y el conde, con una bondad paternal, decía siempre lo mismo:

– ¡Esta Concha! ¡qué franquezas tiene! No haga usted caso, amigo Monteverde. Son cosas de mi mujer, niñadas.

El doctor sonreía, halagado por este ambiente de adoración de que le rodeaba la condesa.

Había escrito un libro sobre el origen natural de los organismos animales, del que hablaba con entusiasmo la hermosa señora. El pintor contemplaba con asombro y envidia el cambio de sus gustos. Nada de música, ni de versos, ni de artes plásticas, que antes eran la preocupación de su inteligencia de pájaro, atraída por todo lo que brilla y suena. Ahora miraba las artes como lindos é insignificantes juguetes que sólo podían divertir la infancia de la humanidad. Los tiempos cambiaban; había que ser serios. Ciencia, mucha ciencia; ella era la protectora, la buena amiga, la consejera de un sabio. Y Renovales encontraba sobre mesas y sillones libros famosos, con la mitad de las hojas sin cortar, manejados febrilmente, abandonados por el tedio y la falta de comprensión, después de una primera acometividad de curiosidad.

Sus tertulianos, casi todos señores viejos, atraídos por la hermosura de la condesa y enamorados de ella sin esperanza, sonreían oyéndola hablar de la ciencia con tanta gravedad. Los que tenían un nombre en la política se admiraban ingenuamente. ¡Cuántas cosas sabía aquella mujer! Muchas las ignoraban ellos. Los otros señores, médicos de fama, catedráticos, gentes de estudio, que hacía tiempo no estudiaban, aprobaban también con cierta complacencia. Para una mujer no estaba del todo mal. Y ella, llevándose los lentes á los ojos de vez en cuando para paladear la belleza de su doctor, hablaba con una lentitud pedantesca del protoplasma, de la reproducción de las células, del canibalismo de los fagocitos, de los monos catarinos, antropoides y pitecoides, de los mamíferos discoplacentarios y del Pithecanthropus, tratando los misterios de la vida con amistosa confianza, repitiendo sus extraños nombres científicos, como si fueran los de personas de la buena sociedad que hubiesen comido con ella la noche anterior.

El lindo Monteverde estaba, según ella, por encima de todos los sabios de fama universal.

Los libros de éstos, con admirarlos tanto el doctor, la daban jaqueca á ella, que inútilmente quería apoderarse del misterio de sus renglones. En cambio había leído un sinnúmero de veces el libro de Monteverde, mágica obra cuya adquisición recomendaba á todas sus amigas, las cuales, en materia de lectura, no iban más allá de las novelas de los periódicos de modas.

– Es un sabio – dijo la condesa una tarde al hablar á solas con Renovales. – Empieza ahora, pero yo le empujaré y llegará á ser un genio. Tiene un talento inmenso. ¡Si usted hubiese leído su libro!.. ¿Conoce usted á Darwin? ¿Verdad que no? Pues es más que Darwin; mucho más.

– Lo creo – dijo el pintor. – Ese Monteverde es hermoso como un bebé y Darwin era un tío feo.

La condesa dudó entre ponerse seria ó reir, y acabó por amenazarle con sus impertinentes.

– Calle usted, mala persona. ¡Al fin, pintor! Usted no puede comprender las amistades tiernas, las relaciones puras, la fraternidad basada en el estudio.

¡Con qué dolor reía el maestro de tanta pureza y fraternidad! Él veía claro, y Concha por su parte no era un modelo de prudencia para ocultar sus sentimientos. Monteverde era su amante, como antes lo había sido un músico, durante cierta época en que la condesa no hablaba más que de Beethoven y de Wagner, como si fuesen visitas de su casa; y mucho antes un duquesito, guapo mozo, que daba becerradas por invitación, matando los inocentes bueyes después de saludar con ojos amorosos á la de Alberca, que echaba fuera del palco su busto envuelto en la mantilla blanca y adornado de claveles. Sus amores con el doctor eran casi públicos. No había más que ver el encarnizamiento con que le despedazaban los señores de la tertulia, afirmando que era un necio y su libro un traje de Arlequín, una serie de retazos ajenos, mal hilvanados, con la audacia del ignorante. También á éstos les mordía la envidia, estremecidos en sus amores seniles y silenciosos por el triunfo de aquel jovenzuelo que les arrebataba el ídolo, adorado con una devoción contemplativa que reanimaba su senectud.

Renovales indignábase contra sí mismo. En vano quería vencer á la costumbre que guiaba sus pasos todas las tardes hacia la casa de la condesa.

– Ya no vuelvo más – se decía con rabia al verse en su estudio. – ¡Bonito papel haces, Mariano! Sirves de coro con todos esos viejos imbéciles á un dúo de amor… ¡Valiente punto la tal condesa!

Pero al día siguiente volvía, pensando con cierta esperanza en la pretenciosa superioridad de Monteverde, en el aire desdeñoso con que recibía las adoraciones de su amante. Ya se cansaría Concha de esta muñeca con bigotes, volviendo los ojos á él, que era un hombre.

El pintor se daba cuenta de la transformación de su carácter. Era otro y hacía esfuerzos para que no se percatasen en su casa de este cambio. Reconocía mentalmente que estaba enamorado, con la satisfacción del hombre maduro que ve en esto un signo de juventud, el retoñamiento de una segunda vida. Se había sentido impulsado hacia Concha por el deseo de romper el tedio de su existencia, de imitar á los otros, de gustar la acidez de la infidelidad, haciendo una ligera escapada fuera de las murallas severas é imponentes que cerraban el yermo del matrimonio, cada vez más cubierto de zarzas y malezas. La resistencia de ella le exasperaba, aumentando su deseo. No sabía ciertamente qué era lo que sentía; tal vez una atracción material y con ella el enconamiento del amor propio, la amargura de verse rechazado al descender de las alturas de la virtud en las que se había mantenido con orgullo salvaje, creyendo que todos los goces de la tierra le esperaban, deslumbrados por su gloria, y que sólo tendría que extender los brazos para que corrieran á él.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
25 haziran 2017
Hacim:
360 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain