Kitabı oku: «La Tierra de Todos», sayfa 20

Yazı tipi:

Pensaba, además, en otro contraste que había acompañado á su enriquecimiento. Mientras él se hacía millonario, la mitad del mundo, al otro lado de los mares, sufría los horrores de una gran guerra. Al principio este cataclismo había hecho peligrar su propia empresa. Los colonos extranjeros abandonaban los campos de la Argentina para ir á ser soldados en sus respectivas naciones. Pero luego se cortaba este retorno al viejo mundo, y el reflujo humano traía nuevos cultivadores á sus tierras.

Muchos que había dejado en Europa doce años antes enormemente ricos, estaban ahora pobres ó habían desaparecido. En cambio, él, que sólo era entonces un aspirante á la fortuna, un colonizador de incierto porvenir, se sentía como abrumado por la exageración de su prosperidad. Se veía igual á las reses nuevas de don Carlos Rojas, que, ahitas por la exuberancia de su nutrición, permanecían con las patas dobladas sobre la alfalfa, mirando, inapetentes, toda la riqueza alimenticia que las rodeaba.

Watson y Celinda eran jóvenes, tenían ilusiones y deseos, sabían en qué emplear su dinero. Ella conocía la voluptuosidad del lujo; su marido podía sentir el mayor placer de los enamorados, mezcla de satisfacción y de orgullo, al regalar á Celinda todo lo que desease; ¡pero él!… Ni siquiera le gustaban las molicies inocentes que hacen más grata la vejez. Le había visitado la riqueza demasiado tarde, cuando no le quedaba tiempo para aprender á ser rico.

Como había pasado la mayor parte de la existencia simplificando su vida y prescindiendo de comodidades, ya no necesitaba estas comodidades. Celinda, la antigua amazona, y su esposo, tenían á la puerta del hotel, desde las primeras horas de la mañana, un lujoso automóvil. No podían vivir sin este vehículo; parecía que lo hubiesen poseído desde que nacieron. ¡Ah, la juventud, con su maravillosa facilidad de adaptación para todo lo que representa placer ó riqueza!…

El español, sólo en casos de urgencia se acordaba de tomar un automóvil de alquiler. Prefería marchar á pie ó emplear los mismos medios de locomoción de la gente poco adinerada.

–No es miseria ni avaricia—decía Celinda á su esposo cuando le hablaba de Robledo, al que había estudiado con su fina observación de mujer—; es simplemente olvido y falta de necesidades.

Los dos ingenieros salieron de su abstracción al oir de nuevo la voz de la joven.

–Y usted, don Manuel, ¿qué piensa hacer esta tarde?… ¿Por qué no me acompaña en mis visitas á los modistos, y así podrá hablar con motivo de la frivolidad de las mujeres?…

Robledo no aceptó la proposición.

–Debo ver á un antiguo condiscípulo que desea mi ayuda para un negocio. El pobre no ha hecho fortuna.

Era un ingeniero que durante la guerra había dirigido una fábrica dedicada á la producción de municiones. Ahora la fábrica estaba cerrada, y su dueño, después de haber reunido en cuatro años una fortuna enorme, no sabía qué hacer de ella. El ingeniero buscaba, sin éxito, un capitalista, para dedicarla por su cuenta á la producción de maquinaria agrícola.

–Vive más allá de Montmartre—continuó Robledo—; está cargado de familia, y voy á ver si prestándole unas docenas de miles de pesos, que aquí resultan cerca de un millón de francos, puede abrirse paso. Quiere mostrarme en su casa los planos de una máquina que ha inventado para arar la tierra.

Abandonaron los tres sus asientos y salieron del hall. Fuera del hotel, el matrimonio montó en un automóvil elegante. El español prefirió marchar á pie hasta la plaza de la Estrella, donde tomaría simplemente el Metro.

Era una tarde primaveral, de aire suave y cielo dorado. Robledo marchaba con una vivacidad juvenil. La imagen de su infeliz camarada Torrebianca pasó de pronto por su memoria. Esto no era extraordinario.

Desde su regreso á Europa, le asaltaba con frecuencia el recuerdo de Federico y de su mujer, por la razón de haber vivido con ellos durante su última permanencia en París y haber emprendido juntos de aquí el viaje á América. Además, este ingeniero pobre que iba á visitar evocaba en su memoria al otro compañero de estudios.

En los doce años últimos, pasados junto al río Negro, la imagen de los Torrebianca se había mantenido fresca en su memoria. Una vida de monótono trabajo, poco abundante en novedades, conserva vivas las impresiones, pues éstas no reciben la superposición de otras que las borren.

Muchas veces, en sus largas horas de reflexiva soledad, se preguntaba cuál habría sido el final de Elena.

Su mala influencia persistió demasiado en aquel rincón del mundo para que la olvidasen fácilmente. Hasta los habitantes más antiguos de la Presa que permanecieron fieles al terruño, negándose á abandonar el pueblo arruinado, habían transmitido á los nuevos vecinos de Colonia Celinda la tradición de una mujer venida del otro lado del mar, hermosa y de poder fatídico, originadora de ruinas y muertes.

Los que no alcanzaron á conocerla se la imaginaban como una especie de bruja, apodándola «Cara Pintada» y atribuyéndole toda clase de maldades prodigiosas. Hasta afirmaban que surgía á veces en los lugares más solitarios del río, como un fantasma hermoso y fatal, peinándose los rubios cabellos ó pintándose el rostro; y esta aparición era terrible para los que la veían, pues significaba un anuncio de próxima muerte.

Robledo, en sus visitas á Buenos Aires, intentó averiguar algo de aquel Moreno que había huído con Elena; pero nunca obtuvo noticias precisas. Los dos habían caído en Europa como en un mar que se cerrase sobre sus cabezas, ocultándolos para siempre.

«Debe haber muerto—acababa diciéndose el español—. Indudablemente ha muerto. Una mujer de su especie no podía vivir mucho.»

Y durante unos meses dejaba de pensar en ella, hasta que algunas alusiones de los primitivos habitantes de la colonia despertaban otra vez sus recuerdos.

Al descender los peldaños de la estación vecina al Arco de Triunfo, olvidó completamente á su infeliz compañero y su temible esposa. Se sintió envuelto y empujado por la corriente humana que descendía á las profundidades del Metro, y el tren subterráneo le llevó al otro lado de París.

Pasó más de dos horas en la casa de su amigo el inventor—modesta habitación situada en una calle afluente á los bulevares exteriores—, y al caer la tarde se vió marchando á pie por el bulevar Rochechuart, hacia la plaza Pigalle.

En sus excursiones por Montmartre acompañando á sudamericanos ansiosos de gozar las falsas y pueriles delicias de los restoranes nocturnos, nunca había ido más allá de dicha plaza. Además, esta parte de París, vista de noche, ofrece un espectáculo engañoso que contrasta con la mediocridad de su fisonomía diurna.

El bulevar que él seguía estaba frecuentado por un público de aspecto ordinario y vulgar. El Montmartre de que hablaban con delicia los forasteros, y cuyo nombre era repetido con admiración por cierta juventud del otro lado del Atlántico, empezaba á partir de la plaza Pigalle. Este bulevar Rochechuart era como los territorios mixtos inmediatos á una frontera, que carecen de fisonomía propia. Debían de vagar en él los expelidos del Montmartre próximo por la necesidad de un alojamiento más barato, ó las principiantas que aún no han logrado ropas ni maneras convenientes para deslizarse en los grandes restoranes nocturnos.

Según se iba extinguiendo la tarde parecía aumentar el número de hembras engañosamente vestidas, que necesitan la luz incierta del crepúsculo para salir á la caza del hombre y del pan.

Robledo se cruzaba con ellas, fingiéndose ciego ante sus violentas ojeadas y sordo á las palabras susurrantes en honor de su apostara de buen mozo.

«¡Pobres mujeres! Verse obligadas á decirme tan enorme mentira para poder comer…»

De pronto, una de estas mujeres llamó su atención. Era semejante á las otras, y, lo mismo que ellas, le miraba atrevidamente, con ojos provocadores. ¡Pero estos ojos!… ¿Dónde había visto él estos ojos?

Iba vestida con una elegancia miserable. Sus ropas, desteñidas y viejas, habían sido lujosas muchos años antes; pero vistas á cierta distancia, aún podían engañar á los distraídos. Además conservaba cierta esbeltez, que, unida á su estatura, hacía olvidar por un momento los estragos de la miseria y de los años.

Al ver que Robledo se detenía un instante para examinarla mejor, sonrió con alegre sinceridad. Era un buen encuentro; el mejor de la tarde. Este señor tenía el aspecto de un extranjero rico que vaga desorientado por un barrio excéntrico al que no volverá nunca. Había que aprovechar la ocasión.

Mientras tanto, Robledo continuaba inmóvil, mirándola con el ceño fruncido por una rebusca mental.

«¿Quién es esta mujer?… ¿Dónde diablos la he visto?»

Ella también se había detenido, volviendo la cabeza para sonreir é invitándole con el gesto á que la siguiera.

Se reflejaron en el rostro del ingeniero las alternativas de la sorpresa y la duda.

«Pero ¿será?… ¡Yo que la creía muerta hace años!… No, no puede ser. Como he pensado en ella esta tarde, me equivoco… Sería una casualidad demasiado extraordinaria.»

Siguió examinándola de lejos, creyendo reconocer el pasado en algunos rasgos de aquella fisonomía ajada, y quedando indeciso ante otros que le resultaban extraños. ¡Pero los ojos!… ¡aquellos ojos!…

La mujer volvió á sonreir y á mover levemente la cabeza, repitiendo sus mudas invitaciones. Impulsado por la curiosidad, hizo Robledo involuntariamente un leve gesto de aceptación y ella reanudó su marcha. Pero sólo dió algunos pasos, deteniéndose ante la cancela de un bar de aspecto sórdido, con tupidos visillos en los cristales. Guiñó un ojo, y abriendo la mampara desapareció en el interior del sucio establecimiento.

Quedó indeciso el español. Le repugnaba ir á reunirse con aquella mujer y al mismo tiempo se sentía arrastrado por su curiosidad. Presintió que si se alejaba sin hablarla quedaría para siempre en una incertidumbre torturante, lamentando el resto de su existencia no haberse enterado de si Elena vivía aún ó estaba muerta. El miedo á la duda futura le impulsó á la acción, haciéndole abrir con cierta violencia la puerta del bar.

Vió seis mesas, un diván de hule abullonado á lo largo de las paredes, espejos borrosos, y un mostrador que tenía detrás una anaquelería con botellas. El mostrador lo ocupaba una mujer algo vieja y de gordura elefantíaca, con los ojos pintados de negro y la cara moteada de granos y costras.

Recordando sus años juveniles pasados en París, reconoció Robledo el pequeño establecimiento frecuentado por mujeres que no disponen de otra industria para vivir que el encontrón carnal, pero desean conservar cierta apariencia independiente, y á las cuales sirve la dueña de consejera é intermediaria.

Un camarero de aire afeminado servía á las parroquianas. En este momento eran dos. Una jovencita de rostro exangüe que se transparentaba, como si fuese á dejar ver las oquedades y las aristas de su cráneo. Tosía convulsivamente, y entre tos y tos se llevaba á la boca un cigarrillo. En otra mesa vió á una mujer avejentada y de aspecto abyecto, que tal vez en su juventud había sido hermosa. Conservaba la misma esbeltez arrogante de la otra seguida por Robledo, pero sus ropas y su rostro revelaban una miseria mayor. Bebía á lentos sorbos el contenido de una gran copa y se retrepaba á continuación en el diván, cerrando los ojos como si estuviese ebria.

Al entrar el ingeniero se dió cuenta de que la mujer había ido á sentarse en el fondo del establecimiento, lejos del mostrador y de las otras parroquianas. Su presencia produjo cierta emoción. La patrona le acogió con una sonrisa repugnante por su excesiva obsequiosidad. La muchachita tísica tuvo para él una mirada que creía de amor, y á Robledo le pareció de mendiga que implora una limosna. La borracha, al sonreirle, mostró que le faltaban varios dientes. Luego guiñó un ojo con cínica invitación, pero al ver que el hombre miraba á otra parte, levantó los hombros y volvió á adormecerse.

Ocupó el recién llegado una mesa frente á la mujer que le había precedido, y pudo contemplarla más detenidamente que en la calle. Casi sonrió de lástima al darse cuenta del enorme engaño que representaba el tocado de aquella vagabunda.

Vista á cierta distancia, era una mujer pobremente vestida, pero con cierta pretenciosidad que podía engañar á los hombres humildes ó á los imaginativos, dispuestos á creer en la elegancia de toda hembra que se fije en ellos. Contemplada de cerca, resultaba grotesca. Su sombrero de majestuosa halda tenía los bordes roídos y las plumas rotas. Vió sus pies por debajo de la mesa, y como la falda se le había subido al sentarse, pudo contar los agujeros y los remiendos de sus medias. Uno de sus zapatos mostraba la suela perforada por el uso, con un pequeño redondel en el sitio correspondiente á los dedos. El rostro cargado de colorete y de pasta blanca no conseguía ocultar las arrugas de la edad y otras huellas de una vida trabajosa. ¡Pero aquellos ojos!…

Robledo se sentía por momentos más convencido de que era Elena. Los dos se miraron fijamente. Después ella preguntó por señas si podía acercarse, pasando al fin á su mesa.

–He creído mejor entrar aquí, para que hablemos. Muchas veces, á los hombres no les gusta que los vean con una mujer en la calle. La mayoría son casados. Usted tal vez lo es, como los otros.

Su voz era ronca; no recordaba la que él había oído doce años antes; pero á pesar de esto, su convicción iba creciendo. «Es ella—pensó—. Ya no es posible la duda.» La mujer siguió hablando.

–Tal vez me equivoco. Usted debe ser soltero. No veo su anillo de matrimonio.

Y miraba sonriendo las manos masculinas puestas sobre la mesa. Pero otra cosa pareció preocuparla más que el estado civil del señor que la había seguido. Volvió los ojos con cierta ansiedad hacia el mostrador, donde estaba el camarero esperando su llamamiento.

–¿Puedo tomar una copa?—preguntó—. Advierto á usted que el whisky de aquí es magnifico. Imposible encontrarlo mejor en todo París.

Al ver que él asentía con un movimiento de cabeza, se aproximó el camarero, y sin necesidad de preguntar qué deseaba la parroquiana, trajo por su propia iniciativa una botella de whisky y dos copas. Después de llenar éstas se alejó, no sin dirigir á Robledo una mirada y una sonrisa iguales á las de la dueña del establecimiento.

Bebió la mujer con avidez su copa, y al ver que el otro dejaba intacta la suya, pasó por sus ojos una expresión implorante.

–Antes de la guerra, el whisky valía muy poco; ¡pero ahora!… Sólo los reyes y los millonarios pueden beberlo. ¿Me permite usted?

Hizo Robledo un gesto indicador de que la cedía su parte, y ella se aprovechó con apresuramiento de tal permiso.

El licor parecía repeler cierta torpeza mental que se reflejaba en la lentitud de sus palabras, dando nueva luz á sus ojos y mayor soltura á su lengua. Dejó de hablar en francés para preguntar en español:

–¿De dónde es usted? He conocido por su acento que es americano… americano del Sur. ¿De Buenos Aires tal vez?…

Movió la cabeza Robledo negativamente, y sin perder su gravedad soltó una mentira.

–Soy de Méjico.

–Conozco poco ese país. Me detuve en Veracruz unos días nada más, de vapor á vapor. La Argentina la conozco bien: viví allá hace años… ¿Dónde no he estado yo?… No hay lengua que no hable. Esto hace que los señores me aprecien y muchas amigas me tengan envidia.

Robledo la miraba fijamente. Era Elena; ya no podía dudar. Y sin embargo, no quedaba nada en su persona de la mujer conocida en otros tiempos. Los últimos doce años habían pasado sobre ella más que una existencia entera reposada y ordinaria, transfigurándola en sentido decadente.

Si él había podido reconocerla, era porque, al vivir tanto tiempo en el mismo lugar solitario y monótono, sus impresiones antiguas se mantenían vivas, con la incesante renovación del recuerdo, sin que otras las sofocasen bajo su paso. En cambio, ella había vivido tan aprisa y visto tantos hombres, que le era imposible acordarse del español. Le sería necesario para ello una enérgica concentración de su memoria. Además, el ingeniero también se había desfigurado con los años.

Sin embargo, ella, por instinto profesional, presintió que no era la primera vez que estaba junto á este hombre. Sus sentidos de mujer de presa y de hembra perseguida, obligada á defenderse y viviendo en perpetua inquietud, parecieron avisarla.

–Yo creo—dijo—que nos hemos visto otra vez, pero no puedo acordarme dónde, por más que pienso. ¡He corrido tantos países!… ¡he conocido tantos hombres!…

* * * * *

#XX#

Robledo la miró con severidad, al mismo tiempo que preguntaba bruscamente:

–¿Cómo se llama usted?

Ella pensaba en otra cosa, con los ojos fijos en el whisky, y contestó, distraída:

–Me llamo Blanca, y algunos me apodan «la Marquesa». ¿Me permite usted que tome otra copa?… Después, en mi casa, no tendremos una botella como ésta. Porque supongo que iremos á mi casa… Está muy cerca… A no ser que usted prefiera el hotel.

Interpretando la mirada impasible del hombre como una aprobación, se apresuró á servirse una tercera copa, paladeando su contenido, mientras la sostenía con mano temblona. La interrumpió Robledo, diciendo lentamente:

–Usted se llama Elena, y si la apodan «la Marquesa», es porque alguien la conoció cuando estaba casada con un marqués italiano.

Fué tal la sorpresa de la mujer, que apartó sus labios del licor, mirando á Robledo con ojos desmesuradamente abiertos.

–Desde que le oí hablar—dijo—tuve el presentimiento de que usted me conocía.

Maquinalmente dejó la copa sobre la mesa. Luego se arrepintió, apresurándose á beberla de golpe.

–Pero ¿quién es usted?… ¿Quién eres?… ¿quién eres?

La primera interrogación la hizo aproximándose á Robledo, pero éste se echó atrás, huyendo de su contacto. Las otras dos las acompañó llevándose las manos á las sienes, como si hiciese un esfuerzo doloroso para concentrar su memoria. Al fin, dijo otra vez con desaliento:

–¡Han pasado tantos hombres por mi vida!…

Sus ojos reflejaron de pronto la inquietud, luego el miedo, y ahora fué ella la que se echó atrás con una expresión de animal asustado, como si temiese al hombre que tenía enfrente.

–Al fin le reconozco—murmuró—. Sí, es usted; muy cambiado, pero es usted. Nunca lo hubiera conocido, de no evocar esas cosas pasadas.

Parecía haber recobrado su enérgica voluntad, y pudo mirar largo rato á su acompañante, sin sentir miedo. Luego añadió con voz fosca:

–¡Mejor habría sido no vernos nunca!

Quedaron los dos en largo silencio. Elena parecía haber olvidado la existencia de aquella botella que continuaba acariciando maquinalmente con sus dedos. La curiosidad del español pugnó contra este mutismo.

–¿Qué fué de Moreno?…

Ella le escuchó con una expresión de duda y extrañeza, como si no le entendiese. Se adivinaban en sus ojos los esfuerzos de un trabajo mental profundamente removedor. «¿Moreno? ¿Quién podía ser este Moreno? ¡Ella había conocido tantos hombres!»

Como si apelase al auxilio de un medicamento se sirvió una nueva copa, bebiéndola ávidamente, y su rostro pareció iluminarse al sonreir.

–Ya sé de quién me habla… Moreno; un pobre hombre, un iluso. No sé nada de él.

Insistió Robledo en sus preguntas, pero le fué imposible á Elena encontrar en su memoria una imagen clara y fija de aquel desaparecido.

–Creo que murió. Se fué á su tierra, y allá debió morir ¿Dice usted que no volvió nunca?… Pues entonces moriría aquí. Tal vez se mató. No sé… Si tuviese que recordar las historias de todos los hombres que he conocido, hace años que estaría loca. ¡No cabrían en mi cabeza!…

Robledo, con una curiosidad severa, continuó sus preguntas.

–¿Y la hija de Pirovani?…

Volvió á llevarse ella las manos á las sienes, hundiendo los dedos en el pelo rubio, escandalosamente rubio, de sus falsos bucles. Al mismo tiempo, una mueca violenta que reflejaba su enorme esfuerzo mental hizo bailotear un poco las dos filas de sus dientes, igualmente escandalosos por su blancura.

–¿Pirovani?… ¡Ah, sí! Aquel italiano que vivía en Río Negro y al que robó Moreno… No sé; creo que nunca volvimos á hablar de su hija. Moreno gastaba y gastaba mientras tuvo que gastar, y yo le iba enseñando los placeres de la vida. ¡Pobre tonto!…

Quedó encogida en su asiento y con la cabeza baja después de hablar así. Parecía haberse empequeñecido. Al levantar los ojos encontraba la mirada severa del español y volvía á bajarlos, fijándolos en la botella.

Durante el nuevo silencio Robledo se habló mentalmente. «¡Y pensar que por este andrajo se mataron los hombres, lloraron tantas mujeres y sufrí yo angustias inmensas!…»

Como si Elena adivinase sus pensamientos, dijo con humildad:

–Usted no sabe qué terribles han sido mis últimos años… Vino la guerra y se empeñaron en perseguirme, no permitiendo que viviese en París. Sospechaban de mí, me creían espía y alemana, dándome cada uno diferente nacionalidad. Anduve por Italia; anduve por muchos países. Hasta estuve en su patria: ¿no es usted español?… No extrañe la pregunta; ¡me es imposible recordar tantas cosas!… Y al volver á París no he encontrado á nadie, absolutamente á nadie de los de mi época. El mundo de antes de la guerra era otro mundo. Todos los que yo conocí han muerto ó están lejos. A veces creo que he caído en otro planeta. ¡Qué soledad!…

Parecía abrumada por este mundo nuevo, que no podía comprender.

–Y el primero que me sale al paso capaz de recordarme la vida anterior, es usted… ¡Mejor hubiese sido no vernos!

Luego continuó, como si hablase para ella misma:

–Este encuentro servirá para que yo piense en cosas que nunca hubiese recordado… ¿Por qué volvió usted de tan lejos?… ¿por qué se le ha ocurrido pasear por esta parte de Montmartre que nunca frecuentan los extranjeros ricos?… ¡Ay! ¡la maldita casualidad!

De pronto se incorporó, con un reflejo azulado en las pupilas.

–Déjeme beber. ¡Cómo le agradecería que me regalase toda la botella! La necesito después de este maldito encuentro que va á resucitar tantas cosas… Yo amo la vida por encima de todo. No me dan miedo las desgracias ni las miserias, á cambio de seguir viviendo… Pero temo á los recuerdos, y el whisky los mata ó los viste de tal modo que resultan agradables. Déjeme beber; no me diga que no.

Como Robledo permaneciese silencioso, Elena volvió á apoderarse de la botella para llenar su copa, apurándola con lento regodeo. Mientras bebía señaló con los ojos á la muchachuela, que continuaba fumando y tosiendo.

–Es cómo todas las de ahora: morfina, cocaína, etcétera… Yo soy de mi época, estilo antiguo; las tales drogas me ponen enferma. Sólo creo en lo clásico.

Y acarició el contorno de la botella con mano amorosa. Su rostro parecía iluminado por una extraña lucidez, que iba en aumento según ella bebía. Al verse dueña de todo el whisky deseaba quedar sola para paladearlo sin prisa, y dijo á Robledo:

–Váyase y no se acuerde de mí. Si quiere darme algo, se lo agradeceré; si no me da nada, me contento con la botella: un regalo de príncipe… Váyase, Robledo; este sitio no es para usted.

Pero él permaneció inmóvil, deseando excitar su memoria para saber algo más de su misterioso pasado.

–¿Y Canterac?… ¿Encontró usted alguna vez al capitán Canterac?…

Este nombre tardó á resucitar en la memoria de ella más aún que los nombres anteriores. Robledo, para ayudarla, recordó el parque artificial improvisado en su honor á orillas del río Negro.

–Fué chic aquella fiesta, ¿no es cierto?… Otros hombres han hecho por mí cosas más caras; pero aquello resultó original… ¡Pobre capitán! Lo he visto después muchas veces; creo que ahora es general. ¿Cómo dice usted que se llamaba?…

Y siguió evocando sus recuerdos; pero el español se dió cuenta de que confundía á Canterac con otro militar amigo suyo, haciendo una sola persona de los dos hombres, conocidos en períodos distintos de su vida.

Robledo sabía con certeza que Canterac había muerto. Vagaba por las repúblicas del Pacífico, cambiando de ocupación, unas veces en las salitreras de Chile, otras en las minas de Bolivia y del Perú, cuando estalló la guerra, y volvió á Francia para incorporarse al ejército. Había muerto en Verdún con un heroísmo obscuro, como tantos otros, y esta mujer no guardaba una imagen precisa de él, después de haber perturbado tan deplorablemente su existencia. Ni siquiera pareció recordar su nombre al repetirlo Robledo.

Las preguntas de éste iban excavando, sin embargo, su memoria, y al fin acabó ella por repeler su adormecimiento mental, sufriendo el salto en masa de los recuerdos despertados. De pronto fué Elena la que preguntó:

–¿Cómo se llamaba aquel muchacho americano compañero suyo?… Creo que fué el único hombre que me interesó un poco entre los muchos que me buscaban… Tal vez le amé, por lo mismo que nunca me deseó verdaderamente. Algunas veces, muy de tarde en tarde, me he acordado de él… ¿Se casó?

Hizo Robledo un signo afirmativo y ella siguió hablando.

–No diga más. Mirándole á usted creo que los años pasados vuelven á pasar, pero en sentido inverso, y todo lo recuerdo poco á poco… Ese joven se llamaba Ricardo, y tal vez se habrá casado con aquella muchachita de la Pampa á la que le daban un nombre de flor.

Estos recuerdos, los únicos que resurgían en su memoria vivos y bien determinados, le inspiraron la amarga tristeza que infunde el bien ajeno.

Se miró á sí misma con una conmiseración despectiva, como si se contemplase por primera vez. Ella que se había creído durante muchos años el centro de lo existente, se veía en lo más bajo, y aún adivinaba nuevos abismos por los que seguiría rodando, pues para la desgracia nunca hay término.

Los demás podían evocar su pasado con una melancolía dulce. Era un placer igual á una música suave y antigua, á un perfume de ramo marchito. Los recuerdos de ella mordían como lobos rabiosos y la perseguirían hasta la muerte. Por eso necesitaba vivir en una inconsciencia animal, asesinando todos los días su pensamiento con el alcohol.

Quiso exteriorizar su desesperación y murmuró, señalando á la otra mujer medio ebria que dormitaba en el diván:

–Así seré yo dentro de poco.

Se obscureció su rostro, como si pasase sobre él la sombra de sus últimas horas, y bajando las pupilas añadió:

–Y luego morir.

Robledo permaneció silencioso. Había sacado disimuladamente su cartera de un bolsillo interior y contaba papeles debajo de la mesa. Ella siguió murmurando, sin darse cuenta de que repetía sus más ocultos pensamientos:

–Tal vez alguien escriba entonces en los periódicos unas líneas hablando de la llamada «Marquesa», y media docena de personas en todo el mundo me recuerden. Tal vez ni esto, y quedaré para siempre en el fondo del río. Pero ¿tendré valor?…

Buscó Robledo una mano de ella por debajo de la mesa, entregándole un rollo de pequeños papeles.

–No debía tomarlo—dijo la mujer—. Yo sólo puedo admitir dinero de los que no me conocen.

Pero guardó en su pecho los billetes de Banco. Sus ojos, repentinamente alegres, parecieron desmentir el tono de resignada dignidad con que formulaba sus excusas por haber aceptado el donativo.

La mirada de Robledo era ahora de conmiseración.

¡Pobre «bella Elena»! Había pasado por la vida como pasan sobre los mares australes los grandes albatros, orgullosos de su blancura y de la fuerza de sus alas, abatiéndose con una voracidad implacable sobre las presas que descubren á través de las olas, creyendo que todo cuanto existe ha sido creado únicamente para que ellos lo devoren. Era un águila atlántica majestuosa y fiera, con el perfume salino de la inmensidad y la carne coriácea de la fuerza. Pero los años habían pasado, disolviendo la orgullosa ilusión de la juventud que se considera inmortal, y ahora el ave arrogante del infinito azul se veía obligada á buscar su comida en los excrementos oceánicos amontonados en la costa. Cuando el frío y la tiniebla la impelían hacia la luz, sus alas moribundas chocaban con los vidrios guardadores del fuego. Iba en busca de la ventana que refleja el rescoldo hospitalario del hogar, y tropezaba con la lente del faro, dura é insensible como un muro, acostumbrada á repeler la cólera de las tempestades. Y en uno de estos choques caería con las alas rotas para siempre, y el mar de la vida tragaría su cuerpo con la misma indiferencia que había sorbido antes á las numerosas víctimas de ella.

Contempló Robledo después á sus amigos y se vió á sí mismo en una forma igualmente animal. Eran bueyes magníficamente alimentados, tranquilos y buenos, como las reses que pastaban, hinchadas por la abundancia, en los campos regados de su colonia. Tenían las firmes virtudes del que ve su existencia asegurada, á cubierto de todo riesgo, y no necesita hacer daño á los demás para vivir… Y así continuarían plácidamente, sin violentas alegrías, pero también sin dolores, hasta que llegase su hora última…

¿Quién había vivido mejor su existencia?… ¿Era aquella mujer de biografía fabulosa, incapaz de recordar exactamente su origen y sus aventuras como si un cerebro humano no pudiera contener una historia tan extensa como un mundo?… ¿Eran ellos honrados rumiantes de la felicidad, que ya habían hecho sobre la tierra cuanto debían hacer?…

No pudo seguir pensando. El camarero del bar había salido á la calle, llamado por un hombre, y volvió con aire inquieto, diciendo á la dueña, algunas palabras en voz baja.

–¡Volad, palomas mías!—gritó la mujerona desde el mostrador, dirigiéndose á las dos parroquianas más próximas.

Y explicó que la policía estaba haciendo una razzia de mujeres en el barrio, y tal vez visitase su establecimiento. Un amigo fiel acababa de traer el aviso.

La muchachita tísica arrojó el cigarro, escapando con un temblor cerval, que aún hacía más angustiosa su tos. La beoda abrió los ojos, miró en torno y volvió á cerrarlos, murmurando:

–¡Que vengan! En la comisaría se duerme lo mismo que aquí.

Elena se apresuró á huir. Tenía miedo; pero procuró marchar hacia la puerta con cierta majestad, pensando que un hombre estaba á sus espaldas. No quería que la confundiesen con las otras.

Al verse solo el español, entregó un billete al camarero por toda la botella y salió sin querer recibir el cambio. Luego, en el bulevar, miró inútilmente á un lado y á otro. Elena había desaparecido…

Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
31 ekim 2018
Hacim:
350 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
İndirme biçimi:

Bu yazarın diğer kitapları