Kitabı oku: «La Tierra de Todos», sayfa 6
El dueño del establecimiento entregaba dos guitarras, guardadas cuidadosamente debajo del mostrador. Los guitarristas iban á sentarse en el suelo; pero inmediatamente acudía una mestiza para ofrecerles, como sillones honoríficos, dos cráneos de caballo.
Eran los mejores asientos de la casa. Había también un par de sillas para cuando llegaba el comisario de policía ó alguna otra autoridad, pero algo desvencijadas é inseguras. Los esqueletos abandonados en el campo proporcionaban asientos más sólidos y durables.
Al son de las guitarras empezaban á formarse las parejas de la danza chilena. Las bailarinas tenían un pañuelo en una mano, y con la otra levantaban un poco su falda para dar vueltas lentamente. Los hombres ostentaban también en su diestra un pañuelo de color, comunicándole un movimiento rotatorio al mismo tiempo que bailaban en torno á la mujer. Era una repetición de la danza de las épocas primitivas; la eterna historia del macho persiguiendo á la hembra. Ellas bailaban trazando pequeños círculos para huir del hombre, y éste las acosaba y envolvía girando en una órbita más amplia.
Las mestizas que no habían salido á bailar palmoteaban incesantemente, acompañando el runruneo de las guitarras. De vez en cuando una de ellas entonaba la copla de la cueca, y los hombres daban alaridos, arrojando sus sombreros.
Un jinete desmontó frente al boliche, atando su caballo á un poste del sombraje. Al entrar recibió su rostro la luz roja de los quinqués que colgaban del techo, y muchos hombres le saludaron respetuosamente.
Llevaba el poncho y las grandes espuelas de los jinetes del país. Su perfil aguileño y su tez hacían recordar á los arabes de origen puro. La barba y la cabellera eran en él luengas, negras y rizosas. Este hombre, cuya edad no parecía más allá de los treinta años, podía ser tenido por hermoso; pero su rostro se contraía algunas veces con un gesto repelente, y sus grandes ojos obscuros brillaban con una expresión imperiosa y cruel. Le apodaban Manos Duras, nombre famoso en el país y resultaba un vecino inquietante, pues vivía de vender reses, y nadie lograba averiguar dónde había hecho antes sus compras.
Algunos viejos, conocedores de su origen, lo declaraban nacido en la Pampa Central. Sus padres, sus abuelos, toda su familia, habían sido personas excelentes, «gauchos buenos», que vivían de la crianza de la propia «hacienda». Pero Manos Duras había nacido para ser «gaucho malo», ladrón de reses y matón. En vano su padre, hombre de bien, le daba buenos consejos y sanos ejemplos.
Un antiguo parroquiano del boliche resumía con gravedad filosófica la ineficacia de estos esfuerzos valiéndose de un refrán del país:
«Al que nace barrigón, es en balde que lo fajen.»
El dueño del almacén, al verle entrar, le presentó un vaso de ginebra, y los gauchos de peor catadura se llevaron una mano al sombrero para saludarle, como si fuese su jefe. Los trabajadores europeos le miraron con curiosidad, repitiendo su nombre, y las mestizas fueron hacia él, sonriendo como esclavas.
Manos Duras acogió este recibimiento con cierta altivez. Una de las mujeres se apresuró á ofrecerle un asiento de honor, y trajo otro cráneo de caballo. Se acomodó el terrible gaucho en él, teniendo en torno á los demás parroquianos sentados en el suelo.
Continuó la cueca, interrumpida un momento por la aparición de Manos Duras, y no cesó al entrar un nuevo personaje, acogido con grandes reverencias por el dueño del establecimiento desde el otro lado del mostrador.
Era don Roque, comisario de policía de la Presa y único representante de la autoridad argentina en el pueblo y sus alrededores. El gobernador del territorio de Río Negro vivía en una población á orillas del Atlántico, para llegar á la cual era preciso un viaje de doce días á caballo; seis veces más de lo que se necesitaba para trasladarse á Buenos Aires por ferrocarril. A causa de esto, el comisario disfrutaba de la mejor de las independencias: la del olvido. El gobernador vivía demasiado lejos para mandarle. Su jefe más inmediato era el ministro del Interior, residente en la capital de la República; pero se hallaba demasiado alto para ocuparse de su existencia.
En realidad, no abusaba de su poder, ni disponía tampoco de medios para hacerlo sentir exageradamente á los demás. Era un señor grueso, bondadoso, de trato campechano: un burgués de Buenos Aires venido á menos que había pedido un empleo para poder vivir, resignándose á aceptarlo en la Patagonia. Llevaba traje de ciudad, pero con el aditamento de botas altas y gran sombrero, creyendo haber conseguido con esto el aspecto que exigía su cargo. Un revólver bien á la vista de todos, sobre el chaleco, era la única insignia de su autoridad.
Se desprendió el español de la mejor silla de su establecimiento, guardada detrás del mostrador para las visitas extraordinarias, y el comisario fué á colocarse junto á Manos Duras. Éste saludó quitándose el sombrero, pero sin moverse del cráneo que le servía de asiento.
Los dos hombres conversaron, mientras continuaba el baile. Don Roque empezó á fumar un gran cigarro, ofrecido por el gaucho con ademanes de gran señor.
–Hay quien asegura—dijo en voz baja—que eres tú el que robó la semana pasada tres novillos en la estancia de Pozo Verde. Eso no está en mi jurisdicción, pues pertenece á Río Colorado; pero mi compañero el comisario de allá sospecha que eres tú el del robo.
Manos Duras siguió fumando en silencio, escupió, y dijo al fin:
–Calumnias de los que desean que no venda carne al campamento de la Presa.
–Le han dicho también al gobernador del territorio que eres tú el que mató hace meses á los dos comerciantes turcos.
El gaucho levantó los hombros y contestó con frialdad, como si quisiera dar fin á este diálogo:
–¡Me han atribuido tantos crímenes, sin poder probarme ninguno!…
Continuó el baile en el «Almacén del Gallego» hasta las diez de la noche. En un país donde todos se levantaban con el alba, equivalía esta hora á las de la madrugada, en que terminan las fiestas de las grandes ciudades.
Los personajes más importantes del campamento tampoco dormían. Estaban con la pluma en la mano y el pensamiento muy lejos.
El ingeniero Canterac, apoyando un codo en su mesa y con los ojos entornados, creía ver el remoto París y en él una casa vecina al Campo de Marte, cuyo quinto piso estaba ocupado por su esposa y sus hijos.
Era una señora de aspecto triste, con el pelo canoso y el rostro todavía fresco. A sus lados estaban sentadas dos niñas. Un muchacho de catorce años, su hijo mayor, de pie ante ella, escuchaba sus palabras… Y la madre acababa por mostrarles sobre el canapé de su modesto salón un retrato que representaba á Canterac joven, con uniforme militar. El amueblado de las habitaciones, lo mismo que los trajes de todos ellos, revelaban una existencia modesta pero ordenada, digna y con cierta distinción.
Conmovido el ingeniero por las visiones que él mismo iba creando, hizo un esfuerzo para arrancarse á ellas, y siguió escribiendo la carta que tenía empezada sobre la mesa:
«Pronto volveré á veros. Las deudas de honor que me obligaron á alejarme de París quedarán saldadas en breve, gracias á ti, valerosa compañera de mi vida, que has sabido manejar hábilmente los ahorros que te envié. ¡Cómo deseo verte en mis brazos para decirte una vez más mi amor y mi gratitud!… ¡Cómo ansío ver á nuestros hijos, después de tan larga separación…»
Quedó el ingeniero con la diestra inmóvil y la pluma en alto. Había perdido su rígida impasibilidad de hombre autoritario. Tenía los ojos húmedos á causa de su emoción y se pasó una mano por ellos. Hizo un esfuerzo para reconcentrar su voluntad y siguió escribiendo el final de su carta:
«¡Adiós á ti, esposa mía! ¡Adiós, hijos míos! Hasta el próximo correo.—Roger de Canterac.»
Pero cuando iba á doblar el pliego, añadió una posdata:
«Adjunto te remito el cheque de este mes. El próximo cheque será más importante que todos los que llevas recibidos, pues espero cobrar, además de mi sueldo, las retribuciones atrasadas de varios trabajos particulares hechos en los dos últimos años.»
Pirovani también estaba en su despacho, á la misma hora pluma en mano y con los ojos vagorosos, como si contemplase interiormente una visión ideal.
Su pensamiento le conducía hasta un colegio de Italia donde estaba su hija única; un colegio dirigido por monjas y cuyas alumnas eran en su mayor parte de apellido aristocrático, lo que proporcionaba grandes satisfacciones á la vanidad pueril del contratista.
Parecía ennoblecerse su rostro con la sonrisa dirigida á esta visión. Avanzó los labios cual si pretendiese enviar un beso á su hija por encima de tres mil leguas de tierras y mares. Luego siguió escribiendo:
«Estudia mucho, Ida mía; aprende todo lo que necesita saber una señora del gran mundo, ya que tu padre, después de tantas privaciones y trabajos, ha podido juntar una fortuna que le permite darte una buena educación… Yo fui menos dichoso que tú, y nacido en la pobreza tuve que abrirme paso en el mundo, sin apoyo alguno, arrastrando el fardo de mi ignorancia. Para evitarte molestias no quise casarme otra vez… ¡Qué no haré yo por ti, Ida mía!»
«El año próximo pienso dar por terminados mis negocios en América, y volveré á nuestra patria, y compraré un castillo del que serás tú la reina; y tal vez se enamore de ti algún noble oficial de caballería con apellido ilustre, y tu pobrecito papá tendrá celos… ¡muchos celos!…»
Mientras Pirovani escribía las últimas palabras, su rostro empezó á dilatarse con una sonrisa bondadosa.
Moreno, el argentino, no enviaba su pensamiento tan lejos. Escribía en la casita de madera donde estaba instalada su oficina, bajo la luz de un quinqué de petróleo; pero su imaginación, siguiendo la línea del ferrocarril, se detenía, á dos días de marcha, en un pueblo cercano á Buenos Aires.
También al levantar por un momento la cabeza para quitarse los anteojos y limpiarlos, contemplaba, como los otros, una visión familiar. Su esposa, una mujer joven, de rostro dulce, estaba con una criatura de pechos en el regazo, entre dos niños y una niña algo mayores; pero ninguno de ellos pasaba de los siete años. La habitación modesta ofrecía un aspecto fresco y gracioso. Aquella madre de familia, al mismo tiempo que atendía á la prole, se preocupaba del buen orden de su casa.
«A todas horas me acuerdo de ti y de los niños. De seguir los deseos de mi corazón, os traería á todos inmediatamente á Río Negro; pero temo que nuestros pequeños sufran demasiado en este desierto. La vida que yo llevo no es para que la soporten nuestros hijitos ni tampoco tú, animosa compañera de mi existencia.»
Contempló Moreno un retrato puesto sobre la mesa, en el que aparecía su esposa y sus cuatro hijos. Besó la fotografía con emoción y volvió á escribir:
«Afortunadamente, en el Ministerio me aprecian un poco por mi laboriosidad, y espero que antes de un año me trasladarán á Buenos Aires. El mes próximo solicitaré un permiso para ir á veros. El viaje es caro, pero no puedo sufrir más tiempo esta ausencia dolorosa.»
Ricardo Watson no escribía cartas, pero ensoñaba despierto como los otros.
Sentado ante un tablero de dibujo en el que había clavada una hoja grande de papel, iba trazando los contornos de un canal. Pero el dibujo se esfumó poco á poco para ser reemplazado por una visión de la realidad ordinaria. Las líneas rojas y azules se convirtieron en un río orlado de sauces, en terrenos yermos y caminos polvorientos.
Este paisaje liliputiense ofrecía la vista completa de las tierras que rodeaban el pueblo de la Presa, pero en escala tan reducida que todas cabían en el tablero. Y á través de la diminuta planicie vió de pronto galopar á un jinete no más grande que una mosca, que iba saltando con alegre soltura; la señorita Rojas, vestida de hombre y moviendo el lazo sobre la cabeza.
Watson se llevó una mano á los ojos, restregándoselos para ver mejor.
¡Falsas ilusiones de la noche!
Luego agitó sus dedos sobre el papel, como si lo abanicase para ahuyentar el engañoso panorama, y reapareció el trazado de los canales, con sus líneas rojas y azules.
Se sumió otra vez el joven en su monótona labor de dibujante lineal; pero á los pocos instantes sus ojos volvieron á levantarse del papel. Ahora creyó ver en el fondo de la habitación á Celinda montada á caballo; pero no como una amazona pigmea, sino con su talla ordinaria.
La muchacha le arrojó de lejos su lazo, riendo con aquella risa que ponía al descubierto su dentadura juvenil, y el norteamericano, maquinalmente, bajó la cabeza para librarse de la cuerda opresora.
«Estoy soñando—pensó—. Esta noche no puedo trabajar. Vámonos á la cama.»
Pero antes de domirse vió el pueblo entero como lo había contemplado á la puesta del sol, desde una altura, en compañía de Celinda.
Ahora la tierra estaba en la obscuridad, y sobre el telón azul del horizonte, acribillado de luz, se imaginó ver el crecimiento de una inmensa aparición: una mujer de grave hermosura, coronada de estrellas y con una túnica negra de bordados igualmente siderales, que abría sus brazos gigantescos, arrancando de los jardines del infinito las flores del ensueño, para derramarlas como una lluvia de pétalos fosforescentes sobre el mundo dormido.
Era la Noche, divinidad misericordiosa que hacía ver á los desterrados en este rincón del planeta todos los seres amados por ellos.
Como Ricardo Watson estaba solo en el mundo, la Noche escogía para él la flor más primaveral… Y el joven, antes de cerrar los ojos, empezó á conocer la dulce melancolía que acompaña siempre al primer amor.
* * * * *
#VI#
Un grupo de chicuelos cesó de jugar en la llamada calle principal, lanzando gritos de asombro al ver el aspecto extraordinario del carruaje que, tres veces por semana, ó sea los días de tren, iba y volvía de la Presa á la estación de Fuerte Sarmiento.
La misma diversidad étnica de los habitantes del pueblo se notaba en este grupo infantil, compuesto de distintas razas. Los niños blancos parecían como perdidos dentro de pantalones viejos de sus padres y sus pies se movían sueltos en el interior de enormes zapatos. Los indígenas llevaban una simple camisita ó iban con la barriga al aire, resaltando sobre su curva achocolatada el amplio botón del ombligo.
Como todos ellos estaban acostumbrados á que los viajeros que llegaban á la Presa no llevasen otro equipaje que la llamada «lingera», saco de lona donde guardaban su ropa, se asombraron al ver la cantidad de baúles y maletas del coche-correo, vieja diligencia tirada por cuatro caballos huesudos y sucios de lodo.
Una gran parte de dicho equipaje iba amontonado en el techo del vehículo, y al avanzar éste rechinando sobre los profundos relejes abiertos en el polvo, se inclinaba con un balanceo cómico ó inquietante, como si fuese á volcar.
En la puerta del boliche se agolparon los hombres libres de trabajo, atraídos por tal novedad. Se detuvo el coche ante la casa de madera habitada por Watson, y éste se mostró rodeado de su servidumbre.
Corrieron hombres y mujeres, lanzando exclamaciones al ver que bajaba del carruaje el ingeniero Robledo. Muchos se abalanzaron para estrechar su mano confianzudamente, con la camaradería de la vida en el desierto. Después todos parecieron olvidar al español, á causa de la curiosidad que les inspiraban los desconocidos salidos del coche.
Primeramente echó pie á tierra el marqués de Torrebianca para dar la mano á su esposa. Ésta vestía un lujoso abrigo de viaje, cuya originalidad chocaba violentamente con todo lo que existía en torno de ella.
Se mostraba muy seria, con el gesto duro de sus malos momentos. Miraba á un lado y á otro con extrañeza y disgusto. A pesar del amplio velo que defendía su cara, el polvo rojizo del camino había cubierto sus facciones y su cabellera. Sus ojos delataban una gran desesperación y todo en su persona parecía gritar: «¿Dónde he venido á caer?»
–Ya llegamos—dijo Robledo alegremente—. Dos días y dos noches de ferrocarril desde Buenos Aires y un par de horas de coche á través de una tempestad de polvo, no es mucho. Más lejos está el fin del mundo.
Varios hombres de los que habían saludado á Robledo dándole la mano empezaron á descargar espontáneamente las maletas amontonadas en el techo y el interior de la diligencia.
Una doncella de la marquesa había enviado de París á Barcelona este equipaje, que representaba los últimos restos del gran naufragio de los Torrebianca.
En torno á Elena se fué formando un corro de chiquillos y pobres mujeres, en su mayor parte mestizas, contemplándola todos con asombro y admiración, como si fuese un ser de otro planeta que acababa de caer en la tierra. Algunas muchachitas tocaron disimuladamente la tela de su vestido, para apreciar mejor su finura.
Fueron acudiendo, atraídos por el suceso, los principales personajes del campamento, y el español hizo la presentación de sus amigos Canterac, Pirovani y Moreno.
Al ver Watson que los hombres que habían cargado con los equipajes los metían en su vivienda, buscó á Robledo apresuradamente.
–Pero ¿esa señora tan elegante va á vivir con nosotros?…
–Esa señora—contestó el español—es la esposa de un compañero que viene á participar de nuestra suerte. No vamos á construir un palacio para ella.
Le fué imposible á la recién llegada ocultar su desaliento al recorrer las diversas piezas de la casa de los dos ingenieros, que iba á ser en adelante la suya. Las paredes eran de madera, los muebles pocos y rústicos, y mezclados con ellos vió sillas de montar, aparatos de topografía, sacos de comestibles. Todo estaba revuelto y sucio en esta vivienda dirigida por hombres distraídos á todas horas por las preocupaciones de su trabajo.
Torrebianca sonreía con una amabilidad humilde, aceptando las explicaciones de su amigo. Todo lo que éste hiciese le parecía bien y digno de agradecimiento.
–He aquí nuestra servidumbre—dijo Robledo.
Y presentó á una mestiza gorda y entrada en años, la criada principal, dos pequeños mestizos descalzos, que llevaban los recados, y un español rústico, encargado de la caballeriza. Esta gente mal pergeñada fué manifestando con sonrisas interminables la admiración que sentía ante la hermosa señora, y Elena acabó por reir también, nerviosamente, al recordar los domésticos que había dejado en París.
Después de la cena, Robledo, que deseaba enterarse de la marcha de los trabajos, habló á solas con su consocio. Éste le fué enseñando los planos y otros papeles.
–Antes de seis meses—añadió Watson—podremos regar nuestras tierras, según afirma Canterac, y dejarán de ser una llanura estéril.
Robledo mostró su contento.
–Un verdadero paraíso va á surgir, gracias á nuestro trabajo, de este suelo que sólo produce ahora matorrales. Miles de personas encontrarán aquí una existencia mejor que en el viejo mundo. Usted y yo, querido Ricardo, vamos á ser enormemente ricos y haremos al mismo tiempo un gran bien. La vida es así. Para que se realice un progreso, es necesario que este progreso empiece por enriquecer á alguien egoístamente.
Quedaron los dos silenciosos, con la mirada vaga, como si contemplasen en su imaginación el aspecto que iban á ofrecer las tierras yermas después de varios años de riego. Vieron campos eternamente verdes, canales rumorosos en los que el agua parecía reir, caminos orlados de altos árboles, casitas blancas… Watson pensaba en los jardines frutales de California, y Robledo en la huerta de Valencia.
El norteamericano fué el primero que salió de esta abstracción, señalando mudamente la pieza inmediata, donde se habían instalado los recién llegados.
Dormitaba Torrebianca en ella ocupando un sillón de lona. Su esposa, sentada en otro sillón, tenía la frente entre las manos, en una actitud trágica. Persistía en su pensamiento la misma pregunta desesperada: «¿Dónde he venido á caer?…»
Durante los días pasados en Buenos Aires, encontró tolerable su destierro. Era una gran ciudad á la europea, en la que había que buscar tenazmente algún rincón de la antigua vida colonial para convencerse de que se había llegado á América. Experimentaba la extrañeza de vivir en un hotel mediocre y carecer de automóvil. Aparte de esto, su existencia no había experimentado ningún sacudimiento… ¡Pero el viaje, después, por llanuras interminables, en las que el tren marchaba horas y horas sin encontrar una persona ni una casa, como sobre si la superficie del mundo se hubiese creado el vacío!… ¡La llegada á esta tierra remota, en la que la rueda ó el pie levantaban al avanzar nubes de polvo, y los órganos respiratorios se obstruían con la tierra disuelta en el aire, y todas las gentes tenían un aspecto de abandono, lo que no evitaba que tratasen á los demás con molesto compañerismo, como si se considerasen iguales, al vivir lejos de los otros grupos humanos!… ¡Ay! ¡Dónde había venido á caer!…
Robledo, adivinando el pensamiento de Watson, contestó á su muda pregunta:
–Mi amigo nos ayudará como ingeniero. No debe usted preocuparse de él. Yo le daré una participación en nuestro negocio, pero será de lo que á mí me corresponde.
El joven, después de escuchar el relato de las desgracias de Torrebianca, tales como Robledo creyó prudente darlas á conocer, se limitó á decir:
–Ya que el amigo de usted viene á trabajar con nosotros, exijo que su parte se saque por igual de lo que nos corresponde á usted y á mí. Me parece una persona excelente y quiero ayudarle. Además, su esposa me da lástima.
Le estrechó la mano Robledo, agradeciendo su generosa resolución, y ya no hablaron más de este asunto.
Desde la mañana siguiente, Elena, que tenía cierta facilidad para adaptarse á las diversas situaciones de su existencia, se mostró laboriosa y emprendedora. Quiso conquistar la admiración de aquellos hombres por sus talentos domésticos, lo mismo que semanas antes pretendía distinguirse en los salones por otros méritos menos humildes. Vistiendo un traje de corte sastre que ella había desechado en París y asombraba aquí á todos por su elegancia, se dedicó con los guantes puestos á la limpieza y arreglo de la casa, marchando al frente de la mestiza gorda y sus dos acólitos.
Cuando intentaba predicarles con el ejemplo, se hacía visible inmediatamente su torpeza para esta clase de trabajos. Otras veces quedaba vacilante, no sabiendo cómo se hacía lo que acababa de ordenar, y era indispensable una intervención de la mestiza para sacarla del apuro.
En la cocina, una gran lámpara, alimentada con la misma esencia de los motores que perforaban el suelo, servía para los guisos. Elena, animada por la facilidad con que podía apagarse y encenderse este fogón, quiso intervenir en los preparativos culinarios. Pero hubo de resignarse igualmente á reconocer la superioridad de la doméstica cobriza, riendo al fin de su ineptitud para los trabajos domésticos.
Queriendo hacer algo, se quitó los guantes é intentó lavar los platos; pero inmediatamente volvió á ponérselos temiendo que el agua fría perjudicase la finura de sus dedos y el brillo de sus uñas. Precisamente, en los momentos de desesperación por su nueva existencia, lo único que le proporcionaba cierto alivio era contemplar melancólicamente sus manos.
Torrebianca, vistiendo un traje de campo, fué con Watson y Robledo á visitar los canales, enterándose del curso de los trabajos, hablando familiarmente con los peones, examinando el funcionamiento de las máquinas perforadoras.
Poco después estaba sucio de polvo de la cabeza á los zapatos, y sus manos sintieron una comezón dolorosa al empezar á curtirse; pero conoció al mismo tiempo la alegre confianza del que cuenta con un medio seguro de ganar su vida.
Cerrada ya la noche, volvían diariamente los tres ingenieros á su vivienda, donde encontraban la mesa puesta. Al principio se lamentó Elena de la rusticidad de los platos y los cubiertos. Por iniciativa suya, trajo la mestiza del «Almacén del Gallego» varios objetos baratos, procedentes de Buenos Aires. Con esto y unas cuantas hierbas ligeramente floridas, que los dos pajes cobrizos iban á buscar en la ribera del río, la mesa presentaba cada vez mejor aspecto. Se iba notando en la casa la presencia de una mujer hermosa y elegante.
Una noche, mientras la cocinera traía el primer guiso, Elena se despojó de una salida de teatro, que por ser algo vieja prestaba servicios de bata. Al desprenderse de esta envoltura apareció descotada, con un traje de fiesta un poco ajado, pero todavía brillante, recuerdo de sus tiempos felices.
Watson la miró con asombro, y Robledo hizo un gesto disimulado, llevándose un dedo á la frente para indicar que la creía algo loca.
El marqués permaneció impasible, como si nada de su mujer pudiera causarle extrañeza.
–Siempre he comido con traje descotado—dijo Elena—, y no veo la razón de modificar aquí mis costumbres. Sería para mí un tormento.
Después de la cena se desarrollaban largas conversaciones, en las cuales la parte mayor correspondía á Robledo. Éste hablaba con predilección de los hombres de vida interesante que había visto desfilar por «la tierra de todos». Muchos de ellos llevaban corrido casi todo el planeta antes de llegar á la Patagonia; otros acababan de huir de Europa, ansiosos de aventuras, para forjarse una nueva existencia.
Al desembarcar en Buenos Aires les salían al encuentro los mismos obstáculos del mundo que dejaban á sus espaldas. La gran ciudad era ya vieja para ellos; abundaban los pobres en sus tugurios llamados «conventillos»; resultaba tan difícil ganarse la vida en esta metrópoli como en Europa. Algunas veces aún era mayor la dificultad que en el antiguo continente, por la gran concurrencia de profesionales llegados de todas partes… Y se esparcían hacia los sitios más apartados de la República, invadiendo los territorios todavía desiertos, donde se estaban realizando obras preparatorias para la instalación de las inmigraciones futuras.
–¡Los tipos que he visto pasar por aquí en pocos años!—continuaba Robledo—. Una vez me interesé por cierto peón que tenía la nariz roja de los alcohólicos, pero guardaba en su persona un no sé qué revelador de un pasado interesante.
Era una ruina humana; pero igual á los palacios en escombros, cuya historia se presiente por un fragmento de estatua ó de capitel descubierto entre los muros derrumbados, este hombre, que robaba á sus camaradas y quedaba en el suelo como muerto después de sus borracheras, tenía siempre en su decaída persona un ademán ó una palabra que hacían adivinar su origen.
–Un día vi cómo por broma peinaba á uno de nuestros capataces y le arreglaba los bigotes en punta, á estilo del kaiser Guillermo. Mandé que le diesen de beber todo lo que quisiera. Es el medio más seguro de que esos hombres hablen, y él habló. El borracho, avejentado prematuramente, era un barón de Berlín, antiguo capitán de la Guardia imperial, que había perdido al juegos sumas importantes confiadas por sus superiores. En vez de matarse, como lo exigía su familia, se vino á América, rodando hasta lo más bajo. Empezó siendo general en el Nuevo Mundo, y acabó de peón ebrio y mal trabajador.
Al ver que Elena se interesaba por el personaje, Robledo continuó modestamente:
–Este alemán fué general en una de las revoluciones de Venezuela. Yo también he sido general en otra República y hasta ministro de la Guerra durante veinte días; pero me echaron por parecerles demasiado científico y no saber manejar el machete como cualquiera de mis ayudantes.
Después habló de otro peón igualmente ebrio, pero silencioso y triste, que había venido á morir en la Presa y estaba enterrado cerca del río. Robledo encontró papeles interesantes en el fondo de la «lingera» de este vagabundo piojoso. Había sido en su juventud un gran arquitecto de Viena. También encontró la vieja fotografía de una dama con peinado romántico y largos pendientes, semejante á la asesinada emperatriz de Austria. Era su esposa, y había muerto en Khartoum, hecha pedazos por los fanáticos del Sudán, capitaneados por el Madhí, cuando su marido iba con el general Gordon. Otra fotografía representaba á un hermoso oficial austríaco, con la levitilla blanca muy ajustada al talle: el hijo de aquel mendigo.
–Y es inútil—continuó Robledo—querer levantar á estos vagabundos. Se les limpia, se les proporciona una existencia mejor, se les sermonea para que beban menos y recobren sus facultades de hombres inteligentes. Cuando ya están repuestos y parecen felices, se presentan una mañana con el saco al hombro: «Me voy, patrón; arrégleme la cuenta.» Nada se consigue haciéndoles preguntas. Están contentos, no tienen de qué quejarse, pero se van. Apenas se sienten bien, el demonio que los empuja para que rueden por la tierra entera vuelve á acordarse de ellos. Saben que más allá de la línea del horizonte se levantan los Andes, y detrás de la cordillera de los Andes está Chile, y después la inmensidad del Pacífico con sus numerosas islas, y todavía más lejos, los interesantes países del macizo asiático… Sienten el tirón de su manía ambulatoria que despierta. «Vamos á ver todo eso.» Y se echan la «lingera» al hombro, para volver á sufrir hambres y fatigas, para morir en un hospital ó abandonados en un desierto… Y cuando no mueren y pueden seguir marchando detrás de la Ilusión que revolotea junto á sus ojos, vuelven por segunda vez á este país; pero es después de haber dado la vuelta entera á la tierra.
Algunas noches los dos ingenieros hablaban de su propia existencia. Watson tenía poco que contar. Educado en California, había empezado su vida profesional en las minas de plata de Méjico, donde aprendió el español, continuándola después en las del Perú. Finalmente había pasado á Buenos Aires, conociendo en esta ciudad á Robledo y asociándose á él para la empresa de Río Negro.
El español no gustaba de recordar su existencia antes de establecerse en la Argentina. Había intervenido en revoluciones que despreciaba, mezclándose en ellas únicamente por una necesidad de acción. Había emprendido también prodigiosos negocios, viéndose al final engañado y robado, unas veces por sus compañeros, otras por los gobiernos. Rudos vaivenes de fortuna le habían hecho pasar de una abundancia absurda á una miseria de vagabundo. Pero evitaba hablar de sus aventuras en otros países y sus relatos eran siempre sobre la vida que había llevado en Patagonia.