Kitabı oku: «La Tierra de Todos», sayfa 9

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#IX#

El famoso Manos Duras vivía al borde de la altiplanicie, del lado de la Pampa, viendo enfrente el límite de la Patagonia, y á sus pies la amplia y tortuosa cortadura del río y un extremo de la estancia de Rojas.

Su casa, hecha de adobes, tenía alrededor otras construcciones aún más míseras y unos corrales de viejos maderos hincados en el suelo, que sólo de tarde en tarde guardaban algún animal.

Todos en el país conocían la situación del llamado «rancho de Manos Duras»; pero pocos iban á él, por ser lugar de mala fama. Algunas veces, los que pasaban con cierta inquietud por sus inmediaciones sólo conseguían tranquilizarse al notar su soledad. No ladraban ni salían al camino los perros de hirsuto pelaje, ojos sangrientos y agudos colmillos acompañantes del gaucho. Tampoco se veían sus caballos pastando la hierba rala de los alrededores.

Manos Duras se había ido. Tal vez merodeaba por las orillas del río Colorado, donde era más abundante la ganadería que en el río Negro; tal vez vagaba por las estribaciones de los Andes, para visitar á sus amigos del valle del Bolsón—poblado en gran parte por aventureros chilenos—, ó á los que habitaban las riberas de los lagos andinos. Estas excursiones á la Cordillera eran, según afirmaban muchos, para vender en Chile animales robados en la Argentina.

En otras ocasiones, el rancho de Manos Duras aparecía extraordinariamente poblado. Gauchos errantes se instalaban en las chozas de adobes durante unas semanas, sin que nadie supiese con certeza cuál era su procedencia ni adonde irían al marcharse de allí.

El comisario de la Presa empezaba á sentirse inquieto por estas visitas y á vivir mal, temiendo todas las mañanas la denuncia de algún robo… Pero transcurrían los días sin que se alterase la paz del pueblo y sus alrededores. En el rancho de Manos Duras se mataban y desollaban reses, vendiendo carne el gaucho á toda la comarca. Y como no llegaba ninguna queja, don Roque se abstenía de averiguar la lejana procedencia de aquellos animales.

Luego huían de pronto los compañeros de Manos Duras, y éste continuaba su vida solitaria, ó desaparecía igualmente de su rancho por algún tiempo, con gran satisfacción del comisario.

Ahora vivía con tres compañeros malcarados y parcos en palabras, que, según se murmuraba en el boliche del Gallego, procedían de un valle de la Cordillera.

–Tres hombres de bien que se han desgraciado—dijo el gaucho hablando de ellos—; tres compadres que han venido á vivir á mi rancho hasta que las gentes malas se cansen de calumniarlos.

Un día de gran calor, Manos Duras montó á caballo para ir al pueblo á hacer unas compras. Era en las primeras horas de la tarde.

Los habitantes europeos de la Presa, al mirar el almanaque, pensaban en la nieve y los fríos huracanes de sus países, que estaban todavía en pleno invierno. Aquí reinaba el verano, un verano patagónico, violento y ardoroso, sobre una tierra que rara vez conoce las lluvias y en la cual todas las estaciones son extremadas, descendiendo el termómetro durante el invierno muchas unidades por debajo de cero.

La tierra yerma parecía temblar bajo el sol. Era una reverberación que ondulaba las líneas rectas, cambiando los contornos de colinas, edificios y personas. Estos caprichos de la luz hacían ver también los objetos dobles é invertidos, como si estuviesen al margen del agua, fingiendo lagos inmensos en un país extremadamente seco. Eran los espejismos del desierto que por sus formas variables é inesperadas llamaban la atención harta de los hijos del país, acostumbrados á toda clase de ilusiones ópticas.

En el último término de la gigantesca cortadura abierta por el río, casi al ras de la línea del horizonte, se deslizaba un largo gusano negro con una pequeña vedija de algodón en la cabeza.

Manos Duras se detuvo para ver mejor. Aquel día no era de correo de Buenos Aires.

«Debe ser un tren de carga que viene de Bahía Blanca», se dijo.

Resultaba visible estando aún á muchos kilómetros de la Presa, y pasaría otros tantos kilómetros más allá, para no detenerse hasta Fuerte Sarmiento. En esta tierra los ojos adquirían un poder visual más grande; la retina abarcaba mayores extensiones; las distancias parecían valer menos que en otros países.

El gaucho, después de contemplar unos momentos el remoto avance del tren, continuó su galope. Para ganar terreno solía meterse por la estancia de Rojas, atravesando una parte avanzada de dicha propiedad interpuesta entre su rancho y el lejano pueblo. Con la indiferencia de la costumbre, dejó que su caballo avanzase por un tortuoso sendero marcado apenas entre los ásperos matorrales.

Al poco rato tuvo un mal encuentro. Don Carlos Rojas iba también á aquella hora visitando su estancia y haciendo cálculos sobre el porvenir.

Continuarían siempre sus tierras altas en la pobreza actual, no pudiendo dar alimento mas que á un número reducido de animales. Sus novillos eran «criollos», como él decía con cierto tono de desprecio; bestias de mucho hueso, pezuña dura, grandes cuernos y enjutas de carnes; aptas para nutrirse con un pasto silvestre y poco abundante; herederos degenerados del ganado que aclimataron siglos antes los colonizadores españoles, trayéndolo en sus pequeños buques á través del Atlántico.

Recordaba con remordimiento los animales de lujo de la estancia de su padre, novillos enormes, con el lomo plano como una mesa, casi sin cuernos, de reducido esqueleto y exuberantes carnes, verdaderas «montañas de biftecs», como él decía… Luego pensaba en los milagros de la irrigación, cuando las tierras bajas de su estancia quedasen fecundadas por las aguas del río. Crecería en ellas la alfalfa con una prodigalidad semejante á la de la tierra de Canaán, y le sería posible repetir al borde del río Negro las milagrosas crianzas de los estancieros vecinos á Buenos Aires, sustituyendo el áspero y flaco ganado criollo con animales valiosos, producto del cruzamiento de las mejores razas de la tierra.

Iba don Carlos imaginándose esta maravillosa transformación, con el deleite de un artista que pule en su mente la obra futura, cuando vió venir un jinete hacia él.

Se puso una mano sobre los ojos para examinarlo mejor, y no pudo contener la indignación que le produjo este encuentro.

–¡Hijo de la gran… tal!… ¡Es el ladrón de Manos Duras!

Al pasar el gaucho junto á él, se llevó una mano al sombrero para saludarle, espoleando luego su cabalgadura.

Don Carlos, después de breve indecisión, salió también al galope, hasta que puso su caballo delante del de Manos Duras, cortándole el paso y obligándole á detenerse.

–¿Con licencia de quién atravesás vos mi campo?—preguntó con voz temblona y aflautada por la cólera.

Manos Duras no intentó contestar mirándole con una insolencia silenciosa y amenazadora, como hacía con los demás. Sus ojos atrevidos evitaron cruzarse con los del estanciero, y respondió en voz baja, como excusándose. No ignoraba que carecía de derecho para pasar por allí sin permiso del dueño del campo; pero de este modo acortaba camino, evitándose un largo rodeo para llegar á la Presa. Luego añadió, como si emplease un argumento supremo:

–Usted, don Carlos, deja pasar á todos.

–A todos menos á ti—contestó Rojas agresivamente—. Si te encuentro otra vez en mi estancia, te saludaré á balazos.

Esta amenaza acabó con el hipócrita respeto del gaucho. Miró á Rojas despectivamente, y dijo con lentitud:

–Es usted un viejo, y por eso me habla así.

Don Carlos sacó de su cintura un revólver, apuntándolo contra el pecho de Manos Duras.

–Y tu un ladrón de novillos, al que todos tienen miedo no sé por qué. Pero si vuelves á robarme uno de mis animales, este viejo se encargará de hacerte justicia.

Como el estanciero le seguía apuntando con el revólver y la expresión de su rostro no permitía duda sobre la posibilidad del cumplimiento de sus amenazas, el gaucho no osó echar mano á sus armas. Estaba seguro de recibir un balazo apenas intentase un movimiento agresivo. Después de mirarle con ojos rencorosos, se limitó á decir:

–Volveremos á encontrarnos, patrón, y hablaremos más despacito.

Y tras esta amenaza dió con las espuelas á su caballo y salió al galope, sin volver la cabeza, mientras don Carlos permanecía con el revólver en su diestra.

Cerca del río tuvo el gaucho un encuentro más agradable. Vió venir hacia él un grupo de tres jinetes, é hizo alto para reconocerlos. Era la marquesa de Torrebianca, vestida de amazona y escoltada por Canterac y Moreno.

Había tenido ella que aceptar una nueva invitación para ver los adelantos realizados en las obras del dique. Le era imposible negarse á este paseo. Necesitaba para su tranquilidad restablecer el equilibrio entre Pirovani y el ingeniero francés. Éste, ya que no podía regalar una casa, deseaba hacer ver á Elena una vez más la superioridad que tenía como ingeniero director de las obras sobre aquel italiano, sometido muchas veces á sus decisiones.

El oficinista, contento de la invitación y molestado al mismo tiempo por el carácter de hombre tranquilo que le atribuían, marchaba á caballo detrás de Elena, sin que ésta hiciese caso de su persona. Únicamente parecía acordarse de él cuando Canterac se mostraba demasiado vehemente en sus ademanes, tendiendo una mano de caballo á caballo para estrechar la suya ó permitirse otras osadías disimuladas.

–Moreno—ordenaba la marquesa—, avance y póngase á mi izquierda, para que el capitán quede lejos. No me gustan los militares; son muy atrevidos.

Los tres cesaron de conversar para fijarse en Manos Duras, que permanecía inmóvil á un lado del camino. Moreno dió el nombre del gaucho, y Elena mostró tal interés al saber quién era, que acabó por hablarle.

–¿Usted es el famoso Manos Duras, de quien tantas cosas he oído decir?…

El rústico jinete se mostraba turbado por las palabras y la sonrisa de aquella dama. Primeramente se quitó el sombrero con reverencia, «como si estuviese delante de una imagen milagrosa», pensó Moreno. Luego dijo, con cierta expresión teatral que en él era espontánea:

–Yo soy ese desgraciado, señora, y este es el momento mejor de mi vida.

La miraba el gaucho con ojos ardientes de adoración y deseo, y ella sonrió, satisfecha del bárbaro homenaje. Canterac, que encontraba ridicula esta conversación, hizo ademanes de impaciencia y murmuró protestas para reanudar la marcha; pero ella no quiso escucharle y continuó hablando al gaucho con sonriente interés.

–Dicen de usted cosas terribles. ¿Son verdaderamente ciertas?…

¿Cuántas muertes lleva usted hechas?

–¡Calumnias, señora!—contestó Manos Duras, mirándola fijamente—.

Pero si usted me lo pide, haré cuantas muertes quiera.

Elena se mostró complacida por esta respuesta, y dijo, mirando á Canterac:

–¡Qué hombre tan galante… á su modo! No me negará usted que es grato oir tales ofrecimientos.

Pero el ingeniero parecía cada vez más irritado por este diálogo familiar de Elena y el cuatrero. Varias veces intentó introducir su caballo entre las cabalgaduras de los dos, dando fin de tal modo al diálogo; pero Elena le detenía siempre con un gesto de contrariedad.

Al ver que ella continuaba su conversación con Manos Duras, se volvió hacia Moreno, necesitando manifestar á alguien su enfado.

–Ese gaucho es un atrevido, y habrá que darle una lección.

El oficinista aceptó sin reserva lo referente al atrevimiento, pero levantó los hombros al oir hablar de lección. ¿Qué podían hacer ellos contra este vagabundo temible, si hasta el comisario de policía mostraba por él cierto respeto?…

–Debe usted conseguir—continuó el ingeniero—que no le compren más carne en el campamento ni acepten nada de lo que ofrezca.

Moreno contestó con signos afirmativos. Si no era mas que eso lo que deseaba, fácilmente podía hacerse.

Al fin Elena reanudó su marcha después de saludar al gaucho con cierta coquetería, satisfecha de su emoción y del deseo hambriento que reflejaban sus ojos.

–¡Pobre hombre!… ¡Un tipo interesante!

Mientras los tres jinetes se alejaban, Manos Duras siguió inmóvil junto al camino. Deseaba ver algunos momentos más á aquella mujer. Tenía en su rostro una expresión grave y pensativa, como si presintiese que este encuentro iba á influir en su existencia. Pero al desaparecer Elena con sus acompañantes detrás de un montículo arenoso, el gaucho, no sintiendo ya el deslumbramiento de su presencia, sonrió con cinismo. Varias imágenes salaces desfilaron por su pensamiento, desvaneciendo sus dudas y devolviéndole su antigua audacia.

«¿Por qué no?—se dijo—. Lo mismo es ésta que las que bailan en el boliche del Gallego. ¡Todas mujeres!»

Continuaron su paseo por la orilla del río la marquesa y sus dos acompañantes. De pronto, ella se levantó un poco sobre la silla para ver más lejos.

En una pradera orlada de pequeños sauces por la parte del río había dos caballos sueltos y ensillados. Un hombre y un muchacho habían descendido de ellos y parecían divertirse tirando un lazo por el aire. Era un lazo de cuerda, ligero y fácil de manejar, aunque de menos resistencia que los verdaderos lazos de cuero usados por los jinetes del país.

Reconoció Elena al muchacho, con su instinto de mujer más que con sus ojos. Era Flor de Río Negro, que enseñaba á tirar el lazo á Watson, riendo de la torpeza del gringo. Como Torrebianca iba todos los días puntualmente á dirigir les trabajos de los canales, Ricardo gozaba de más libertad, empleándola en seguir á la niña de Rojas en sus correrías.

Haciendo un signo á sus acompañantes para que no la siguiesen, se fué aproximando Elena á la pradera donde estaban los dos jóvenes.

Celinda la vió llegar antes que el ingeniero, y haciendo un gesto hostil volvió la espalda. Al mismo tiempo ordenó á Watson que le ajustase al pie una de sus espuelas, que pretendía llevar suelta.

El joven, después de haberse arrodillado, quiso levantarse, convencido de la inutilidad de esta orden. Celinda tenía bien sujeta esa espuela. Pero ella insistió para mantenerlo en dicha posición.

–¿No le digo, gringuito, que voy á perderla?… Fíjese bien.

Y sólo accedió á reconocer su error y á permitir que se levantase cuando la otra hizo volver grupas á su caballo. Elena se alejaba ofendida, dándose cuenta de su estratagema y de sus gestos hostiles.

Poco antes de la puesta del sol llegaron los tres jinetes á la calle central del pueblo. Frente á la casa de Pirovani, considerada ya por la marquesa como suya, bajó ésta del caballo, apoyándose en Moreno, que se había anticipado al otro para gozar de agradables contactos.

Saludó el francés con una brusquedad militar, alejándose, mientras Elena entraba en su casa. ¡Un día perdido!… Estaba furioso contra él mismo y contra los demás.

Apareció Pirovani en una bocacalle, y al ver que Moreno se dirigía á su alojamiento, corrió á encontrarse con él. Ansiaba conocer los episodios de una excursión á la que no había sido invitado. Temía, con la credulidad del celoso, que Canterac hubiese conseguido un gran avance sobre él durante el corto paseo.

Sonrió con una alegría pueril al contarle el oficinista cómo varias veces la «señora marquesa» le había pedido que se colocase entre ella y el ingeniero francés para mantenerlo á gran distancia.

–¡Si yo sé que no lo puede sufrir!—dijo el italiano—. Me consta…

Pero como es el jefe de los trabajos y ayuda en ciertas ocasiones á Robledo y á su marido, no se atreve á decir lo que piensa de él.

Luego su alegría se nubló, según le fué contando el oficinista el encuentro con Manos Duras y la confianza del gaucho al hablar á la señora marquesa.

Esto último fué lo que indignó más al contratista.

–Aquí todos nos creemos iguales, porque vivimos juntos en el desierto—dijo, escandalizado—. Cualquier día, ese gaucho cuatrero pretenderá ir por la noche á las reuniones de la marquesa, lo mismo que uno de nosotros… ¡Cosa bárbara!

–El capitán—añadió Moreno—quiere que no se le compre más carne á Manos Duras ni se acepte ningún negocio propuesto por él, eso usted puede hacerlo mejor que Canterac.

Pirovani contestó con vehementes signos de asentimiento

–Así se hará; dice muy bien ese hombre. Es la primera vez, en mucho tiempo, que estoy de acuerdo con él.

* * * * *

#X#

Pocos meses después de haber empezado los trabajos en el campamento de la Presa, los habitantes de las diversas colonias establecidas á orillas del río Negro hablaron con admiración del nuevo boliche del Gallego, apreciándolo como el establecimiento más hermoso de la comarca. El dueño había embellecido su interior con una novedad tan instructiva como interesante.

Uno de los primeros que acudieron al campamento en busca de trabajo fué un inglés que llevaba muchos años vagando de un extremo á otro de la América del Sur. La última etapa de su existencia aventurera había sido en el corazón del Paraguay, comerciando con las tribus salvajes; tráfico que no parecía haberle hecho rico. Como recuerdo de su vida en las selvas, llevó á Buenos Aires cuatro cocodrilos del gran río Paraguay, llamados yacarés con el caparazón relleno de paja, y una serpiente boa de varios metros de lorgitud, cuyo vientre había sido atiborrado de hierbas por los disectores indígenas.

En la capital de la Argentina le hablaron de los grandes trabajos que se realizaban junto al río Negro, haciendo necesario el enganche de numerosos jornaleros, y allá se fué con toda su colección de animales empajados, saltando de la temperatura tórrida del Paraguay y el Brasil inferior al invierno rudo de la Patagonia.

A las pocas semanas murió de delirium tremens, por haber abierto un crédito demasiado amplio el dueño del boliche del Gallego; y como este honrado industrial creía firmemente en el santo derecho de cobrar las deudas y poseía además cierto instinto de la decoración oportuna para atraer á los parroquianos, se apropió los cuatro yacarés y la boa, adornando con ellos el techo de su tienda.

En realidad, Antonio González, que era andaluz de nacimiento, aunque lo apodaban todos el Gallego, no podía mirar sin cierta aprensión hereditaria el enorme reptil que, semejante á una maroma de barco, pendía formando curvas de los cuchillos de la techumbre. Pero á los ebrios más consecuentes del establecimiento les placía beber debajo de este adorno extraordinario, y un comerciante debe sacrificar sus preocupaciones y sus miedos para mejor servicio del público.

El ofidio de pellejo arrugado, cubierto de moscas, que formaban sobre él un forro negro inquieto y rumoroso, se extendía por la mitad del techo, de punta á punta, agitándose como si reviviese cada vez que se abría la puerta y entraba un chorro de aire. Esta corriente atmosférica hacía caer á veces en los vasos de los parroquianos moscas secas procedentes del verano anterior, escamas de pellejo del culebrón y un polvillo sutil, mezcla de su relleno vegetal y del arsénico empleado por sus preparadores para impedir que se pudriese. En los ángulos del techo se balanceaban, pendientes de cuerdas, los cuatro cocodrilos, negros y rugosos por el dorso, y mostrando al público el color amarillo de sus vientres y las plantas de sus patas.

Las gentes del país, cuando pasaban por la Presa, creían necesario detenerse á beber un vaso en el boliche para admirar tales novedades. Las aguas del río Negro jamás habían conocido cocodrilos, y en cuanto á reptiles, no había en toda la Patagonia mas que ciertas víboras de mordedura mortal, cabezudas, cortas y gruesas, como el signo ortográfico llamado coma.

El dueño del boliche, con la autoridad de un hombre que ha visto lo que cuenta, explicaba á sus parroquianos las costumbres de los fieros animales que se balanceaban sobre sus cabezas, y hasta daba á entender que había tomado cierta parte en tan peligrosa caza. Pero al poco tiempo notó que estos adornos, gloria del establecimiento, si enorgullecían á muchos de los habitantes de la colonia, contribuían igualmente al alejamiento de otros. Los había que eran andaluces como el Gallego y no tenían las mismas razones utilitarias de ésta para sobreponerse á sus preocupaciones. También los había italianos ó de otras tierras, que, reconociendo la excelencia de los géneros expendidos en el boliche, no osaban, sin embargo, penetrar en su interior. Beber bajo la panza amarilla y las cuatro patas extendidas de un cocodrilo, ¡pase!… Pero levantar los ojos al empinar el vaso y ver aquel serpentón que expelía moscas, mostrando á trechos el cuadriculado repelente de su piel, ¡eso nunca!

Los más atrevidos sólo se decidían á entrar con la diestra cerrada y avanzando el dedo índice y el meñique en forma de cuernos, para conjurar la mala suerte.

–¡Lagarto! ¡lagarto!—murmuraban, entornando los ojos para no ver lo que estaba sobre sus cabezas.

Otros, ni aún valiéndose de este conjuro se atrevían á pasar adelante, y en pleno invierno, con las manos en la faja y echando chorros de vapor por la boca, preferían mantenerse fuera, esperando que Friterini, el criado del boliche, les sacase los vasos.

Se sacrificó el dueño una vez más, ganoso de evitar molestias á su público. La boa fué descolgada para ser vendida á una taberna de La Boca, en el puerto de Buenos Aires, frecuentada por marineros, y quedaron por único adorno los cuatro yacarés, que se balanceaban en el techo como lámparas funerarias apagadas.

Otro atractivo del establecimiento eran las banderas que en días de fiesta patriótica ondeaban sobre su techumbre y el resto del año adornaban su interior. Todos los rectángulos de colores inventados por los hombres ansiosos de formar grupo aparte para distanciarse de sus semejantes figuraban en este rincón de la Patagonia: banderas de naciones existentes; banderas de naciones que habían muerto y deseaban revivir; banderas de naciones que no habían existido nunca y pugnaban por nacer. No quedaba un trabajador en esta «tierra de todos» que no tuviese un trapo patriótico en el boliche. Antonio González había conocido antes que las cancillerías de Europa las banderas que años después iban á ser consagradas por los trastornos de la gran guerra. Todas las admitía: desde la de Irlanda libre á la de la República sionista que debía establecerse en Jerusalén. Solamente se había disputado una vez con ciertos compatriotas, procedentes de Barcelona, que pretendían imponerle la bandera catalana.

–Yo la admito—dijo con solemnidad diplomática—. Lo único que discuto es sus dimensiones.

Y acabó por aceptarla en su «museo banderístico», como él decía, pero exigiendo que su tamaño no pasase de la cuarta parte de la bandera española.

En días de fiesta patriótica, ayudado por Friterini, procedía al embanderamiento de la techumbre, dando explicaciones al comisario, único representante de la autoridad. Se expresaba como un jefe de protocolo llamado á consulta por el presidente del gobierno.

–Usted, don Roque, conoce muchas cosas; pero en esto de las banderas yo sé mejor con qué bueyes aro. Primeramente hay que colocar la bandera argentina, más alta que todas. Luego, á su derecha, la de España. ¡Que nadie me lo discuta! En esta tierra, después de los argentinos, somos nosotros. Ya sabe usted… Isabel la Católica… Solís… don Pedro de Mendoza… don Juan de Garay…

Iba lanzando nombres de navegantes y descubridores, á su capricho, mientras examinaba desde abajo el método con que el camarero italiano colocaba las banderas.

¿Ya estaba puesta la de la Argentina, y á su derecha, bien clavada, la de España?… ¡Muy bien!…

–Ahora, Friterini, mio caro, ve colocando banderas á tu gusto… ¡á lo que salga! pues todos somos iguales, y ésta es «la tierra de todos», como dice don Manuel.

En verano las moscas invadían en proporciones inauditas el interior algo lóbrego del boliche, huyendo de la atmósfera ardorosa de una tierra siempre sedienta. De noche, la luz rojiza de los quinqués mantenía en agresivo insomnio á estas nubes de insectos. Eran moscas lentas, tenaces, de una torpeza pegajosa. Caían en los platos y en los vasos, nadaban en las salsas y las bebidas alcohólicas. Al abrirse las bocas, se metían inmediatamente en sus cavidades; cosquilleaban las orejas, se introducían por los orificios de las narices. Toda cuchara, al ir del plato á los labios, veía inmediatamente, en tan corto viaje, posarse sobre sus bordes algunas de estas intrusas, que se estiraban, alargando las patas y agitando las alas.

Se dejaban matar; pero eran tantas, ¡tantas! que los hombres desistían de atacarlas, transigiendo con ellas por cansancio, y únicamente las repelían con el aliento ó escupiéndolas cuando se colaban en su boca y sus narices.

Otros parásitos asaltaban igualmente las viviendas de este pueblo perdido en la soledad. En el boliche, por ser mayor la concurrencia, parecían más numerosas las plagas. Del techo y las paredes de madera se desprendían insectos sanguinarios sobre las curtidas epidermis, para perforarlas y chupar su jugo. Otras veces surgían del suelo, remontándose por las gruesas botas. En invierno, el boliche, por estar con las puertas cerradas, conservaba una atmósfera densa de humo de tabaco, que olía á ginebra, á vino agrio, á ropa mojada y á cuero de zapato. El criterio más absurdo, falto completamente de economía y de lógica, parecía guiar la marcha comercial del establecimiento. Apenas había sillas en él. Los guitarristas colocaban sus posaderas en cráneos de caballo; una parte del público se dejaba caer en el suelo al sentir cansancio, y al mismo tiempo, en la anaquelería, detrás del mostrador, se renovaban todas las semanas las filas de botellas de champaña. Cuando los jornaleros cobraban su quincena, el Gallego tenía que atender á las más disparatadas orgías. Los que, faltos de familia, podían gastar todo el dinero ganado en su propia persona, imaginaban banquetes babilónicos, pidiendo latas de sardinas de España para remojarlas con varias botellas de Pomery Greno. Muchas veces escaseaba el pan en la Presa; pero el parroquiano, obligado á comer galleta dura, conocía el gusto del foie gras y cuánto cuesta una botella de Möet-Chandon. En las noches transcurridas entre dos pagas, el whisky y la ginebra apagaban la sed silenciosa de unos y daban nuevas fuerzas á otros para seguir hablando.

El principal tema de conversación era adivinar cuándo se detendría el tren en la Presa regularmente. Las locomotoras sólo hacían alto allí cuando descargaban maquinaria para las obras del dique.

A los del campamento les parecía una injusticia que pasasen los vagones de largo hasta la estación de Fuerte Sarmiento, con el pretexto de que aún no habían terminado las obras en el río ni las tierras inmediatas estaban regadas, sin lo cual era imposible su colonización.

En el viejo mundo se creaban al principio las poblaciones, y después se construían para ellas los ferrocarriles. En esta tierra nueva ocurría lo contrario. Primeramente se habían tendido los rieles á través del desierto; después, de cincuenta en cincuenta kilómetros, se creaba una estación, formándose un pueblo en torno á ella.

–¿Por qué no ha de existir una estación aquí, en la Presa, donde vivimos cerca de mil personas?—clamaba Antonio González, el dueño del boliche—. En cambio, el tren se detiene en muchos sitios donde sólo hay un caballo atado á un poste para llevarse la correspondencia. Debíamos enviar una comisión á Buenos Aires.

Mientras tanto, los concurrentes se limitaban á hacer suposiciones sobre la fecha en que el tren empezaría á detenerse allí con regularidad, apostando cajones de botellas de champaña á favor de un mes ó de otro.

Ciertos grupos conversaban aparte, sin sentirse atraídos por el baile ni por las mujeres agregadas al establecimiento del Gallego, en el que se vendían lo mismo el alcohol y el amor. Iban hablando con arreglo á sus gustos y á los azares de su profesión.

Los roturadores de tierras mencionaban el alpataco, odioso arbusto del país, que yergue sobre el suelo una cabellera vegetal de escasa altura, y en cambio avanza sus raíces hasta una distancia de treinta metros. Su madera era dura como el bronce y hacía rebotar las hachas, rompiéndolas muchas veces. Uno de estos arbustos exigía varios hombres y un día entero para ser arrancado, y cuando los roturadores á destajo lo encontraban, prorrumpían en lamentaciones y juramentos.

El camarero apodado Friterini, joven pálido, de cabellera echada atrás, ojos febriles y brazos arremangados, cuando dejaba de servir á los concurrentes iba á una mesa ocupada por varios trabajadores españoles, á los que describía la belleza de su ciudad natal en un lenguaje de italiano llegado dos años antes al país.

–Yo non dico que Brescia sia una grande citá: questo no; ma cuando llega la noche los cóvenes salen con mandolinos á hacer serenatas, y cada uno tiene su amor… Algo más hermoso que aquí… ¡Ah, Brescia!…

Acodado el Gallego en el mostrador escuchaba á los parroquianos más viejos, jinetes del país que habían cabalgado de los Andes al Atlántico y del río Colorado al estrecho de Magallanes como guías de los compradores de «hacienda» ó explorando el desierto para descubrir aguadas y nuevos pastos. Su paciencia desafiaba al tiempo, apreciando las semanas y los meses de viaje como si fuesen simples días.

Uno de ellos gustaba de relatar su última excursión por las estribaciones de los Andes del Sur, visitando los lagos más solitarios. En este viaje había servido de guía ó «baquiano» á un sabio de Europa, recomendado por otro sabio al que prestó el mismo servicio veinte años antes. Durante la primera expedición, fueron encontrando restos de animales monstruosos pertenecientes á los períodos prehistóricos; esqueletos gigantescos que eran etiquetados y encajonados para que los reconstituyesen después en los museos del viejo mundo.

Su último viaje había sido más original. Este segundo sabio buscaba los animales de la época prehistórica, pero vivos. Entre los escasos habitantes acampados al pie de la Cordillera, se heredaba la convicción de que existen aún en ciertos lugares del desierto patagónico bestias enormes y de formas nunca vistas, últimos vestigios de la fauna que surgió al principiar la vida en el planeta.

Algunos juraban sinceramente haber visto de muy lejos al plesiosaurio hundiéndose en el muerto cristal de los lagos andinos ó pastando en la vegetación de sus riberas. Pero veían esto al anochecer, cuando la Cordillera extendía su inmensa sombra violeta sobre la llanura. Los incrédulos afirmaban que la tal visión surgía siempre cuando el observador regresaba de algún boliche lejanísimo llevando muchas copas en el cuerpo.

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Litres'teki yayın tarihi:
31 ekim 2018
Hacim:
350 s. 1 illüstrasyon
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Public Domain
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