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Kitabı oku: «Los Argonautas», sayfa 34
Se interpelaban los viajeros para implorar el préstamo de un estilógrafo. Improvisábanse escritorios entre las tazas de café, así como en las mesas de la cubierta y sobre los pianos. Todos habían sentido de pronto la necesidad de escribir. Al día siguiente llegaba el Goethe a puerto, y las gentes despertaban de su ensueño azul que había durado diez días. Se acordaban de que existía el mundo, de que no estaban solos en el planeta, y había una vida más allá de la oceánica extensión, con la que iban a ponerse de nuevo en contacto.
Los hombres se apartaban de las señoras, a las que habían cortejado hasta entonces. Ceñudos y preocupados, buscaban un rincón y mordían el cabo del palillero ante el pliego virgen, no sabiendo cómo reanudar sus ideas. Las mujeres parecían más graves y silenciosas, poseídas de súbito ascetismo. Rehuían las conversaciones, como si fuesen peligrosas para su virtud. Deseaban estar solas, y movían en este aislamiento su pluma lentamente, con vacilaciones entre línea y línea, cual si temieran decir poco o decir demasiado.
Isidro, que no había de escribir a nadie – pues sólo pensaba enviar a su hijo una postal con grupos de negros al bajar a tierra – , contempló irónicamente esta fiebre grafománica. ¡Qué de embustes sobre el papel; historias fingidas a última hora para llenar pliegos, sin que se trasparentase la verdad! ¡Qué de juramentos de eterno recuerdo, cuando los pobres recuerdos de tierra no habían salido de los equipajes y en ellos permanecían encogidos, cual prendas sin uso, mientras el olvido y el afán de placer sin consecuencias se había enseñoreado del buque!… Maltrana pensó que si toda esta avalancha de mentiras se solidificase repentinamente, el pobre Goethe se iría al fondo no pudiendo resistir tan enorme peso.
Entre los que escribían estaba Ojeda. Inclinado sobre un velador del jardín de invierno, iba llenando pliegos, lo mismo que en la víspera de la llegada a Tenerife. Pero ¡ay! su carta era ahora un trabajo literario y reflexivo. Los recuerdos venían a interrumpir su escritura, como la otra vez; pero estos recuerdos no evocaban dulce melancolía, sino vergüenza y remordimiento.
Once días escasos habían transcurrido entre las dos cartas. ¡Qué de sucesos!… ¡Qué de traiciones y vilezas! Sentía dudas sobre su personalidad: creía que durante este tiempo se había verificado en él un prodigioso desdoble. Ya no era el mismo que de todo corazón lanzaba sobre el papel los apasionados juramentos de la pareja wagneriana. «Alejados el uno del otro, ¿quién nos separará?…» Estas palabras hacían levantarse en su recuerdo, como testimonio de infidelidad, varias figuras de mujer: Maud, Mina, aquella Nélida que rondaba por cerca de él, que asomaba a la ventana inmediata su rostro insolente y le hacía señas con los ojos, con los labios, para que saliese cuanto antes.
Afortunadamente, la proximidad de la tierra iba a desvanecer esta embriaguez voluptuosa del Océano que le había mantenido en amable inconsciencia.
El recuerdo de Teri, adormecido durante el viaje, resurgía más vigoroso, con mayor relieve, abultado por la luz exageradora del remordimiento. Y este remordimiento parecía añadir un nuevo incentivo a su amor. Era algo semejante al sacrilegio o al parentesco, que sazonan ciertas pasiones con el acre y atractivo perfume de lo prohibido y lo monstruoso.
Al sentir intranquila su conciencia, adoraba a Teri mucho más que cuando podía contemplarla sin miedo frente a frente. «La quiero – pensó – como no la he querido nunca. La traición y la necesidad de hacerse perdonar dan un interés nuevo al amor. Son como salsas picantes que renuevan el gusto de un plato conocido…» ¡Ah, pobre Teri engañada, que tal vez no se enteraría nunca de estas infidelidades! Él iba a expiar sus delitos adorándola con mayor vehemencia; iba a vivir en su imaginación una luna de miel ideal, rodeándola de todos los esplendores de un culto, como el pecador que se prosterna agradecido ante la imagen que perdona y le mira con ojos de misericordia.
Fortalecido por tales propósitos, siguió escribiendo con más soltura e ingenuidad, como si fuese el mismo hombre de diez días antes y esta carta igual a la que había enviado desde Tenerife. Pero no era el mismo; veíase obligado a reconocerlo. Sus pecados le ligaban a aquel buque, y mientras no saliese de él, serían inútiles sus esfuerzos para volver al pasado.
Cada vez que huían sus ojos del papel, encontraban una sombra en la ventana. Era Nélida que se aproximaba con su sonrisa audaz, sin miedo a la curiosidad de las gentes. Tosía para indicar su impaciencia; movía los labios, adivinándose en ellos las mudas palabras de admirativa pasión: «¡Dueño mío… viejo… mi negro!».
Inútiles estos llamamientos. El continuaba su carta con la memoria ocupada por el recuerdo de Teri, pero esto no le impedía, por costumbre o por «honradez profesional», el contestar con sonrisas y movimientos de cabeza a las caricias silenciosas de Nélida.
Fatigada ésta de la inmovilidad de Ojeda, acabó por apartarse de la ventana, yendo hacia el avante del paseo, donde estaban Isidro y el doctor Zurita.
Miraban el horizonte como si esperasen ver tierra. ¡América! ¡Pronto verían América!… El doctor hablaba de esto con cierta emoción. Hacía días que el buque costeaba su amado continente, pero de muy lejos. Ahora se aproximaba a él, pero no se vería tierra hasta muy entrada la noche… Y a la mañana siguiente, la bahía de Río Janeiro.
Nélida, que se había aproximado a los dos hombres, saludándolos con un leve movimiento de cabeza, miraba al doctor. ¡Muy simpático el viejo! Para ella, todos los hombres eran simpáticos. Debía haber sido en su juventud un buen mozo. Su hijo mayor también lo era. Lástima grande que le gustasen tanto las coristas de la opereta y sólo supiera hablar de París, como si en el resto del mundo no existiesen mujeres.
Zurita saludó a la joven con un gesto de antiguo galán y no se ocupó más de ella. ¡Interesante la muchacha!… Pero él tenía su familia a bordo, sus niñas y cuñadas, y deseaba evitar a todas ellas relaciones de amistad que podían ser peligrosas.
Siguió hablando el doctor bajo la mirada vaga de Nélida, que no entendía gran cosa de la conversación de los dos hombres.
– Yo me imagino, che, lo que debieron sentir aquellos españoles al distinguir la primera isla… La alegría con que Rodrigo de Triana, el marinero de Colón, debió lanzar el grito de «¡Tierra!».
Maltrana intervino con cierto orgullo al poder lucir sus conocimientos delante de Nélida. Además, su triunfo oratorio había desarrollado en él un deseo vehemente de hacer sentir a todos la autoridad y el peso de sus palabras.
– Hay error en eso que dice usted, doctor, y que es lo que dice igualmente casi todo el mundo. Ni el que descubrió primero la tierra de América se llamó Rodrigo de Triana, ni fue marinero de Colón.
Con tal nombre no figuraba ningún tripulante en el primer viaje. Quien dio el grito del descubrimiento era un tal Rodríguez Bermejo, natural de Sevilla, y sin duda el Almirante, al hablar de él, convirtió el Rodríguez en Rodrigo, y añadió el Triana por haber vivido en dicho barrio. Entre la gente de mar era muy frecuente la desfiguración de nombres por apodos y por el lugar de nacimiento. Además, Juan Rodríguez Bermejo no fue marinero de la nao Santa María, que montaba el Almirante, sino de la carabela Pinta, mandada por Pinzón, que iba siempre a la cabeza de la escuadrilla por ser la más velera.
– Fue la Pinta la que avistó, a las dos de la mañana, la isla de Guanahaní, y Rodríguez Bermejo el que dio el grito de «¡Tierra!…». Pero Colón, al volver a España, dijo que era él mismo quien a las diez de la noche, o sea cuatro horas antes, había visto una luz «como una candelica subiendo y bajando», y que esta luz procedía de la isla. Hay que tener en cuenta que el Almirante estaba entonces a unas catorce leguas de la isla, y ésta es completamente baja, sin una colina. Imposible verla a una hora en que la Pinta, que iba navegando muy por delante, no había alcanzado todavía a distinguir tierra. La luz fue indudablemente la de la bitácora de la carabela de Pinzón, que avanzaba entre la nao del Almirante y la isla todavía lejana.
Calló un momento Isidro, gozándose en la curiosidad del doctor, que le escuchaba muy atento.
– El resultado de todo esto – continuó – fue una gran injusticia. Los reyes habían prometido un premio de diez mil maravedíes al primero que descubriese tierra, y Colón, que no perdonaba provecho, se atribuyó dicha suma, fundándose en lo de «la candelica». Pinzón, que podía atestiguar la verdad, acababa de morir; y el pobre Rodríguez Bermejo, al verse injustamente despojado por el grande hombre, sin que nadie atendiese sus quejas, sintió tal desesperación que se pasó al África y renegó de la fe cristiana, haciéndose moro. Éste fue el final del primero que con sus ojos vio la tierra americana.
El doctor Zurita estaba pensativo.
– De suerte, che – murmuró – , que la vida civilizada de nuestro hemisferio empieza por una injusticia, por un acto de favoritismo, por el abuso de un mandón.
Maltrana asintió: así era. Y el doctor sonrió maliciosamente, como si después de saber esto comprendiese mejor la historia del Nuevo Mundo.
XI
Al detenerse el trasatlántico, después de tantos días de marcha, una sensación de extrañeza pareció circular por todo él, desde la quilla a lo alto de los mástiles.
Fue poco después de la salida del sol, y todos los pasajeros, aun los menos madrugadores, despertaron casi a un tiempo, con el mismo sobresalto del que experimenta una dificultad repentina en sus órganos respiratorios.
Habituados al suave balanceo de la cama, al movimiento de péndulo de las ropas colgantes, al desnivel alternativo del piso, al escurrimiento de los objetos sobre mesas y sillas, como algo natural de esta existencia oceánica, sintieron todos cierta angustia viendo entrar cuanto les rodeaba en rígida inmovilidad. El oído, acostumbrado al roce incesante de las espumas en los costados del buque, al estremecimiento de la atmósfera cortada por el impulso de la marcha, al lejano zumbido de las máquinas extendiendo su vibración por los muros y tabiques del gigantesco vaso de acero, acogía ahora con extrañeza este silencio repentino, absoluto, abrumador, como si el buque flotase en la nada.
Adivinábase la presencia, más allá de los tragaluces de los camarotes, de algo extraordinario. El aire era menos puro, sin emanaciones salinas, con bocanadas de agua en reposo que olían a marisco en descomposición, y junto con esto un lejano perfume de selva brava.
Corrió la gente a las cubiertas casi a medio vestir, y sus ojos, habituados al infinito azul, tropezaron rudamente con la visión de las tierras inmediatas, costas negras cubiertas hasta la cima de bosques lustrosos, de un verde tierno, como si acabase de lavarlos la lluvia.
A ambos lados del buque alzábanse las montañas que guardan la entrada de la bahía de Río Janeiro. A popa, el mar libre quedaba casi oculto detrás de unas islas peñascosas con faros en sus cumbres. Frente a la proa, la bahía enorme estaba enmascarada por el avance de pequeños cabos que parecían cerrar el paso.
Contemplaba la gente el paisaje con la avidez de un descubridor que tras larga navegación alcanza una tierra desconocida, admirando la frondosidad de los bosques tropicales, la forma original de las montañas, todas ellas de bizarros contornos. Parecían bocetos de una estatuaria monstruosa derramados junto al Océano, restos del jugueteo de unas manos gigantescas que se hubiesen entretenido en amasar tierras y rocas. Unas alturas eran cónicas, de regular esbeltez; otras evocaban la imagen de una nariz colosal, de una frente con pestañas, de un mentón voluntarioso.
Estos perfiles se prestaban a diversas combinaciones imaginativas, como las nubes de una puesta de sol. Algunos pasajeros conocedores de la bahía enseñaban a los demás «el hombre que duerme»: una sucesión de cumbres y mesetas que en su conjunto imitan el contorno de un gigante entregado al sueño, con la cara en alto.
Semejantes por sus formas al titubeante ensayo de una Naturaleza en estado de infantilidad o a las primeras intentonas artísticas de un cerebro primitivo, estas montañas eran de un basalto negruzco, que traía a la memoria la corteza rugosa de la higuera o la dura piel del elefante. Entre los bloques, allí donde se había amontonado un poco de humus, elevábase triunfador el bosque tropical, compacta masa de intensa verdura – rayada de blanco por los troncos de los árboles – que invadía todas las pendientes, desde las riberas, en cuyas rocas peinaba el mar sus espumas, hasta las cumbres, rematadas por torres de vigía y baluartes fortificados.
El cocotero y la palmera daban al paisaje un tono de exotismo para la mirada de los europeos. Acostumbrados al pino parasol de las bahías mediterráneas y a los abetos de los puertos del Norte, saludaban con entusiasmo esta vegetación exuberante, que evocaba en su memoria antiguas lecturas de viajes, hazañas de aventureros, chozas de bambú, saltos de fieras, bailes de negros. Era América tal como la habían soñado: al fin iban a sentar el pie en el nuevo continente… Y el plátano grácil, coronado por el amplio surtidor de sus hojas barnizadas, extendíase por todo el paisaje, formando grupos en torno de las blancas construcciones de la playa, remontando los caminos en doble fila, tendiéndose sobre las mesetas en apretados bosques, festoneando las cumbres con la esbeltez de su tallo, que le hacía destacarse sobre el cielo lo mismo que el estallido de un cohete verde.
El vapor permaneció inmóvil algún tiempo, esperando la llegada del práctico. Nadie alcanzaba a ver la ciudad, oculta detrás de los repliegues del terreno. Una neblina roja flotando a ras del agua ensombrecía el último término de la bahía enorme, comparable a un mar interior oprimido entre montañas.
Los que habían presenciado poco antes la salida del sol, recordaban admirados el espectáculo. Era un astro de monstruosas proporciones, hasta parecer distinto al del otro hemisferio, inflamado al rojo blanco y que lo incendió todo con su presencia: aguas, tierras y cielo. La aparición había sido rápida, fulminante, sin el anuncio de nubecillas rosadas ni gradaciones de luz, sin asomar poco a poco su esfera, como en los amaneceres del viejo mundo. Se había roto el horizonte en llamas lo mismo que en una explosión, surgiendo el astro cielo arriba, cual un proyectil inflamado, para no detenerse hasta que su reflejo trazó una ancha faja de resplandor sobre las aguas de la bahía. Y de esta faja, que ondulaba como el galope de un rebaño luminoso, escapábanse fragmentos de oro al encuentro del buque, se deslizaban por sus flancos y huían entre las espumas de las hélices, puestas de nuevo en movimiento.
Brillaban los peñascos de basalto, semejantes a bloques de metal; centelleaban, cual si fuesen proyectores eléctricos, los tejados y los vidrios de las casas de la playa; los bosques despedían luz: cada hoja era un espejo. Los remates de las torres y los mástiles de los buques anclados en la bahía serpenteaban como espadas ígneas por encima de la niebla.
Avanzó el Goethe con majestuosa lentitud, partiendo las aguas de fuego, deslizándose ante las pendientes boscosas, cuyo verdor estaba interrumpido a trechos por unas fortificaciones viejas, de teatral inutilidad. Las baterías modernas, ocultas en el suelo, apenas si se delataban por las gibas de sus cúpulas movibles.
Las magnificencias interiores de la bahía iban desarrollándose ante la muchedumbre agolpada en las bordas del trasatlántico. Aparecían entre los cabos de basalto coronados de vegetación extensas playas con pueblecitos de color rosa y torres de iglesia blancas, rematadas por una cúpula de azulejos. Estas construcciones, que recordaban por sus formas la originaria arquitectura portuguesa, adquirían un aspecto criollo con el adorno del cocotero, el banano y otras plantas tropicales formando bosques en torno de ellas.
Una ciudad flotante pareció surgir del fondo de la bahía según avanzaba el Goethe, elevando sobre la inmensa copa azul las líneas obscuras de sus chimeneas, mástiles y cascos. Eran construcciones monstruosas erizadas de cañones, acorazados de color verdoso ligeros avisos, buques mercantes de todas las banderas. Por las calles y encrucijadas de esta urbe flotante que descansaba sobre sus anclas pasaban y repasaban, diminutos y movedizos como insectos acuáticos, botes y lanchas de diversos colores, con penachos de humo, velas izadas, o moviéndose solos, sin un propulsor visible.
Comenzaron a verse fragmentos de la gran ciudad. El núcleo principal ocultábanlo unas colinas, pero por detrás de ellas asomaron, cual blancos tentáculos, los bulevares vecinos al mar, las luengas barriadas que la ponen en contacto con los pueblos inmediatos. Frente a Río Janeiro, en la ribera opuesta de la bahía, alzábase otra ciudad blanca, Nictheroy. Enviábanse las dos, por encima de la enorme extensión azul, el centelleo de sus techumbres y vidrieras, convertidas por el sol en placas de fuego. Unos vapores iguales a casas flotantes iban de una a otra orilla, estableciendo la comunicación entre ambas poblaciones.
Así como avanzaba el trasatlántico, parecían despegarse de las costas jardines enteros con vistosas construcciones; colinas que sustentaban cuarteles y fuertes; pedazos de roca lisa sobre cuyo lomo de elefante se redondeaban las cúpulas de una batería. Eran islas separadas de la tierra firme por estrechos canales. En otros sitios se introducía el mar tierra adentro, formando hermosas ensenadas con paseos frondosos y blancos palacios en sus bordes. Desde el buque alcanzábase a ver el paso veloz de los automóviles por estas riberas.
Los pasajeros conocedores de la ciudad iban señalando en las montañas más abruptas unos rosarios de hormigas que rampaban entre la obscura vegetación: tranvías funiculares, de una pendiente casi vertical; vagones colgantes que escalaban las cumbres de bizarras formas, puntiagudas como agujas, corcovadas cual una joroba gigantesca, enhiestas y finas lo mismo que un minarete o un hierro de lanza.
Iba aproximándose el Goethe a la ciudad. Apareció ésta detrás de dos islas coronadas de palmeras, avanzando sus primeras casas entre pequeñas colinas en forma de panes de azúcar. Las construcciones destacaban sus fachadas de un rojo veneciano o amarillas sobre la masa obscura de los jardines. Navegaba el trasatlántico en aguas pobladas de reflejos. Los buques y los edificios se reproducían invertidos en su profundidad. Ondulaban en este espejo los mástiles y las arboledas, como serpientes de varios colores. El Goethe, al avanzar, rompía en mil pedazos este mundo fantástico, y los fragmentos de buques y casas alejábanse en los repliegues de las temblonas aguas, sobre las cuales aleteaban las gaviotas.
Rompió a tocar la música del trasatlántico una marcha de belicosa trompetería. Los pasajeros del castillo central admiraban los esplendores de la bahía. La muchedumbre emigrante, amontonada en la proa y la popa, gritaba sin saber por qué, deseando exteriorizar su alegría, saludando con una explosión de vítores, bramidos y silbidos a los buques inmóviles que quedaban atrás del Goethe. Y en las cubiertas de estas naves, los tripulantes, arremangados, interrumpían las faenas de la limpieza para responder al popular saludo con un griterío idéntico. En torno al trasatlántico comenzó a evolucionar un enjambre de vaporcitos y lanchas automóviles con gentes ansiosas de subir a su cubierta. Cruzábanse entre ellas y los de arriba gritos de saludo, agitaciones de pañuelos.
Se despedían los compañeros de viaje con generosos ofrecimientos, a pesar de que unos y otros tenían la certeza de no verse más. Cambiábanse tarjetas con profusión. Los caballeros brasileños besaban las manos de las damas, inclinándose por última vez con solemne cortesía. Ofrecían sus casas en remotos lugares del interior, y los que continuaban el viaje sonreían agradecidos, cual si pensasen hacerles una visita dentro de breve plazo.
Todos se habían vestido trajes de calle, lo mismo los que se quedaban en Río Janeiro que los que seguían la navegación. Estos últimos eran los más impacientes por bajar a tierra. Tenían las horas contadas para visitar la ciudad, y el retraso del buque en acercarse al muelle era acogido por algunas mujeres con pataleos de impaciencia, como si temiesen no desembarcar a tiempo y que la mágica urbe de belleza tropical se desvaneciese de pronto.
Así como el trasatlántico avanzaba tierra adentro, cada vez con mayor lentitud, hacíase sentir un calor húmedo, asfixiante. Ya no soplaba la brisa del Océano libre, aumentada por la velocidad de la marcha. El buque, casi inmóvil, caldeábase con la temperatura de aquel pedazo de mar encerrado entre montañas. Y todos pensaban en lo que sería este calor cuando bajasen a tierra. Los cuellos almidonados y brillantes empezaban a reblandecerse; las manos enguantadas sufrían el tormento del encierro. Muchos empezaban a arrepentirse de su afán de acicalamiento, que les había hecho sustituir los blancos trajes de a bordo con otros más elegantes pero calurosos.
Ojeda encontró a Nélida que venía en busca de él; pero una Nélida casi desconocida, con gran sombrero cargado de flores y un traje vistoso. Era la primera vez que la veía así. Le gustaba más la otra, la de la cabeza descubierta, la blusa blanca o el kimono suelto. Encontraba ahora en ella un aire torpe de burguesilla endomingada.
Pero la joven, sin adivinar estos pensamientos, aprovechó el desorden de la cubierta para repetir una vez más su seducción. Si Fernando quería, aún era tiempo. Guardaba ella en un bolso pendiente de la diestra su dinero, sus alhajillas, todo lo de algún valor que podía servir para la fuga. Él no tenía más que ordenar que echasen su equipaje a tierra: Nélida abandonaría gustosa el suyo. Les era fácil escabullirse en la confusión del desembarco.
Ojeda, en vez de contestar afirmativamente, parecía compadecerse de ella, con la misma conmiseración que si fuese una enferma. ¡Ah, cabeza loca!… Bastante la había hablado en la noche anterior para hacerla comprender lo absurdo de su proposición. Luego se había marchado cabizbaja, sin invitarle a que la siguiese a su camarote y sin mostrar deseos de ir al suyo, con visible mal humor, pero convencida en apariencia. Y ahora, después de una noche de reflexión, tornaba con las mismas proposiciones, como si en su pensamiento movedizo no pudiese abrir surco el consejo ajeno.
– Si tú no quieres – insistió ella con enfurruñamiento – , si te niegas a acompañarme, huiré sola. No te necesito: empiezo a conocerte. Un egoísta… como todos.
Exaltándose con sus propias palabras, le miró hostilmente y aproximó su rostro a él, como si le costase trabajo emitir la voz, enronquecida de pronto.
– No me quieres. No me has querido nunca. Te has burlado de mí… ¡Y yo que te creía distinto a los demás!… ¡Ah, si estuviésemos solos!… ¡Si estuviésemos solos!
Oprimió convulsivamente el puño de la sombrilla que le servía de apoyo, mientras un fulgor de acometividad pasaba por sus ojos. Resurgió en ella la educación de los primeros años. Era la niña de estancia, acostumbrada a presenciar las peleas de los peones y las crueles hazañas de su hermano.
Pero no tardó en arrepentirse de su cólera. Era demostrar tristeza y despecho por la negativa de aquel hombre. Prefirió reír, con una risa forzada, insolente, despectiva.
– Adiós. No me hables más; como si nunca nos hubiésemos conocido… La culpa la tengo yo, por haberte hecho caso.
El despecho la hizo olvidarse de quién había sido el primero en desear la aproximación. Ella sólo podía imaginarse a los hombres marchando suplicantes tras de sus pasos y diciendo la palabra inicial. Se apartó de Ojeda con gesto pensativo, buscando un insulto que conocía de muchos años antes, tal vez desde que aprendió a hablar, pero del cual no podía acordarse. De pronto, sonrió con pueril expresión de venganza. «¡Gallego!…» Y le volvió la espalda orgullosa de este saludo de despedida.
Fernando se encogió de hombros, satisfecho y molesto al mismo tiempo. Llegaba la deseada liquidación de su vida oceánica. Había bastado que el buque se aproximase a tierra, para que se rompiesen por sí solas todas las relaciones establecidas en el curso de la navegación. Nélida huía; la pobre Mina se ocultaba, como si experimentase mayor vergüenza que él; Maud apenas era un vago recuerdo…
Pasó la norteamericana varias veces junto a él, sin reparar en su persona, y hasta lo empujó en una de estas evoluciones. Iba trémula, de un costado a otro del buque, erguida dentro de un elegante vestido de viaje, flotando sobre su espalda un largo velo y agitando un pañuelito en la diestra. Sonreía a un bote automóvil que evolucionaba en torno al trasatlántico. En la popa de aquél estaba sentado un buen mozo con pantalones de franela blanca, sombrero de paja y una flor en la solapa de su americana azul. Ojeda lo reconoció, recordando la fotografía entrevista una vez: era míster Power.
Acababa de detenerse el buque, bajando su escala para recibir a los empleados del puerto encargados de revisar sus papeles. Aparecieron en las cubiertas varios marineros mulatos o blancos, pero todos por igual de obscura tez y extremadamente enjutos de carnes. Eran la escolta de los funcionarios del puerto. Saludaron éstos a la oficialidad del buque con grandes curvas de sus chapeos de paja, y entraron luego en el comedor, donde estaban extendidos los documentos entre botellas de cerveza hamburguesa.
Con estos brasileños subieron muchos de los que esperaban en los botes. Ojeda vio que Maud se abalanzaba hacia la escalera de los salones. Míster Power entró al mismo tiempo en la cubierta, con toda la lozanía de su atlética belleza, para recibir, conmovido y ruboroso, el abrazo violento de la señora, que casi se colgó de su cuello. Llovieron besos sobre su bigote recortado, besos ruidosos que a Fernando le pareció que iban dedicados a su persona con una intención maligna. Fingía no verle; estaba de espaldas a él, pero no por esto ignoraba su presencia.
«¡Esta mujer!… – exclamaba Ojeda mentalmente – . ¿Qué mal le he hecho yo? ¿Por qué ese deseo de hacerme rabiar, como si quisiera vengarse de algo?…»
Sorprendió una rápida mirada de ella, pero no pudo ver más. Mrs. Power tiraba de su marido. ¡Ah, su grandote, su grandote adorado! ¡Las cosas que tenía que contarle!… Y desaparecieron en apretado grupo, con dirección al camarote, como si a ella faltase el tiempo para dar sus noticias al hermoso hombretón que la seguía con ojos admirativos y sumisos.
Otra que se marchaba odiándole, pero sin quejas ni reclamaciones. ¡Adiós para siempre!… ¡Que fuese muy feliz!
La voz de Maltrana sonó detrás de él respondiendo a su pensamiento.
– No me negará usted que ha sido una escena tiernísima. ¡Que manera de dar besos tiene esa señora!… Y el simpático mister tranquilo y dichoso, sin ocurrírsele que en uno de estos buques, en mitad del Océano, pueden suceder muchas cosas.
Vio iniciarse un gesto de desagrado en la cara de su amigo por la imprudencia de tales palabras, y se apresuró a cambiar de conversación, fijándose en «el hombre lúgubre», que estaba a pocos pasos de ellos contemplando la ciudad.
– Mírelo… tan tranquilo, como quien no teme nada. Pero toda su calma debe ser pura comedia; por dentro quisiera yo verle. Debe temer que le echen el guante de un momento a otro. Aquel bote de la Aduana con marineros y soldados viene seguramente por él… Siento mucho no presenciar la escena; resultará interesante la apertura del camarote misterioso… Pero el deber es el deber, y apenas toquemos en el muelle me lanzo a tierra con los míos.
Se contemplaba de los pies a los hombros, satisfecho de su aspecto, enfundado en un traje de lanilla negra, que le hacía sudar, ocultas las manos en guantes obscuros y sosteniendo en una de ellas un saquito de viaje.
No era este equipo el más cómodo para bajar a la calurosa ciudad de Río Janeiro; pero el honor, así como impone sus exigencias, tiene igualmente sus uniformes, y el juez supremo de un encuentro estaba obligado a presentarse con el ceremonial propio de su grave investidura. En el saquito de mano llevaba las dos armas que había podido juntar para el combate, después de largas rebuscas y comparaciones entre los revólveres de los pasajeros.
Los otros padrinos, que se veían mezclados en un duelo por vez primera, no le ayudaban en nada, alegando su ignorancia. Isidro, a última hora, dudaba de su trabajo. Tal vez resultase el encuentro algo en desacuerdo con las reglas; pero el tiempo apremiaba, sólo podían disponer de unas horas, y él había hecho todo lo que creía oportuno. La busca de lugar para el combate era lo que más le preocupaba en esta tierra desconocida. Unos muchachos argentinos, recordando sus paseos por Río Janeiro al ir a Europa, se ofrecían a guiarle a cambio de presenciar el duelo.
Algunos pasajeros, reparando en Maltrana y su fúnebre aspecto, le pedían noticias. ¿Pero decididamente iban a llevar adelante aquella locura?… La proximidad de la tierra parecía devolver el buen sentido a las gentes. Otros, que habían admirado el día anterior estos preparativos de muerte, se reían ahora de ellos. La mayoría no se acordaba del suceso. Toda su atención se concentraba en el deseo de pisar cuanto antes aquella tierra maravillosa, para comprar flores, comer frutas frescas y tomar asiento en un café de la Avenida Central, viendo caras nuevas.
Uno de los testigos, comerciante alemán, sentíase influenciado de pronto por la opinión de los más, y apelaba al buen sentido de aquel señor que hablaba en público con tanto éxito. «Señor Maltrana: ¿no era absurdo que dos hombres de bien como ellos se prestasen a esta niñada peligrosa?… ¿No estaban a tiempo para que los adversarios escuchasen una buena palabra?…» A él le obedecería su compatriota, representante de una casa honorable, que no podía comprometer su prestigio y sus muestrarios en locuras impropias de la seriedad comercial. Que el orador, con su poderosa labia, se encargase de convencer al belicoso barón.
