Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 41

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El padre y su montaraz primogénito habían pasado varias horas en la noche anterior y en esta mañana hablando de negocios. Y Nélida aprovechaba la menor pausa para acariciar con gestos felinos y engañosos al sombrío centauro, que también parecía haber olvidado con la emoción sus recelos y sus amenazas. Acababa de encontrarse Isidro con ellos en el fumadero, y Nélida le había presentado al hermano.

–Un bárbaro; créame, Ojeda. Mirada torva, dificultad en el hablar, como si no se acordase de las palabras, y un apretón de manos que aún me duele. Pero me dio las gracias como pudo al saber por Nélida que yo y otro señor compatriota mío habíamos tenido grandes atenciones con ella. Hasta me ha invitado a que vaya a pasar unos días en su estancia. ¡Qué vida ésta del Océano! ¡Qué cosas ha visto el buque!…

–¿Y lo del camarote?—preguntó Fernando—. ¿Qué es lo que hay dentro de él?

Otra vez lanzó exclamaciones Maltrana ponderando las sorpresas de aquella vida sobre el mar, abundante en novedades y contrastes. Venían viajando sobre catorce millones en oro apilados en la bodega; y por si no bastaba tanta riqueza, él había dormido todas las noches junto a una señora millonaria, cuya presencia en el trasatlántico muy pocos conocían.

–¿La ha visto usted?—preguntó Ojeda, francamente interesado por esta noticia.

–No pienso verla: no me tienta la curiosidad. Ha perdido todo interés para mí… Porque le advierto, Fernando, que la tal señora, mi vecina de camarote, murió hace un mes en París, y es su cadáver el que viene con nosotros a Buenos Aires.

Acababa Isidro de enterarse. El mayordomo del buque le había revelado el secreto viendo próximo el término del viaje.

–La pobre señora tenía un nombre poético un tanto raro: doña Matutina Flores. Parece que en esta tierra bautizan a las gentes con nombres algo originales… ¡Los millones de la noble matrona! No sé cuántos: unos dicen treinta, otros cuarenta… En fin, muchas casas en Buenos Aires, leguas y leguas de campos, miles y miles de vacas, acciones de todos los Bancos serios. Vivía en París, como todo argentino rico que se respeta, rodeada de hijas, hijos, yernos, nueras y nietos. Una familia numerosa, una verdadera tribu, pero con víveres en abundancia. Y al morir doña Matutina la llevan a enterrar a Buenos Aires, según su póstuma voluntad. Los hijos y los yernos no han querido hacer el viaje con ella (esto les enternecería mucho), pero vienen en otro buque, para repartirse la herencia sobre el terreno.

–¿Y el hombre misterioso?…

–Es simplemente el mayordomo que tenía la difunta en su hotel de la Avenida del Bosque… Un majestuoso doméstico, que sabe guardar las distancias lo mismo que un diplomático, y por eso se mantenía aparte, con un digno espíritu de clase. ¡Y yo que tomaba esta tiesura por orgullo!

El recuerdo de sus pasadas curiosidades surgió en Maltrana como un remordimiento.

–¡Pobre doña Matutina!… Que me perdone desde el cielo los escándalos que he dado ante su puerta… Ni la conozco ni me deja nada; pero la tengo cierta simpatía. Ya ve usted: ¡medio mes de dormir juntos, sin otra separación que un tabique de madera!… ¡Y tantas veces que la han recordado las señoras argentinas en sus tertulias de la cubierta, sin sospechar que la tenían debajo de sus pies!… Los herederos se han portado bien. En vez de meterla en la bodega, la han alquilado un camarote, como si fuese una persona viva. ¡Corazones generosos!… ¡Las atenciones y finezas que inspiran unas docenas de millones!…

Isidro no podía abandonar el recuerdo de este cadáver acompañándole invisible en su viaje.

–Reconocerá usted que han ocurrido muchas cosas en quince días. Las sesiones nocturnas en el fumadero, amoríos, golpes, el desafío de Río Janeiro, que por poco me cuesta un pie, millones en oro acuñado debajo de nuestras plantas, un cadáver de iluso echado al mar, quince noches pasadas junto a otro cadáver que también representa millones… ¡qué novela! ¡Y yo que he pasado en Madrid meses y meses de casa al café, del café a la redacción y de la redacción a otros sitios… sin que me ocurriese nada extraordinario!… El único remordimiento que siento después de tantos sucesos es el de mis insolencias involuntarias con la pobre doña Matutina y los sustos que he dado a su guardián. ¡Que ella me perdone! ¡Lástima no habernos conocido un poco antes, para que me hubiese dedicado un pequeño recuerdo en su testamento!…

A la hora del almuerzo, los pasajeros comieron apresuradamente, deseando volver cuanto antes a la cubierta. Esperaban ver Buenos Aires de un momento a otro. Se iba aproximando el trasatlántico a la ribera argentina. No alcanzaba a distinguirse ésta por ser muy baja, pero sobre la línea del agua extendíanse algunos borrones horizontales, siluetas de lejanas arboledas.

El número de buques aumentaba considerablemente. Muchos permanecían inmóviles. Los veleros cabeceaban con los trapos caídos a lo largo de los mástiles, en espera de las irregulares palpitaciones del viento. Cuando éste llegaba, movía como un escalofrío las blancas superficies de las arboladuras. Otros, anclados y con los palos desnudos, aguardaban no se sabía qué.

Más allá, fue pasando el Goethe entre filas de vapores de diversas hechuras y capacidades. Formaban una ciudad flotante, una ciudad muerta, sin otro signo de vida que algún bote que se deslizaba de un buque a otro. Los cascos parecían envejecer en esta inmovilidad, cual si llevasen años y años de espera en medio de las aguas turbias, encallados para siempre, sin esperanza de volver a los azules horizontes del Océano. Aguardaban su turno para entrar en las dársenas de Buenos Aires, repletas por el tráfico mundial, y esta espera en medio del río, a algunas millas del puerto, prolongábase en ciertas épocas del año semanas y semanas.

Los pasajeros del Goethe se despedían previsoramente antes de avistar Buenos Aires. A última hora, la urgencia del desembarco, la necesidad de reunir los equipajes, la visita de la aduana, hacían olvidar a los amigos. Ofrecíanse unos a otros los respectivos domicilios, cruzábanse tarjetas. Las niñas se decían adiós con un conato de lagrimeo.

Iba a disolverse todo el mundo. Su historia no había alcanzado a durar un mes, ¡pero con vida tan intensa!… La separación daba mayor relieve a los recuerdos. Gentes que se habían mirado al principio de la travesía con notoria hostilidad se lamentaban de esta separación. «¡Tanto como hemos simpatizado!… ¡Tan buenos ratos que hemos vivido juntos!…» Las damas, que en los primeros días del viaje se mantenían por orgullo nacional en diversos grupos enemigos, despedíanse ahora con una tristeza casi lacrimosa. Nadie se acordaba ya de las diplomáticas tiranteces entre los «pingüinos» y las «potencias hostiles».

El doctor Zurita dio tarjetas a Maltrana y Ojeda. Su cortesía era un tanto ruda, pero ingenua, verdadera. Él no gustaba de palabras: ya sabían que era su amigo.

–Y usted, galleguito simpático—dijo a Isidro—, si necesita algo de mí, búsqueme. Buenos Aires es grande, cada uno va a lo suyo, pero alguna vez precisará a usted el arrimo de un compañero.

Despidiéronse de Maltrana todos sus «queridos amigos», los jóvenes de las fiestas nocturnas en el fumadero. Algunos le daban cita para aquella misma noche en restoranes frecuentados por personas alegres. Le presentarían a ciertos amigos muy simpáticos: todos «gente bien».

El grupo de chilenos dijo adiós a Isidro con francos ofrecimientos. Su tierra no era Buenos Aires; había menos dinero, menos lujo, pero la vida era tal vez más alegre.

–Godito: cuando se canse de estar con los «cuyanos», venga a hacernos una visita. No hay más que pasar los Andes. Verá mujeres con manto, como en su tierra; verá bailar la cueca. ¡Y qué remoliendas!… Véngase y no sea leso.

Mientras, Ojeda, desde el mirador de proa, contemplaba la muchedumbre aglomerada en las bordas, ansiosa de ver cuanto antes la deseada ciudad.

Una mujer, alborotado el pelo y enrojecidos los ojos, gemía a un lado del combés. Cerca de ella, unos chicuelos gritaban lagrimeando también; pero de pronto parecían olvidarse de su dolor para mirar, como los demás, a la línea del horizonte, esperando la aparición de un prodigio. Eran la viuda y los hijos de Muiños. Hasta poco antes no habían conocido la noticia de su muerte. Le creían en la enfermería, aceptando los piadosos embustes de don Carmelo. «¡Pachín!», aullaba la viuda. Una preocupación única volvía continuamente como tema obligado de sus lamentaciones. «¡Lo han echado al mar!… ¡No lo veré más!» Y los pequeños la hacían coro, como una cría de perritos abandonados. «¡Padre!… ¡padre!» ¡Qué sería de ellos!…

La señá Eufrasia era la única que intentaba consolarlos con sus palabrotas enérgicas. Los demás, enardecidos y contentos por la proximidad de la tierra soñada, volvían la cabeza, huyendo de sus lamentaciones.

Subido en un caramanchel, un hombre tocaba la gaita, saludando a Buenos Aires con el mugido melancólico del inflado pellejo. En el castillo de proa sonaba la flauta pastoril de los árabes. Algunos niños, agarrados de la mano, daban vueltas siguiendo el ritmo de la música.

De pronto, un grito compuesto de numerosas exclamaciones, un alarido igual a los que debieron surgir de las proas de las primera carabelas:

–¡Allí… allí! ¡Ya se ve!

Iba surgiendo del fondo del río una nube blanca con negros manchurrones; algo que subía y subía lenta y continuamente, como una aparición teatral por la boca de un escotillón. La parte blanca e irregular de la nube eran casas; lo negro, arboledas de jardines.

Alguien en la proa rompió a aplaudir con el irresistible entusiasmo de las muchedumbres en las reuniones populares. Esta iniciativa fue contagiosa, y todos batieron las manos, extendiéndose sobre el río un estrépito semejante al del granizo chocando con el cristal. «¡Buenos Aires!… ¡Viva Buenos Aires!» Y cesaban de aplaudir para echar en alto gorras y sombreros. Un enjambre de puntos negros subía y bajaba sobre la proa del Goethe. Al cesar por un momento las aclamaciones, percibíase el lloro de la gaita gallega, el gorjeo de las cañas árabes y el trágico aullido de la pobre hembra y su cría: «¡Pachín! ¡Lo echaron al agua!… ¡Padre! ¡padre! ¡Qué será de nosotros!…»

El entusiasmo popular se comunicó a los pasajeros del castillo central. La música se había colocado en el avante del paseo y rompió a tocar la consabida marcha, aunque el buque estaba lejos de la ciudad. Muchos pasajeros caminaban marcando el paso al compás de la música, lo mismo que los chicuelos que desfilan delante de un regimiento. Algunas parejas bailaban, esforzándose por ajustar sus saltos al ritmo de la marcha.

Fernando torcía el gesto ante la desmesurada explosión de entusiasmo.

«Es demasiado—pensó—. ¡Cuánta dicha habría de contener ese país para dar gusto a tanta gente!…»

Percibíase con toda claridad sobre el cielo azul la blanca silueta de Buenos Aires. Fernando, que la había visto años antes y guardaba el recuerdo de una ciudad inmensa, pero chata, casi a ras de tierra, sin otros salientes que las torres exiguas de sus iglesias, quedó sorprendido al distinguir construcciones altísimas, rascacielos como los de las metrópolis norteamericanas, edificios rematados por minaretes y cúpulas, que brillaban lo mismo que fanales con el reflejo del sol. Comenzaba a ser una ciudad tentacular, distinta exteriormente de la que él había conocido.

Un remolcador ancho, corto, profundo, que recordaba por sus formas la forzuda robustez del toro, vino al encuentro del trasatlántico, pegándose a sus costados para echar a bordo al práctico. Otro remolcador del mismo aspecto se colocó junto a la proa, marchando aparejado con el Goethe, como un perrillo trotador al lado de un elefante.

Los pasajeros olvidaron la ciudad para atender a sus equipajes de mano. Los stewards iban sacándolos de los camarotes y los alineaban en cubiertas y pasillos.

Crecía Buenos Aires con rapidez prodigiosa. No era su aparición igual a la de las ciudades situadas en altas costas, que se dejan ver horas antes de llegar a ellas. Situada en una ribera baja, los buques la distinguían cuando ya estaban junto a ella. Su presencia era casi instantánea y se ensanchaba como una gota de agua en un papel secante, cubriendo las riberas con su dilatación, extendiendo sus irradiaciones lo mismo que si las casas corriesen, queriendo ocupar cuanto antes los terrenos vecinos.

Los emigrantes callaban, con los ojos dilatados por la curiosidad. Adivinó Fernando los pensamientos de estas gentes, muchas de las cuales venían en derechura de la soledad de los campos.

«¡Qué grande!… ¡qué grande!»

Maltrana buscó con sus ojos al señor Antonio el Morenito. De seguro que había olvidado por el momento sus planes originales para hacerse rico. Tal vez sentía un poco de duda, de miedo, y pensaba como los otros: «¡Qué grande!».

–Y sin embargo, esto no tiene nada de grandioso—dijo Isidro—. Es una ciudad vulgar. Si no fuese por el río, la fachada resultaría fea… Pero se presiente que detrás de la fila de edificios que distinguimos, y que es como el testero de la ciudad, existen kilómetros y kilómetros de tierra cubiertos de viviendas. No se ve la grandeza, pero se adivina. Sentimos lo mismo que en presencia de un muro detrás del cual se mueve una muchedumbre invisible.

Los dos amigos volvieron la cabeza al notar que Conchita se apoyaba en la baranda junto a ellos. Habíase despedido repetidas veces de doña Zobeida, pero ésta iba luego en su busca para hacerle nuevas recomendaciones. La buena señora pensaba salir aquella noche para su amada Salta. Le daban miedo el ruido y el movimiento de Buenos Aires, a pesar de que venía de Europa. Eran las impresiones de la niñez que persistían en ella. Se apiadaba de su compañera de viaje; ¡pobre niña! ¡sola en aquella tierra de perdición llena de extranjeros!…

Miró Conchita la ciudad con el ceño fruncido y apretando los labios.

–Es grande, ¿eh, paisana?—dijo Isidro.

–Sí… grande es. Más de lo que yo creía—contestó la joven.

Se adivinaba en ella cierta desorientación. Tal vez sentía miedo al pensar en su entrada audaz, sin una moneda en el bolsillo. Pero no tardó en reponerse de estas vacilaciones. Brillaron sus ojos con un fulgor hostil, lo mismo que si fuese a entrar en pelea, y tendió una mano hacia la ciudad, como invitándola a que la esperase:

–¡Yo te arreglaré… marica!

No le daba miedo con toda su grandeza. Y mientras los dos amigos reían de este exabrupto, la muchacha huyó, llamada una vez más por doña Zobeida.

Los remolcadores tiraban del Goethe, que había quedado con las hélices inmóviles, confiándose a su dirección. Estaban ya en la embocadura de una de sus múltiples dársenas, gigantescos rectángulos de agua encuadrados de muelles y docks.

Veíase la orilla cubierta de edificios todos iguales, enormes construcciones que ocupaban en fila muchos kilómetros. Arrastrábase el ferrocarril a lo largo de este cordón de depósitos, barrera interminable a la simple vista entre el río y la ciudad. Los tranvías y automóviles brillaban veloces por unos instantes en los intermedios entre unos edificios y otros.

Apareció a estribor la arboleda de una punta de muelle, con un edificio empavesado de banderas de señales.

El agua tenía la suciedad de los espacios cerrados. Las espumas eran negruzcas. La proa del buque partía islotes de basura, que al abrirse enviaban sus fragmentos hasta los muelles. Sobre los maderos flotantes destacábanse el lomo verdoso y los ojos saltones de unas ranas enormes. Algunos pájaros acuáticos nadaban en torno del navío, irguiendo sus largos cuellos.

A espaldas del Goethe quedaba el río libre, amarillo, rizado, lo mismo que una llanura de hierba seca. Los buques veleros, con sus trapos al viento, parecían molinos enclavados en esta falsa pradera. Al pasar el trasatlántico entre los buques inmóviles, corrían las tripulaciones a las bordas para saludarlo con gritos y agitación de gorras. Flotaban en las aguas, como harapos blancos, muchos pescados muertos, tendidos sobre el lomo, sacando el hinchado vientre.

Maltrana, acostumbrado a ver anclar los buques en mitad de los puertos o amarrarse a un muelle en el espacio anchuroso de una bahía, extrañábase ante los poderosos trasatlánticos alineados como bestias en unas dársenas cuadradas semejantes a corrales acuáticos, y pasando de una a otra, sumisos al tirón de los remolcadores. Al quedar sin movimiento, parecían los buques mucho más grandes, oprimidos entre muelles y edificios, cual si estuviesen encallados.

El desembarcadero atrajo igualmente su curiosidad. Era a modo de una estación de ferrocarril, con férrea cubierta, salones de espera, depósitos de equipajes y largas verjas, detrás de las cuales se agolpaba la muchedumbre. Venía el trasatlántico a acoplarse al muelle lo mismo que un vagón se junta con el andén, y los pasajeros no tenían más que avanzar por una corta rampa para verse en tierra.

Llegó el Goethe hasta el desembarcadero, después de varias maniobras de los remolcadores. Un vapor italiano acababa de despegarse de aquél y se retiraba a otra dársena, luego de soltar su cargamento humano. Más allá, un vapor con bandera española echaba también gente a tierra.

En el fondo del desembarcadero, una muchedumbre obscura se apretaba contra las verjas. Ondeaban banderas tricolores sobre este mar de cabezas. Un estrépito de músicas lejanas contestaba a la banda del Goethe cuando ésta hacía una breve pausa en sus marchas incesantes.

–Los italianos que esperan a su grande hombre—dijo Ojeda—. Nos conviene salir antes de que organicen su manifestación.

Sobre el andén del muelle, una fila de marineros, llevando machete en el cinto, contenía a los grupos que habían penetrado con permiso: comisiones que aguardaban a los dos conferencistas, familias ansiosas de saludar a sus parientes y amigos que agitaban pañuelos, sombreros y bastones, preguntando de lejos con gritos estentóreos cómo les había ido por Europa.

Y mientras los marineros procedían diligentemente al amarre del buque, continuaban sonando las músicas, los lejanos vivas, y un griterío de saludo cruzábase entre las gentes aglomeradas en las bordas y el negro hormiguero humano.

–¿A usted le espera alguien?—preguntó Isidro, como si le doliese que ellos dos fuesen los únicos que no tuvieran un amigo en el muelle.

Fernando no supo qué contestar. Miró a las gentes de buen aspecto que ocupaban el andén, sin alcanzar a ver al tío de su cuñado.

Hubo un empujón general en las cubiertas. ¡A tierra! La salida estaba libre. Y los dos amigos, pasando un pequeño puente, sintieron bajo sus pies la estabilidad del suelo firme, marchando entre los grupos que avanzaban al encuentro de los pasajeros con las manos tendidas o los brazos en alto, prontos al estrujón cariñoso.

Un joven con acento español abordó a Fernando. «¿El señor Ojeda?…» Venía de parte del tío de su cuñado.

–Mi principal ha tenido que ir a su estancia: negocio urgente; volverá mañana. Pero todo está listo… Tiene usted habitación en un hotel de la Avenida de Mayo.

Los guió entre los grupos que se abalanzaban hacia el trasatlántico. Casi se vieron solos en la sala de equipajes, y el registro de sus maletas de mano se efectuó con rapidez. El joven empleado se quedaba allí para ocuparse en el pronto despacho del equipaje grande.

Salió con ellos del edificio a una explanada llena de muchedumbre, donde estaban las banderas y las músicas. La manifestación italiana voceaba con prematuro entusiasmo, creyendo que iba a aparecer de un momento a otro el grande hombre esperado «Eviva il professore! Eviva!»

Ojeda y Maltrana avanzaron entre el gentío casi tambaleándose, como embriagados por la sensación del suelo firme bajo sus plantas y el vaho que despedía caldeado por el sol. Un reloj señalaba las cuatro de la tarde. Junto a sus ojos revolotearon unas moscas pesadas y pegajosas, las primeras que salían a su encuentro en la nueva tierra.

Respiraron con delicia al verse sentados en un automóvil descubierto, con sus pequeñas maletas entre los pies, corriendo velozmente a lo largo de los muelles. A un lado, la ciudad; al otro, la interminable fila de depósitos, cortada por callejones, al extremo de los cuales se veían cascos de buque, chimeneas, arboladuras, pabellones ondeantes de todos los países.

Las calles de la ciudad que desembocaban en la ancha ribera eran todas de breve y pronunciada pendiente.

–Es la antigua barranca—explicó Ojeda—sobre la que construyeron los españoles la ciudad. Más allá todo es llanura igual, uniforme. Esta pendiente es la única que existe en Buenos Aires. Antes, el agua llegaba hasta ella. Las tierras por las que marchamos fueron ganadas al Plata.

Atravesó el automóvil varias líneas de ferrocarril tendidas a lo largo del río. Pasaba entre largas filas de carros enormemente cargados, que hacían temblar el suelo. De los depósitos surgían los más diversos olores, revelando el movimiento y la vida de un gran puerto.

Luego, los vehículos mercantiles fueron más escasos, y aumentó el número de automóviles y tranvías. Pasaron a lo largo de un jardín. A un lado, frente al río, grandes edificios y aceras con arcadas, bajo las cuales hormigueaba la muchedumbre jornalera.

Subieron una cuesta, y en lo alto de ella vieron extenderse un palacio con los muros de color de rosa. Más allá se abría una plaza blanca con un jardín en el centro.

–Aquí se fundó Buenos Aires—dijo Ojeda—. Ese caserón es el palacio del Gobierno, lo que llaman «la Casa Rosada». La plaza es la de Mayo. Aquel templo griego, la catedral; ese obelisco blanco, la pirámide de la Independencia.

Remontaban la cuesta algunos grupos de hombres de campo llevando a la espalda fardos de ropas. Sus mujeres marchaban junto a ellos, mirándolo todo con ojos de asombro. Los pequeños trotaban delante, con la boca abierta por la misma impresión de sorpresa. Eran emigrantes que acababan de desembarcar de los buques llegados antes que el Goethe, y se metían ciudad adentro, en compañía de los amigos que les habían esperado en el puerto.

–Todos somos unos—dijo Ojeda alegremente—. Todos venimos a lo mismo. Sólo que ellos entran a pie y nosotros en automóvil.

La Avenida de Mayo abrió ante ellos su larga perspectiva: dos filas de altos edificios y dos líneas de aceras orladas de árboles, con grandes escaparates y numerosos cafés y hoteles, que esparcían fuera de sus puertas mesas y sillas. En mitad de la calle una hilera de candelabros eléctricos, y en último término, algo esfumado por la lejanía, un palacio blanco, el Congreso, con una cúpula esbelta que ocupaba gran parte del cielo visible entre la doble fila de casas.

Maltrana, a impulsos de una alegría pueril, empezó a empujar a su amigo juguetonamente.

–¡Buenos Aires!… ¡Ya estamos en Buenos Aires!

Luego miró obstinadamente al fondo de la Avenida, fijándose en la cúpula esbelta, que parecía irradiar luz sobre el cielo, teñido de rojo por el sol decadente de la tarde.

Volvía a su memoria el recuerdo de los argonautas y sus aventuras por alcanzar el Vellocino de oro.

–Nosotros, argonautas modernos y vulgares, no tenemos que esforzarnos por ir en su busca. Nos sale al encuentro. Ahí está. ¡Mírelo cómo brilla!

Y señaló la cúpula, que reflejaba los rayos solares en sus aristas y en los focos de cristal incrustados en sus curvas. El celeste azul que le servía de fondo tomaba igualmente un resplandor de oro. ¡Presagio feliz! Maltrana no pudo contener su entusiasmo.

–Sonría usted, Fernando. El cielo se viste de gala para recibirnos. Cualquiera diría que llueve oro. Fíjese bien. Es un chaparrón de libras esterlinas. ¡Tierra prodigiosa!

Ojeda sonrió con dulce lástima ante el entusiasmo de su amigo.

–Sí; sobre esta tierra llueven libras, pero en su pesadez se meten hondas… ¡muy hondas! Prepárese, Maltrana; tome fuerzas. Hay que agacharse en posturas dolorosas para alcanzarlas… hay que sudar mucho para llegar hasta ellas.

FIN
Buenos Aires-París
1913-1914
Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
30 mart 2019
Hacim:
760 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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