Kitabı oku: «Los cuatro jinetes del apocalipsis», sayfa 13

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«Lo han citado dos veces en la orden del día—continuaba leyendo Margarita—. Creo que no tardará en conseguir la cruz. Es todo un valiente. ¡Quién lo hubiese creído hace unas semanas!…»

Ella no participaba de este asombro. Al vivir con Laurier había entrevisto muchas veces la firmeza de su carácter, el arrojo disimulado por su exterior apacible. Por algo la avisaba el instinto, haciéndole temer la cólera del marido en los primeros tiempos de su infidelidad. Recordaba el gesto de aquel hombre al sorprenderla una noche á la salida de la casa de Julio. Era de los apasionados que matan. Y sin embargo, no había intentado la menor violencia contra ella… El recuerdo de este respeto despertaba en Margarita un sentimiento de gratitud. Tal vez la había amado como ningún otro hombre.

Sus ojos, con un deseo irresistible de comparación, se fijaban en Desnoyers, admirando su gentileza juvenil. La imagen de Laurier, pesada y vulgar, acudía á su memoria como un consuelo. Era cierto que el oficial entrevisto por ella en la estación al despedir á su hermano no se parecía á su antiguo marido. Pero Margarita quiso olvidar al teniente pálido y de aire triste que había pasado ante sus ojos, para acordarse únicamente del industrial preocupado de las ganancias é incapaz de comprender lo que ella llamaba «las delicadezas de una mujer chic». Decididamente, Julio era más seductor. No se arrepentía de su pasado: no quería arrepentirse.

Y su egoísmo amoroso le hizo repetir una vez más las mismas exclamaciones:

–¡Qué suerte que seas extranjero!… ¡Qué alegría verte libre de los peligros de la guerra!

Julio sintió la irritación de siempre al oir esto. Le faltó poco para cerrar con una mano la boca de su amante. ¿Quería burlarse de él?… Era un insulto colocarlo aparte de los otros hombres.

Mientras tanto, ella, con el ilogismo de su aturdimiento, insistía en hablar de Laurier, comentando sus hazañas.

–No le quiero, no le he querido nunca. No pongas la cara triste. ¿Cómo puede compararse el pobre contigo?… Pero hay que reconocer que ofrece cierto interés en su nueva existencia. Yo me alegro de sus hazañas como si fuesen de un amigo viejo, de una visita de mi familia á la que no hubiese visto en mucho tiempo… El pobre merecía mejor suerte: haber encontrado una mujer que no fuese yo, una compañera al nivel de sus aspiraciones… Te digo que me da lástima.

Y esta lástima era tan intensa, que humedecía sus ojos, despertando en el amante la tortura de los celos.

De estas entrevistas salía Desnoyers malhumorado y sombrío.

–Sospecho que estamos en una situación falsa—dijo una mañana á Argensola—; la vida va á sernos cada vez más penosa. Es difícil permanecer tranquilo, siguiendo la misma existencia de antes, en medio de un pueblo que se bate.

El compañero creía lo mismo. También consideraba insufrible su existencia de extranjero joven en este París agitado por la guerra.

–Debe uno ir enseñando los papeles á cada instante para que la policía se convenza de que no ha encontrado á un desertor. En un vagón del Metro tuve que explicar la otra tarde que era español á unas muchachas que se extrañaban de que no estuviese en el frente… Una de ellas, luego de conocer mi nacionalidad, me preguntó con sencillez por qué no me ofrecía como voluntario… Ahora han inventado una palabra: «emboscado». Estoy harto de las miradas irónicas con que acogen mi juventud en todas partes; me da rabia que me tomen por un francés «emboscado».

Una ráfaga de heroísmo sacudía al impresionable bohemio. Ya que todos iban á la guerra, él quería hacer lo mismo. No sentía miedo á la muerte: lo único que le aterraba era la servidumbre militar, el uniforme, la obediencia mecánica á toque de trompeta, la supeditación ciega á los jefes. Batirse no ofrecía para él dificultades, pero libremente ó mandando á otros, pues su carácter se encabritaba ante todo lo que significase disciplina. Los grupos extranjeros de París intentaban organizar cada uno su legión de voluntarios, y él proyectaba igualmente la suya: un batallón de españoles é hispanoamericanos, reservándose, naturalmente, la presidencia del comité organizador y luego la comandancia del cuerpo.

Había lanzado anuncios en los periódicos: lugar de inscripción, el estudio de la rue de la Pompe. En diez días se habían presentado dos voluntarios: un oficinista, resfriado en pleno verano, que exigía ser oficial porque llevaba chaqué, y un tabernero español que á las primeras palabras quiso despojar de su comandancia á Argensola con el fútil pretexto de haber sido soldado en su juventud, mientras el otro sólo era un pintor. Veinte batallones españoles se iniciaban al mismo tiempo con igual éxito en distintos lugares de París. Cada entusiasta quería ser jefe de los demás, con la soberbia individualista y la repugnancia á la disciplina propias de la raza. Al fin, los futuros caudillos, faltos de soldados, buscaban inscribirse como simples voluntarios… pero en un regimiento francés.

–Yo espero á ver qué hacen los Garibaldi—dijo Argensola modestamente—. Tal vez me vaya con ellos.

Este nombre glorioso le hacía tolerable la servidumbre guerrera. Pero luego vacilaba: tendría de todos modos que obedecer á alguien en este cuerpo de voluntarios, y él era rebelde á una obediencia que no fuese precedida de largas discusiones… ¿Qué hacer?

–Ha cambiado la vida en medio mes– continuó—. Parece que hayamos caído en otro planeta: nuestras habilidades antiguas carecen de sentido. Otros pasan á las primeras filas, los más humildes y obscuros, los que ocupaban antes el último término. El hombre refinado y de complicaciones espirituales se ha hundido, quién sabe por cuántos años… Ahora sube á la superficie como triunfador el hombre simple, de ideas limitadas, pero firmes, que sabe obedecer. Ya no estamos de moda.

Desnoyers asintió. Así era: ya no estaban de moda. El podía afirmarlo, que había conocido la notoriedad y pasaba ahora como un desconocido entre las mismas gentes que le admiraban meses antes.

–Tu reino ha terminado—dijo Argensola riendo—. De nada te sirve ser buen mozo. Yo, con un uniforme y una cruz en el pecho, te vencería ahora en una rivalidad amorosa. El oficial únicamente hace soñar en tiempos de paz á las señoritas de provincias. Pero estamos en guerra, y toda mujer tiene despierto el entusiasmo ancestral que sintieron sus remotas abuelas por la bestia agresiva y fuerte… Las grandes damas que hace meses complicaban sus deseos con sutilezas psicológicas, admiran ahora al militar con la misma sencillez de la criada que busca al soldado de línea. Sienten ante el uniforme el entusiasmo humilde y servil de las hembras de animalidad inferior ante las crestas, melenas y plumajes de sus machos peleadores. ¡Ojo, maestro!… Hay que seguir el nuevo curso del tiempo ó resignarse á perecer obscuramente: el tango ha muerto.

Y Desnoyers pensó que, efectivamente, eran dos seres que estaban al margen de la vida. Esta había dado un salto, cambiando de cauce. No quedaba lugar en la nueva existencia para aquel pobre pintor de almas y para él, héroe de una vida frívola, que había alcanzado de cinco á siete de la tarde los triunfos más envidiados por los hombres.

III

La retirada

La guerra había extendido uno de sus tentáculos hasta la avenida Víctor Hugo. Era una guerra sorda, en la que el enemigo, blando, informe, gelatinoso, parecía escaparse de entre las manos para reanudar un poco más allá sus hostilidades.

–Tengo á Alemania metida en casa—decía Marcelo Desnoyers.

Alemania era doña Elena, la esposa de von Hartrott. ¿Por qué no se la había llevado su hijo, aquel profesor de inaguantable insuficiencia, que él consideraba ahora como un espía?… ¿Por qué capricho sentimental había querido permanecer al lado de su hermana, perdiendo la oportunidad de regresar á Berlín antes de que se cerrasen las fronteras?…

La presencia de esta mujer era para él un motivo de remordimientos y alarmas. Afortunadamente, los criados, el chauffeur, todos los de la servidumbre masculina, estaban en el ejército. Las dos chinas recibieron una orden con tono amenazante. Mucho cuidado al hablar con las otras criadas francesas; ni la menor alusión á la nacionalidad del marido de doña Elena y al domicilio de su familia. Doña Elena era argentina… Pero á pesar del silencio de las doncellas, don Marcelo temía alguna denuncia del patriotismo exaltado, que se dedicaba con incansable fervor á la caza de espías, y que la hermana de su mujer se viese confinada en un campo de concentración como sospechosa de tratos con el enemigo.

La señora von Hartrott correspondía mal á estas inquietudes. En vez de guardar un discreto silencio, introducía la discordia en la casa con sus opiniones.

Durante los primeros días de la guerra se mantuvo encerrada en su cuarto, reuniéndose con la familia solamente cuando la llamaban al comedor. Con los labios fruncidos y la mirada perdida se sentaba á la mesa, fingiendo no escuchar los desbordamientos verbales del entusiasmo de don Marcelo. Este describía las salidas de tropas, las escenas conmovedoras en calles y estaciones, comentando con un optimismo incapaz de duda las primeras noticias de la guerra. Dos cosas consideraba por encima de toda discusión. La bayoneta era el secreto del francés, y los alemanes sentían un estremecimiento de pavor ante su brillo, escapando irremediablemente. El cañón de 75 se había acreditado como una joya única. Sólo sus disparos eran certeros. La artillería enemiga le inspiraba lástima, pues si alguna vez daba en el blanco casualmente, sus proyectiles no llegaban á estallar… Además, las tropas francesas habían entrado victoriosas en Alsacia: ya eran suyas varias poblaciones.

–Ahora no es como en el 70—decía, blandiendo el tenedor ó agitando la servilleta.—. Los vamos á llevar á patadas al otro lado del Rhin. ¡A patadas!… ¡eso es!

Chichí asentía con entusiasmo, mientras doña Elena elevaba sus ojos como si protestase silenciosamente ante alguien que estaba oculto en el techo, poniéndolo por testigo de tantos errores y blasfemias.

Doña Luisa iba á buscarla después en el retiro de su habitación, creyéndola necesitada de consuelo por vivir lejos de los suyos. «La romántica» no mantenía su digno silencio ante esta hermana que siempre había acatado su instrucción superior. Y la pobre señora quedaba aturdida por el relato que le iba haciendo de las fuerzas enormes de Alemania, con toda su autoridad de esposa de un gran patriota germánico y madre de un profesor casi célebre. Los millones de hombres surgían á raudales de su boca; luego desfilaban los cañones á millares, los morteros monstruosos, enormes como torres. Y sobre estas inmensas fuerzas de destrucción aparecía un hombre que valía por sí solo un ejército, que lo sabía todo y lo podía todo, hermoso, inteligente é infalible como un dios: el emperador.

–Los franceses ignoran lo que tienen enfrente– continuaba doña Elena—. Los van á aniquilar. Es asunto de un par de semanas. Antes que termine Agosto, el emperador habrá entrado en París.

Impresionada la señora Desnoyers por estas profecías, no podía ocultarlas á su familia. Chichí se indignaba contra la credulidad de la madre y el germanismo de su tía. Un enardecimiento belicoso se había apoderado del antiguo «peoncito». ¡Ay, si las mujeres pudiesen ir á la guerra!… Se veía de jinete en un regimiento de dragones, cargando al enemigo con otras amazonas tan arrogantes y hermosotas como ella. Luego, la afición al patinaje predominaba sobre sus gustos de cabalgadora, y quería ser cazador alpino, «diablo azul» de los que se deslizan sobre largos patines, con la carabina en la espalda y el alpenstock en la diestra, por las nevadas pendientes de los Vosgos.

Pero el gobierno despreciaba á las mujeres, y ella no podía obtener otra participación en la guerra que la de admirar el uniforme de su novio René Lacour, convertido en soldado. El hijo del senador ofrecía un lindo aspecto. Alto, rubio, de una delicadeza algo femenil que recordaba á la difunta madre, René era un «soldadito de azúcar» en opinión de su novia. Chichí experimentaba cierto orgullo al salir á la calle al lado de este guerrero, encontrando que al uniforme había aumentado las gracias de su persona. Pero una contrariedad fué nublando poco á poco su alegría. El príncipe senatorial no era mas que soldado raso. Su ilustre padre, por miedo á que la guerra cortase para siempre la dinastía de los Lacour, preciosa para el Estado, lo había hecho agregar á los servicios auxiliares del ejército. De este modo, Lacour (hijo) no saldría de París. Pero en tal situación, era un soldado igual á los que amasan panes ó remiendan capotes. Únicamente yendo al frente de la guerra, su calidad de alumno de la Escuela Central podía, hacer de él un subteniente agregado á la artillería de reserva.

–¡Qué felicidad que te quedes en París! ¡Cuánto me gusta que seas simple soldado!…

Y al mismo tiempo que Chichí decía esto, pensaba con envidia en sus amigas cuyos novios y hermanos eran oficiales. Ellas podían salir á la calle escoltadas por un kepis galoneado que atraía las miradas de los transeuntes y los saludos de los inferiores.

Cada vez que doña Luisa, aterrada por los vaticinios de su hermana, pretendía comunicar su pavor á la hija, ésta se revolvía furiosa:

–¡Mentiras de la tía!… Como su marido es alemán, todo lo ve á gusto de sus deseos. Papá sabe más; el padre de René está mejor enterado de las cosas. Les vamos á largar la gran paliza. ¡Qué gusto que golpeen á mi tío de Berlín y á todos mis primos, tan pretenciosos!…

–Cállate—gemía la madre—. No digas disparates. La guerra te ha vuelto loca como á tu padre.

La buena señora se escandalizaba al escuchar la explosión de sus salvajes deseos siempre que hacía memoria del emperador. En tiempo de paz, Chichí había admirado algo á este personaje «Es guapo—decía—pero con una sonrisa muy ordinaria.» Ahora todos sus odios los concentraba en él. ¡Las mujeres que lloraban por su culpa á aquellas horas! ¡Las madres sin hijos, las mujeres sin esposo, los pobres niños abandonados ante las poblaciones en llamas!… ¡Ah, mal hombre!… Surgía en su diestra el antiguo cuchillo de «peoncito», una daga con puño de plata y funda cincelada, regalo del abuelo, que había exhumado de entre los recuerdos de su infancia, olvidados en una maleta. El primer alemán que se acercase á ella estaba condenado á muerte. Doña Luisa se aterraba viéndola blandir el arma ante el espejo de su tocador. Ya no quería ser soldado de caballería ni «diablo azul». Se contentaba con que la dejasen en un espacio cerrado, frente al monstruo odioso. En cinco minutos resolvería ella el conflicto mundial.

–¡Defiéndete, boche!—gritaba poniéndose en guardia, como lo había visto hacer en su niñez á los peones de la estancia.

Y con una cuchillada de abajo á arriba echaba al aire las majestáticas entrañas. Acto seguido resonaba en su cerebro una aclamación, el suspiro gigantesco de millones de mujeres que se veían libres de la más sangrienta de las pesadillas gracias á ella, que era Judith, Carlota Corday, un resumen de todas las hembras heroicas que mataron por hacer el bien. Su furia salvadora le hacía continuar puñal en mano la imaginaria matanza. ¡Segundo golpe!: el príncipe heredero rodando por un lado y su cabeza por otro. ¡Una lluvia de cuchilladas!: todos los generales invencibles de que hablaba su tía huyendo con las tripas en las manos, y á la cola de ellos, como lacayo adulador que recibía igualmente su parte, el tío de Berlín… ¡Ay, si se le presentase ocasión para realizar sus deseos!

–Estás loca—protestaba la madre—: loca de remate. ¿Cómo puede decir eso una señorita?…

Doña Elena, al sorprender fragmentariamente estos delirios de su sobrina, elevaba los ojos al cielo, absteniéndose en adelante de comunicarle sus opiniones, que reservaba enteras para la madre.

La indignación de don Marcelo tomaba otra forma cuando su esposa le repetía las noticias de su hermana. ¡Todo mentira!… La guerra marchaba perfectamente. En la frontera del Este, los ejércitos franceses habían avanzado por el interior de Alsacia y la Lorena anexionada.

–Pero ¿y Bélgica invadida?—preguntaba doña Luisa—. ¿Y los pobres belgas?

Desnoyers contestaba indignado:

–Eso de Bélgica es una traición… Y una traición nada vale entre personas decentes.

Lo decía de buena fe, como si la guerra fuese un duelo donde el traidor quedaba descalificado y en la imposibilidad de continuar sus felonías. Además, la heroica resistencia de Bélgica le infundía absurdas ilusiones. Los belgas le parecían hombres sobrenaturales destinados á las más estupendas hazañas… ¡Y él que no había concedido hasta entonces atención alguna á este pueblo!… Por unos días vió en Lieja una ciudad santa ante cuyos muros iba á estrellarse todo el poderío germánico. Al caer Lieja, su fe inquebrantable encontró un nuevo asidero. Quedaban muchas Liejas en el interior. Podían entrar más adentro los alemanes: luego se vería cuántos lograban salir. La entrega de Bruselas no le produjo inquietud. ¡Una ciudad abierta!… Su rendición estaba prevista: así los belgas se defenderían mejor en Amberes. El avance de los alemanes hacia la frontera francesa tampoco le produjo alarma. En vano su cuñada, con una brevedad maligna, iba mencionando en el comedor los progresos de la invasión, indicados confusamente por los periódicos. Los alemanes estaban ya en la frontera.

–¿Y qué?—gritaba don Marcelo—. Pronto encontrarán á quien hablar. Joffre les sale al paso. Nuestros ejércitos estaban en el Este, en el sitio que les correspondía, en la verdadera frontera, en la puerta de la casa. Pero éste es un amigo traidor y cobarde, que en vez de dar la cara entra por la espalda, saltando las tapias del corral, lo mismo que los ladrones… De nada le servirá su traición. Los franceses ya están en Bélgica y ajustarán las cuentas á los alemanes. Los aplastaremos, para que no perturben otra vez la paz del mundo. Y á ese maldito sujeto de los bigotes tiesos lo expondremos en una jaula en la plaza de la Concordia.

Chichí, animada por las afirmaciones paternales, se lanzaba á imaginar una serie de tormentos y escarnios vengativos como complemento de tal exposición.

Lo que más irritaba á la señora von Hartrott eran las alusiones al emperador. En los primeros días de la guerra, su hermana la había sorprendido llorando ante las caricaturas de los periódicos y ciertas hojas vendidas en las calles.

–¡Un hombre tan excelente… tan caballero… tan buen padre de familia! El no tiene la culpa de nada. Son los enemigos los que le han provocado.

Y su veneración á los poderosos le hacía considerar las injurias contra el admirado personaje con más vehemencia que si fuesen dirigidas á su propia familia.

Una noche, estando en el comedor, abandonó su mutismo trágico. Varios sarcasmos dirigidos por Desnoyers contra el héroe agolparon las lágrimas en sus ojos. Este enternecimiento la sirvió para recordar á sus hijos, que figuraban indudablemente en el ejército de invasión.

Su cuñado deseaba el exterminio de todos los enemigos. ¡Que no quedase uno solo de aquellos bárbaros con casco puntiagudo que acababan de incendiar á Lovaina y otras poblaciones, fusilando á paisanos indefensos, mujeres, ancianos, niños!…

–Tú olvidas que soy madre—gimió la señora de Hartrott—. Olvidas que entre esos cuyo exterminio pides están mis hijos.

Y rompió á llorar. Desnoyers vió de pronto el abismo que existía entre él y aquella mujer alojada en su propia casa. Su indignación se sobrepuso á las consideraciones de familia… Podía llorar por sus hijos cuanto quisiera: estaba en su derecho. Pero estos hijos eran agresores y hacían el mal voluntariamente. A él sólo le inspiraban interés las otras madres que vivían tranquilamente en las risueñas poblaciones belgas y de pronto habían visto fusilados sus hijos, atropelladas sus hijas, ardiendo sus viviendas.

Doña Elena lloró más fuerte, como si esta descripción de horrores significase un nuevo insulto para ella. ¡Todo mentira! El kaiser era un hombre excelente, sus soldados unos caballeros, el ejército alemán un ejemplo de civilización y de bondad. Su marido había pertenecido á este ejército; sus hijos marchaban en sus filas. Y ella conocía á sus hijos: unos jóvenes bien educados, incapaces de ninguna mala acción. Calumnias de los belgas, que no podía escuchar tranquilamente… Y se arrojó con dramático abandono en los brazos de su hermana.

El señor Desnoyers se sintió furioso contra el destino, que le obligaba á convivir con esta mujer. ¡Qué cadena para la familia!… Y las fronteras seguían cerradas, siendo imposible desprenderse de ella.

–Está bien—dijo—; no hablemos más de eso: no llegaríamos á entendernos. Pertenecemos á dos mundos distintos. ¡Lástima que no puedas irte con los tuyos!…

Se abstuvo en adelante de hablar de la guerra cuando su cuñada estaba presente. Chichí era la única que conservaba su entusiasmo agresivo y ruidoso. Al leer en los diarios noticias de fusilamientos, saqueos, quemas de ciudades, éxodos dolorosos de gentes que veían convertido en pavesas todo lo que alegraba su existencia, sentía otra vez la necesidad de repetir sus puñaladas imaginarias. ¡Ay, si ella tuviese á mano uno de aquellos bandidos! ¿Qué hacían los hombres de bien que no los exterminaban á todos?…

A continuación veía á René con su uniforme flamante, dulce de maneras, sonriente, como si todo lo que ocurría sólo significase para él un cambio de vestimenta, y exclamaba con un acento enigmático:

–¡Qué suerte que no vayas al frente!… ¡Qué alegría que no corras peligro!

El novio aceptaba estas palabras como una prueba de amoroso interés.

Un día, don Marcelo pudo apreciar sin salir de París los horrores de la guerra. Tres mil fugitivos belgas estaban alojados provisionalmente en un circo, antes de ser distribuídos en provincias. Desnoyers entró en este local, que meses antes había visitado con su familia. Aún estaban en el vestíbulo los anuncios de los regocijados espectáculos que había presenciado.

Dentro percibió un hedor de muchedumbre enferma, miserable y amontonada, semejante al que se huele en un presidio ó un hospital pobre. Vió gentes que parecían locas ó estúpidas por el dolor. No conocían exactamente el lugar donde estaban; habían llegado hasta allí sin saber cómo. El horroroso espectáculo de la invasión persistía en su memoria, ocupándola por entero, no dejando lugar á las impresiones siguientes. Veían aún cómo entraba la avalancha de los hombres con casco en sus tranquilos pueblos: las casas cubiertas de llamas repentinamente, la soldadesca haciendo fuego sobre los que huían, las mujeres agonizando destrozadas bajo la aguda persistencia del ultraje carnal, los ancianos quemados vivos, los niños deshechos á sablazos en sus cunas, todos los sadismos de la bestia humana enardecida por el alcohol y la impunidad… Algunos octogenarios contaban, llorando, cómo los soldados de un pueblo civilizado cortaban los pechos á las mujeres para clavarlos en las puertas, cómo paseaban á guisa de trofeo un recién nacido ensartado en una bayoneta, cómo fusilaban á los ancianos en el mismo sillón donde los tenía inmóviles su dolorosa vejez, torturándoles antes con burlescos suplicios.

Habían huído sin saber adonde iban, perseguidos por el incendio y la metralla, locos de terror, como escapaban las muchedumbres medioevales ante el galopar de las hordas de hunos y mogoles. Y esta fuga había sido á través de la Naturaleza en fiesta, en el más opulento de los meses, cuando la tierra estaba erizada de espigas, cuando el cielo de Agosto era más luminoso y los pájaros saludaban con su regocijo vocinglero la opulencia de la cosecha.

Revivía la visión del inmenso crimen en aquel circo repleto de muchedumbres errantes. Los niños gemían con un llanto igual al balido de los corderos; los hombres miraban en torno con ojos de espanto; algunas mujeres aullaban como locas. Las familias se habían disgregado en el terror de la huída. Una madre de cinco pequeños sólo conservaba uno. Los padres, al verse solos, pensaban con angustia en los desaparecidos. ¿Volverían á encontrarlos?… ¿Habrían muerto á aquellas horas?…

Don Marcelo regresó á su casa apretando los dientes, moviendo su bastón de un modo alarmante. ¡Ah, bandidos!… Deseaba de pronto que su cuñada cambiase de sexo; ¿por qué no era un hombre?… Aún le parecía mejor que de repente pudiese tomar la forma de su marido von Hartrott. ¡Qué entrevista tan interesante la de los dos cuñados!…

La guerra había despertado el sentimiento religioso en los hombres y aumentado la devoción de las mujeres. Los templos estaban llenos. Doña Luisa ya no limitaba sus excursiones á las iglesias del distrito. Con la audacia que infunden las circunstancias extraordinarias, se lanzaba á pie á través de París, yendo á la Magdalena, á Nuestra Señora ó al lejano Sagrado Corazón, sobre la cumbre de Montmartre. Las fiestas religiosas se animaban con el apasionamiento de las asambleas populares. Los predicadores eran tribunos. El entusiasmo patriótico cortaba á veces con aplausos los sermones. Todas las mañanas, la señora Desnoyers, al abrir los periódicos, antes de buscar los telegramas de la guerra perseguía otra noticia. «¿Adonde irá hoy Monseñor Amette?» Luego, bajo las bóvedas del templo, unía su voz al coro devoto que imploraba una intervención sobrenatural. «¡Señor, salva á la Francia!» La religiosidad patriótica colocaba Santa Genoveva á la cabeza de los bienaventurados. Y de todas estas fiestas volvía trémula de fe, esperando un milagro semejante al que había realizado la santa de París ante las hordas invasoras de Atila.

Doña Elena también visitaba las iglesias, pero las más cercanas á la casa. Su cuñado la vió entrar una tarde en Saint-Honorée d'Eylau. El templo estaba repleto de fieles; sobre el altar figuraban en haz las banderas de Francia y las naciones aliadas. La muchedumbre implorante no se componía únicamente de mujeres. Desnoyers vió hombres de su edad, erguidos, graves, moviendo los labios, fijando en el altar una mirada vidriosa que reflejaba como estrellas perdidas las llamas de los cirios… Y volvió á sentir envidia… Eran padres que recordaban las oraciones de su niñez pensando en los combates y en sus hijos. Don Marcelo, que había considerado siempre con indiferencia á la religión, reconoció de pronto la necesidad de la fe. Quiso orar como los otros, con un rezo de intención vaga, indeterminada, comprendiendo en él á todos los seres que luchaban y morían por una tierra que él no había sabido defender.

Vió con escándalo cómo la esposa de Hartrott se arrodillaba entre estas gentes, elevando luego los ojos para fijarlos en la cruz con una mirada de angustiosa súplica. Pedía al cielo por su marido el alemán, que tal vez á aquellas horas empleaba todas sus facultades de energúmeno en la mejor organización del aplastamiento de los débiles; rezaba por sus hijos, oficiales del rey de Prusia, que revólver en mano entraban en pueblos y granjas, llevando ante ellos á la muchedumbre despavorida, dejando á sus espaldas el incendio y la muerte. ¡Y estas oraciones iban á confundirse con las de las madres que rogaban por la juventud encargada de contener á los bárbaros, con los ruegos de aquellos hombres graves y rígidos en su trágico dolor!…

Tuvo que contenerse para no gritar, y salió del templo. Su cuñada no tenía derecho á arrodillarse entre aquellas gentes.

–Debían expulsarla—murmuró indignado—. Coloca á Dios en un compromiso con sus oraciones absurdas.

Pero, á pesar de su cólera, tenía que sufrirla cerca de él, esforzándose al mismo tiempo por evitar que trascendiese al exterior la segunda nacionalidad que había adquirido con su matrimonio.

Representaba un gran tormento para don Marcelo contener sus palabras cuando estaba en el comedor con la familia. Quería evitar la nerviosidad de su cuñada, que prorrumpía en lágrimas y suspiros á la menor alusión contra su héroe; temía igualmente las quejas de la esposa, pronta siempre á defender á su hermana como si fuese una víctima… ¡Que un hombre de su carácter se viese obligado en la propia casa á vigilar su lengua y hablar con eufemismos!… La única satisfacción que podía permitirse consistía en dar noticias de las operaciones militares. Los franceses habían entrado en Bélgica. «Parece que los boches han recibido un buen golpe.» El menor choque de caballería, un simple encuentro de avanzadas, lo glorificaba como un hecho decisivo. «También en Lorena nos los llevamos por delante…» Pero de repente pareció cegarse la fuente de optimismos. En el mundo no ocurría nada extraordinario, á juzgar por los periódicos. Seguían publicando historietas de la guerra para mantener el entusiasmo, pero ninguna noticia cierta. El gobierno lanzaba comunicados de vaga y retórica sonoridad. Desnoyers se alarmó: su instinto le avisaba el peligro. «Algo hay que no marcha—pensaba—; debe haberse roto algún resorte.»

Esta falta de noticias coincidió con una repentina animación de doña Elena. ¿Con quién hablaba aquella mujer? ¿Qué encuentros eran los suyos cuando salía á la calle?… Sin perder su humildad de víctima, con la mirada dolorosa y la boca algo torcida, hablaba y hablaba traidoramente. ¡El tormento de don Marcelo al escuchar al enemigo albergado en su casa!… Los franceses habían sido derrotados á un mismo tiempo en Lorena y en Bélgica. Un cuerpo de ejército se había desbandado: muchos prisioneros, muchos cañones perdidos. «¡Mentiras, exageraciones de los alemanes!», gritaba Desnoyers. Y Chichí ahogaba con sus carcajadas de muchacha insolente las noticias de la tía de Berlín, «Yo no sé—continuaba ésta con maligna molestia—; tal vez no sea cierto. Lo he oído decir.» Su cuñado se indignaba. ¿Dónde lo había oído decir? ¿Quién le daba tales noticias?…

Y para desahogar su mal humor, prorrumpía en imprecaciones contra el espionaje enemigo, contra la incuria de la policía, que toleraba la permanencia de tantos alemanes ocultos en París. Pero de pronto tenía que callarse, al pensar en su propia conducta. El también contribuía involuntariamente á mantener y albergar al enemigo.

La caída del ministerio y la constitución de un gobierno de defensa nacional le hicieron ver que algo grave estaba ocurriendo. Las alarmas y lloros de doña Luisa aumentaron su nerviosidad. Ya no volvía la buena señora entusiasmada y heroica de sus visitas á las iglesias. Las conversaciones á solas con su hermana le infundían un terror que pretendía comunicar luego al esposo. «Todo está perdido… Elena es la única que sabe la verdad.»

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