Kitabı oku: «Los cuatro jinetes del apocalipsis», sayfa 15
Los cañones pintados de gris, las cureñas, los armones, todo lo había visto don Marcelo limpio y brillante, con ese frote amoroso que el hombre ha dedicado á las armas desde épocas remotas, más tenaz que el de la mujer con los objetos del hogar. Ahora todo parecía sucio, con la pátina del uso sin medida, con el desgaste de un inevitable abandono: las ruedas estaban deformadas exteriormente por el barro, el metal obscurecido por los vapores de la explosión, la pintura gris manchada por el musgo de la humedad.
En los espacios libres de este desfile, en los paréntesis abiertos entre una batería y un regimiento, corrían pelotones de paisanos: grupos miserables que la invasión echaba por delante; poblaciones enteras que se habían disgregado siguiendo al ejército en su retirada. El avance de una nueva unidad los hacía salir del camino, continuando su marcha á través de los campos. Luego, al menor claro en la masa de tropas, volvían á deslizarse por la superficie blanca é igual de la carretera. Eran madres que empujaban carretones con pirámides de muebles y chiquillos; enfermos que casi se arrastraban; octogenarios llevados en hombros por sus nietos; abuelos que sostenían niños en sus brazos; ancianas con pequeños agarrados á sus faldas como una nidada silenciosa.
Nadie se opuso ahora á la liberalidad del dueño del castillo. Toda su bodega pareció desbordarse hacia la carretera. Rodaban los toneles de la última cosecha, y los soldados llenaban en el chorro rojo el cazo de metal pendiente de su cintura. Luego, el vino embotellado iba saliendo á luz por orden de fechas, perdiéndose instantáneamente en este río de hombres que pasaba y pasaba. Desnoyers contempló con orgullo los efectos de su munificencia. La sonrisa reaparecía en los rostros fieros; la broma francesa saltaba de fila en fila; al alejarse los grupos iniciaban una canción.
Luego se vió en la plaza del pueblo entre varios oficiales que daban un corto descanso á sus caballos antes de reincorporarse á la columna. Con la frente contraída y los ojos sombríos, hablaban de esta retirada inexplicable para ellos. Días antes, en Guisa, habían infligido una derrota á sus perseguidores. Y sin embargo, continuaban retrocediendo, obedientes á una orden terminante y severa. «No comprendemos…—decían—. No comprendemos.» La marea ordenada y metódica arrastraba á estos hombres que deseaban batirse y tenían que retirarse. Todos sufrían la misma duda cruel: «No comprendemos.» Y su duda hacía aún más dolorosa la marcha incesante, una marcha que duraba día y noche con sólo breves descansos, alarmados los jefes de cuerpo á todas horas por el temor de verse cortados y separados del resto del ejército. «Un esfuerzo más, hijos míos. ¡Animo! Pronto descansaremos.» Las columnas, en su retirada, cubrían centenares de kilómetros. Desnoyers sólo veía una de ellas. Otras y otras efectuaban idéntico retroceso á la misma hora, abarcando una mitad de la anchura de Francia. Todas iban hacia atrás con igual obediencia desalentada, y sus hombres repetían indudablemente lo mismo que los oficiales: «No comprendemos… No comprendemos.»
Don Marcelo experimentó de pronto la tristeza y la desorientación de estos militares. Tampoco él comprendía. Vió lo inmediato, lo que todos podían ver: el territorio invadido sin que los alemanes encontrasen una resistencia tenaz; departamentos enteros, ciudades, pueblos, muchedumbres quedando en poder del enemigo á espaldas de un ejército que retrocedía incesantemente. Su entusiasmo cayó de golpe como un globo que se deshincha. Reapareció su antiguo pesimismo. Las tropas mostraban energía y disciplina; pero ¿de qué podía servir esto si se retiraban casi sin combatir, imposibilitadas, por una orden severa, de defender el terreno? «Lo mismo que en el 70», pensó. Exteriormente había más orden, pero el resultado iba á ser el mismo.
Como un eco que respondiese negativamente á su tristeza, oyó la voz de un soldado hablando con un campesino:
–Nos retiramos, pero es para saltar con más fuerza sobre los boches. El abuelo Joffre se los meterá en el bolsillo á la hora y en el sitio que escoja.
Se reanimó Desnoyers al oir el nombre del general. Tal vez este soldado, que mantenía intacta su fe á través de las marchas interminables y desmoralizantes, presentía la verdad mejor que los oficiales razonadores y estudiosos.
El resto del día lo pasó haciendo regalos á los últimos grupos de la columna. Su bodega se iba vaciando. Por orden de fechas continuaban esparciéndose los miles de botellas almacenadas en los subterráneos del castillo. Al cerrar la noche fueron botellas cubiertas por el polvo de muchos años lo que entregó á los hombres que le parecían débiles. Así como la columna desfilaba iba ofreciendo un aspecto más triste de cansancio y desgaste. Pasaban los rezagados, arrastrando con desaliento los pies en carne viva dentro de sus zapatos. Algunos se habían librado de este encierro torturante y marchaban descalzos, con los pesados borceguíes pendientes de un hombro, dejando en el suelo manchas de sangre. Pero todos, abrumados por una fatiga mortal, conservaban sus armas y sus equipos, pensando en el enemigo que estaba cerca.
La liberalidad de Desnoyers produjo estupefacción en muchos de ellos. Estaban acostumbrados á atravesar el suelo patrio teniendo que luchar con el egoísmo del cultivador. Nadie ofrecía nada. El miedo al peligro hacía que los habitantes de los campos escondiesen sus víveres, negándose á facilitar el menor socorro á los compatriotas que se batían por ellos.
El millonario durmió mal esta segunda noche en su cama aparatosa de columnas y penachos que había pertenecido á Enrique IV, según declaración de los vendedores. Ya no era continuo el tránsito de tropas. De tarde en tarde pasaba un batallón suelto, una batería, un grupo de jinetes, las últimas fuerzas de la retaguardia que habían tomado posición en las cercanías del pueblo para cubrir el movimiento de retroceso. El profundo silencio que seguía á estos desfiles ruidosos despertó en su ánimo una sensación de duda é inquietud. ¿Qué hacía allí cuando la muchedumbre en armas se retiraba? ¿No era una locura quedarse?… Pero inmediatamente galopaban por su memoria todas las riquezas conservadas en el castillo. ¡Si él pudiese llevárselas!… Era imposible, por falta de medios y de tiempo. Además, su tenacidad consideraba esta huída como algo vergonzoso. «Hay que terminar lo que se empieza», repitió mentalmente. El había hecho el viaje para guardar lo suyo, y no debía huír al iniciarse el peligro…
Cuando en la mañana siguiente bajó al pueblo, apenas vió soldados. Sólo un escuadrón de dragones estaba en las afueras para cubrir los últimos restos de la retirada. Los jinetes corrían en pelotones por los bosques, empujando á los rezagados y haciendo frente á las avanzadas enemigas. Desnoyers fué basta la salida de la población. Los dragones habían obstruido la calle con una barricada de carros y muebles. Pie á tierra y carabina en mano, vigilaban detrás de este obstáculo la faja blanca del camino que se elevaba solitario entre dos colinas cubiertas de árboles. De tarde en tarde sonaban disparos sueltos, como chasquidos de tralla. «Los nuestros», decían los dragones. Eran los últimos destacamentos que tiroteaban á las avanzadas de hulanos. La caballería tenía la misión de mantener á retaguardia el contacto con el enemigo, de oponerle una continua resistencia, repeliendo á los destacamentos alemanes que intentaban filtrarse á lo largo de las columnas.
Vió cómo iban llegando por la carretera los últimos rezagados de infantería. No marchaban; más bien parecían arrastrarse, con una firme voluntad de avanzar, pero traicionados en sus deseos por las piernas anquilosadas, por los pies en sangre. Se habían sentado un momento al borde del camino, agonizantes de cansancio, para respirar sin el peso de la mochila, para sacar sus pies del encierro de los zapatos, para limpiarse el sudor, y al querer reanudar la marcha les era imposible levantarse. Su cuerpo parecía de piedra. La fatiga los sumía en un estado semejante á la catalepsia. Veían pasar como un desfile fantástico todo el resto del ejército: batallones y más batallones, baterías, tropeles de caballos. Luego, el silencio, la noche, un sueño sobre el polvo y las piedras, sacudido por terribles pesadillas. Al amanecer eran despertados por los pelotones de jinetes que exploraban el terreno recogiendo los residuos de la retirada. ¡Ay! ¡imposible moverse! Los dragones, revólver en mano, tenían que apelar á la amenaza para reanimarlos. Sólo la certeza de que el enemigo estaba cerca y podía hacerles prisioneros les infundía un vigor momentáneo. Y se levantaban tambaleantes, arrastrando las piernas, apoyándose en el fusil como si fuese un bastón.
Muchos de estos hombres eran jóvenes que habían envejecido en una hora y caminaban como valetudinarios. ¡Infelices! No irían muy lejos. Su voluntad era seguir, incorporarse á la columna; pero al entrar en el pueblo examinaban las casas con ojos suplicantes, deseando entrar en ellas, sintiendo un ansia de descanso inmediato que les hacía olvidar la proximidad del enemigo.
Villeblanche estaba más solitario que antes de la llegada de las tropas. En la noche anterior, una parte de sus habitantes había huído, contagiada por el pavor de la muchedumbre que seguía la retirada del ejército. El alcalde y el cura se quedaban. Reconciliado con el dueño del castillo por su inesperada presencia y admirado de sus liberalidades, el funcionario municipal se acercó á él para darle una noticia. Los ingenieros estaban minando el puente sobre el Mame. Sólo esperaban para hacerlo saltar á que se retirasen los dragones. Si quería marcharse, aún era tiempo.
Otra vez dudó Desnoyers. Era una locura permanecer allí. Pero una ojeada á la arboleda, sobre cuyo ramaje asomaban los torreones del castillo, finalizó sus dudas. No, no… «Hay que terminar lo que se empieza.»
Se presentaban los últimos grupos de dragones saliendo á la carretera por diversos puntos del bosque. Llevaban sus caballos al paso, como si les doliese este retroceso. Volvían la vista atrás, con la carabina en una mano, prontos á hacer alto y disparar. Los otros que ocupaban la barricada estaban ya sobre sus monturas. Se rehizo el escuadrón, sonaron las voces de los oficiales, y un trote vivo con acompañamiento de choques metálicos se fué alejando á espaldas de don Marcelo.
Quedó éste junto á la barricada, en una soledad de intenso silencio, como si el mundo se hubiese despoblado repentinamente. Dos perros abandonados por la fuga de sus amos rondaban y oliscaban en torno de él, implorando su protección. No podían encontrar el rastro deseado en aquella tierra pisoteada y desfigurada por el tránsito de miles de hombres. Un gato famélico espiaba á los pájaros que empezaban á invadir este lugar. Con tímidos revuelos picoteaban los residuos alimenticios expelidos por los caballos de los dragones. Una gallina sin dueño apareció igualmente para disputar su festín á la granujería alada, oculta hasta entonces en árboles y aleros. El silencio hacía renacer el murmullo de la hojarasca, el zumbido de los insectos, la respiración veraniega del suelo ardiente de sol, todos los ruidos de la Naturaleza, que parecía haberse contraído temerosamente bajo el peso de los hombres en armas.
No se daba cuenta exacta Desnoyers del paso del tiempo. Creyó todo lo anterior un mal ensueño. La calma que le rodeaba hizo inverosímil cuanto había presenciado.
De pronto vió moverse algo en el último término del camino, en lo más alto de la cuesta, allí donde la cinta blanca tocaba el azul del horizonte. Eran dos hombres á caballo, dos soldaditos de plomo que parecían escapados de una caja de juguetes. Había traído con él unos gemelos, que le servían para sorprender las incursiones en sus propiedades, y miró. Los dos jinetes, vestidos de gris verdoso, llevaban lanzas, y su casco estaba rematado por un plato horizontal… ¡Ellos! No podía dudar: tenía ante su vista los primeros hulanos.
Permanecieron inmóviles algún tiempo, como si explorasen el horizonte. Luego, de las masas obscuras de vegetación que abullonaban los lados del camino fueron saliendo otros y otros, hasta formar un grupo. Los soldaditos de plomo ya no marcaban su silueta sobre el azul del horizonte. La blancura de la carretera les servía ahora de fondo, subiendo por encima de sus cabezas. Avanzaban con lentitud, como una tropa que teme emboscadas y examina lo que la rodea.
La conveniencia de retirarse cuanto antes hizo que don Marcelo dejase de mirar. Era peligroso que le sorprendiesen en aquel sitio. Pero al bajar sus gemelos, algo extraordinario pasó por el campo de visión de las lentes. A corta distancia, como si fuese á tocarlos con la mano, vió muchos hombres que marchaban al amparo de los árboles por los dos lados de la carretera. Su sorpresa aún fué mayor al convencerse de que eran franceses, pues todos llevaban kepis. ¿De dónde salían?… Los volvió á examinar sin el auxilio de los gemelos, cerca ya de la barricada. Eran rezagados, en estado lamentable, que ofrecían una pintoresca variedad de uniformes: soldados de línea, zuavos, dragones sin caballo. Y revueltos con ellos, guardias forestales y gendarmes pertenecientes á pueblos qué habían recibido con retraso la noticia de la retirada. En conjunto, unos cincuenta. Los había enteros y vigorosos; otros se sostenían con un esfuerzo sobrehumano. Todos conservaban sus armas.
Llegaron hasta la barricada, mirando continuamente atrás para vigilar, al amparo de los árboles, el lento avance de los hulanos. Al frente de ésta tropa heterogénea iba un oficial de gendarmería, viejo y obeso, con el revólver en la diestra, el bigote erizado por la emoción y un brillo homicida en los ojos azules velados por la pesadez de sus párpados. Se deslizaron al otro lado de la barrera de carros sin fijarse en este paisano curioso. Iban á continuar su avance á través del pueblo, cuando sonó una detonación enorme, conmoviendo el horizonte delante de ellos, haciendo temblar las casas.
–¿Qué es eso?—preguntó el oficial mirando por primera vez á Desnoyers.
Este dió una explicación: era el puente, que acababa de ser destruído. Un juramento del jefe acogió la noticia. Pero su tropa confusa, agrupada al azar del encuentro, permaneció indiferente, como si hubiese perdido todo contacto con la realidad.
–Lo mismo es morir aquí que en otra parte—continuó el oficial.
Muchos de los fugitivos agradecieron con una pronta obediencia esta decisión, que los libertaba del suplicio de caminar. Casi se alegraron de la voladura que les cortaba el paso. Fueron colocándose instintivamente en los lugares más cubiertos de la barricada. Otros se introdujeron en unas casas abandonadas, cuyas puertas habían violentado los dragones para utilizar el piso superior. Todos parecían satisfechos de poder descansar aunque fuese combatiendo. El oficial iba de un grupo á otro comunicando sus órdenes. No debían hacer fuego hasta que él diese la voz.
Don Marcelo presenció tales preparativos con la inmovilidad de la sorpresa. Había sido tan rápida é inaudita la aparición de los rezagados, que aún se imaginaba estar soñando. No podía haber peligro en esta situación irreal: todo era mentira. Y continuó en su sitio sin entender al teniente, que le ordenaba la fuga con rudas palabras. ¡Paisano testarudo!…
El eco de la explosión había poblado la carretera de jinetes. Salían de todas partes, uniéndose al primitivo grupo. Los hulanos galopaban con la certeza de que el pueblo estaba abandonado.
–¡Fuego!…
Desnoyers quedó envuelto en una nube de crujidos, como si se tronchase la madera de todos los árboles que tenía ante sus ojos.
El escuadrón impetuoso se detuvo de golpe. Varios hombres rodaron por el suelo. Unos se levantaban para saltar fuera del camino, encorvándose, con el propósito de hacerse menos visibles. Otros permanecían tendidos de espaldas ó de bruces, con los brazos por delante. Los caballos sin jinete emprendieron un galope loco á través de los campos, con las riendas á la rastra, espoleados por los estribos sueltos.
Y después del rudo vaivén que le hicieron sufrir la sorpresa y la muerte, se dispersó, desapareciendo casi instantáneamente, absorbido por la arboleda.
IV
Junto á la gruta sagrada
Argensola tuvo una nueva ocupación más emocionante que la de señalar en el mapa el emplazamiento de los ejércitos.
–Me dedico ahora á seguir al taube—decía á sus amigos—. Se presenta de cuatro á cinco, con la puntualidad de una persona correcta que acude á tomar el té.
Todas las tardes, á la hora mencionada, un aeroplano alemán volaba sobre París, arrojando bombas. Esta intimidación no producía terror: la gente aceptaba la visita como un espectáculo extraordinario é interesante. En vano los aviadores dejaban caer sobre la ciudad banderas alemanas con irónicos mensajes dando cuenta de los descalabros del ejército en retirada y de los fracasos de la ofensiva rusa. ¡Mentiras, todo mentiras! En vano lanzaban bombas, destrozando buhardillas y matando ó hiriendo viejos, mujeres y pequeños. «¡Ah, bandidos!» La muchedumbre amenazaba con el puño al mosquito maligno, apenas visible á dos mil metros de altura, y después de este desahogo lo seguía con los ojos de calle en calle ó se inmovilizaba en las plazas para contemplar sus evoluciones.
Un espectador de los más puntuales era Argensola. A las cuatro estaba en la plaza de la Concordia, con la cara en alto y los ojos bien abiertos, al lado de otras gentes unidas á él por cordiales relaciones de compañerismo. Eran como los abonados á un mismo teatro, que en fuerza de verse acaban por ser amigos. «¿Vendrá?… ¿No vendrá hoy?» Las mujeres parecían las más vehementes. Algunas se presentaban arreboladas y jadeantes por el apresuramiento, temiendo haber llegado tarde al espectáculo… Un inmenso grito: «¡Ya viene!… ¡Allí está!» Miles de manos señalaban un punto vago en el horizonte. Se prolongaban los rostros con gemelos y catalejos; los vendedores populares ofrecían toda clase de artículos ópticos… Y durante una hora se desarrollaba el espectáculo apasionante de la cacería aérea, ruidosa é inútil.
El insecto intentaba aproximarse á la torre Eiffel, y de la base de ésta surgían estampidos, al mismo tiempo que sus diversas plataformas escupían el rasgueo feroz de las ametralladoras. Al virar sobre la ciudad sonaban descargas de fusilería en los tejados y en el fondo de las calles. Todos tiraban: los vecinos que tenían un arma en su casa, los soldados de guardia, los militares ingleses y belgas de paso en París. Sabían que sus disparos eran inútiles, pero tiraban por el gusto de hostilizar al enemigo aunque sólo fuese con la intención, esperando que la casualidad, en uno de sus caprichos, realizase un milagro. Pero el único milagro era que no se matasen los tiradores unos á otros con este fuego precipitado é infructuoso. Aun así, algunos transeuntes caían heridos por balas de ignorada procedencia.
Argensola iba de calle en calle siguiendo el revuelo del pájaro enemigo, queriendo adivinar dónde caían sus proyectiles, deseando ser de los primeros que llegasen frente á la casa bombardeada, enardecido por las descargas que contestaban desde abajo. ¡No disponer él de una carabina como los ingleses vestidos de kaki ó aquellos belgas con gorra de cuartel y una borla sobre la frente!… Al fin, el taube, cansado de hacer evoluciones, desaparecía. «Hasta mañana—pensaba el español—. El de mañana tal vez sea más interesante.»
Las horas libres entre las observaciones geográficas y las contemplaciones aéreas las empleaba en rondar cerca de las estaciones—especialmente la del muelle de Orsay—, viendo la muchedumbre de viajeros que escapaba de París. La visión repentina de la verdad—después de las ilusiones que había creado el gobierno con sus partes optimistas—, la certeza de que los alemanes estaban próximos, cuando una semana antes se los imaginaban muchos en plena derrota, los taubes volando sobre París, la misteriosa amenaza de los zeppelines, enloquecían á una parte del vecindario. Las estaciones, custodiadas militarmente, sólo admitían á los que habían adquirido un billete con anticipación. Algunos esperaban días enteros á que les llegase el turno de salida. Los más impacientes emprendían la marcha á pie, deseando verse cuanto antes fuera de la ciudad. Negreaban los caminos con las muchedumbres que avanzaban por ellos, todas en una misma dirección. Iban hacia el Sur en automóvil, en coche de caballos, en carretas de hortelano, á pie.
Esta fuga la contempló Argensola con serenidad. El era de los que se quedaban. Había admirado á muchos hombres porque presenciaron el sitio de París en 1870. Ahora su buena suerte le proporcionaba el ser testigo de un drama histórico tal vez más interesante. ¡Lo que podría contar en lo futuro!… Pero le molestaba la distracción é indiferencia de su auditorio presente. Volvía al estudio satisfecho de las noticias de que era portador, febril por comunicarlas á Descoyers, y éste le escuchaba como si no le oyese. La noche en que le hizo saber que el gobierno, las Cámaras, el cuerpo diplomático y hasta los artistas de la Comedia Francesa estaban saliendo á aquellas horas en trenes especiales para Burdeos, su compañero le contestó con un gesto de indiferencia.
Otras eran sus preocupaciones. Por la mañana había recibido una carta de Margarita: dos simples líneas trazadas con precipitación. Se marchaba: salía inmediatamente acompañando á su madre. ¡Adiós!… Y nada más. El pánico hacía olvidar muchos afectos, cortaba largas relaciones, pero ella era superior por su carácter á estas incoherencias de la ansiedad por huir. Julio vió algo inquietante en su laconismo. ¿Por qué no indicaba el lugar adonde se dirigía?…
Por la tarde tuvo un atrevimiento que siempre le había prohibido ella. Entró en la casa que habitaba Margarita, hablando largamente con la portera para adquirir noticias. La buena mujer pudo dar expansión de este modo á su locuacidad, bruscamente cortada por la fuga de los inquilinos y su servidumbre. La señora del piso principal—la madre de Margarita—había sido la última en abandonar la casa, á pesar de que estaba enferma desde la partida de su hijo. Habían salido el día anterior, sin decir adónde iban. Lo único que sabía era que habían tomado el tren en la estación de Orsay. Huían hacia el Sur, como todos los ricos.
Y amplió sus revelaciones con la vaga noticia de que la hija se mostraba muy impresionada por los informes que había recibido del frente de la guerra. Alguien de la familia estaba herido. Tal vez era el hermano, pero la portera lo ignoraba. Con tantas novedades, sorpresas é impresiones, resultaba difícil enterarse de las cosas. Ella también tenía su hombre en el ejército y le preocupaban los asuntos propios.
«¿Dónde estará?– se preguntó Julio durante el día—. ¿Por qué desea que ignore su paradero?…»
Cuando en la noche le hizo saber su camarada el viaje de los gobernantes con todo el misterio de una noticia que aún no era pública, se limitó á contestar, después de reflexivo mutismo:
–Hacen bien… Yo saldré igualmente mañana si puedo.
¿Para qué permanecer en París? Su familia estaba ausente. Su padre—según las averiguaciones de Argensola—también se había ido, sin decir adónde. Con la misteriosa fuga de Margarita él quedaba solo, en una soledad que le inspiraba remordimientos.
Aquella tarde, al pasear por los bulevares, había tropezado con un amigo algo entrado en años, un consocio del Círculo de esgrima frecuentado por él. Era el primero que encontraba desde el principio de la guerra, y juntos pasaron revista á todos los compañeros incorporados al ejército. Las preguntas de Desnoyers eran contestadas por el viejo. ¿Fulano?… había sido herido en Lorena y estaba en un hospital del Sur. ¿Otro amigo?… muerto en los Vosgos. ¿Otro?… desaparecido en Charleroi. Y así continuaba el desfile heroico y fúnebre. Los más vivían aún, realizando proezas. Otros socios de origen extranjero, jóvenes polacos, ingleses residentes en París, americanos de las repúblicas del Sur, acababan de inscribirse como voluntarios. El Círculo debía enorgullecerse de esta juventud que se ejercitaba en las armas durante la paz: todos estaban en el frente exponiendo su existencia… Y Desnoyers apartó su vista, como si temiese adivinar en los ojos de su amigo una expresión irónica é interrogante. ¿Por qué no marchaba él, como los otros, á defender la tierra en que vivía?…
–Mañana me iré—repitió Julio, ensombrecido por este recuerdo.
Pero se marchaba hacia el Sur, como todos los que huían de la guerra. En la mañana siguiente, Argensola se encargó de conseguir un billete de ferrocarril para Burdeos. El valor del dinero había aumentado considerablemente. Cincuenta francos entregados á tiempo realizaron el milagro de procurarle un pedazo de cartón numerado, cuya conquista representaba, para muchos, días enteros de espera.
–Es para hoy mismo—dijo á su camarada—. Debes salir en el tren de esta noche.
El equipaje no exigió grandes preparativos. Los trenes se negaban á admitir otros bultos que los que llevaban á mano los viajeros. Argensola no quiso aceptar la liberalidad de Julio, que pretendía partir con él todo su dinero. Los héroes necesitan muy poco, y el pintor de almas se sentía animado por una resolución heroica. La breve alocución de Gallieni al encargarse de la defensa de París la hacía suya. Pensaba mantenerse hasta el último esfuerzo, lo mismo que el duro general.
–¡Que vengan!—dijo con una expresión trágica—. ¡Me encontrarán en mi sitio!…
Su sitio era el estudio. Quería ver las cosas de cerca para relatarlas á las generaciones venideras. Se mantendría firme, con sus provisiones de comestibles y vinos. Además, tenía el proyecto—así que su compañero desapareciese—de llevar á vivir con él á ciertas amigas que vagaban en busca de una comida problemática y sentían miedo en la soledad de sus domicilios. El peligro aproxima á las buenas gentes y añade un nuevo atractivo á los placeres de la comunidad. Las amorosas expansiones de los prisioneros del Terror, cuando esperaban de un momento á otro ser conducidos á la guillotina, revivieron en su memoria. ¡Apuremos de un trago la vida, ya que hemos de morir!… El estudio de la rue de la Pompe iba á presenciar las mismas fiestas locas y desesperadas que un barco encallado con provisiones abundantes.
Desnoyers salió de la estación de Orsay en un compartimiento de primera clase. Alababa mentalmente el buen orden con que la autoridad lo había arreglado todo. Cada viajero tenía su asiento. Pero en la estación de Austerlitz una avalancha humana asaltó el tren. Las portezuelas se abrieron como si fuesen á romperse; paquetes y niños entraron por las ventanas lo mismo que proyectiles. La gente se empujó con la rudeza de una muchedumbre que huye de un incendio. En el espacio reservado para ocho personas se instalaron catorce; los pasillos se obstruyeron para siempre con montones de maletas, que servían de asiento á nuevos viajeros. Habían desaparecido las distancias sociales. La gente del pueblo invadía con preferencia los vagones de lujo, creyendo encontrar en ellos mayor espacio. Los que tenían billete de primera clase iban en busca de los coches peores, con la vana esperanza de viajar desahogadamente. En las vías laterales esperaban desde un día antes su hora de salida largos trenes compuestos de vagones de ganado. Los establos rodantes estaban repletos de personas sentadas en la madera del suelo ó en sillas traídas de sus casas. Cada tren era un campamento que deseaba ponerse en marcha, y mientras permanecía inmóvil, una capa de papeles grasientos y cáscaras de frutas se iba formando á lo largo de él.
Los asaltantes, al empujarse, se toleraban y perdonaban fraternalmente. «En la guerra como en la guerra», decían como última excusa. Y cada uno apretaba al vecino para arrebatarle unas pulgadas de asiento, para introducir su escaso equipaje entre los bultos suspendidos sobre las personas con los más inverosímiles equilibrios. Desnoyers fué perdiendo poco á poco sus ventajas de primer ocupante. Le inspiraban lástima estas pobres gentes que habían esperado el tren desde las cuatro de la madrugada á las ocho de la noche. Las mujeres gemían de cansancio, derechas en el corredor, mirando con envidia feroz á los que ocupaban un asiento. Los niños lloraban con balidos de cabra hambrienta. Julio acabó por ceder su lugar, repartiendo entre los menesterosos y los imprevisores todos los comestibles de que le había proveído Argensola. Los restoranes de las estaciones parecían saqueados. Durante las largas esperas del tren, sólo se veían militares en los andenes: soldados que corrían al escuchar la llamada de la trompeta para volver á ocupar su sitio en los rosarios de vagones que subían y subían hacia París. En los apartaderos, largos trenes de guerra esperaban que la vía quedase libre para continuar su viaje. Los coraceros, llevando un chaleco amarillo sobre el pecho de acero, estaban sentados, con las piernas colgantes, en las puertas de los vagones-establos, de cuyo interior salían relinchos. Sobre las plataformas se alineaban armones grises. Las esbeltas gargantas de los 75 apuntaban á lo alto como telescopios.
Pasó la noche en el corredor, sentado en el borde de una maleta, viendo cómo dormitaban otros con el embrutecimiento del cansancio y la emoción. Fué una noche cruel é interminable de sacudidas, estrépitos y pausas cortadas por ronquidos. En cada estación las trompetas sonaban precipitadamente, como si el enemigo estuviese cerca. Los soldados procedentes del Sur corrían á sus puestos, y una nueva corriente de hombres se arrastraba por los rieles hacia París. Se mostraban alegres y deseosos de llegar pronto á los lugares de la matanza. Muchos se lamentaban creyendo presentarse con retraso. Julio, asomado á una ventanilla, escuchó los diálogos y los gritos en estos andenes impregnados de un olor picante de hombres y mulas. Todos mostraban una confianza inquebrantable. «¡Los boches!… Muy numerosos, con grandes cañones, con muchas ametralladoras… pero no había mas que cargar á la bayoneta y huían como liebres.»