Kitabı oku: «Los cuatro jinetes del apocalipsis», sayfa 24

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III

La guerra

Iba ascendiendo don Marcelo por una montaña cubierta de arboleda.

El bosque ofrecía una trágica desolación. Se había inmovilizado en él una tempestad muda, fijándolo todo en posiciones violentas, antinaturales. Ni un solo árbol conservaba la forma rectilínea y el abundante ramaje de los días de paz. Los grupos de pinos recordaban las columnatas de los templos ruinosos. Unos se mantenían erguidos en toda su longitud, pero sin el remate de la copa, como fustes que hubiesen perdido su capitel; otros estaban cortados por la mitad, en pico de flauta, lo mismo que las pilastras partidas por el rayo. Algunos dejaban colgar en torno de su seccionamiento las esquirlas filamentosas de la madera muerta, á semejanza de un mondadientes roto.

La fuerza destructora se había ensañado en los árboles seculares: hayas, encinas y robles. Grandes marañas de ramaje cortado cubrían el suelo, como si acabase de pasar por él una banda de leñadores gigantescos. Los troncos aparecían seccionados á poca distancia de la tierra, con un corte limpio y pulido, como de un solo hachazo. En torno de las raíces desenterradas abundaban las piedras revueltas con los terrones; piedras que dormían en las entrañas del suelo y la explosión había hecho volar sobre la superficie.

A trechos—brillando entre los árboles ó partiendo el camino con una inoportunidad que obligaba á molestos rodeos—extendían sus láminas acuáticas unos charcos enormes, todos iguales, de una regularidad geométrica, redondos, exactamente redondos. Desnoyers los comparó con palanganas hundidas en el suelo para uso de los invisibles titanes que habían talado la selva. Su profundidad enorme empezaba en los mismos bordes. Un nadador podía arrojarse en estos charcos sin tocar el fondo. El agua era verdosa, agua muerta, agua de lluvia, con una costra de vegetación perforada por las burbujas respiratorias de los pequeños organismos que empezaban á vivir en sus entrañas.

En mitad de la cuesta, rodeadas de pinos, había varias tumbas con cruces de madera; tumbas de soldados franceses rematadas por banderitas tricolores. Sobre estos túmulos cubiertos de musgo descansaban viejos kepis de artilleros. El leñador feroz, al destrozar el bosque, había alcanzado ciegamente á las hormigas que se movían entre los troncos.

Don Marcelo llevaba polainas, amplio sombrero, y sobre los hombros un poncho fino arrollado como una manta. Había sacado á luz estas prendas que le recordaban su lejana vida en la estancia. Detrás de él caminaba Lacour, procurando conservar su dignidad senatorial entre los jadeos y resoplidos de fatiga. También llevaba botas altas y sombrero blando, pero había conservado el chaqué de solemnes faldones, por no renunciar por completo á su uniforme parlamentario. Delante marchaban dos capitanes sirviéndoles de guías.

Estaban en una montaña ocupada por la artillería francesa. Iban hacia las cumbres, donde había ocultos cañones y cañones formando una línea de varios kilómetros. Los artilleros alemanes habían causado estos destrozos contestando á los tiros de los franceses. El bosque estaba rasgado por el obús. Las lagunas circulares eran embudos abiertos por las «marmitas» germánicas en un suelo de fondo calizo é impermeable que conservaba los regueros de la lluvia.

Habían dejado su automóvil al pie de la montaña. Uno de los oficiales, viejo artillero, les explicó esta precaución. Debían seguir cuesta arriba cautelosamente. Estaban al alcance del enemigo, y un automóvil podía atraer sus cañonazos.

–Un poco fatigosa la subida—continuó—. ¡Animo, señor senador!… Ya estamos cerca.

Empezaron á cruzarse en el camino con soldados de artillería. Muchos de ellos sólo tenían de militar el kepis. Parecían obreros de una fábrica de metalurgia, fundidores y ajustadores, con pantalones y chalecos de pana. Llevaban los brazos descubiertos, y algunos, para marchar sobre el barro con mayor seguridad, calzaban zuecos de madera. Eran antiguos trabajadores del hierro incorporados por la movilización á la artillería de reserva. Sus sargentos habían sido contramaestres; muchos de sus oficiales, ingenieros y dueños de taller.

De pronto, los que subían tropezaron con los férreos habitantes del bosque. Cuando éstos hablaban se estremecía el suelo, temblaba el aire, y los pobladores de la arboleda, cuervos y liebres, mariposas y hormigas, huían despavoridos para ocultarse, como si el mundo fuese á perecer en ruidosa convulsión. Ahora, los monstruos bramadores permanecían callados. Se llegaba junto á ellos sin verlos. Entre el ramaje verde asomaba el extremo de algo semejante á una viga gris; otras veces, esta aparición emergía de un amontonamiento de troncos secos. Al dar vuelta al obstáculo, aparecía una plazoleta de tierra limpia ocupada por varios hombres que vivían, dormían y trabajaban en torno de un artefacto enorme montado sobre ruedas.

El senador, que había escrito versos en su juventud y hacía poesía oratoria cuando inauguraba alguna estatua en su distrito, vió en estos solitarios de la montaña, ennegrecidos por el sol y el humo, despechugados y arremangados, una especie de sacerdotes puestos al servicio de la divinidad fatal, que recibía de sus manos la ofrenda de las enormes cápsulas explosivas, vomitándolas en forma de trueno.

Ocultos bajo el ramaje, para librarse de la observación de los aviadores enemigos, los cañones franceses se esparcían por las crestas y mesetas de una serie de montañas. En este rebaño de acero había piezas enormes, con ruedas reforzadas de patines, semejantes á las de las locomóviles agrícolas que Desnoyers tenía en sus estancias para arar la tierra. Como bestias menores, más ágiles y juguetonas en su incesante ladrido, los grupos del 75 aparecían interpolados entre los sombríos monstruos.

Los dos capitanes habían recibido del general de su cuerpo de ejército la orden de enseñar minuciosamente al senador el funcionamiento de la artillería. Y Lacour aceptaba con reflexiva gravedad sus observaciones, mientras volvía los ojos á un lado y á otro con la esperanza de reconocer á su hijo. Lo interesante para él era ver á René… Pero recordando el pretexto oficial de su viaje, seguía de cañón en cañón oyendo explicaciones.

Mostraban los proyectiles los sirvientes de las piezas: grandes cilindros ojivales extraídos de los almacenes subterráneos. Estos almacenes, llamados «abrigos», eran profundas madrigueras, pozos oblicuos reforzados con sacos de tierra y maderos. Servían de refugio al personal libre y guardaban las municiones á cubierto de una explosión.

Un artillero les mostró dos bolsas unidas de tela blanca, bien repletas. Parecían un salchichón doble y eran la carga de uno de los grandes cañones. La bolsa quedó abierta, saliendo á la luz unos paquetes de hojas color de rosa. El senador y su acompañante se admiraron de que esta pasta, que parecía un artículo de tocador, fuese uno de los terribles explosivos de la guerra moderna.

–Afirmo—dijo Lacour—que al encontrar en la calle uno de estos atados lo habría creído procedente del bolso de una dama ó un olvido de dependiente de perfumería… todo, menos un explosivo. ¡Y con esto, que parece fabricado para los labios, puede volarse un edificio!…

Siguieron su camino. En lo más alto de la montaña vieron un torreón algo desmoronado. Era el puesto más peligroso. Un oficial examinaba desde él la línea enemiga para apreciar la exactitud de los disparos. Mientras sus camaradas estaban debajo de la tierra, ó disimulados por el ramaje, él cumplía su misión desde este punto visible.

A corta distancia de la torre se abrió ante sus ojos un pasillo subterráneo. Descendieron por sus entrañas lóbregas, hasta dar con varias habitaciones excavadas en el suelo. Un lado de montaña cortado á pico era su fachada exterior. Angostas ventanillas perforadas en la piedra daban luz y aire á estas piezas.

Un comandante viejo, encargado del sector, salió á su encuentro, Desnoyers creyó ver á un jefe de sección de un gran almacén de París. Sus ademanes eran exquisitos, su voz suave parecía implorar perdón á cada palabra, como si se dirigiese á un grupo de damas ofreciéndoles los géneros de última novedad. Pero esta impresión sólo duró un momento. El soldado de pelo canoso y lentes de miope, que guardaba en plena guerra los gestos de un director de fábrica recibiendo á sus clientes, mostró al mover los brazos unas vendas y algodones en el interior de sus mangas. Estaba herido en ambas muñecas por una explosión de obús, y sin embargo continuaba en su sitio.

«¡Diablo de señor melifluo y almibarado!—pensó don Marcelo—. Hay que reconocer que es alguien.»

Habían entrado en el puesto de mando, vasta pieza que recibía la luz por una ventana horizontal de cuatro metros de ancho con sólo una altura de palmo y medio. Parecía el espacio abierto entre dos hojas de persiana. Debajo de ella se extendía una mesa de pino cargada de papeles, con varios taburetes. Ocupando uno de estos asientos se abarcaba con los ojos toda la llanura. En las paredes había aparatos eléctricos, cuadros de distribución, bocinas acústicas y teléfonos, muchos teléfonos.

El comandante apartó y amontonó los papeles, ofreciendo los taburetes con el mismo ademán que si estuviese en un salón.

–Aquí, señor senador.

Desnoyers, compañero humilde, tomó asiento á su lado. El comandante parecía un director de teatro preparándose á mostrar algo extraordinario. Colocó sobre la mesa un enorme papel que reproducía todos los accidentes de la llanura extendida ante ellos: caminos, pueblos, campos, alturas y valles. Sobre este mapa aparecía un grupo triangular de líneas rojas en forma de abanico. El vértice era el sitio donde ellos estaban; la parte ancha del triángulo el límite del horizonte real que abarcaban con los ojos.

–Vamos á tirar contra este bosque—dijo el artillero señalando un extremo de la carta—. Aquí es allá—continuó, designando en el horizonte una pequeña línea obscura—. Tomen ustedes los gemelos.

Pero antes de que los dos apoyasen el borde de los oculares en sus cejas, el comandante colocó sobre el mapa un nuevo papel. Era una fotografía enorme y algo borrosa, sobre cuyos trazos aparecía un abanico de líneas encarnadas igual al otro.

–Nuestros aviadores—continuó el artillero cortés—han tomado esta mañana algunas vistas de las posiciones enemigas. Esto es una ampliación de nuestro taller fotográfico… Según sus informes, hay acampados en el bosque dos regimientos alemanes.

Don Marcelo vió en la fotografía la mancha del bosque y dentro de ella líneas blancas que figuraban caminos, grupos de pequeños cuadrados que eran manzanas de casas de un pueblo. Creyó estar en un aeroplano contemplando la tierra á mil metros de altura. Luego se llevó los gemelos á los ojos, siguiendo la dirección de una de las líneas rojas, y vió agrandarse en el redondel de la lente una barra negra, algo semejante á una línea gruesa de tinta: el bosque, el refugio de los enemigos.

–Cuando usted lo disponga, señor senador, empezaremos—dijo el comandante, llegando al último extremo de la cortesía—. ¿Está usted pronto?…

Desnoyers sonrió levemente. ¿A qué iba á estar pronto su ilustre amigo? ¿De qué podía servir, simple mirón como él, y emocionado indudablemente por lo nuevo del espectáculo?…

Sonaron á sus espaldas un sinnúmero de timbres: vibraciones que llamaban, vibraciones que respondían. Los tubos acústicos parecían hincharse con el galope de las palabras. El hilo eléctrico pobló el silencio de la habitación con las palpitaciones de su vida misteriosa. El amable jefe ya no se ocupaba de sus personas. Lo adivinaron á sus espaldas ante la boca de un teléfono, conversando con sus oficiales á varios kilómetros de distancia. El héroe dulzón y bienhablado no abandonaba un momento su retorcida cortesía.

–¿Quiere usted tener la bondad de empezar?…—dijo suavemente al oficial lejano—. Con mucho gusto le comunico la orden.

Sintió don Marcelo un ligero temblor nervioso junto á una de sus piernas. Era Lacour, inquieto por la novedad. Iba á iniciarse el fuego; iba ocurrir algo que no había visto nunca. Los cañones estaban encima de sus cabezas: temblaría la bóveda como la cubierta de un buque cuando disparan sobre ella. La habitación, con sus tubos acústicos y sus vibraciones de teléfonos, era semejante al puente de un navío en el momento del zafarrancho. ¡El estrépito que iba á producirse!… Transcurrieron algunos segundos, que fueron larguísimos… De pronto, un trueno lejano que parecía venir de las nubes. Desnoyers ya no sintió la vibración nerviosa junto á su pierna. El senador se movió á impulsos de la sorpresa; su gesto parecía decir: «¿Y esto es todo?…» Los metros de tierra que tenían sobre ellos amortiguaron las detonaciones. El tiro de una pieza gruesa equivalía á un garrotazo en un colchón. Más impresionante resultaba el gemido del proyectil sonando á gran altura, pero desplazando el aire con tal violencia, que sus ondas llegaban hasta la ventana.

Huía… huía, debilitando su rugido. Pasó mucho tiempo antes de que se notasen sus efectos. Los dos amigos llegaron á creer que se había perdido en él espacio. «No llega… no llega», pensaban. De pronto surgió en el horizonte, exactamente en el lugar indicado, sobre el borrón del bosque, una enorme columna de humo, una torre giratoria de vapor negro, seguida de una explosión volcánica.

–¡Qué mal debe vivirse allí!—dijo el senador.

El y Desnoyers experimentaron una impresión de alegría animal, un regocijo egoísta, viéndose en lugar seguro, á varios metros debajo del suelo.

–Los alemanes van á tirar de un momento á otro—dijo en voz baja don Marcelo á su amigo.

El senador fué de la misma opinión. Indudablemente iban á contestar, entablándose un duelo de artillería.

Todas las baterías francesas habían abierto el fuego. La montaña tronaba incesantemente: se sucedían los rugidos de los proyectiles; el horizonte, todavía silencioso, se iba erizando de negras columnas salomónicas. Los dos reconocieron que se estaba muy bien en este refugio, semejante á un palco de teatro…

Alguien tocó en un hombro á Lacour. Era uno de los capitanes que les guiaban por el frente.

–Vamos arriba—dijo con sencillez—. Hay que ver de cerca cómo trabajan nuestros cañones. El espectáculo vale la pena.

¿Arriba?… El personaje quedó perplejo, asombrado, como si le propusiesen un viaje interplanetario. ¿Arriba, cuando los enemigos iban á contestar de un momento á otro?…

El capitán explicó que el subteniente Lacour estaba tal vez esperando á su padre. Habían avisado por teléfono á su batería, emplazada á un kilómetro de distancia: debía aprovechar el tiempo para verle.

Subieron de nuevo á la luz por el boquete del subterráneo. El senador se había erguido majestuosamente.

«Van á tirar—decía una voz en su interior—; van á contestar los enemigos.»

Pero se ajustó el chaqué como un manto trágico, y siguió adelante, grave y solemne. Si aquellos hombres de guerra, adversarios del parlamentarismo, querían reír ocultamente de las emociones de un personaje civil, se llevaban chasco.

Desnoyers admiró la decisión con que el grande hombre se lanzaba fuera del subterráneo, lo mismo que si marchase contra el enemigo.

A los pocos pasos se desgarró la atmósfera en ondas tumultuosas. Los dos vacilaron sobre los pies, mientras zumbaban sus oídos y creían sentir en la nuca la impresión de un golpe. Se les ocurrió al mismo tiempo que ya habían empezado á tirar los alemanes. Pero eran los suyos los que tiraban. Una vedija de humo surgió del bosque, á una docena de metros, disolviéndose instantáneamente. Acababa de disparar una de las piezas de enorme calibre, oculta en el ramaje junto á ellos. Los capitanes dieron una explicación sin detener el paso. Tenían que seguir por delante de los cañones, sufriendo la violenta sonoridad de sus estampidos, para no aventurarse en el espacio descubierto donde estaba el torreón del vigía. También ellos esperaban de un momento á otro la contestación de enfrente.

El que iba junto á don Marcelo le felicitó por la impavidez con que soportaba los cañonazos.

–Mi amigo conoce eso—dijo el senador con orgullo—. Estuvo en la batalla del Marne.

Los dos militares apreciaron con alguna extrañeza la edad de Desnoyers. ¿En qué lugar había estado? ¿A qué cuerpo pertenecía?…

–Estuve de víctima—dijo el aludido, modestamente.

Un oficial venía corriendo hacia ellos del lado del torreón, por el espacio desnudo de árboles. Repetidas veces agitó su kepis para que le viesen mejor. Lacour tembló por él. Podían distinguirle los enemigos; se ofrecía como blanco al cortar imprudentemente el espacio descubierto, con el deseo de llegar antes. Y aún tembló más al verle de cerca… Era René.

Sus manos oprimieron con cierta extrañeza unas manos fuertes, nervudas. Vió el rostro de su hijo con los rasgos más acentuados, obscurecido por la pátina que de la existencia campestre. Un aire de resolución, de confianza en las propias fuerzas, parecía desprenderse de su persona. Seis meses de vida intensa le habían transformado. Era el mismo, pero con el pecho más amplio, las muñecas más fuertes. Las facciones suaves y dulces de la madre se habían perdido bajo esta máscara varonil. Lacour reconoció con orgullo que ahora se parecía á él.

Después de los abrazos de saludo, René atendió á don Marcelo con más asiduidad que á su padre. Creía percibir en su persona algo del perfume de Chichí. Preguntó por ella: quería saber detalles de su vida, á pesar de la frecuencia con que llegaban sus cartas.

El senador, mientras tanto, conmovido por su reciente emoción, había tomado cierto aire oratorio al dirigirse á su hijo. Improvisó un fragmento de discurso en honor de este soldado de la República que llevaba el glorioso nombre de Lacour, juzgando oportuno el momento para hacer conocer á aquellos militares profesionales los antecedentes de su familia.

–Cumple tu deber, hijo mío. Los Lacour tienen tradiciones guerreras. Acuérdate de nuestro abuelo, el comisario de la Convención, que se cubrió de gloria en la defensa de Maguncia.

Mientras hablaba se habían puesto todos en marcha, doblando una punta del bosque para colocarse detrás de los cañones.

Aquí, el estrépito era menos violento. Las grandes piezas, después de cada disparo, dejaban escapar por la recámara una nubecilla de humo semejante á la de una pipa. Los sargentos dictaban cifras, comunicadas en voz baja por otro artillero que tenía en una oreja el auricular del teléfono. Los sirvientes obedecían silenciosos en torno del cañón. Tocaban una ruedecita, y el monstruo elevaba su morro gris, lo movía á un lado ó á otro, con la expresión inteligente y la agilidad de una trompa de elefante. Al pie de la pieza más próxima se erguía, con el tirador en las manos, un artillero de cara impasible. Debía estar sordo. Su embrutecimiento facial delataba cierta autoridad. Para él, la vida no era mas que una serie de tirones y de truenos. Conocía su importancia. Era el servidor de la tormenta, el guardián del rayo.

–¡Fuego!—gritó el sargento.

Y el trueno estalló á su voz. Todo pareció temblar; pero acostumbrados los dos viajeros á oir los estampidos de las piezas por la parte de la boca, les pareció de segundo orden el estrépito presente.

Lacour iba á continuar su relato sobre el glorioso abuelo de la Convención, cuando algo extraordinario cortó su facundia.

–Tiran—dijo simplemente el artillero que ocupaba el teléfono.

Los dos oficiales repitieron al senador esta noticia, transmitida por los vigías de la torre. ¿No había dicho él que los enemigos iban á contestar?… Obedeciendo al santo instinto de conservación y empujado al mismo tiempo por su hijo, se vió en un «abrigo» de la batería. No quiso agazaparse en el interior de la estrecha cueva. Permaneció junto á la entrada, con una curiosidad que se sobreponía á la inquietud.

Sintió venir al invisible proyectil á pesar del estrépito de los cañones inmediatos. Percibía, con rara sensibilidad su paso á través de la atmósfera por encima de los otros ruidos más potentes y cercanos. Era un gemido que ensanchaba su intensidad; un triángulo sonoro, con el vértice en el horizonte, que se abría al avanzar, llenando todo el espacio. Luego ya no fué un gemido, fué un bronco estrépito; formado por diversos choques y roces, semejantes al descenso de un tranvía eléctrico por una calle en cuesta, á la carrera de un tren que pasa ante una estación sin detenerse.

Le vió aparecer en forma de nube, agrandóse como si fuese á desplomarse sobre la batería. Sin saber cómo, se encontró en el fondo del «abrigo», y sus manos tropezaron con el frío contacto de un montón de cilindros de acero alineados como botellas. Eran proyectiles.

«Si la «marmita» alemana—pensó—estallase sobre esta madriguera… ¡qué espantosa voladura!…»

Pero se tranquilizaba al considerar la solidez de la bóveda: vigas y sacos de tierra se sucedían en un espesor de varios metros. Quedó de pronto en absoluta obscuridad. Otro se había refugiado en el «abrigo», obstruyendo con su cuerpo la entrada de la luz: tal vez su amigo Desnoyers.

Pasó un año que en su reloj sólo representaba un segundo; luego pasó un siglo de igual duración… y al fin estalló el esperado trueno, temblando el «abrigo», pero con blandura, con sorda elasticidad, como si fuese de caucho. La explosión, á pesar de esto, resultaba horrible. Otras explosiones menores, enroscadas, juguetonas y silbantes surgieron detrás de la primera. Con la imaginación dió forma Lacour á este cataclismo. Vió una serpiente alada vomitando chispas y humo, una especie de monstruo wagneriano que al aplastarse contra el suelo abría sus entrañas, esparciendo miles de culebrillas ígneas que lo cubrían todo con sus mortales retorcimientos… El proyectil debía haber estallado muy cerca, tal vez en la misma plazoleta ocupada por la batería.

Salió del «abrigo», esperando encontrar un espectáculo horroroso de cadáveres despedazados, y vió á su hijo que sonreía encendiendo un cigarro y hablando con Desnoyers… ¡Nada! Los artilleros terminaban tranquilamente de cargar una pieza gruesa. Habían levantado los ojos un momento al pasar el proyectil enemigo, continuando luego su trabajo.

–Ha debido caer á unos trescientos metros—dijo René tranquilamente.

El senador, espíritu impresionable, sintió de pronto una confianza heroica. No valía la pena ocuparse tanto de la propia seguridad cuando los otros hombres, iguales á él—aunque fuesen vestidos de distinto modo—, no parecían reconocer el peligro.

Y al pasar nuevos proyectiles, que iban á perderse en los bosques con estallidos de cráter, permaneció al lado de su hijo, sin otro signo de emoción que un leve estremecimiento en las piernas. Le parecía ahora que únicamente los proyectiles franceses, por ser «suyos», daban en el blanco y mataban. Los otros tenían la obligación de pasar por alto, perdiéndose lejos entre un estrépito inútil. Con tales ilusiones se fabrica el valor… «¿Y esto es todo?», parecían decir sus ojos.

Recordaba con cierta vergüenza su refugio en el «abrigo»; se reconocía capaz de vivir allí, lo mismo que René.

Sin embargo, los obuses alemanes eran cada vez más frecuentes. Ya no se perdían en el bosque; sus estallidos sonaban más cercanos. Los dos oficiales cruzaron sus miradas. Tenían el encargo de velar por la seguridad del ilustre visitante.

–Esto se calienta—dijo uno de ellos.

René, como si adivinase lo que pensaban, se dispuso á partir. «¡Adiós, papá!» Estaba haciendo falta en su batería. El senador intentó resistirse, quiso prolongar la entrevista, pero chocó con algo duro é inflexible que repelía toda su influencia. Un senador valía poco entre aquella gente acostumbrada á la disciplina.

–¡Salud, hijo mío!… Mucha suerte… Acuérdate de quién eres.

Y el padre lloró al oprimirle entre sus brazos. Lamentaba en silencio la brevedad de la entrevista; pensó en los peligros que aguardaban á su único hijo al separarse de él.

Cuando René hubo desaparecido, los capitanes iniciaron la marcha del grupo. Se hacía tarde; debían llegar antes de anochecer á un determinado acantonamiento. Iban cuesta abajo, al abrigo de una arista de la montaña, viendo pasar muy altos los proyectiles enemigos.

En una hondonada encontraron varios grupos de cañones de 75. Estaban esparcidos en la arboleda, disimulados por montones de ramaje, como perros agazapados que ladraban asomando sus hocicos grises. Los grandes cañones rugían con intervalos de grave pausa. Estas jaurías de acero gritaban incesantemente, sin abrir el más leve paréntesis en su cólera ruidosa, igual al rasgón de una tela que se parte sin fin. Las piezas eran muchas, los disparos vertiginosos, y las detonaciones se confundían en una sola, como las series de puntos se unen formando una línea compacta.

Los jefes, embriagados por el estrépito, daban sus órdenes á gritos, agitaban los brazos paseando por detrás de las piezas. Los cañones se deslizaban sobre las cureñas inmóviles, avanzando y retrocediendo como pistolas automáticas. Cada disparo arrojaba la cápsula vacía, introduciendo al punto un nuevo proyectil en la recámara humeante.

Se arremolinaba el aire á espaldas de las baterías con oleaje furioso. Lacour y su compañero recibían á cada tiro un golpe en el pecho, el violento contacto de una mano invisible que los empujaba hacia atrás. Tenían que acompasar su respiración al ritmo de los disparos. Durante una centésima de segundo, entre la onda aérea barrida y la nueva onda que avanzaba, sus pechos experimentaban la angustia del vacío. Desnoyers admiró el ladrido de estos perros grises. Conocía bien sus mordeduras, que alcanzaban á muchos kilómetros. Aún se mantenían frescas en su pobre castillo.

A Lacour le pareció que las filas de cañones cantaban algo monótono y feroz, como debieron ser los himnos guerreros de la humanidad de los tiempos prehistóricos. Esta música de notas secas, ensordecedoras, delirantes, iba despertando en los dos algo que duerme en el fondo de todas las almas: el salvajismo de los remotos abuelos. El aire se caldeaba con olores acres, punzantes, bestialmente embriagadores. Los perfumes del explosivo llegaban hasta el cerebro por la boca, por las orejas, por los ojos.

Experimentaron el mismo enardecimiento de los directores de las piezas, que gritaban y braceaban en medio del trueno. Las cápsulas vacías iban formando una capa espesa detrás de los cañones. ¡Fuego!… ¡siempre fuego!

–Hay que rociar bien—gritaban los jefes—. Hay que dar un buen riego al bosque donde están los boches.

Y las bocas del 75 regaban sin interrupción, inundando de proyectiles la remota arboleda.

Enardecidos por esta actividad mortal, embriagados por la celeridad destructora, sometidos al vértigo de las horas rojas, Lacour y Desnoyers se vieron de pronto agitando sus sombreros, moviéndose de un lado á otro como si fuesen á bailar la danza sagrada de la muerte, gritando con la boca seca por el acre vapor de la pólvora: «¡Viva… viva!»

El automóvil rodó toda la tarde, deteniéndose algunas veces en los caminos congestionados por el largo desfile de los convoyes. Pasaron á través de campos sin cultivar, con esqueletos de viviendas. Corrieron á lo largo de pueblos incendiados que no eran mas que una sucesión de fachadas negras con huecos abiertos sobre el vacío.

–Ahora le toca á usted—dijo el senador á Desnoyers—. Vamos á ver á su hijo.

Se cruzaron á la caída de la tarde con numerosos grupos de infantería, soldados de luengas barbas y uniformes azules descoloridos por la intemperie. Volvían de los atrincheramientos, llevando sobre la joroba de sus mochilas palas, picos y otros útiles para remover la tierra, que habían adquirido una importancia de armas de combate. Iban cubiertos de barro de cabeza á pies. Todos parecían viejos en plena juventud. Su alegría al volver al acantonamiento después de una semana de trinchera poblaba el silencio de la llanura con canciones acompañadas por el sordo choque de sus zapatos claveteados. En el atardecer de color de violeta, el coro varonil iba esparciendo las estrofas aladas de la Marsellesa ó las afirmaciones heroicas del Canto de partida.

–Son los soldados de la Revolución—decía entusiasmado el senador—; Francia ha vuelto á 1792.

Pasaron la noche en un pueblo medio arruinado, donde se había establecido la comandancia de una división. Los dos capitanes se despidieron. Otros se encargarían de guiarles en la mañana siguiente.

Se habían alojado en el «Hotel de la Sirena», edificio viejo, con la fachada roída por los obuses. El dueño les mostró con orgullo una ventana rota que había tomado la forma de un cráter. Esta ventana hacía perder su importancia á la antigua muestra del establecimiento: una mujer de hierro con cola de pescado. Como Desnoyers ocupaba la habitación inmediata á la que había recibido el proyectil, el hotelero quiso enseñársela antes de que se acostase.

Todo roto: paredes, suelo, techo. Los muebles hechos astillas en los rincones; harapos de floreado papel colgando de las paredes. Por un agujero enorme se veían las estrellas y entraba el frío de la noche. El dueño hizo constar que este destrozo no era obra de los alemanes. Lo había causado un proyectil del 75 al ser repelidos los invasores fuera del pueblo. Y sonreía con patriótico orgullo ante la destrucción, repitiendo:

–Es obra de los nuestros. ¿Qué le parece cómo trabaja el 75?… ¿Qué dice usted de esto?…

A pesar de la fatiga del viaje, don Marcelo durmió mal, agitado por el pensamiento de que su hijo estaba á corta distancia.

Una hora después del amanecer salieron del pueblo en automóvil, guiados por otro oficial. A los dos lados del camino vieron campamentos y campamentos. Dejaron atrás los parques de municiones; pasaron la tercera línea de tropas; luego la segunda. Miles y miles de hombres se habían instalado en pleno campo, improvisando sus viviendas. Este hormigueo varonil recordaba, con su variedad de uniformes y razas, las grandes invasiones de la Historia. No era un pueblo en marcha: el éxodo de un pueblo lleva tras de él mujeres y niños. Aquí sólo se veían hombres, hombres por todas partes.

Todos los géneros de habitación discurridos por la humanidad, á partir de la caverna, eran utilizados en estas aglomeraciones militares. Las cuevas y canteras servían de cuarteles. Unas chozas recordaban el rancho americano; otras, cónicas y prolongadas, imitaban al gurbi de África. Muchos de los soldados procedían de las colonias; algunos habían vivido como negociantes en países del nuevo mundo, y al tener que improvisar una casa más estable que la tienda de lona, apelaban á sus recuerdos, imitando la arquitectura de las tribus con las que estuvieron en contacto. Además, en esta masa de combatientes había tiradores marroquíes, negros y asiáticos, que parecían crecerse lejos de las ciudades, adquiriendo á campo raso una superioridad que los convertía en maestros de los civilizados.

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