Kitabı oku: «Los cuatro jinetes del apocalipsis», sayfa 7
–Te estás matando—decía Argensola—. Bailas demasiado.
La gloria de su amigo representaba nuevas molestias para él. Sus plácidas lecturas ante la estufa se veían ahora interrumpidas diariamente. Imposible leer más de un capítulo. El hombre célebre le apremiaba con sus órdenes para que se marchase á la calle. «Una nueva lección» decía el parásito. Y cuando estaba solo, numerosas visitas, todas de mujeres, unas preguntonas y agresivas, otras melancólicas, con aire de abandono, venían á interrumpirle en su reflexivo entretenimiento. Una de éstas aterraba con su insistencia á los habitantes del estudio. Era una americana del Norte, de edad problemática, entre los treinta y dos y los cincuenta y nueve años, siempre con faldas cortas, que al sentarse se recogían indiscretas, como movidas por un resorte. Varios bailes con Desnoyers y una visita á la rue de la Pompe representaban para ella sagrados derechos adquiridos, y perseguía al maestro con la desesperación de una creyente abandonada. Julio había escapado al saber que esta beldad, de esbeltez juvenil vista por el dorso, tenía dos nietos. «Máster Desnoyers ha salido», decía invariablemente Argensola al recibirla. Y la abuela lloraba, prorrumpiendo en amenazas. Quería suicidarse allí mismo, para que su cadáver espantase á las otras mujeres que venían á quitarle lo que consideraba suyo. Ahora era Argensola el que despedía á su compañero cuando deseaba verse solo. «Creo que la yanqui va á venir», decía con indiferencia. Y el grande hombre huía, valiéndose muchas veces de la escalera de servicio.
En esta época empezó á desarrollarse el suceso más importante de su existencia. La familia Desnoyers iba á unirse con la del senador Lacour. René, el hijo único de éste, había acabado por inspirar á Chichí cierto interés que casi era amor. El personaje deseaba para su descendiente los campos sin límites, los rebaños inmensos, cuya descripción le conmovía como un relato maravilloso y banquetes. Toda celebridad nueva le sugería inmediatamente el plan de un almuerzo. No había personaje de paso en París, viajero polar ó cantante famoso que escapase sin ser exhibido en el comedor de Lacour. El hijo de Desnoyers—en el que apenas se había fijado hasta entonces—le inspiró una simpatía repentina. El senador era un hombre moderno, y no clasificaba la gloria ni distinguía las reputaciones. Le bastaba que un apellido sonase, para aceptarlo con entusiasmo. Al visitarle Julio, lo presentaba con orgullo á sus amigos, faltando poco para que le llamase «querido maestro». El tango acaparaba todas las conversaciones. Hasta en la Academia se habían ocupado de él, para demostrar elocuentemente que la juventud de la antigua Atenas se divertía con algo semejante… Y Lacour había soñado toda su vida con una república ateniense para su país.
El joven Desnoyers conoció en estas reuniones al matrimonio Laurier. El era un ingeniero que poseía una fábrica de motores para automóviles en las inmediaciones de París: un hombre de treinta y cinco años, grande, algo pesado, silencioso, que posaba en torno de su persona una mirada lenta, como si quisiera penetrar más profundamente en los hombres y los objetos. Madama Laurier tenía diez años menos que su marido, y parecía despegarse de él por la fuerza de un rudo contraste. Era de carácter ligero, elegante, frívola, y amaba la vida por los placeres y satisfacciones que proporciona. Parecía aceptar con sonriente conformidad la adoración silenciosa y grave de su esposo. No podía hacer menos por una criatura de sus méritos. Además, había aportado al matrimonio una dote de trescientos mil francos, capital que sirvió al ingeniero para ensanchar sus negocios. El senador había intervenido en el arreglo de esta sociedad matrimonial. Laurier le interesaba por ser hijo de un compañero de su juventud.
La presencia de Julio fué para Margarita Laurier un rayo de sol en el aburrido salón de Lacour. Ella bailaba la danza de moda, frecuentando los «té-tango» donde era admirado Desnoyers. ¡Verse de pronto al lado de este hombre célebre é interesante que se disputaban las mujeres!… Para que no la creyese una burguesa igual á las otras contertulias del senador, habló de sus costureros, todos de la rue de la Paix, declarando gravemente que una mujer que se respeta no puede salir á la calle con un vestido de menos de ochocientos francos, y que el sombrero de mil, objeto de asombro hace pocos años, era ahora una vulgaridad.
Este conocimiento sirvió para que «la pequeña Laurier»—como la llamaban las amigas, á pesar de su buena estatura—se viese buscada por el maestro en los bailes, saliendo á danzar con él entre miradas de despecho y envidia. ¡Qué triunfo para la esposa de un simple ingeniero, que iba á todas partes en el automóvil de su madre!… Julio sintió al principio la atracción de la novedad. La había creído igual á todas las que languidecían en sus brazos siguiendo el ritmo complicado de la danza. Después la encontró distinta. Las resistencias de ella á continuación de las primeras intimidades verbales exaltaron su deseo. En realidad, nunca había tratado á una mujer de su clase. Las de su primera época eran parroquianas de los restoranes nocturnos, que acababan por hacerse pagar. Ahora, la celebridad traía á sus brazos damas de alta posición, pero con un pasado inconfesable, ansiosas de novedades y excesivamente maduras. Esta burguesa que marchaba hacia él y en el momento del abandono retrocedía con bruscos renacimientos de pudor representaba algo extraordinario.
Los salones de tango experimentaron una gran pérdida. Desnoyers se dejó ver con menos frecuencia, abandonando su gloria á los profesionales. Transcurrían semanas enteras sin que las devotas pudiesen admirar de cinco á siete sus crenchas negras y sus piececitos charolados brillando bajo las luces al compás de graciosos movimientos.
Margarita Laurier también huyó de estos lugares. Las entrevistas de los dos se desarrollaron con arreglo á lo que ella había leído en las novelas amorosas que tienen por escenario á París. Iba en busca de Julio temiendo ser reconocida, trémula de emoción, escogiendo los trajes más sombríos, cubriéndose el rostro con un velo tupido, «el velo de adulterio», como decían sus amigas. Se daban cita en los squares de barrio menos frecuentados, cambiando de lugar como los pájaros miedosos, que á la más leve inquietud levantan el vuelo para ir á posarse á gran distancia. Unas veces se juntaban en las Buttes Chaumont, otras preferían los jardines de la orilla izquierda del Sena, el Luxemburgo y hasta el remoto Parque de Montsouris. Ella sentía escalofríos de terror al pensar que su marido podía sorprenderla, mientras el laborioso ingeniero estaba en la fábrica, á una distancia enorme de la realidad. Su aspecto azorado, sus excesivas precauciones para deslizarse inadvertida, acababan por llamar la atención de los transeuntes.
Julio se impacientó con las molestias de este amor errante, sin otro resultado que algunos besos furtivos. Pero callaba al fin, dominado por las palabras suplicantes de Margarita. No quería ser suya como una de tantas: necesitaba convencerse de que este amor iba á durar siempre. Era su primera falta y deseaba que fuese la última. ¡Ay! ¡Su reputación intacta hasta entonces!… ¡El miedo á lo que podía decir la gente!… Los dos retrocedieron hasta la adolescencia; se amaron con la pasión confiada y pueril de los quince años, que nunca habían conocido. Julio había saltado de la niñez á los placeres del libertinaje, recorriendo de un golpe toda la iniciación de la vida. Ella había deseado el matrimonio por hacer como las demás, por adquirir el respeto y la libertad de una mujer casada, sintiendo únicamente hacia su esposo un vago agradecimiento. «Terminamos por donde otros empiezan», decía Desnoyers.
Su pasión tomaba todas las formas de un amor intenso, creyente y vulgar. Se enternecían con un sentimentalismo de romanza al estrecharse las manos y cambiar un beso en un banco de jardín á la hora del crepúsculo. El guardaba un mechón de pelo de Margarita, aunque dudando de su autenticidad, con la vaga sospecha de que bien podía ser de los añadidos impuestos por la moda. Ella abandonaba su cabeza en uno de sus hombros, se apelotonaba, como si implorase su dominación; pero siempre al aire libre. Apenas intentaba carruaje, madama le repelía vigorosamente. Una dualidad contradictoria parecía inspirar sus actos. Todas las mañanas despertaba dispuesta al vencimiento final. Pero luego, al verse junto á él, reaparecía la pequeña burguesa, celosa de su reputación, fiel á las enseñanzas de su madre.
Un día accedió á visitar el estudio, con el interés que inspiran los lugares habitados por la persona amada. «Júrame que me respetarás.» El tenía el juramento fácil, y juró por todo lo que Margarita quiso… Y desde este día ya no se vieron en los jardines ni vagaron perseguidos por el viento del invierno. Se quedaron en el estudio, y Argensola tuvo que modificar su existencia, buscando la estufa de algún pintor amigo para continuar sus lecturas.
Esta situación se prolongó dos meses. No supieron nunca qué fuerza secreta derrumbó de pronto su tranquila felicidad. Tal vez fué una amiga de ella, que, adivinando los hechos, los hizo saber al marido por medio de un anónimo; tal vez se delató la misma esposa inconscientemente, con sus alegrías inexplicables, sus regresos tardíos á la casa, cuando la comida estaba ya en la mesa, y la repentina aversión que mostraba al ingeniero en las horas de intimidad matrimonial, para mantenerse fiel al recuerdo del otro. El compartirse entre el compañero legal y el hombre amado era un tormento que no podía soportar su entusiasmo simple y vehemente.
Cuando trotaba una noche por la rue de la Pompe mirando su reloj y temblando de impaciencia al no encontrar un automóvil ó un simple fiacre, le cortó el paso un hombre… ¡Esteban Laurier! Aún se estremecía de miedo al recordar esta hora trágica. Por un momento creyó que iba á matarla. Los hombres serios, tímidos y sumisos son terribles en sus explosiones de cólera. El marido lo sabía todo. Con la misma paciencia que empleaba en la solución de sus problemas industriales, la había estudiado día tras día, sin que pudiese adivinar esta vigilancia en su rostro impasible. Luego la había seguido, hasta adquirir la completa evidencia de su infortunio.
Margarita no se lo había imaginado nunca tan vulgar y ruidoso en sus pasiones. Esperaba que aceptase los hechos fríamente, con un ligero tinte de ironía filosófica, como lo hacen los hombres verdaderamente distinguidos, como lo habían hecho los maridos de muchas de sus amigas. Pero el pobre ingeniero, que más allá de su trabajo sólo veía á su esposa, amándola como mujer y admirándola como un ser delicado y superior, resumen de todas las gracias y elegancias, no podía resignarse, y gritó y amenazó sin recato alguno, haciendo que el escándalo se esparciese por todo el círculo de sus amistades. El senador experimentaba una gran molestia al recordar que era en su respetable vivienda donde se habían conocido los culpables. Pero su cólera la dirigió contra el esposo. ¡Qué falta de saber vivir!… Las mujeres son las mujeres, y todo tiene arreglo. Pero después de las imprudencias de este energúmeno no era posible una solución elegante, y había que entablar el divorcio.
El viejo Desnoyers se irritó al conocer la última hazaña de su hijo. Laurier le inspiraba un gran afecto. La solidaridad instintiva que existe entre los hombres de trabajo, pacientes y silenciosos, les había hecho buscarse. En las tertulias del senador pedía noticias al ingeniero de la marcha de sus negocios, interesándose por el desarrollo de aquella fábrica, de la que hablaba con ternuras de padre. El millonario, que gozaba fama de avariento, había llegado á ofrecerle un apoyo desinteresado, por si algún día necesitaba ensanchar su acción laboriosa. ¡Y á este hombre bueno venía á robarle la felicidad su hijo, un bailarín frívolo é inútil!…
Laurier, en los primeros momentos, habló de batirse. Su cólera fué la del caballo de labor que rompe los tirantes de la máquina de trabajo, eriza su pelaje con relinchos de locura y muerde. El padre se indignó ante su determinación… ¡Un escándalo más! Julio había dedicado la mejor parte de su existencia al manejo de las armas.
–Lo matará—decía el senador—. Estoy seguro de que lo matará. Es la lógica de la vida: el inútil mata siempre al que sirve para algo.
Pero no hubo muerte alguna. El padre de la República supo manejar á unos y á otros con la misma habilidad que mostraba en los pasillos del Senado al surgir una crisis ministerial. Se acalló el escándalo. Margarita fué á vivir con su madre, y empezaron las primeras gestiones para el divorcio.
Algunas tardes, cuando en el reloj del estudio daban las siete, ella había dicho tristemente, entre los desperezos de su cansancio amoroso:
–Marcharme… Marcharme cuando ésta es mi verdadera casa… ¡Ay, por qué no somos casados!…
Y él, que sentía florecer en su alma todo un jardín de virtudes burguesas ignoradas hasta entonces, repetía convencido:
–Es verdad, ¡por qué no somos casados!
Sus deseos podían realizarse. El marido les facilitaba el paso con su inesperada intervención. Y el joven Desnoyers se marchó á América para reunir dinero y casarse con Margarita.
IV
El primo de Berlín
El estudio de Julio Desnoyers ocupaba el último piso sobre la calle. El ascensor y la escalera principal terminaban ante su puerta. A sus espaldas, dos pequeños departamentos recibían la luz de un patio interior, teniendo como único medio de comunicación la escalera de servicio, que ascendía hasta las buhardillas.
Argensola, al quedarse en el estudio durante el viaje de su compañero, había buscado la amistad de estos vecinos de piso. La más grande de las habitaciones se hallaba desocupada durante el día. Sus dueños sólo volvían después de comer en el restorán. Era un matrimonio de empleados, que únicamente permanecía en casa los días festivos. El hombre, vigoroso y de aspecto marcial, prestaba servicio de inspector en un gran almacén. Había sido militar en África, ostentaba una condecoración y tenía el grado de subteniente en el ejército de reserva. Ella era una rubia, abultada y algo anémica, de ojos claros y gesto sentimental. En los días de fiesta pasaba largas horas ante el piano, evocando sus recuerdos musicales, siempre los mismos. Otras veces la veía Argensola por una ventana interior trabajando en la cocina, ayudada por su compañero, riendo los dos de sus torpezas é inexperiencias al improvisar la comida del domingo.
La portera tenía á esta mujer por alemana, pero ella hacía constar su condición de suiza. Desempeñaba el empleo de cajera en un almacén que no era el de su compañero. Por las mañanas salían juntos, para separarse en la plaza de la Estrella, siguiendo cada uno distinta dirección. A las siete de la tarde se saludaban con un beso en plena calle, como enamorados que se encuentran por primera vez, y luego de su comida volvían al nido de la rue de la Pompe. Argensola se vió rechazado, en todos sus intentos de amistad, por el egoísmo de esta pareja. Le contestaban con una cortesía glacial: vivían únicamente para ellos.
El otro departamento, compuesto de dos piezas, estaba ocupado por un hombre solo. Era un ruso ó polaco, que volvía casi siempre con paquetes de libros y pasaba largas horas escribiendo junto á una ventana del patio. El español le tuvo desde el primer momento por un hombre misterioso que ocultaba tal vez enormes méritos: un verdadero personaje de novela. Le impresionaba el aspecto exótico de Tchernoff: su barba revuelta, sus melenas aceitosas, sus gafas sobre una nariz amplia que parecía deformada por un puñetazo. Como un nimbo invisible le circundaba cierto hedor compuesto de vino barato y emanaciones de ropas trasudadas; Argensola lo percibía á través de la puerta de servicio: «El amigo Tchernoff que vuelve.» Y salía á la escalera interior para hablar con su vecino. Este defendió por mucho tiempo el acceso á su vivienda. El español llegó á creer que se dedicaba á la alquimia y otras operaciones misteriosas. Cuando al fin pudo entrar, vió libros, muchos libros, libros por todas partes, esparcidos en el suelo, alineados sobre tablas, apilados en los rincones, invadiendo sillas desvencijadas, mesas viejas, y una cama que sólo era rehecha de tarde en tarde, cuando el dueño, alarmado por la creciente invasión de polvo y telarañas, reclamaba el auxilio de una amiga de la portera.
Argensola reconoció al fin con cierto desencanto que no había nada misterioso en la vida de este hombre. Lo que escribía junto á la ventana eran traducciones: unas hechas de encargo, otras voluntariamente para los periódicos socialistas. Lo único asombroso en él era la cantidad de idiomas que conocía.
–Todos los sabe—dijo á Desnoyers al describirle este vecino—. Le basta oir uno nuevo, para dominarlo á los pocos días. Posee la clave, el secreto de las lenguas vivas y muertas. Habla el castellano como nosotros y no ha estado jamás en un país de habla española.
La sensación del misterio volvió á experimentarla Argensola al leer los títulos de muchos de los volúmenes amontonados. Eran libros antiguos en su mayor parte, muchos de ellos en idiomas que él no podía descifrar, recolectados á precios bajos en librerías de lance y en las cajas de los bouquinistes instaladas sobre los parapetos del Sena. Sólo aquel hombre, que tenía «la clave de las lenguas», podía adquirir tales volúmenes. Una atmósfera de misticismo, de iniciaciones sobrehumanas, de secretos intactos á través de los siglos, parecía desprenderse de estos montones de volúmenes polvorientos, algunos con las hojas roídas. Y confundidos con los libros vetustos aparecían otros de cubierta flamante y roja, cuadernos de propaganda socialista, folletos en todos los idiomas de Europa, y periódicos, muchos periódicos, con títulos que evocaban la revolución.
Tchernoff no parecía gustar de visitas y conversaciones. Sonreía enigmáticamente á través de su barba de ogro, ahorrando palabras para terminar pronto la entrevista. Pero Argensola poseía el medio de vencer á este personaje huraño. Le bastaba guiñar un ojo con expresiva invitación. «¿Vamos?» Y se instalaban los dos en un diván de Desnoyers ó en la cocina del estudio, frente á una botella procedente de la avenida Víctor Hugo. Los vinos preciosos de don Marcelo enternecían al ruso, haciéndolo más comunicativo. Pero aun valiéndose de este auxilio, el español sabía poca cosa de su existencia. Algunas veces nombraba á Jaurés y á otros oradores socialistas. Su medio de vida más seguro era traducir para los periódicos del partido. En varias ocasiones se le escapó el nombre de Siberia, declarando que había estado allá mucho tiempo. Pero no quería hablar del lejano país visitado contra su voluntad. Sonreía modestamente, sin prestarse á mayores revelaciones.
Al día siguiente de la llegada de Julio Desnoyers estaba Argensola, por la mañana, hablando con Tchernoff en el rellano de la escalera de servicio, cuando sonó el timbre de la puerta del estudio que comunicaba con la escalera principal. Una gran contrariedad. El ruso, que conocía á los políticos avanzados, le estaba dando cuenta de las gestiones realizadas por Jaurés para mantener la paz. Aún había muchos que sentían esperanzas. El, Tchernoff, comentaba estas ilusiones con su sonrisa de esfinge achatada. Tenía sus motivos para dudar… Pero sonó el timbre otra vez, y el español corrió á abrir, abandonando á su amigo.
Un señor deseaba ver á Julio. Hablaba el francés correctamente, pero su acento fué una revelación para Argensola. Al entrar en el dormitorio en busca de su compañero, que acababa de levantarse, dijo con seguridad:
–Es tu primo de Berlín que viene á despedirse. No puede ser otro.
Los tres hombres se juntaron en el estudio. Desnoyers presentó á su camarada, para que el recién llegado no se equivocase acerca de su condición social.
–He oído hablar de él. El señor es Argensola, un joven de grandes méritos.
Y el doctor Julius von Hartrott dijo esto con la suficiencia de un hombre que lo sabe todo y desea agradar á un inferior, concediéndole la limosna de su atención.
Los dos primos se contemplaron con una curiosidad no exenta de recelo. Les ligaba un parentesco íntimo, pero se conocían muy poco, presintiendo mutuamente una completa divergencia de opiniones y gustos.
Al examinar Argensola á este sabio, le encontró cierto aspecto de oficial vestido de paisano. Se notaba en su persona un deseo de imitar á las gentes de espada cuando de tarde en tarde adoptan el hábito civil; la aspiración de todo burgués alemán á que lo confundan con los de clase superior. Sus pantalones eran estrechos, como si estuvieran destinados á enfundarse en botas de montar. La chaqueta, con dos filas de botones, tenía el talle recogido, amplio y largo el faldón y muy subidas las solapas, imitando vagamente una levita de militar. El bigote rojizo sobre una mandíbula fuerte y el pelo cortado á rape completaban esta simulación guerrera. Pero sus ojos, unos ojos de estudio, con la pupila mate, grandes, asombrados y miopes, se refugiaban detrás de unas gafas de gruesos cristales, dándole un aspecto de hombre pacífico.
Desnoyers sabía de él que era profesor auxiliar de Universidad, que había publicado algunos volúmenes, gruesos y pesados como ladrillos, y figuraba entre los colaboradores de un «Seminario histórico», asociación para la rebusca de documentos, dirigida por un historiador famoso. En una solapa ostentaba la roseta de una Orden extranjera.
Su respeto por el sabio de la familia iba acompañado de cierto menosprecio. El y su hermana Chichí habían sentido desde pequeños una hostilidad instintiva hacia los primos de Berlín. Le molestaba además ver citado por su familia como ejemplo digno de imitación á este pedante, que sólo conocía la vida á través de los libros y pasaba su existencia averiguando lo que habían hecho los hombres en otras épocas, para sacar consecuencias con arreglo á sus opiniones de alemán. Julio tenía gran facilidad para la admiración y reverenciaba á todos los escritores cuyos «argumentos» le había contado Argensola, pero no podía aceptar la grandeza intelectual del ilustre pariente.
Durante su permanencia en Berlín, una palabra alemana de invención vulgar le había servido para clasificarlo. Los libros de investigación minuciosa y pesada se publicaban á docenas todos los meses. No había profesor que dejase de levantar sobre la base de un simple detalle su volumen enorme, escrito de un modo torpe y confuso. Y la gente, al apreciar á estos autores miopes, incapaces de una visión genial de conjunto, los llamaba Sitzfleisch haben (con mucha carne en las posaderas), aludiendo á las larguísimas asentadas que representaban sus obras. Esto era su primo para él: un Sitzfleisch haben.
El doctor von Hartrott, al explicar su visita, habló en español. Se valía de este idioma por haber sido el de la familia durante su niñez y al mismo tiempo por precaución, pues miró en torno repetidas veces, como si temiese ser oído. Venía á despedirse de Julio. Su madre le había hablado de su llegada, y no quería marcharse sin verle. Iba á salir de París dentro de unas horas; las circunstancias eran apremiantes.
–Pero ¿tú crees que habrá guerra?—preguntó Desnoyers.
–La guerra será mañana ó pasado. No hay quien la evite. Es un hecho necesario para la salud de la humanidad.
Se hizo un silencio. Julio y Argensola miraron con asombro á este hombre de aspecto pacífico que acababa de hablar con arrogancia belicosa. Los dos adivinaron que el doctor hacía su visita por la necesidad de comunicar á alguien sus opiniones y sus entusiasmos. Al mismo tiempo, tal vez deseaba conocer lo que ellos pensaban y sabían, como una de tantas manifestaciones de la muchedumbre de París.
–Tú no eres francés—añadió dirigiéndose á su primo—; tú has nacido en Argentina, y delante de ti puede decirse la verdad.
–¿Y tú no has nacido allá?—preguntó Julio, sonriendo.
El doctor hizo un movimiento de protesta, como si acabase de oir algo insultante.
–No; yo soy alemán. Nazca donde nazca uno de nosotros, pertenece siempre á la madre Alemania.
Luego continuó, dirigiéndose á Argensola:
–También el señor es extranjero. Procede de la noble España, que nos debe á nosotros lo mejor que tiene: el culto del honor, el espíritu caballeresco.
El español quiso protestar, pero el sabio no le dejó, añadiendo con tono doctoral:
–Ustedes eran celtas miserables, sumidos en la vileza de una raza inferior y mestizados por el latinismo de Roma, lo que hacía aún más triste su situación. Afortunadamente, fueron conquistados por los godos y otros pueblos de nuestra raza, que les infundieron la dignidad de personas. No olvide usted, joven, que los vándalos fueron los abuelos de los prusianos actuales.
De nuevo intentó hablar Argensola, pero su amigo le hizo un signo para que no interrumpiese al profesor. Este parecía haber olvidado la reserva de poco antes, entusiasmándose con sus propias palabras.
–Vamos á presenciar grandes sucesos—continuó—. Dichosos los que hemos nacido en la época presente, la más interesante de la Historia. La humanidad cambia de rumbo en estos momentos. Ahora, empieza la verdadera civilización.
La guerra próxima iba á ser, según él, de una brevedad nunca vista. Alemania se había preparado para realizar el hecho decisivo sin que la vida económica del mundo sufriese una larga perturbación. Un mes le bastaba para aplastar á Francia, el más temible de sus adversarios. Luego marcharía contra Rusia, que, lenta en sus movimientos, no podía oponer una defensa inmediata. Finalmente, atacaría á la orgullosa Inglaterra, aislándola en su archipiélago, para que no estorbase más con su preponderancia el progreso germánico. Esta serie de rápidos golpes y victorias fulminantes sólo necesitaban para desarrollarse el curso de un verano. La caída de las hojas saludaría en el próximo otoño el triunfo definitivo de Alemania.
Con la seguridad de un catedrático que no espera ser refutado por sus oyentes, explicó la superioridad de la raza germánica. Los hombres estaban divididos en dos grupos: dolicocéfalos y braquicéfalos, según la conformación de su cráneo. Otra distinción científica los repartía en hombres de cabellos rubios ó de cabellos negros. Los dolicocéfalos representaban pureza de raza, mentalidad superior. Los braquicéfalos eran mestizos, con todos los estigmas de la degeneración. El germano, dolicocéfalo por excelencia, era el único heredero de los primitivos arios. Todos los otros pueblos, especialmente los del Sur de Europa, llamados «latinos», pertenecían á una humanidad degenerada.
El español no pudo contenerse más. ¡Pero si estas teorías del racismo eran antiguallas en las que no creía ya ninguna persona medianamente ilustrada! ¡Si no existía un pueblo puro, ya que todos ellos tenían, mil mezclas en su sangre después de tanto cruzamiento histórico!… Muchos alemanes presentaban los mismos signos étnicos que el profesor atribuía á las razas inferiores.
–Hay algo de eso—dijo Hartrott—. Pero aunque la raza germánica no sea pura, es la menos impura de todas, y á ella le corresponde el gobierno del mundo.
Su voz tomaba una agudeza irónica y cortante al hablar de los celtas, pobladores de las tierras del Sur. Habían retrasado el progreso de la humanidad, lanzándola por un falso derrotero. El celta es individualista, y por consecuencia, un revolucionario ingobernable que tiende al igualitarismo. Además, es humanitario y hace de la piedad una virtud, defendiendo la existencia de los débiles que no sirven para nada.
El nobilísimo germano pone por encima de todo el orden y la fuerza. Elegido por la Naturaleza para mandar á las razas eunucas, posee todas las virtudes que distinguen á los jefes. La Revolución francesa había sido simplemente un choque entre germanos y celtas. Los nobles de Francia descendían de los guerreros alemanes instalados en el país después de la invasión llamada de los bárbaros. La burguesía y el pueblo representaban el elemento galo-celta. La raza inferior había vencido á la superior, desorganizando al país y perturbando al mundo. El celtismo era el inventor de la democracia, de la doctrina socialista, de la anarquía. Pero iba á sonar la hora del desquite germánico, y la raza nórtica volvería á restablecer el orden, ya que para esto la había favorecido Dios conservando su indiscutible superioridad.
–Un pueblo—añadió—sólo puede aspirar á grandes destinos si es fundamentalmente germánico. Cuanto menos germánico sea, menor resultará su civilización. Nosotros representamos la aristocracia de la humanidad, «la sal de la tierra», como dijo nuestro Guillermo.
Argensola escuchaba con asombro estas afirmaciones orgullosas. Todos los grandes pueblos habían pasado por la fiebre del imperialismo. Los griegos aspiraban á la hegemonía, por ser los más civilizados y creerse los más aptos para dar la civilización á los otros hombres. Los romanos, al conquistar las tierras, implantaban el derecho y las reglas de la justicia. Los franceses de la Revolución y del Imperio justificaban sus invasiones con el deseo de libertar á los hombres y sembrar nuevas ideas. Hasta los españoles del siglo XVI, al batallar con media Europa por la unidad religiosa y el exterminio de la herejía, trabajaban por un ideal erróneo, obscuro, pero desinteresado.
Todos se movían en la Historia por algo que consideraban generoso y estaba por encima de sus intereses. Sólo la Alemania de aquel profesor intentaba imponerse al mundo en nombre de la superioridad de su raza, superioridad que nadie le había reconocido, que ella misma se atribuía, dando á sus afirmaciones un barniz de falsa ciencia.
–Hasta ahora, las guerras han sido de soldados—continuó Hartrott—. La que ahora va á empezar será de soldados y de profesores. En su preparación ha tomado la Universidad tanta parte como el Estado Mayor. La ciencia germánica, la primera de todas, está unida para siempre á lo que los revolucionarios latinos llaman desdeñosamente el militarismo. La fuerza, señora del mundo, es la que crea el derecho, la que impondrá nuestra civilización, única verdadera. Nuestros ejércitos son los representantes de nuestra cultura, y en unas cuantas semanas librarán al mundo de su decadencia céltica, rejuveneciéndolo.