Kitabı oku: «Los enemigos de la mujer», sayfa 15
En un ángulo escasamente iluminado vió á Novoa que ocupaba un diván con Valeria, la acompañante de la duquesa. ¡Ah, embustero! Este era el que iba á pasar la tarde en Mónaco ó paseando por el camino de Niza. Tal vez esto último no era falso. Habría esperado á Valeria, que regresaba de su almuerzo.
Debían estar los dos desde mucho tiempo antes en la penumbra de este rincón, insensibles á lo que les rodeaba, sordos á los comentarios de la gente.
El, vuelto de espaldas al príncipe, no pudo verle. Ella tampoco, pues tenía sus ojos fijos en Novoa, con una gravedad afectuosa de muchacha que ha hecho estudios serios, tiene su título de bachillera y puede comprender á un hombre de ciencia.
Miguel oyó un fragmento de lo que decía el joven catedrático.
– …Y cuando las corrientes glaciales del Polo llegan allá, ocupan el lugar de las aguas calientes, que suben á la superficie…
¡Explicaba la formación del Gulf Stream! Nadie lo hubiese creído al ver detrás de sus lentes unos ojos acariciadores y tímidamente amorosos. Ella escuchaba con un fervor de admiradora; pero Miguel, que conocía á las mujeres, creyó adivinar su verdadero pensamiento. Sopesaba, con su malicia de muchacha pobre y sola, lo que había de marido posible en este hombre ignorante de todo lo que no se aprende en los libros; calculaba las modificaciones que son necesarias para hermosear á un descuidado varón que siempre lleva la corbata mal hecha y es incapaz de sentarse tirando antes de sus pantalones para evitar unas rodilleras grotescas.
Lubimoff pasó más de una hora, muellemente hundido en un sillón del bar, oyendo á Castro. Las ramas de los grandes árboles de la terraza arañaban dulcemente los vidrios de las ventanas en la penumbra del crepúsculo.
Atilio exteriorizó su melancolía lamentando la parquedad del té. Almendras tostadas y patatas fritas al vapor eran todas las delicadezas gastronómicas que podían ofrecer con motivo de la guerra en este lugar visitado por los ricos.
El público le inspiraba las mismas reflexiones tristes. Había gente, pero muy poca comparada con la que acudía á Monte-Carlo años antes. Llegaban entonces trenes de lujo directamente de Londres, de Viena, de Berlín, de todos los extremos de Europa. La plaza del Casino era una Babel; en torno del «queso» paseaban todas las razas y sonaban todos los idiomas. Ahora resultaba lamentable la ausencia de los rusos, jugadores fogosos, y también de los austriacos y los turcos. Los últimos en sentir la atracción de Monte-Carlo eran los alemanes; pero Castro los había visto llegar en masa en los últimos años, aportando al juego el mismo sistema reposado, metódico y minuciosamente científico que aplican á la disciplina de cuartel, á la organización de la industria ó á los trabajos de laboratorio.
Se les conocía apenas entraban en las salas. Al sentarse á la mesa se rodeaban de libros y papeles: estadísticas de los números más favorecidos en los últimos años, manuales del perfecto jugador, cálculos propios, logaritmos que ellos solos podían entender.
– Defendían el dinero con mayor tenacidad que los otros – continuó Atilio – , con una paciencia de bueyes testarudos é incansables; pero acababan perdiendo, igual que los demás. ¿Quién no pierde aquí?.. Hasta el Casino, que gana siempre, pierde ahora. Antes de la guerra, su renta era de cuarenta millones por año. Actualmente saca en limpio tres ó cuatro millones nada más, y como tiene que cubrir unos gastos enormes, se ve obligado á hacer empréstitos para seguir viviendo, lo mismo que un Estado.
Miguel se fijó en los que pasaban por el bar. Sólo entraba un hombre por cada diez mujeres.
– También es la guerra – dijo Castro – . ¡No se ven mas que hembras, hembras por todas partes! Pero aquí, si se acuerda uno de los tiempos de paz, siempre fué superior la proporción femenina. Los hombres, menos numerosos, juegan más fuerte, arriesgan con mayor audacia su dinero; pero en torno de las mesas, tres cuartas partes del público están compuestas de mujeres. La mujer, cuando teme al amor ó está desengañada de él, se entrega al juego con una vehemencia pasional. Es el único recurso que encuentra para desahogar su imaginación. Además, hay que tener en cuenta sus aficiones al lujo, que no están casi nunca de acuerdo con sus recursos, y todas las necesidades de la mujer actual que no conocieron sus abuelas… Mira; fíjate.
Señaló discretamente á una señora entrada un años, pintarrajeada y modestamente vestida, á la que acosaban con manoteos y gestos de súplica otras dos, jóvenes y elegantes. Se adivinaba que habían entrado allí únicamente para tratar un asunto, lejos de la curiosidad de las salas de juego.
– Solicitan un préstamo, y ella se resiste – continuó Castro – . Tal vez es el segundo ó tercero de la tarde. Esa dama es una rival del vejete que lleva en la solapa el Corazón de Jesús. ¡Famoso usurero! Empezó de mozo de café, y debe tener unos dos millones, después de treinta años de honrada industria. Todo lo que posee lo destina al pueblo de La Turbie, que le ha nombrado su bienhechor. Regala imágenes de santos, ha reconstruído la iglesia… Atención: la dama se ablanda. El préstamo va á realizarse.
Las tres mujeres habían desaparecido detrás de una puerta de caoba que daba entrada á los gabinetes de necesidad para señoras. La prestamista guardaba sus caudales en las enaguas, y le era preciso remangarse para hacer sus negocios. Poco después salió rápidamente hacia el salón de juego. Necesitaba continuar su vigilancia sobre algunas deudoras, por si estaban ganando. Las dos jóvenes la siguieron, llevando sus bolsos de mano todavía abiertos para contar con la vista los billetes acabados de recibir.
Castro, que más de una vez había sufrido la humillación de operaciones semejantes, empezó á discurrir con amargura sobre el vicio que sostiene la existencia de este edificio enorme y de todo el principado. El jugaba por la ganancia, jugaba porque era pobre; ¡pero tantos ricos venían allí, con riesgo de perder la base de su bienestar!..
– El juego es un empleo de la imaginación. Por eso habrás notado que los hombres de imaginación, los escritores, los verdaderos artistas, rara vez juegan. Muchos dan escándalos por sus vicios exagerados hasta la monstruosidad, pero ninguno se ha distinguido como jugador. Tienen asuntos más interesantes á que aplicar su potencia imaginativa… En cambio, la gran masa de los humanos siente el encanto del juego, y cuanto más vulgar es un individuo, con más fuerza le atraen las seducciones del azar. Nuestros actos están guiados por el deseo de conseguir un máximum de placer con una parte mínima de sufrimiento y de trabajo; ¿y qué mejor que el juego para obtenerlo?.. Todos obedecemos á la esperanza y hacemos aquello que nos parece más ventajoso. Además, nos conviene exagerar la probabilidad de que ocurra aquello que queremos ardientemente, y acabamos por tomar nuestros deseos por realidades… Los que entran todos los días aquí tienen la corazonada de que saldrán llevándose mil francos, ó veinte mil, ó cien mil, y lo regular es que salgan con los bolsillos vacíos. No importa; al día siguiente volverán, guiados de la mano por las mismas ilusiones.
Cesó de hablar, como si le afligiese la consideración de que estaba haciendo su propio retrato. Luego añadió:
– Sin estas ilusiones que nuestra imaginación ama porque la arrullan dulcemente, la vida resultaría irresistible. Es tal vez una felicidad que nuestras esperanzas no sean matemáticamente exactas y que en nuestro destino tenga tanta influencia la suerte. Además, la vida es breve, el porvenir incierto; si la fortuna ha de venir á nosotros, conviene abrirle el camino para que llegue velozmente; ¿y qué mejor camino que el juego?.. Cuando ponemos nuestras esperanzas muy lejos en el tiempo, valen muy poco. Si debemos ganar, que sea pronto y de una vez. Nuestra vida no es mas que un juego de azar. Todos somos jugadores, aun los que no han tocado jamás una carta. Las profesiones, los negocios, el mismo amor, puro juego, puro azar, asunto de suerte. La habilidad ó la inteligencia pueden hacer los juegos de nuestra vida más favorable, pero el azar no pierde por esto sus derechos y la buena suerte del individuo realiza lo más importante. Para llegar á rico, hasta en los negocios que parecen más seguros hay que ser favorecido por un concurso de circunstancias extraordinarias, de golpes de azar constantemente felices. Jamás un hombre se ha hecho rico ó célebre solamente por lo que vale.
Lubimoff, uno de los grandes ricos del mundo pocos años antes, asintió con movimientos de cabeza á esta afirmación.
– Hasta los gobiernos cultivan la esperanza pública por medio del azar – continuó Castro – . Raros son los que no autorizan una lotería. El que adquiere un billete compra un poco de esperanza, la posibilidad, si tiene imaginación, de fabricarse por unos días toda clase de ilusiones magnificentes y de experimentar una profunda ansiedad en el momento del sorteo. El mejoramiento de nuestro bienestar material por el propio esfuerzo resulta laborioso y difícil. Pero hay un medio de proporcionar una felicidad relativa á los humildes: darles la esperanza de llegar á ricos, de emanciparse de toda servidumbre, de realizar el ideal de libertad que todos sienten. El Estado se muestra por principio enemigo del juego; lo considera inmoral, por estar basado en lo incierto; pero toda operación de comercio, financiera ó de industria representa un azar, muchas veces la ruina de uno de los contratantes, y es un juego casi igual á los de aquí.
Sonrió Atilio irónicamente antes de continuar.
– Que hablen contra el juego los moralistas hasta cansarse… Lo cierto es que las sumas que se arriesgan en las carreras de caballos y en los casinos aumentan de año en año con una progresión rápida, más rápida que la progresión de la fortuna pública. El desarrollo de las buenas costumbres no ejerce ninguna influencia en su disminución. En cambio, las complicaciones de la vida moderna, con sus crecientes necesidades, favorecen la pasión del juego y hasta la agravan.
El príncipe le interrumpió. Tal vez era cierto lo que decía, pero ¡qué vicio deprimente el juego! Los seres más razonables se dejaban dominar por él, hasta perder su inteligencia ordinaria.
– Es cierto – confesó Atilio – . En los juegos es donde se muestra la debilidad humana y la tendencia que tenemos á la superstición. ¡Qué de manías, como si el pasado pudiera influir en el presente!.. ¡Qué de inútiles esfuerzos para domar á la suerte!.. Se han derrochado más tesoros de imaginación para inventar nuevos sistemas de juego que para encontrar el movimiento perpetuo, y con igual inutilidad. Todas esas combinaciones maravillosas conducen al jugador infaliblemente á la pérdida, con más ó menos rapidez, pero siempre con certeza… ¡Y qué fe la nuestra! La considero superior á la de los mártires de las religiones. Cuando uno cree poseer una combinación segura para ganar, resulta inútil disuadirle. Nada le puede convencer. Es curioso que el fracaso del sistema y la pérdida consiguiente no descorazonen nunca al buen jugador. Inmediatamente acogemos una nueva combinación, la verdadera esta vez, que nos permitirá conseguir la fortuna… A una esperanza sucede siempre otra esperanza, y así vamos viviendo, hasta que llegue la muerte.
La melancolía de estas últimas palabras fué breve. Castro pareció acordarse repentinamente de algo que le hizo sonreir.
– ¡Y qué incoherencias en la vida de los jugadores! Arriesgan el dinero sin miedo y no hay gente más avara. Fíjate en las mujeres que juegan con mayor pasión. Todas mal vestidas; algunas llegan hasta el descuido en su persona. El dinero lo necesitan para jugar, y dejan para el día siguiente la compra de lo necesario. Hay hombres que pasan toda la tarde con el sombrero bajo el brazo, por ahorrarse los cincuenta céntimos que cuesta dejarlo en el vestíbulo del Casino. Hoy, al entrar, he visto á un viejo que espera á un amigo suyo todos los días junto al mostrador del guardarropa. Depositan juntos sus sombreros y gabanes; así, cada uno sólo paga veinticinco céntimos. Luego, en la ruleta, los he visto manejar á fajos los billetes de mil francos.
Los jugadores que entraban eran interpelados desde las mesas.
– ¿Aún sigue ganando?..
Se referían á la de Delille. Las noticias no eran acordes. Unos parecían indignados: «Sí; continuaba ganando con una suerte insolente.» Se había desvanecido el entusiasmo del primer momento. Una punta de envidia latía en las miradas y las palabras. Otros, á impulsos del mismo sentimiento egoísta, se complacían en marcar un descenso en esta suerte maravillosa. Perdía y ganaba. Sus buenos golpes ya no eran tan seguidos como al principio; pero de todos modos, si se retiraba inmediatamente, tal vez se llevase trescientos mil francos.
Atilio y el príncipe vieron á Lewis de pie ante el mostrador, bebiendo uno de aquellos whiskys que serenaban su ánimo y le permitían reanudar las retorcidas combinaciones que habían de devolverle su herencia paterna y restaurar su castillo.
Le llamaron para enterarse de la suerte de la duquesa. Lewis se encogió de hombros con una expresión de escándalo y de protesta. Era absurdo ganar de tal modo jugando tan mal.
– Debe tener oculto en sus faldas el rosario del conde – dijo Atilio con gravedad.
Quedó Lewis perplejo, como si tomase en serio estas palabras. Después se ruborizó, con una corrección británica, al acordarse de los extraños adornos del rosario de su amigo. De repente empezó á lanzar violentas carcajadas: «¡Ah, mister Castro!..» Le parecía tan chistosa la suposición de mister Castro, que tosió, asfixiándose de tanto reir, y fué en busca de un nuevo whisky para recobrar su serenidad.
Volvieron los dos amigos al salón de Las Gracias florentinas.
El príncipe vió á Novoa y á Valeria en el mismo diván, continuando su conversación, pero cada vez más abstraídos, fijos los ojos en los ojos, como si estuviesen en un lugar desierto.
Llegó cerca de ellos sin que le viesen, y pudo oir un fragmento de lo que decía la acompañante de Alicia.
– No conozco España; ¡pero me interesa tanto!.. Yo adoro todos los países de amor, donde los hombres son desinteresados, donde no exista la dote y una mujer puede casarse aunque sea pobre.
Dejó caer una ojeada de lástima el príncipe al pasar junto al sabio.
VII
Un nuevo personaje intervino en la vida de los habitantes de Villa-Sirena. El coronel anunció con entusiasmo á este amigo que le había hecho conocer doña Clorinda.
– Es un teniente español de la Legión extranjera. Vive en el hotel que el príncipe de Mónaco ha destinado á los oficiales convalecientes. Se llama Antonio Martínez, nombre vulgarísimo que dice muy poco; pero es un gran soldado, un héroe, y no sé cómo sobrevive á sus heridas.
«La Generala», que llevaba la cuenta de todos los militares de cierta notoriedad llegados á Monte-Carlo, había querido conocer á este teniente, tomándolo luego bajo su protección. La duquesa de Delille también se interesaba por él, y las dos, orgullosas de ser sus «madrinas», lo exhibían en el atrio del Casino, alquilaban carruajes para pasearlo por los lugares más hermosos de la Costa Azul, le regalaban los comestibles mejores y las pastelerías de tiempo de guerra que conseguían encontrar. Enfermo del pecho á consecuencia de los gases asfixiantes de los alemanes, había recibido, además, en la cabeza un casco de granada, y sufría de tarde en tarde accidentes nerviosos que le hacían caer al suelo privado de conocimiento. Los médicos hablaban con tristeza de su estado. Tal vez viviría años, tal vez moriría en una de estas crisis; lo importante era que llevase una existencia plácida, sin profundas emociones. Y las dos señoras, que conocían su verdadero estado, lo lamentaban cuando él no estaba presente. ¡Tan joven! ¡tan afectuoso y tímido! Sobre el pecho de su uniforme amarillo mostaza llevaba, con los cordones rojos, símbolo de heroísmo dado á los batallones extranjeros, la Cruz de Guerra y la Legión de Honor.
Clorinda, que se consideraba con mayores derechos por haberle «descubierto», pensó un instante en llevarlo á vivir con ella, para atender mejor á su cuidado. Pero estaba en el Hotel de París; no disponía de una «villa» entera, como Alicia. Y ésta, aunque tentada por las insinuaciones de su amiga, no se atrevió á instalar al convaleciente en su domicilio. La gente era maliciosa, y ella, sin decir el por qué, temía ahora mucho sus comentarios.
Mientras tanto, las dos llevaban á todas partes al teniente, protestando de que no le permitieran entrar con ellas en los salones del Casino, á causa de su uniforme. Una tarde, doña Clorinda, con toda la autoridad de su carácter, lo llevó á Villa-Sirena. Era una vergüenza que el hermoso edificio y sus vastos jardines estuviesen dedicados á cinco hombres que no servían de nada á la humanidad. Muchas veces lo había convertido imaginariamente en un sanatorio poblado de militares inválidos, con ella al frente como directora y protectora. Pero sus insinuaciones no causaban efecto alguno en el príncipe. «Un egoísta», se decía, volviendo á su antigua opinión.
Ya que le era imposible ocupar la «villa» con una tropa de convalecientes, llevó al oficial español paro que conociese sus jardines, sin solicitar antes el permiso de Lubimoff.
Este pudo contemplar de cerca al héroe de que tanto le había hablado don Marcos en los últimos días. Nada vió en él que revelase sus hechos extraordinarios. Era un muchacho, pronto á ruborizarse cuando le obligaban á contar sus actos en la guerra. Despojado de su uniforme y sus insignias honoríficas hubiese parecido un pobre dependiente de comercio, resignado con su modestia é incapaz de salir de ella. Su aspecto contrastaba con las hazañas que al fin se decidía á confesar en fuerza de preguntas. Tenía veintisiete años y parecía mucho más joven, pero con una juventud enfermiza, debilitada por las heridas y los sufrimientos.
Lubimoff, que odiaba la fanfarronería de los héroes jactanciosos, se sintió desconcertado primeramente y luego atraído por la sencillez de este oficial. De no conocer por don Marcos la autenticidad de sus proezas, las habría creído falsas.
Algo intimidado en presencia del famoso dueño de Villa-Sirena, confesaba su origen humilde sin orgullo y sin timidez. Era un pobre, hijo de pobres. Había intentado estudiar una carrera, pero la necesidad de ganarse el sustento le hizo abandonar los libros, rodando por las más diversas ocupaciones. ¡Era tan difícil en España conquistar el pan!.. Después de hacer la guerra en Marruecos como español, había vagado por diversas repúblicas de la América del Sur, siempre en lucha con la miseria y la mala suerte.
– Allá donde tantos brutos se hicieron ricos – decía – , yo sólo conocí una pobreza igual á la de mi patria… Cuando estalló esta guerra me indigné, como muchos, de la conducta de los alemanes, de sus atrocidades en los países invadidos. Estaba entonces en Madrid. Una noche, varios contertulios de café convinimos en ir á pelear por Francia. El que se hiciese atrás pagaría diez duros. Todos se arrepintieron de su decisión, menos yo. No crean ustedes que fué por evitarme el pago de la apuesta. Yo tengo mis ideas, y he leído algo. Soy republicano… y Francia es el país de la gran Revolución. Ingresé en un batallón de la Legión extranjera que se organizaba en Bayona, compuesto en su mayor parte de españoles. Quedan ya muy pocos: los más han muerto; los restantes viven esparcidos en los hospitales ó han quedado inútiles para siempre. Yo conocía la guerra, una guerra de montaña contra los moros del Rif, y sin buscarlo había llegado en mi patria á teniente de la reserva. Tal vez por esto fuí sargento en la Legión á las pocas semanas… pero ¡las asperezas de la realidad! Nunca me imaginé que nos recibieran con música: Francia tiene otras cosas en que pensar; pero fué triste ver tan mal interpretado nuestro entusiasmo. Los hombres llamados á las armas por las leyes del país y que se batían obligatoriamente nos miraban con recelo. Para los otros regimientos éramos gente mala, tal vez escapados de presidio. «¡Qué hambre sufrirías en tu casa – me dijeron en el frente – , cuando has venido aquí para poder comer!..» Y entre nosotros había estudiantes, periodistas, jóvenes de familias ricas, enganchados por entusiasmo… Pero no hablemos de esto. En todos los países hay seres groseros, incapaces de comprender lo que va mas allá de los egoísmos materiales.
Su historia militar estaba circunscrita á la guerra de trincheras, interminable y monótona, á los ataques á corta distancia. Había llegado tarde á la batalla del Marne; y él, que se imaginaba asistir á combates gigantescos, viendo moverse millones de hombres y funcionar cañones inmensos, sólo presenció una serie de luchas entre pequeñas fuerzas ocultas en el suelo, encuentros cuerpo á cuerpo que hacían ganar unos cuantos metros de tierra. La vida en los Dardanelos era el peor de sus recuerdos. No quería hacer memoria de esta campaña horrible. La lucha en Francia le parecía algo plácido comparada con aquella pelea en unos escasos kilómetros de costa, teniendo el mar á la espalda y al frente unas líneas inconquistables.
Después de decir esto callaba, y el coronel tenía que insistir con cierto orgullo paternal para que Martínez siguiese hablando.
– Heridas, muchas heridas – añadía con sencillez – . He perdido de cuenta los hospitales que llevo conocidos en tres años, los viajes que he hecho por Francia en vagones de la Cruz Roja. Cuando no morimos del primer golpe, somos como caballos de corrida de toros. Nos arreglan el pellejo fuera del redondel, nos fortalecen un poco, y otra vez á la plaza, hasta que recibamos la cornada final.
Toledo, impacientándose por la modestia del joven, explicaba sus heridas. Las tenía de todas las épocas. Unas eran de combatiente moderno, producidas por cascos de proyectil explosivo, por balas de fusil de repetición, y hasta aquella tos que cortaba de vez en cuando sus palabras la debía á los gases asfixiantes. Otras eran de cuchillo, de culatazo, de pedrada, de mordisco, recibidas en los encuentros nocturnos, en las sorpresas, donde los hombres luchaban lo mismo que en los albores de la vida del planeta.
El príncipe Lubimoff no podía menos de admirar á este joven, pequeño, moreno, de aspecto insignificante. Parecía imposible que un organismo humano pudiera resistir tanto golpe, que en su cuerpo débil cupiesen tantos quebrantos, sin que él se viniera abajo.
Con la solidaridad de todos los que arrostran el peligro, repelía la gloria individual. Hablaba de la Legión como el soldado habla de su regimiento, como el marino habla de su buque, creyéndolo el mejor de todos. Veía la guerra entera á través de la Legión. Todos los franceses eran valerosos. Además, nadie podía adivinar por dónde atacaría el enemigo, y allí donde emprendía la ofensiva encontraba quien le hiciese frente, cortándole el paso. ¡Pero la Legión extranjera!..
– Los que combaten en el frente son hombres – decía – , hombres arrancados á sus familias por las necesidades de la patria; nosotros somos guerreros. Por esto en las operaciones difíciles, donde hay que sacrificar carne, nos echan siempre por delante. Yo no soy mas que uno de tantos. ¡La Legión!.. Cada seis meses cambia de coronel: se lo matan, y otro viene á ocupar su puesto, destinado á morir lo mismo. ¡Y cómo nos odia el enemigo!.. Nosotros tenemos un orgullo. Entre los prisioneros que hay en Alemania no existe uno solo de la Legión extranjera. El que cae en manos de los boches sabe que es hombre muerto: nos colocan fuera de toda ley… ¡Y nosotros… nosotros, siempre que podemos…! Hasta cuando nos insultamos de trinchera á trinchera nos enorgullece ser de la Legión. Una noche, los de enfrente, al oirnos hablar en español, empezaron á gritar en nuestro idioma. Debían ser alemanes procedentes de la América del Sur. «¡Ah, macabros! Ya caeréis en nuestro poder, y ¡entonces…!» Nos amenazaban con los más atroces suplicios. Y nos apodan siempre «macabros», no sé por qué.
La duquesa de Delille admiraba al héroe, sintiendo al mismo tiempo cierto malestar por los horrores adivinados detrás de sus palabras. ¡La guerra! ¿Cuándo terminaría la guerra?..
Encogió sus hombros el teniente, sonriendo. Los que vivían lejos del frente deseaban la paz con más impaciencia que los que arriesgaban su vida en él. Habían acabado por acostumbrarse al roce con la muerte. La guerra duraría lo que fuese necesario: cinco años, diez años; lo importante era conseguir la victoria.
Pero Toledo, temiendo que la conversación se desviase de su héroe, volvió á insistir en sus hazañas.
– Soy uno de tantos – dijo Martínez – . Para hombres valientes, la Legión. Allí sí que los hay. ¡Y los que han muerto!.. Al principio había en ella soldados de todos los países. Pero los americanos se fueron desde que su República intervino en la guerra, y lo mismo los italianos y polacos. En cambio, muchos rusos, al disolverse sus regimientos, se han incorporado á la Legión… Lo mío nada tiene de extraordinario. ¡Y qué de recompensas por lo poco que he hecho! Llevo dos galones, siendo un extranjero… Además, no puedo olvidar el momento en que me llamó mi coronel, una semana antes de que lo matasen: «Martínez, el general me ha dado cuatro cruces de la Legión de Honor para nuestra Legión. Una es tuya.» Y me la puso en el pecho frente á todo un batallón de hombres valerosos que presentaban sus armas. Esto no puede olvidarse: llena una vida.
Así era. El coronel Toledo lo afirmaba, húmedas las córneas y moviendo la cabeza. Luego, con un egoísmo celoso, lo arrancó á aquellas damas, ocupadas momentáneamente en conversar con el príncipe y sus amigos.
Paseando por los jardines, don Marcos miraba á su héroe con ternura protectora, lo mismo que un artista agotado contempla la ascensión de otro fresco y triunfante.
– ¡Juventud… juventud! – decía – . Usted, Martínez, es la España que viene; yo la España que fué y no resucitará nunca. Estoy convencido de que el mundo va por otros caminos.
Sostenía frecuente correspondencia con muchos voluntarios españoles de la Legión. Se preocupaba de ellos con cariños de «madrina», enviándoles chocolate, comestibles selectos, todo lo que podía extraer de la despensa de Villa-Sirena sin detrimento del servicio. Algunas cartas llegadas del frente le hacían llorar y reir de emoción. Un voluntario le pedía el envío de una buena navaja de España, por haber roto la suya en un encuentro nocturno. Otro soñaba con una pistola browning. ¿Quién le daría una browning? Sólo disponía de un revólver de ordenanza, arma insegura que le falló dos veces en el asalto de una trinchera, impidiéndole matar al enemigo que acababa de herirle.
Con Martínez podía expansionarse el coronel, dando suelta á sus profecías favorables para los aliados.
En presencia de Atilio y de Novoa era menos locuaz, temiendo sus comentarios. Por el gusto de hacerle rabiar le recordaban el entusiasmo de los tradicionalistas españoles en pro de Alemania. Castro hasta fingía extrañarse de que no fuese germanófilo, como todos sus amigos políticos.
– Yo estoy donde debo estar – contestaba don Marcos con dignidad – . Soy un caballero, y estoy con las personas decentes.
Este era su argumento supremo. La humanidad se dividía para él en personas decentes é indecentes, lo mismo que las naciones, y Alemania estaba excluída de toda decencia.
Le hacía sufrir como patriota el contemplar á España al margen de la contienda, esforzándose por no saber lo que ocurría en el resto del mundo, encogiéndose con la cabeza bajo el ala, lo mismo que ciertas aves zancudas que creen evitar el peligro no viéndolo. Su país no figuraba, por fortuna, entre las naciones indecentes, pero tampoco era decente, y dejaba escapar la ocasión de cierta gloria que hacía estremecerse al coronel.
Desde tres meses antes, una idea fija perturbaba sus mejores momentos. Los aliados habían entrado en Jerusalén. ¡Gran alegría para el viejo soldado católico! Pero esta alegría le hacía sonreir después amargamente. ¡Una nación protestante libertando por tercera vez el sepulcro de Cristo!..
– Imagínese usted, amigo Martínez, si España hubiese estado con las naciones decentes. Esa gloria nos correspondía á nosotros, que somos la nación más piadosa. Hasta yo, á pesar de mis años, habría ido á la cruzada. ¡Los españoles entrando victoriosos en Jerusalén! ¿Qué me dice usted de esto?..
Pero el oficial contestó con una sonrisa pálida. «Sí… tal vez.» Se veía que no le importaban gran cosa la entrada en Jerusalén y el vacío sepulcro de Cristo. Don Marcos, algo ofendido con el héroe, se replegó en su mentalidad de hombre medioeval. Decididamente, eran de dos épocas distintas. «¡Juventud… juventud! Usted es la España que viene; yo la España… etcétera.»
Sí; el mundo iba por otros caminos. El mismo se olvidó á los pocos días de esta empresa de Jerusalén, angustiado por el mal cariz de la guerra en Occidente. Los alemanes, libres del peligro que representaba Rusia á sus espaldas, concentraban en Francia, después de ajustar la paz con los bolcheviques, la totalidad de sus tropas para llegar á París. Los aliados, frente á esta ofensiva aplastante, sólo contaban con sus antiguas fuerzas y las que pudiese aportar la reciente intervención de los Estados Unidos.
Don Marcos tenía acerca de este auxilio una opinión determinada y firme. Empezaba por sentir contra los Estados Unidos cierta antipatía, que databa de la guerra de Cuba. Podían poseer una gran flota, porque los buques se adquieren con dinero y este pueblo es inmensamente rico: ¿pero un ejército?.. Toledo sólo creía en los ejércitos de las monarquías, haciendo excepción de Francia, porque en ella las glorias de la tradición militar van unidas á la historia de la primera República.
Al principio de la guerra, hasta le había irritado la importancia que todos daban al presidente Wilson. Unos y otros contendientes se dirigían á él, apelaban á su juicio, protestaban de las barbaries del adversario. El mismo Guillermo II le cablegrafiaba extensamente para sincerarse con embustes, como si juzgase preciosa la conquista de su opinión.