Kitabı oku: «Los enemigos de la mujer», sayfa 21
Bajó la escalinata exterior apoyada en un brazo de Miguel. Pasaron entre los cocheros y los escasos chófers que formaban grupos esperando á sus patrones y clientes.
Se sumieron en la fresca atmósfera nocturna, con los ojos fatigados aún por la espléndida iluminación, con la piel ardorosa por el ambiente enrarecido de los salones. Los dos se fijaron en que la noche era de luna, una pobre luna menguante que empezaba á caer detrás de la negra barrera de los Alpes. La amenaza submarina tenía la ciudad á obscuras. Un macilento farol con los vidrios pintados de azul dejaba filtrar á largos trechos su breve radio de luz funeraria.
A los pocos pasos se acostumbraron á esta penumbra. El suelo de las calles estaba partido en dos fajas: una, de blancura turbia y vagorosa, reflejo de la luna moribunda; otra, negra, con la tonalidad densa y pesada del ébano. Instintivamente, marchaban por la acera obscura, como si temieran ser vistos. Torcieron por una calle curva y en cuesta, la misma que atravesaba subterráneamente el corredor pompeyano que horas antes había seguido el príncipe.
Oían aún á sus espaldas las conversaciones de los cocheros ocultos en la revuelta de la calle, las voces de los empleados del club llamando á los carruajes por el nombre de sus dueños, los pataleos de los caballos que sacudían su espera dormitante, los primeros ronquidos de los automóviles al reanudar su funcionamiento. Miguel, que caminaba silencioso, con el deseo de alejarse cuanto antes, buscando la soledad absoluta, tuvo que detenerse al ver que ella había hecho lo mismo. Se anticipaba á sus pensamientos: no quería ir más lejos.
– Necesito recompensarte – murmuró – . Te dije que al venir ganarías de todos modos, aunque yo perdiese. Toma… toma.
Sus brazos desnudos, escapando de la sedosa capa, se cerraron sobre los hombros de él, formando un anillo apretado: su boca sumisa, buscando la otra boca, se entregó humildemente, con un deseo de dar la felicidad.
Pasó por el fondo de la calle un vivo resplandor, sacándolo todo de la penumbra con fugaz relieve, lo mismo que un relámpago. Era el reflector de un automóvil. Ella ni se movió; no temía que la sorprendiesen: las gentes eran fantasmas sin ninguna realidad. En el mundo sólo existían en estos momentos ellos dos y aquel montón de papeles y piezas de marfil guardado en una caja de acero.
Se acordó Lubimoff toda su vida de esta noche. Los relojes estaban locos indudablemente, lo mismo que su cabeza, que parecía dar vueltas, siguiendo el ritmo de una música dulce. Tuvo la sensación de que pasaron varias veces por el mismo lugar, andando y desandando el camino, sin saber lo que hacían. ¿Qué importaba?.. Lo interesante era estar juntos. Hubo un momento en que despertaron, viéndose sentados en un banco de la plaza del Casino. De esto estaba seguro el príncipe. Había mirado el reloj de la fachada. ¡Las tres! Era imposible: creyó firmemente que sólo iban transcurridos unos minutos desde su salida del club… Y tuvieron que alejarse, molestados por la curiosidad de un burgués que hacía de polizonte en tiempo de guerra; un miliciano del príncipe de Mónaco con traje civil, llevando un brazal de colores en la manga y un revólver al costado.
Volvieron á marchar por las calles solitarias ó á lo largo de los jardines públicos, cerrados á estas horas. Ella echaba su busto atrás, con la capa abierta, abandonándose sobre un brazo que sostenía su talle, ofreciendo la garganta en tensión, la barbilla prominente, el rostro casi horizontal, á una lluvia de besos. Contemplaba á su acompañante, de abajo á arriba, con unos ojos empañados por el amor. Las caricias de ella eran ascendentes, subían con lentitud voluptuosa, como suben de las profundidades azules las flores y las estrellas marinas en busca de la luz.
Contestando á la súplica muda de aquellos ojos que la imploraban desde lo alto, murmuró repetidas veces, con una voz vagorosa, como si hablase en sueños.
– Sí; haré lo que tú quieres… ¡Lo que tú quieras!
El, más agresivo en su pasión, hundía su brazo libre en el cálido encierro de la capa, apoderándose de las desnudeces que dejaba indefensas el escote del vestido.
Caminaban tambaleándose cuando creían marchar en línea recta; se detenían los dos al mismo tiempo en ciertos sitios, sin saber por qué. Su tardo paso ponía en conmoción las «villas». Los perros de los jardines ladraban furiosamente á los intrusos, incrustando sus hocicos entre los hierros de las verjas. Estos aullidos les parecían una música bárbara pero agradable; consideraban con benevolencia todo lo que les rodeaba; se creían señores de la vida, como en aquellos instantes eran señores de la noche. Sólo ellos existían en el mundo.
Miguel, obedeciendo á un obscuro impulso, la habló de su hijo. Iba á recobrarlo de un momento á otro, y su felicidad sería completa… Inmediatamente se arrepintió de haber evocado este recuerdo, que podía disolver el hechizo en que vivían. Pero ella no mostró emoción alguna.
– Sí; lo recobraré – murmuró – . Estoy segura. Me acompaña la buena suerte… Ya era hora, después de sufrir tanto.
Y volvió á entregarse al momento presente. Los dos se sorprendieron al verse en la calle donde estaba Villa-Rosa. Después de vagar á la ventura, el instinto había acabado por llevarlos hasta allí.
El príncipe, enardecido por el largo paseo de caricias y abandonos, se mostraba apremiante.
– Déjame entrar – murmuró – . Nadie me verá… Me marcharé antes que llegue la aurora…
Alicia se revolvió, como si despertase. Fué su primera negativa en toda la noche. El jardinero la esperaba seguramente. Valeria tal vez no estaría dormida. ¡Ah, no!..
Lubimoff, en su desesperación, habló de marchar juntos á Villa-Sirena.
– ¡Tan lejos! – continuó Alicia, cada vez con más serenidad, como si hubiese despertado definitivamente – . Además, aquello es un cuartel; una casa llena de hombres. ¡Y ese Castro que todo se lo cuenta á «la Generala»! No, no iré nunca. ¡Qué locura!
El gesto de tristeza, el ademán desalentado del príncipe, la conmovieron. Su mano se paseó por el rostro de él con una caricia maternal.
– ¡Pobrecito mío!.. ¡No pongas esa cara! Ten un poco de paciencia. Mañana; te juro que será mañana.
Ella, que en otro tiempo había arrostrado con tranquilo impudor las más atroces murmuraciones, dudó y balbuceó al hablar del día siguiente. Parecía una jovencita luchando entre su amor y el miedo á perder su porvenir social.
¡Mañana!.. Podía venir mañana á las tres de la tarde… A las tres, no; mejor á las cuatro. Valeria habría salido á esta hora seguramente. Ella enviaría á su doncella á Niza para unas compras; el jardinero y su mujer estarían ocupados fuera de la casa.
– Pero ¡por Dios! sé prudente… Si puedes evitar que te vean los vecinos, mucho mejor.
Y el famoso príncipe Lubimoff asintió á estas recomendaciones muy emocionado, como un muchacho que organiza su iniciación amorosa y se conmueve prematuramente ante su misterio.
Quiso acompañarla hasta la verja de la «villa», á pesar de sus protestas.
– Si fueses otro, ¡bueno! Es natural que un amigo me acompañe á estas horas; ¡pero tú!.. Temo que todos adivinen nuestro secreto.
Unicamente cuando se hubo cerrado la verja, perdiéndose en la obscuridad el adorable bulto de Alicia, se decidió el príncipe á alejarse.
Tuvo que marchar á pie hasta la lejana Villa-Sirena, y sin embargo le pareció breve el camino. Le acompañaban recuerdos y promesas. Nunca había andado tan ligeramente. Creyó avanzar en una atmósfera en la que se habían disminuído las leyes de la gravitación, en un planeta sumido en eterna noche primaveral, donde el aire, los árboles obscuros y las cosas perdidas en la penumbra vibraban con un ritmo poético.
Durmió penosamente, pero se levantó tranquilo y animoso. El encargo de Alicia resucitó en su memoria. Necesitaba un hombre de guerra, y con revólver si era posible, para que la escoltase en el traslado de su fortuna de la caja del club al Banco. El coronel, muy emocionado por este golpe de la suerte, salió á cumplir el servicio. «¡Pobre duquesa! Dios acaba por proteger á los buenos.»
Toda la mañana la pasó Miguel ocupado en el arreglo de su persona. Sus intentos de vida simple y campesina en el retiro de Villa-Sirena no le habían hecho olvidar los cuidados higiénicos á que estaba acostumbrado desde la niñez. Pero ahora se trataba de algo más; quería acicalarse, realzar con exquisiteces interiores su individualidad física, que consideraba de repente un poco maltratada por los años.
Hizo que el viejo ayuda de cámara rebuscase en el guardarropa de su pasado. Se acordó de prendas interiores que habían merecido elogios femeninos. Sentía el mismo deseo de novedad y seducción de una mujer que se adorna para una entrevista esperada mucho tiempo. Escogió además un traje que no había llevado nunca en Monte-Carlo, un sombrero nuevo, una corbata «discreta». Recordaba los miedos de ella, sus súplicas para que se deslizase inadvertido.
Mientras hacía todo esto, un sentimiento de zozobra, de desconfianza en sí mismo, empezó á agitarle. Era una inquietud igual á la del estudiante antes del examen, á la del autor que aguarda entre bastidores, á la del hombre que va á batirse. ¡Llevaba tantas semanas de desear inútilmente! ¡Hacía tanto tiempo que había renunciado al amor!.. Y pensando en Alicia sentía al mismo tiempo anhelo y miedo.
El coronel regresó á la hora del almuerzo. La operación estaba hecha. Daba la noticia con un laconismo modesto, como si acabase de realizar algo importante. Miguel casi le envidió porque había visto á Alicia. «¿Cómo estaba?»
– Hermosa, hermosa como siempre. Algo pálida… ¡Después de una emoción como la de anoche! Pero alegre, muy contenta; hablando á cada momento del marqués. Se adivinaba su gran afecto.
Almorzaron solos. Spadoni iba por el mundo después de su triunfo. Tal vez estaba en Beaulieu con sus nuevos amigos los ingleses. A Castro lo había encontrado Toledo entrando en el Hotel de París, donde vivía doña Clorinda. Sin duda almorzaban juntos para hablar de la ganancia de la duquesa. Atilio hasta había fingido no entender cuando el coronel le habló del suceso. ¡Envidias!
Lubimoff se encogió de hombros. Todas las personas eran para él fantasmas, y las malas pasiones una ilusión. No había mas que dos realidades: él y lo que le esperaba.
Se vistió, después del almuerzo, con unas precauciones que le hicieron sonreir por su minuciosidad absurda. Hasta cambió de corbata, buscando otra de colores más apagados. Las dos y media… Se contempló de pies á cabeza en un espejo: traje gris obscuro, zapatos amarillos, un fieltro blanco de anchas alas echado sobre los ojos para evitar el sol. Nadie había visto así al príncipe. De lejos podían confundirle con un viajero de los que visitan de pasada la Costa Azul y vienen á conocer una tarde la ruleta de Monte-Carlo, marchándose en seguida.
Las tres. Salió de Villa-Sirena. El camino era largo y quería hacerlo á pie. Este ejercicio robustecería su voluntad, disipando las dudas que le asaltaban de nuevo. Pensó en el gesto íntimo realizado tantas veces en otra época, como algo ordinario y maquinal. Su caviloso aislamiento en los últimos meses parecía haberle entumecido. Sintió la desconfianza del atleta que ha descuidado sus ejercicios y sospecha si no volverá á encontrar su antiguo vigor. El miedo ante la simple idea de un fracaso le devolvió la confianza. No era posible… ¡Adelante!
Al llegar á la ciudad subió por unas largas escaleras de piedra hasta las calles de Beausoleil. Esta desviación en su camino la consideraba oportuna para cumplir las recomendaciones de prudencia que le había hecho ella.
Entraría en la calle de Alicia por su parte alta, desprovista de casas. Así evitaba el cruzarse con los vecinos que á estas horas descendían al centro de Monte-Carlo.
A través de los solares en construcción y de las escalinatas que se desarrollan pendiente abajo distinguió la inmensidad del mar, y en su orilla la arboleda de los jardines, la larga masa del Casino á vista de pájaro, con sus tejados verdosos y las cúpulas amarillas de sus salones, la gran plaza, el jardincillo circular del «queso», y en torno de él numerosas personas del tamaño de hormigas.
El príncipe sintió lastima por estos pigmeos. ¡Desdichados! Se preparaban á jugar, á encerrarse entre paredes, bajo la luz artificial, sin otra ilusión que la del dinero. A él le esperaba algo mejor: iba á conocer por unas horas la única embriaguez interesante de nuestra existencia. Luego rió con lástima de cierto demente que tenía su mismo rostro y había querido fundar el grupo de «los enemigos de la mujer». Abominar del amor, querer vivir sin la mujer; ¡pobre príncipe Lubimoff!..
Las cuatro. Pasando entre pequeñas huertas, entró en la calle de Alicia. El techo rojo de Villa-Rosa asomaba entre árboles, casi á sus pies. Siguió bajando. Las piernas le temblaban levemente y se detuvo un instante para serenarse, llevando una mano á su pecho. Después de una revuelta, se le apareció la calle en toda su parte habitada, rectilínea y suavemente pendiente hasta desembocar en una de las avenidas de Monte-Carlo.
No vió á nadie, y apresuró su marcha para deslizarse en Villa-Rosa antes de que asomase algún vecino. Pasó rápidamente ante los jardines, con el aspecto de un hombre que teme llegar tarde al juego. Encontró entreabierta la verja de entrada. Muy bien: Alicia se había ocupado en facilitarle el paso.
Entró resueltamente en el pequeño jardín, y le pareció distinguir sobre unas matas el rostro azorado del jardinero asomando un momento para volver á ocultarse con precipitación… ¡Algo rara la curiosidad de este hombre y su gesto despavorido! Pero huía, y el príncipe alabó su prudencia.
Fué subiendo, con palpitaciones de emoción, los cuatro escalones de la puerta. Cada uno de ellos despertó en su pensamiento una perspectiva suavemente rosada como la carne femenil, una nueva visión inconfesable que le volvía de golpe á su pasado. Percibió en el ambiente, con el recuerdo más que con el olfato, un perfume conocido: el perfume de ella. Vió vagamente todo lo que le rodeaba, como si se esfumasen sus contornos. Le zumbaron los oídos; el deseo le galvanizó con dura tensión, lo mismo que en sus mejores tiempos. Y con un ademán de vencedor empujó la puerta, que sólo estaba entornada.
Una mujer salió á recibirle en el vestíbulo, una mujer cuya presencia le hizo dar un paso atrás.
¡Valeria!.. ¿Qué hacía allí? ¿Qué farsa era esta?..
La joven intentó hablarle, y él también quiso hablar al mismo tiempo. Pero no pudieron.
Otra mujer apareció abriendo rudamente una puerta… Era Alicia, con las ropas en desorden y el pelo alborotado. Viendo al príncipe, levantó las manos y avanzó, muda é impetuosa, como si pretendiese abrazarlo. ¡Al fin!.. Nada le importaba la presencia de Valeria; no la vería. En cambio le pareció que Alicia era distinta: más alta que nunca, más pálida, con unos ojos que de pronto le infundieron miedo.
El abrazo cayó sobre él, y á continuación todo un cuerpo que parecía derrumbarse, falto de fuerzas. Sintió contra su pecho un pecho jadeante; los brazos de ella eran de una frialdad cadavérica; una lluvia cálida humedeció su cuello.
– ¡Miguel!.. ¡Miguel! – gemía Alicia.
No pudo decir más. Se ahogaba. Un estertor hizo ondular su garganta, como si por dentro de ella rodase una bola dolorosa.
El príncipe tuvo que apelar á toda su fuerza para sostener este cuerpo.
Sonó junto á él una voz con el mismo acento monótono y bajo que si hablase en la habitación de un moribundo.
Era Valeria que también lloraba, sintiendo de nuevo el contagio de las lágrimas.
– ¡Ha muerto!.. ¡Murió hace un mes!
Y le mostró un pequeño papel azul: un telegrama de Madrid, llegado media hora antes.
IX
Spadoni, después de saludar á Novoa en la plaza del Casino, habló de los ensueños que agitaban sus noches y de sus decepciones al despertar.
– Usted tiene la culpa, profesor. Cuando estábamos juntos en Villa-Sirena, yo escuchaba esas cosas tan interesantes que usted sabe y luego me dormía en paz. Ahora no encuentro allá con quién conversar. El príncipe y Castro se muestran de un humor insufrible; apenas hablan y no se acuerdan de mí. Yo llevo, como usted dice, una «vida interior», siempre á solas con mis pensamientos, y cuando paso allá la noche, duermo mal, sufro de ensueños, muy hermosos al principio, pero luego muy tristes. ¡Ay, qué buenas veladas las nuestras cuando hablábamos de cosas científicas!
Novoa sonrió. Para el músico, el juego y sus misterios eran cosas científicas. Todas las paradojas que él se había gozado en exponerle las guardaba en su memoria como verdades indiscutibles. Intentó atajarlo en su manía, para pedirle noticias del príncipe, pero Spadoni continuó:
– El sueño de anoche fué horrible, y sin embargo no pudo empezar mejor. Yo poseía el secreto de los errores infinitesimales; había dominado las leyes ocultas del azar, y era el rey del mundo. Tenía un tren especial, compuesto de vagón-alcoba, vagón-salón, vagón-comedor, vagón-piscina, ¡qué sé yo cuántos vagones lujosos! un verdadero palacio rodante que me esperaba en las estaciones, sin que la máquina cesase de echar vapor, pronta á partir en cualquier momento. Me apeaba de mi tren en todas las ciudades célebres por sus juegos, como el que baja de su automóvil. Al verme llegar temblaban los dueños de los Casinos, los empleados y hasta las mesas verdes. «¡Viva el vengador!», gritaban en el atrio los que habían perdido su dinero. Pero yo pasaba adelante, impasible como un dios, sin hacer caso de estas ovaciones de la canalla. ¡Figúrese usted lo que le costaría ganar al poseedor del secreto de los errores infinitesimales! Mis doce secretarios colocaban en las diversas mesas un millón ó dos, siguiendo mis instrucciones. «Empiece el juego.» Yo me paseaba como Napoleón, dando órdenes á mis mariscales. A la media hora, la caja se declaraba en quiebra y el Casino en bancarrota. «¡Se va á cerrar!», gritaban los empleados, como en una iglesia cuando termina el culto. Y á la salida, los mismos hambrones que me habían aclamado se arrojaban contra los valientes de mi escolta, pretendiendo matarme, con repentino odio. Les había cerrado el lugar donde estaba sepultada su fortuna. Ya no podían volver al día siguiente á perder más dinero con la ilusión del desquite. Me llevaba su esperanza.
– Exacto – dijo Novoa.
– También tenía un yate, más grande que el del príncipe Lubimoff; algo así como un acorazado de primera clase. Lo necesitaba para todo mi séquito: los secretarios, la compañía de bravos encargada de defenderme, y un sinnúmero de aburridos que, encontrando muy interesante mi persona, me seguían por todo el planeta, como aquel misántropo que seguía á un domador de ciudad en ciudad, esperando que sus fieras lo devorasen. Ya no quedaba funcionando en Europa ningún Casino: el de San Sebastián lo habían dedicado á convento; el de Ostende servía de laboratorio para nuevos cultivos de ostras; en todas las poblaciones de baños de mar ó de aguas medicinales, las gentes sólo se preocupaban del cuidado de su salud, y cuando querían distraerse jugaban en los paseos á la rayuela y á otros juegos de niños. Yo viajaba mientras tanto por América y Oceanía, haciendo quebrar una tras otra todas las grandes casas de juego. Los periodistas me seguían, formando un segundo séquito más numeroso que el mío. Los diarios, el cable, las agencias telegráficas, me anunciaban con una anticipación ruidosa. «¡Va á llegar el invencible Spadoni!» Y las empresas de juego, considerando su muerte próxima, hacían dinero con su agonía, vendiendo asientos á precios fabulosos á todos los que deseaban presenciar mi triunfo. En los Estados Unidos, un rey de no sé qué artículo daba cien mil dólares por una silla, para seguir de cerca mi juego irresistible. Jamás se pagó tanto por ver los pelos de un concertista ó los brillantes de una tiple.
– ¿Y Monte-Carlo? – preguntó Novoa, interesado por estos delirios del jugador.
– A él llegamos. Lo había guardado para el final, pensando en el dinero que dejé aquí. Cuanto más engordase la víctima, mejor sería mi venganza. ¡El negocio que hizo Monte-Carlo!.. Como no quedaba juego en el mundo, todos los jugadores acudían á este país. La ciudad se había dilatado, llegando hasta las cumbres de los Alpes; los cuarenta millones que ganaba el Casino en los años buenos, eran ahora cuatro mil. Los accionistas se casaban con personas de sangre real: dos reyes de los Balkanes se hacían la guerra, disputándose la mano de una hija del cuarto vicepresidente de la sociedad explotadora. El equilibrio europeo estaba en peligro: las grandes potencias soñaban con anexionarse á Mónaco en nombre de los intereses históricos y de los derechos étnicos, pues todas ellas habían tenido y tenían numerosas gentes de su raza viviendo en este pedazo de tierra… Pero de pronto llegaba el invencible.
Spadoni, como si aún estuviese soñando, miró el Casino, la plaza, la entrada de las terrazas, el arranque de la avenida que desciende al puerto. Lo veía todo tal vez lo mismo que en su imaginación.
– ¡Qué de gente! Desde medio año antes no se hablaba en el planeta de otra cosa. «¿Irá?» «¿No irá?» La Agencia Cook había anunciado en todos los países un viaje económico en caravana para presenciar este acontecimiento mundial. El P. L. M. daba billetes de ida y vuelta á precios reducidos, y todo París estaba aquí. Los dueños de hoteles y restoranes, por agradecimiento, colgaban mi retrato un el lugar más visible de sus comedores, siempre repletos. Los diarios publicaban mi biografía, y al hablar de mis riquezas se veían obligados á romper sus columnas, colocando una línea de ceros á todo lo ancho de la página, y aun así, les faltaba espacio. Había olvidado decirle que me vi en la necesidad de fundar un Banco, sólo para mis tesoros. Y siempre que el Banco de Londres ó el Banco de Francia se veían en un apuro, me enviaban atentas cartitas para que los sacase del atolladero.
Novoa rió de la sencillez con que el pianista contaba sus grandezas. Parecía obsesionado aún por su ensueño.
– Mi yate tuvo que fondear fuera del puerto, entre otros buques. Había muchos trasatlánticos: cuatro de los Estados Unidos, uno del Japón, otro de la América del Sur, varios de Australia y Nueva Zelanda, todos con viajeros llegados del otro hemisferio para ver á Spadoni. Después de saludar con veintiún cañonazos á Mónaco, salté á tierra entre los ¡hurras! de los marinos extranjeros. Usted comprenderá que un hombre como yo no podía llegar al Casino vulgarmente sentado en un automóvil. ¡Quién no tiene automóvil!.. En el desembarcadero esperaba un simple cochecito de un solo asiento, que iba á guiar yo mismo. Pero este cochecito, de ruedas doradas, era tirado por seis mujeres, por seis hermosas mujeres, todas ellas célebres, y cuyos retratos figuraban lo mismo en los grandes diarios ilustrados que en los frascos de esencias ó en las cajas de fósforos.
El profesor extremó su regocijo. Notaba la satisfacción con que el pianista insistía en este detalle de su entrada triunfal. El envilecimiento de las seis mujeres elegantes y famosas parecía halagar su misoginismo. Hablaba con una expresión fríamente vengativa, como si presenciase la abyección de su mayor enemigo.
– Fué asunto de precio: yo no iba á regatear por millón más ó menos. Lo único que me ocasionó disgustos fué escoger entre varios miles de hermosas solicitantes. Tuve que arrostrar la enemistad de grandes directores de teatro, de hombres de negocios, de ministros, que me recomendaban á sus protegidas. Hasta un monarca me retiró el título de duque que acababa de darme, porque rechacé á su amiga predilecta… Las seis vestían los últimos modelos de la rue de la Paix. Los reporteros, kodak en mano, sacaban instantáneas de lo que iba á ser la última moda. Además, sus arneses estaban cubiertos de perlas, de brillantes, de toda clase de pedrería rica, y cuidaban muy bien de no estropearlos, sabiendo que al final de su trote se los podrían llevar como un recuerdo. Yo tenía un gran látigo para arrearlas: un látigo de flores. Hay que ser galante con las damas…
Sonrió irónicamente. Novoa volvió á ver su expresión rencorosa de misógino.
– Pero por dentro era de acero trenzado, y dejándolo caer sobre mi hermoso tiro, nos pusimos en marcha. ¡Lo que tardamos en remontar esa cuesta á través de la muchedumbre! Los extranjeros me aclamaban. Se oía como un interminable abejorreo el crujido de las máquinas fotográficas. Todos querían llevarse la imagen del rey del mundo. Reconocí por sus caras tristes á los vecinos de la ciudad. Los hombres me imploraban con los ojos, como pobres cautivos; las mujeres me enseñaban sus pequeñuelos; los ancianos se ponían de rodillas. Yo era el vencedor que, al arruinar el Casino, talaba su patria, condenándolos á la miseria… Esta plaza estaba negra de gente. Al bajar de mi vehículo vi la escalinata del Casino ocupada por un cortejo grandioso. Delante, monsieur Blanc; luego, su Estado Mayor de consejeros, primeros accionistas, inspectores, y la corporación entera de los croupiers, todos vestidos de negro, con amplios chaqués de alpaca de corte fúnebre. En último término gente conocida, cuya presencia me podía conmover… Para hacerme recordar que yo había sido un simple pianista, aquí me aguardaban, batuta en mano, los directores de los conciertos y de la ópera; los profesores de la orquesta con sus instrumentos; los cantantes espada al cinto ó arrastrando colas femeniles, todos pintados y con peluca; las muchachas del cuerpo de baile con piernas de fresa pálida y gasas horizontales en el talle… Estaban prontos á gemir, previamente aleccionados por la empresa.
– Una palabra, señor Spadoni.
Era monsieur Blanc, que me llevó aparte, entregándome un pequeño papel.
– Guárdeselo y no entre.
Miré el papel: un cheque de un millón. ¡Puá! ¿Qué puede hacer un hombre con un millón?.. Y al ver que lo arrugaba, tirándolo al suelo, el dueño del Casino me dió otro papel.
– Tome cinco y váyase.
Como tampoco me conmoví, fué sacando cheques de todos los bolsillos: diez millones, quince… cuarenta…
Mis doce ministros avanzaban con sus grandes carteras llenas de billetes; mi escolta me abría paso entre el gentío implorante de la escalinata; mis caballos se impacientaban, relinchando y coceando al darse cuenta de que algunos inteligentes se habían aprovechado de la aglomeración para manosear sus corvejones y sus ancas.
– Otra palabra, señor Spadoni: la última. Haremos una revolución, destronaremos a Alberto, y le daremos á usted la corona de Mónaco. Puede casarse, si le place, con la hija de un emperador: el dinero lo arregla todo. Nosotros lo tenemos, usted lo tiene…
– ¡He dicho que no! Lo que yo deseo es entrar en el Casino para hacerlo quebrar y llevarme las llaves.
Esta amenaza le arrancó la suprema concesión.
– Será usted mi socio; le daré el cincuenta por ciento de las ganancias… ¿No quiere?.. Sea el setenta y cinco.
Al ver que yo seguía avanzando escalinata arriba sin escucharle, se llevó un silbato á la boca. Su cara fué la de Sansón agarrándose a las columnas del templo. ¡Antes morir, que ver quebrada su casa! Sonó un estallido formidable, como si se rasgase el mundo. Habían minado con todos los explosivos sobrantes de la guerra el Casino, la plaza, la ciudad. Yo subí, aturdido, hasta las nubes, pero pude ver cómo desaparecía Monte-Carlo y hasta el peñón de Mónaco, ocupando el mar, con una ola gigantesca, el sitio de las tierras desaparecidas. Y cuando volví a caer…
– Despertó usted – dijo Novoa.
– Sí; desperté al pie de mi cama, y oí la voz de Castro en el pasillo insultándome por haber cortado su sueño con mis gritos. No ría usted, profesor. Es muy triste soñar esas grandezas, como si uno las estuviese tocando, y verse hoy tan pobre como ayer, tan pobre como siempre, y además con una mala suerte tenaz.
La pobreza y la mala suerte de Spadoni hicieron protestar á Novoa. Aún se acordaban muchos de su fortuna asombrosa como banquero en el Sporting-Club. Era una noche histórica. Además, sabía por Valeria que la duquesa le había hecho un buen regalo.
– ¡Incomparable duquesa! – dijo con entusiasmo el pianista – . Siempre gran señora. La pobre, en medio de su desesperación, se acordó de mí. «Tome usted, Spadoni, y que tenga mucha suerte.» Me regaló veinte mil francos. Si le pido cien mil, me los da lo mismo. ¡Y que sea tan desgraciada!..
Ante los ojos interrogantes del profesor, continuó:
– Pues bien; de los veinte mil no quedan ni cien.
Corrió en la misma noche al Sporting para repetir sus hazañas. Nunca se había visto con tanto capital, ni á la vuelta de su viaje de concertista por la América del Sur. El terrible griego estaba allí, y á pesar de la admiración que Spadoni tributaba á su gloria, lo trató con implacable hostilidad. «¡Banco!», dijo al verle en su silla de banquero con quince mil francos delante. Y al presentar sus cartas, «abatió nueve», mientras el pobre Spadoni sólo tenía cinco. ¡Adiós los quince mil! Con el resto se había defendido unos cuantos días como simple «punto», y ya no era mas que un recuerdo la generosa dádiva de la duquesa.
– ¡Si ella quisiera volver al trabajo! Estoy convencido de que yo sería otra vez el de aquella noche, teniéndola detrás de mí. Pero ¿quién se atreve á hablarle del juego?
Los dos lamentaron la desgracia de Alicia. Desde el día en que llegó el telegrama dándole cuenta de la muerte de su protegido, era otra mujer. Spadoni atribuía á un exceso de buen corazón este dolor tan vehemente por un joven soldado que no pertenecía á su familia. El profesor aprobó, pero con un aire enigmático. En la explosión de su dolor, debía habérsele escapado á Alicia una parte de su secreto delante de Valeria y ésta se lo habría hecho saber á Novoa.
Luego hablaron del aislamiento en que vivía la duquesa.
– Hace un mes que nadie la ve – dijo Spadoni – . Las gentes empiezan á olvidarse de ella; muchos creen que se ha marchado. Monte-Carlo es así: muy chico para los que van al Casino y se rozan á todas horas; enorme, como una gran capital, para los que no se acercan á las salas de juego… El príncipe me pregunta por ella muchas veces. Parece que no ha conseguido verla después de la tarde del telegrama.