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Kitabı oku: «Los enemigos de la mujer», sayfa 26

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Ocho días llevaba Lubimoff sin salir de Villa-Sirena. En sus conversaciones con el coronel – único compañero de esta vida solitaria – había evitado toda alusión á lo ocurrido en el castillo de Lewis. Don Marcos, por su parte, se mostraba de una discreción absoluta, como si tuviese olvidado el duelo y el extraño final que le había dado el príncipe; pero éste adivinaba en su silencio muchas cosas molestas para él.

Los otros padrinos debían haberlo contado todo. ¡Qué de comentarios! Y el miedo á encontrarse con las gentes, que sin duda repetían su nombre á todas horas, le hizo permanecer recluído, esperando que le olvidasen. Alguien perdería ó ganaría en el Casino una suma importante, y esto bastaba para que los curiosos dejasen de hablar de él.

Empezó á pesarle la soledad como un suplicio. Ya estaba fatigado de pasear siempre por sus jardines, que le parecían estrechos y monótonos. Además, la sobrina de Lewis, abusando de su autorización, llegaba cada tarde con una escolta de ingleses heridos, siempre diferentes. Correteaba con ellos por las avenidas entre los gritos de las aves exóticas, formaba grandes ramos de flores, y él tenía que ocultarse en los pisos altos huyendo de esta alegría infantil, á la que encontraba algo de desesperado y fúnebre.

Las noches le parecían interminables. Pensaba con nostalgia en las plácidas veladas de «los enemigos de la mujer», cuando Spadoni se sentaba al piano ó hacía cálculos infinitos, siempre doblando; cuando Novoa exponía sus paradojas científicas y Castro relataba las aventuras de su abuelo el «Don Quijote rojo»… ¿Dónde estarían ahora estos compañeros de soñolienta felicidad?

Atilio le interesaba especialmente. Dos veces había preguntado por él á don Marcos, sin que éste se mostrase muy claro en sus explicaciones. «No le encontraba nunca en el Casino; se abstenía sin duda de frecuentarlo por miedo al juego.» Presintió que el coronel sabía algo más y se negaba á hablar por discreción.

Una mañana, el tedio del encierro galvanizó su decaída voluntad. ¿Por qué no ir en busca de aquellos amigos? Tal vez si él daba el primer paso conseguiría reanudar las relaciones con ellos, restableciendo su antigua vida.

Cuando iba á salir, el coronel le detuvo para hablarle otra vez de un asunto que les había ocupado la noche anterior. ¿Qué respuesta debía dar al apoderado de París?.. Aquel nuevo rico comprador del palacio del parque Monceau deseaba adquirir también Villa-Sirena. El administrador comunicaba su última oferta: millón y medio de francos. No daría más, y era preciso contestar urgentemente, antes que su capricho se fijase en otra adquisición.

Miguel levantó los hombros, como si le hablasen de algo sin interés.

– Di que no quiero vender… Mejor será que no contestes. Veremos más adelante; yo pensaré.

Al bajar del tranvía, en Monte-Carlo, dejó á su izquierda el Casino, para seguir por los bulevares altos. Iba primeramente en busca de Spadoni, por ser el que habitaba más cerca. Además, éste debía saber el paradero de Atilio mejor que Novoa. Tal vez vivían juntos.

Conocía vagamente su domicilio por las burlas de Castro. El pianista era «guardián de una tumba» sobre el barranco de Santa Devota.

Desde lo alto de un puente vió el príncipe á sus pies este barranco, cuyas laderas estaban cubiertas de jardines, de «villas» lujosas y de hoteles, teniendo por fondo el risueño puerto de La Condamine.

Sesenta años antes era un lugar salvaje. Sólo lo visitaban las procesiones venidas desde el amurallado Mónaco para rendir homenaje á Santa Devota en una iglesia blanca, que aún parecía ahora más diminuta junto á las arcadas del puente del ferrocarril.

En los primeros tiempos del cristianismo, una barca, guiada por la voluntad de Dios, que se dignaba conceder una protectora á los habitantes de Puerto Hércules, había venido á encallar en esta ribera. La barca contenía el milagroso cadáver de cierta cristiana de Córcega martirizada por los romanos. Nadie sabía su nombre, y la devoción popular la llamó Santa Devota. Una vez al año, el día de su fiesta, al cerrar la noche, gran parte del público del Casino abandonaba la ruleta y el «treinta y cuarenta» para presenciar cómo los marineros de Mónaco quemaban frente á la iglesia, al son de la música, una barca vieja, cerrando con esto á la santa patrona todo camino de retorno.

Los campos pedregosos de olivos y nopales estaban ahora cubiertos de «Palaces», grandes como cuarteles, y sostenían una segunda ciudad alta, que, extendiéndose por la ladera de los Alpes, unía Mónaco con Monte-Carlo. Este terreno, vendido á precios enormes, era medio siglo antes un lugar tan olvidado, que cualquiera de sus poseedores podía disponer sin obstáculo que le enterrasen en su propiedad.

Un oficial obscuro de Napoleón, nacido en Mónaco y llegado á general en los tiempos de Luis Felipe, había hecho construir su sepultura en un olivar sobre el barranco de Santa Devota. El juego hacía surgir después Monte-Carlo sobre la salvaje meseta de las Espelungas; la lujosa ciudad nueva se ensanchaba para unirse con el viejo Mónaco, cubriendo de edificios todo el territorio del principado, y la sepultura del anónimo guerrero quedaba prisionera de este oleaje de grandes hoteles, palacios y «villas». El olivar de la tumba se vendía á metros, haciendo la fortuna de los herederos. Entre la sepultura y el borde del barranco quedaba una meseta, desde la que se disfrutaba la visión de un panorama magnífico, y un millonario de París se atrevía á construir una casa de estilo «artista», con jardines en terrazas escalonadas, creyendo empresa fácil conseguir el traslado del general al cementerio y la demolición de su capilla-tumba. Pero el muerto estaba en su propiedad, no podía resucitar para deshacer sus disposiciones testamentarias, perturbadas por el engrandecimiento inaudito del antiguo Mónaco, y no había poder humano que echase abajo su última morada.

Miguel había visto muchas veces desde el puerto, sobre las alturas del barranco, este panteón que iba á servirle ahora para encontrar á Spadoni. Era un simple dado de albañilería, con las paredes enjalbegadas, cuatro pináculos en sus ángulos y una cúpula de tejas negras. De lejos parecía un morabito, la tumba de un santón, ayudando á esta semejanza los grupos de palmeras de los jardines inmediatos.

Castro le había hecho reir muchas veces contándole la historia del difunto general y sus ricos vecinos. Los propietarios de la «villa» no podían dormir con un muerto al otro lado de la pared. Además era un muerto sin nombre, lo que le hacía más inquietante y misterioso. Nadie llegaba á acordarse del apellido de este señor que había mandado miles de hombres y aún imponía su voluntad á los vivos. Alquilaron la «villa» con todos sus lujosos muebles por un precio módico, y al principio se la disputaban las señoras que juegan en el Casino. ¡Vivir en un pequeño palacio adornado por famosos tapiceros de París, y con una vista magnífica, todo por quinientos francos mensuales!.. Pero las arrendatarias se apresuraban á cederse unas á otras esta buena ocasión. ¡Tener que pasar después de media noche frente al mausoleo del general, cuando volvían del Casino! ¡No poder abrir las ventanas sin encontrarse con aquella sepultura!.. Además, la maledicencia femenil señalaba sucesivamente á cada inquilina con el mismo apodo: «la guardiana de la tumba».

Entonces se presentó Spadoni. Castro tenía una idea vaga de que pagó el primer mes, pero no estaba seguro de ello. Lo que sabía con certeza era que no pagó más. Los propietarios, residentes en París, habían acabado por aceptar esta situación, viendo en el pianista un cuidador gratuito de aquella casa que les inspiraba miedo.

Descendió el príncipe por un amplio camino entre balaustradas de jardines y muros de roca con penachos floridos pendientes de sus intersticios. Al ver de cerca el morabito, comprendió la fuga de los vecinos. El general había sabido hacer las cosas. Los pináculos estaban adornados con calaveras y tibias, lo mismo que la cruz de hierro que remataba la cúpula. Y estos símbolos fúnebres, por la fuerza del contraste, aún resultaban más impresionantes entre el esplendor verde de los jardines inmediatos, bajo un cielo de crudo azul y un sol deslumbrador, teniendo por fondo el gracioso puerto y la rizada planicie del mar violeta. La puerta del mausoleo sin nombre no se había abierto en muchos años, y los vientos amontonaban la tierra en su parte baja. Entre la verja y las paredes se aglomeraba una vegetación loca, una selva minúscula, en cuyas espesuras guerreaban y se devoraban los insectos después de enviar interminables expediciones volantes y rampantes á todas las casas próximas.

Pasó rozando el panteón para llegar á la entrada de la «villa», hermoso edificio de arquitectura toscana. La puerta era de complicados herrajes; los ventanales tenían vidrieras con figuras de colores; sobre el muro gris estaban incrustados relieves de mármol y escudos antiguos.

Golpeó inútilmente con un dragón de hierro que servía de aldaba. Al fin apareció en un sendero inmediato, entre dos muros, una mujer greñuda con un niño en brazos. Era una vecina que prestaba sus servicios á Spadoni cuando se quedaba en la casa. La presencia de un visitante representaba para ella un acontecimiento.

– Sí que está – dijo – . ¿No oye usted?

Lubimoff oyó, efectivamente, amortiguado por los gruesos muros, el tecleo de un piano.

La mujer, convencida de que el artista no llegaría á enterarse de los golpes del aldabón, desapareció en una revuelta del sendero. Poco después, su cabeza y el niño que llevaba en brazos surgieron sobre el filo de un muro.

– ¡Maestro! – gritó – . Un señor que le busca. ¡Una visita!

Y volvió arreglándose las faldas, como si acabase de bajar de una escala de mano.

Se abrió aquella puerta de quicio profundo, apareciendo en su hueco Spadoni.

– ¡Oh, Alteza!

Su sonrisa no expresaba asombro. Saludó al príncipe como si lo hubiese visto el día anterior.

Fué guiándole por corredores y salones sumidos en una penumbra policroma y que olían á polvo. Hacía muchos meses que los ventanales de colores no habían sido abiertos ni descorridas las cortinas. El concentraba su existencia en una sola habitación. Lubimoff chocó con arcones y armaduras, hizo vacilar dos enormes ánforas japonesas, se enganchó en los numerosos salientes de este profuso decorado de «estudio romántico» que había estado de moda veinticinco años antes.

Volvieron finalmente á la luz, una luz esplendorosa que entraba por tres puertas abiertas sobre una terraza vecina al barranco.

Era el hall de la «villa», adornado con telas y divanes indostánicos. El príncipe reconoció que Spadoni no estaba mal instalado en «su tumba». Un gran piano de cola era el único mueble que se mantenía limpio en esta pieza invadida por el polvo. Sobre el atril permanecían abiertos varios cuadernos de música manuscrita.

Al ver que Lubimoff se fijaba en ellos, el pianista hizo un gesto desesperado.

Era grande su pobreza: tenía que dar conciertos para vivir, se veía obligado á estudiar obras nuevas.

Habló de estos trabajos como si representasen la más cruel imposición de la realidad, la mayor decadencia de su vida.

Varias damas organizadoras de obras benéficas de la guerra habían buscado su concurso. Tocaba gratuitamente, por «patriotismo», pero las buenos señoras siempre encontraban el medio de darle una cantidad. ¡Era tan enorme su miseria! Sólo de tarde en tarde entraba en las salas de juego. No podía ni apuntar en la ruleta, donde las puestas son de cinco francos.

Quiso el príncipe leer los títulos de las partituras, y Spadoni intentó ocultarlas con una precipitación cómica.

– ¡Verdaderas porquerías!.. No hay que mirar eso, Alteza. En esta Costa Azul, cuando las señoras entradas en años no encuentran ya quien las ame, se dedican á escribir romanzas ó bailes de gran espectáculo, y el Casino acepta sus obras para no disgustarlas. Ese teatro de Monte-Carlo resulta, en ciertos días, el templo de la imbecilidad musical… No; mejor será que conozca lo que damos esta tarde. Es la obra de una millonaria que lo escribe todo, música y versos.

Y leyó en alta voz los títulos de varías «escenas pintorescas»: Diálogo entre la mariposa y la rosa, Lo que la palmera le dijo al agave, Plegaría de la cigarra á nuestro padre el Sol.

– Por suerte, Alteza, esta situación deshonrosa no durará. Tengo un medio… ¡un medio!..

Olvidando el piano, las partituras y su degradación musical, se lanzó de golpe en el mundo de las quimeras. Conocía el secreto del grande hombre, de aquel griego que ganaba millones en el Sporting. Lo había sorprendido, con su propia malicia, después de sonsacar ciertos datos á un acompañante del personaje. Era una combinación sencilla, como todas las cosas geniales. Por ejemplo…

Y tendió su mano hacia una baraja que estaba en una mesa, sobre unos cuantos volúmenes encuadernados en rojo: las nueve sinfonías de Beethoven.

¡Ah, no!.. El príncipe le contuvo con brusquedad, para que no se entregase á su manía demostrativa.

– Yo esperaba encontrar aquí á Atilio – dijo luego suavemente.

El músico pareció despertar.

– ¿Atilio?.. ¡Ah, sí! Vivió conmigo unos días, pero se fué.

Obsesionado aún por su prodigiosa combinación, habló distraídamente, sin conceder interés á sus palabras. Castro había manifestado deseos de vivir con él, se lo dijo un anochecer en el Casino, y Spadoni abandonó Villa-Sirena para acompañarle. Un amigo no puede hacer menos.

– Pero ¿cuándo se fué?.. ¿En dónde está?..

– Se fué anteayer, y debe estar en París. ¡Un disparate su viaje! Imagínese, Alteza, que en los últimos días jugó con una suerte magnífica, hasta ganar veinte mil francos. ¡Si hubiese seguido!.. Pero no quiso: tenía prisa. Me dió quinientos francos, y los perdí inmediatamente; era muy poco dinero para mi combinación. Creo que va á hacerse soldado; me habló de la Legión extranjera. De él se puede esperar cualquier disparate. ¡Un hombre que gana y huye!..

Luego, como si la máquina desarreglada de su cerebro funcionase lógicamente por unos segundos, añadió, con una sonrisa maligna:

– Doña Clorinda también se ha ido á París. Se marchó dos días antes que él… ¡Oh, Alteza! ¡cómo me acuerdo de aquello que nos dijo en un almuerzo sobre las mujeres!.. Las conozco, príncipe: todas ellas son temibles enemigos.

Y señalaba rencorosamente Lo que la palmera le dijo al agave.

En vano el príncipe insistió en sus preguntas. No sabía más, no le inspiraba curiosidad la suerte de Castro. Se había ido á París para hacerse soldado, ¡y él tenía tantos amigos soldados!..

«La Generala», por ser mujer, le infundía más interés, excitando su maledicencia.

– Yo creo – dijo, con su sonrisa de misógino – que se fué por celos, por despecho. La duquesa de Delille ha acaparado á ese teniente que le presentó ella. Hasta parece que el tal teniente ha tenido un duelo…

El pianista palideció, mirando con espanto á Lubimoff. Su gesto fué igual al del que habla en voz alta creyéndose á solas, y nota repentinamente que alguien le escucha. Quedó confuso y balbuceando:

– No sé… ¡la gente dice tantas mentiras!.. ¡Cosas de mujeres!

Lubimoff sintió una confusión igual al darse cuenta de que hasta Spadoni se había ocupado con regocijo de su aventura.

Consideraba ya inútil seguir hablando con este imbécil. Se levantó, y el músico, trémulo aún por su indiscreción, dió muestras de igual apresuramiento por terminar la visita.

– ¿Y Novoa? – preguntó el príncipe al llegar á la puerta de la casa – . ¿Se ha ido también?..

No; éste seguía en Mónaco, trabajando en el Museo cuando no tenía ocupaciones más urgentes. Se encontraban muy de tarde en tarde. ¿Cómo podían verse, si él, Spadoni, á causa de su miseria, se abstenía de entrar en las salas de juego?..

– Continúa jugando, Alteza; pero muy mal, con la timidez del novato, y por eso pierde. No tiene la estofa de nosotros, los verdaderos jugadores.

Se irguió el pianista al decir esto, como si no hubiese perdido nunca y poseyera todos los secretos del azar.

– Le he enviado dos entradas para el concierto de esta tarde: una para él y otra para esa señorita Valeria, acompañante de la duquesa. ¡El pobre! ¡siempre haciendo tonterías como un enamorado!..

Pero su sonrisa de hombre superior, exento de tales humillaciones, se cortó al darse cuenta de que otra vez estaba diciendo algo molesto para el príncipe.

Este pasó de nuevo junto á la tumba, pero sin verla ni acordarse del incógnito general. ¡Castro se había ido!.. ¡Castro quería hacerse soldado!..

Luego de seguir el camino descendente de los Monegetti hasta la plaza de Armas de La Condamine, tomó la avenida de suave pendiente que sube hasta Mónaco. Esta marcha le proporcionaba cierta voluptuosidad muscular después de su largo encierro.

Al verse entre los dos torrecillas que marcan la entrada de los jardines, le asaltó el recuerdo de Alicia. Un poco más allá habían descendido del carruaje; detrás de los árboles estaba el banco en que la habló por primera vez de su amor; abajo, al borde de las rocas, se desarrollaba el solitario camino por el que pasaron como en volandas, al amparo del crepúsculo y con las bocas juntas. Luego, el rasgón de su vestido, los cómicos y dulces apuros por repararlo, el alfiler con la perla de la princesa… Sólo habían transcurrido unas semanas, y estos sucesos parecían de otra humanidad más feliz, desarrollados en un planeta distinto, envueltos en una luz que no era la de la tierra.

Se esforzó por olvidar. Estaba ahora en una plaza asfaltada, frente á la escalinata del Museo Oceanográfico. Por primera vez reparó en los adornos arquitectónicos del blanco edificio. Habían adoptado como motivo ornamental el manojo de retorcidas patas de los pulpos, el semicírculo estriado de las conchas, la sombrilla filamentosa de las medusas. Se fijó en los grupos escultóricos que simbolizan las fuerzas del Océano ó las artes de los navegantes; leyó los nombres esculpidos en los frisos, títulos de buques que se ilustraron por sus exploraciones científicas.

Permaneció inmóvil mucho rato, buscando un pretexto para justificar su visita. Al fin subió la escalinata, viéndose envuelto en una frescura sonora de catedral, pero sin la ranciedad del ambiente cerrado, con un tufillo salino procedente del mar inmediato. El conocía el palacio: á un lado, el vasto salón de conferencias y asambleas científicas, semejante á un Parlamento, con lámparas de cristal helado que afectan las distintas formas animales de las profundidades oceánicas; en mitad del vestíbulo, la estatua del príncipe Alberto vestido de marino y apoyado en la baranda del puente de su yate; al lado opuesto y en los pisos superiores, las colecciones recogidas durante los viajes de este navegante de la ciencia: miles de peces y moluscos, esqueletos gigantescos de cetáceos, piraguas y herramientas de pesca de los mares polares. En los pisos inferiores, debajo de sus pies, en aquel segundo palacio que, adherido al acantilado, descendía hasta el mar, estaban los acuarios, las bestias misteriosas del abismo continuando su existencia entre burbujas de agua corriente, en sus jaulas de cristal.

Un portero de levita azul y kepis galoneado de rojo intentó ofrecerle un cartón de entrada, pero se contuvo al ver que se detenía junto al torniquete, preguntando por Novoa.

– Salió hace un momento. Tal vez lo encuentre en las inmediaciones del Palacio. Casi todos los días, antes del almuerzo, da la vuelta á la roca.

«La roca», para los monegascos, es por antonomasia el peñón en que está asentado Mónaco, y dar su vuelta equivale á seguir el contorno de jardines y abandonados baluartes que, partiendo del palacio de los Príncipes, vuelve á él después de abarcar toda la vieja capital.

Siguió exteriormente la cerca de los jardines de San Martino. No osaba penetrar en ellos: temía encontrarse con el banco en que habían estado aquella tarde. Avanzó por las calles de la ciudad, estrechas, sin aceras, pavimentadas de anchas losas, como en muchas poblaciones de Italia.

Las viviendas, viejas y altas, recordaban los tiempos en que el suelo era precioso dentro de una península estrechamente ceñida por sus fortificaciones. Algunas casas estaban perforadas por túneles, y al final del arco se veía la claridad y la blancura de la otra calle paralela. Los edificios más grandes eran conventos ó colegios religiosos. Sonaban lentas campanas sobre los tejados, como en un pueblo de España; quedaban en las calles muchos retablos con imágenes alumbradas por un farolillo.

Al estremecerse las losas del pavimento bajo un paso humano, se entreabrían ventanas. Un carruaje provocaba la aparición de muchas cabezas. Los escasos transeuntes eran á veces canónigos de la catedral, frailes descalzos con una corona de pelo en torno del cráneo afeitado, monjas con enormes mariposas almidonadas en la cabeza.

Sólo un pequeño puerto separaba la vieja ciudad de aquella otra ciudad situada en la cumbre de enfrente, con su Casino, sus hoteles, sus orquestas y su muchedumbre de placer y de fortuna. Un corto trayecto de tranvía bastaba para hacerse la ilusión de haber saltado sobre dos siglos. Lubimoff recordó la impresión de extrañeza que despertaban al atravesar la plaza del Casino estos frailes descalzos cuando bajaban en grupo á Monte-Carlo.

Pasó bajo una galería cubierta que formaba arco entre dos casas. Un gran descampado, una llanura, se abrió ante él. Era la plaza del Palacio. Enfrente estaba la vivienda señorial de los Grimaldi, conjunto de edificios de diversas épocas, que le recordó los palacios de algunos príncipes soberanos de la antigua Italia. Era de color rosa obscuro, cortado por el arquerío de las loggias, y tenía adosados unas torres de sillares blancos con almenas hendidas. También conocía él este palacio, puramente de aparato y deshabitado, pues el príncipe reinante, en las cortas visitas á sus dominios, prefería vivir en su yate.

Primeramente llamó su atención la guardia del edificio. Los soldados de Mónaco, viejos gendarmes franceses, habían partido á la guerra, y una milicia nacional se encargaba de sustituirlos. Estaba compuesta de legítimos ciudadanos de «la roca», descendientes de cuatro generaciones de monegascos. Ellos solos podían contribuir á la defensa ideal del principado, así como gozaban las ventajas de pertenecer á un país, único en el mundo, donde nadie paga contribución y todos al nacer tienen el pan asegurado, gracias al Casino.

Lubimoff admiró al guerrero de guardia, un viejo de bigote blanco, cargado de hombros, casi jorobado, con gabán de color castaña y sombrero hongo. Un brazal rojo y blanco en una manga era todo su uniforme. Llevando al hombro su fusil antiguo, que aún hacía más enorme y pesado una bayoneta interminable, hubiera podido descansar junto á la garita pintada con los colores de Mónaco; pero prefería moverse en incesante paseo, mirando á todas partes por si alguien intentaba penetrar en el alcázar del ausente soberano. Otros padres de familia y hasta abuelos, vestidos con sus trajes de domingo, esperaban pacientemente en un banco que les llegase el turno de ejercer la honorífica función.

Lo más notable de esta explanada era la artillería, una cantidad de cañones del siglo XVIII que estaban allí decorativamente, como las armaduras que adornan un salón… A ambos lados de la puerta del Palacio se alineaban seis piezas enormes y magníficas, fundidas en un bronce verde de estatua y cinceladas como obras de museo. Junto á sus bocas, el metal se retorcía formando la hojarasca de un capitel; su parte opuesta la remataba una cabeza de medusa. El fuste de estas columnas huecas estaba adornado con las tres flores de lis de la vieja monarquía francesa, los agarradores de cada cañón eran dos delfines, y todas las piezas ostentaban el lema pretencioso Nec pluribus impar de Luis XIV, con otro más sombrío: Ultima ratio regnum.

El príncipe sonrió ante este lema.

«Ahora, las piezas de artillería – se dijo – ya no son «la última razón de los reyes», pero lo son de los pueblos. Hemos adelantado poco.»

Todos estos cañones verdes tenían su nombre propio, lo mismo que un buque ó un regimiento. Uno se llamaba Nerón, otro Tiberio; más allá abrían su redonda boca el Robusto y el Roncador.

En los parapetos que cerraban por ambos lados la extensa plaza asomaban sus gargantas, sobre el puerto ó sobre el mar libre, otras piezas más modestas, pero igualmente enormes y vetustas. Las balas macizas de estos cañones formaban pirámides, y una vegetación parásita se había introducido entre las pelotas de hierro.

Detrás del Palacio, como un telón de fondo, se elevaba la montaña francesa de la Tête du chien, brillando en su redonda cumbre las vidrieras del cuartel de los cazadores alpinos. La meseta de Mónaco era simplemente el último peldaño de la gran escalera que los Alpes dejan caer hacia el mar. Arriba se enredaban las nubes en los picachos, cubriéndolos momentáneamente de una sombra tempestuosa; abajo, entre los muros rosados y las torres blancas de los Grimaldi, se erguían la palmera tropical, el cocotero, el plátano, dando á este castillo ligurio un aspecto de hacienda brasileña.

Estaba Lubimoff en el parapeto que da sobre el mar libre, sentado entre dos cañones, cuando vió la llegada de Novoa por los baluartes que dominan el puerto.

Al reconocer al príncipe apresuró su blanda marcha, acercándose á él con la mano tendida.

¡Simpático profesor! Nunca le parecieron á Miguel sus ademanes francos con tanto atractivo como ahora. Celebraba mucho este encuentro, creyéndolo casual, y el príncipe no quiso hablar de su visita al Museo, para que Novoa ignorase que había venido en busca suya.

Maquinalmente empezaron á pasearse entre la fila de cañones y unos cuantos árboles que daban pálida sombra á este lado de la plaza.

Era Lubimoff el que preguntaba, mostrando interés por la suerte de su amigo y acogiendo sus quejas con una sonrisa bondadosa.

Novoa se mostró descontento. Este país de vida dulce y alegre resultaba fatal para el estudio. ¡Pensar que allá en su tierra se lo imaginaban haciendo descubrimientos útiles en los misterios del mar! El Casino extendía su influencia á todas partes, hasta al Museo Oceanográfico. Muchas veces, mientras estudiaba el plancton, le acometía una nueva idea para desentrañar los misteriosos saltos de las series del «treinta y cuarenta». Trabajaba por las mañanas con el pensamiento fijo en Monte-Carlo; y apenas llegada la tarde, sentía un deseo irresistible de ir allá. Era inútil que inventase pretextos para mantenerse fijo en «la roca». Había perdido cantidades enormes para él, y necesitaba recuperarlas. Pensaba con inquietud en el dinero recibido de su país á cuenta de la modesta fortuna heredada de sus padres.

– Algunos días, el buen sentido me dice que debo volverme á España, y deseo realizar inmediatamente este buen consejo. Por desgracia, hay ciertas cosas que me retienen aquí y quebrantan mi voluntad.

– Las conozco – dijo Miguel sonriendo – . La primera de todas, el amor.

Novoa se ruborizó, aceptando luego con un cómico ademán de confusión las palabras del príncipe. Sí; algo había de eso, y el amor le proporcionaba disgustos, lo mismo que el juego.

Lubimoff vió de pronto en sus ojos una expresión igual á la de Spadoni. También éste sabía lo ocurrido, y al hablar del amor recordaba inmediatamente aquel duelo absurdo. Pero Novoa era otro hombre, incapaz de sentir el maligno placer de los maldicientes, que se regodean con las torpezas ajenas. Además, Miguel le tenía por muy franco, y pronto se convenció de ello.

Tranquilamente, sin pensar si con sus palabras molestaría al otro, el profesor aludió á lo ocurrido en el castillo de Lewis. Lo lamentaba como algo ilógico y extemporáneo, mas no por esto había dejado de interesarle la suerte del príncipe. Si se abstuvo de ir á Villa-Sirena, fué por no parecer entrometido. Varias veces había hablado con el coronel, encargándole que saludase al príncipe de su parte.

Luego, como si se arrepintiese de la severidad con que juzgaba aquel duelo, dió explicaciones. La imagen de Castro había pasado por su memoria, haciéndole mirar á su acompañante con una tolerancia fraternal.

– Yo comprendo muchas cosas. No soy hombre de armas, como usted, y sin embargo, una vez sentí deseos de batirme. Ahora me río cuando lo pienso; pero, en iguales circunstancias, volvería á hacer lo mismo… ¡El poder de las mujeres! ¡Cómo nos transforman!..

El príncipe no protestó al oir que Novoa le suponía enamorado, atribuyendo aquel duelo á la influencia de una mujer. Y siguió guardando silencio, mientras el profesor, por una asociación lógica, empezaba á hablar de Alicia. Este sabio bueno y sencillo mostró una verdadera alegría al comunicar ciertas noticias que juzgaba agradables para Lubimoff.

Igual interés sentía por su compatriota Martínez. El no odiaba á nadie. Hasta tenía olvidadas sus incompatibilidades con Castro, que le habían hecho abandonar las abundancias de Villa-Sirena.

– Ese pobre teniente es menos feliz que usted, príncipe; el tal duelo ha tenido malas consecuencias para él. Yo gozo de cierta intimidad con personas allegadas á la duquesa de Delille… No necesito decir más: usted sabe que puedo estar enterado de lo que ocurre en Villa-Rosa. Pues bien; después del desafío, yo no sé qué ha pasado, pero Martínez entra en aquella casa con menos frecuencia. Transcurren días enteros sin que se atreva á llamar á su puerta. Algunas veces va allá, y la persona que usted sabe me dice que la duquesa se niega á recibirle. Es ahora un simple visitante, un amigo como otro cualquiera. La duquesa quiere evitar la antigua intimidad; le envía regalos al hotel de los oficiales, se preocupa de su bienestar, encarga á la señorita amiga mía que se entere de si le falta algo, pero sólo lo recibe de tarde en tarde. Se acabaron los almuerzos y las comidas á diario, aquella vida común, en la que sólo faltaba que durmiese en la casa… Y el pobre muchacho parece triste, desesperado, por este cambio.

Se animó el profesor en sus confidencias al notar el agrado con que las recibía el príncipe.

– Una persona – continuó, con cierta vacilación – que pasa algunas noches por la calle de la duquesa… (¡qué diablo! ¿por qué no decir la verdad?) yo, que algunas veces rondo por las inmediaciones de la «villa», esperando á la señorita en cuestión, he sorprendido á Martínez cerca de la casa, deslizándose junto á la verja, mirando á las ventanas. ¡Pobre muchacho!.. Y me dicen que de día, cuando teme que la duquesa no va á recibirlo, hace los mismos paseos.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
25 haziran 2017
Hacim:
560 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
Yеtim Abilay 2-qism
Народное творчество (Фольклор)
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