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Kitabı oku: «Los enemigos de la mujer», sayfa 9

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Miguel recordó sus impresiones de la tarde. Había ido al Casino para asistir á un concierto clásico, osando arrostrar la curiosidad obsequiosa de los empleados y el miedo á tropezarse con algunas de sus antiguas amistades. Desde la escalinata exterior á las puertas del teatro tuvo que responder á una serie de profundos saludos de los funcionarios, unos con kepis y dorados botones, otros de levita solemne, erguidos y dignos como notarios de comedia. La gente que paseaba por el atrio se fijó inmediatamente en él. «¡El príncipe Lubimoff!» Todos recordaban su yate, sus aventuras, sus fiestas, repitiendo su nombre como un eco de gloriosa resurrección. Había tenido que pasar á toda prisa entre los grupos, con la mirada vaga, fingiéndose abstraído, para no ver ciertas sonrisas conocidas, ciertos rostros invitadores que le hacían evocar visiones dulces del pasado.

Buscó un asiento de los más ocultos en la sala de espectáculos, un rincón de diván junto á la pared; pero también aquí le persiguió la curiosidad. En torno del atril del director estaban los músicos de más renombre, los que se engalanaban con el título de «solistas de S. A. S. el Príncipe de Mónaco». Algunos de ellos habían navegado en el Gaviota II formando parte de su orquesta. Durante unos compases de espera, el primer violín, al mirar á la sala para reconocer á sus entusiastas, descubrió á Lubimoff, participando inmediatamente su sorpresa á los otros solistas. Todos le sonrieron, dedicándole con los ojos lo que surgía de sus instrumentos, y el público acabó por fijarse en este señor medio oculto que poco á poco iba atrayendo las miradas de la orquesta entera.

Al terminar el concierto salió apresuradamente, temiendo que le cortasen el paso ciertas amigas antiguas que había descubierto entre la concurrencia. Cruzó el atrio violentamente, hendiendo los grupos que no le dejaban avanzar. Aquí había llamado su atención un personaje de ademanes majestuosos y aspecto excesivamente brillante, con sombrero hongo, pero de seda gris bien peinada, gabán de color de miel con bocamangas de terciopelo del mismo tono y guantes y zapatos blancos. Las patillas grises estaban unidas al bigote; la raya del peinado descendía hasta la nuca, y por encima de las orejas avanzaban, brillantes de cosméticos, dos mechones recortados y teñidos.

– Creí que era un general ruso ó un personaje austriaco vestido de invierno, con una elegancia digna de la Costa Azul, y eras tú, querido coronel. Aún no te había visto fuera de Villa-Sirena.

Toledo se ruborizó, no sabiendo si enorgullecerse ó afligirse por estas palabras.

– Alteza, siempre me ha gustado vestir bien y…

– ¿Quién era la señora que hablaba contigo?..

– Era la Infanta. Me contaba que había perdido siete mil francos que le enviaron de Italia, que no tiene con qué atender á los gastos de su vida, y…

– ¿Una flaca con un gran sombrero de cow-boy?.. No, no es esa. Te pregunto por la otra.

«La otra» sólo la había visto de espaldas, pero atrajo momentáneamente su atención por su esbeltez y su aire de señorío.

– Alteza – dijo don Marcos titubeando – , era la duquesa de Delille.

Un silencio. Y como si con esto le hubiese pillado su príncipe en falta y necesitara excusarse, se apresuró á añadir:

– Es muy buena con la Infanta. Le regala trajes para sus hijos, creo que hasta le presta su ropa… ¡Una hija de rey! ¡Una nieta de San Fernando!.. Yo soy un viejo soldado de la legitimidad, y no puedo menos de agradecer que…

Miguel cortó su protesta con un gesto. Basta: no quería oir más. Y se dirigió á Castro. También lo había visto cerca de la salida del Casino hablando con otra dama.

– Y yo te vi igualmente – dijo Atilio – , pero ibas impetuoso y con la cabeza baja, abriéndote paso lo mismo que un toro acosado. ¿Quieres saber quién es esta señora? ¿Te interesa?..

Lubimoff levantó los hombros; pero su indiferencia era falsa. En realidad, le había interesado, aunque ligeramente, esta desconocida, rubia, alta, con un aspecto de vigor esbelto, de ágil soltura, como las gimnastas y las amazonas.

– Pues es «la Generala» – continuó Castro, sin parar mientes en la falta de curiosidad de su amigo – . Este generalato no hay que tomarlo en serio. Es un apodo cariñoso. Creo que lo inventó la de Delille, pues te advierto que las dos son muy amigas. Es generala como otros pueden ser coroneles.

Don Marcos no reparó en esta maldad. Atilio se mostraba esta noche de mal humor, con los nervios excitados, deseoso de morder. Debía haber perdido en el juego.

– La llaman «la Generala» por su carácter algo varonil, por la rudeza con que trata á veces á las gentes. ¡Una mujer extraordinaria! ¡Una verdadera amazona!.. Tira á las armas, hace gimnasia, nada en los ríos en pleno invierno, y además tiene una voz como un suspiro de brisa, gorjea al hablar como un pájaro, parece que va á desmayarse á la menor emoción lo mismo que una niña tímida… ¿Quieres saber quién es?.. Se llama Clorinda; un nombre de poema y de comedia antigua. Yo la llamo siempre doña Clorinda; creo que sin esto le falto al respeto, á pesar de su juventud. Tal vez tiene dos ó tres años menos que su amiga Alicia. Las dos se detestan, y no pueden vivir separadas. Una semana por mes chocan, se insultan, cuentan la una de la otra los mayores horrores; luego se buscan. «¿Cómo estás, corazón mio?» «¿Me guardas rencor, mi ángel?»

El príncipe sonrió al ver cómo imitaba las palabras y gestos de las dos señoras.

– Clorinda es americana – continuó Castro – , pero americana del Sur, de una pequeña República donde sus padres, abuelos y bisabuelos han sido presidentes, hombres de guerra y padres de la patria. Su generalato no es sin fundamento. Allá en su país la admiran por su hermosura y por los grandes éxitos que le suponen en Europa, con ese agrandamiento y desorientación de la distancia. Su retrato resulta una propiedad pública; figura en todos los paquetes de café y todos los prospectos de su país. Es la belleza nacional; y cuando envejezca, siempre existirá un rincón del mundo donde la consideren eternamente joven. Se casó en París con un joven francés, soñador, algo artista y algo enfermo del pecho. Por esto mismo lo amó «la Generala». Con un hombre fuerte é impetuoso se hubiesen matado los dos á los pocos días. Ahora es viuda. No la creo muy rica; la guerra debe haber disminuído sus rentas, pero tiene para vivir con desahogo. Hasta me imagino que debe sufrir menos apuros que la de Delille. Es mujer de buena cabeza.

Calló un momento.

– ¡Pero de tan raras ideas! ¡Tan acostumbrada á imponer su voluntad!.. La conocí en Biarritz hace algunos años. Aquí la he visto muchas veces en las salas de juego: saludos, conversaciones insignificantes. Cuando una mujer apunta, no admite galanterías que la distraigan. Hoy es la primera vez que hemos hablado largamente. ¿Sabes lo que me ha preguntado en seguida?.. Que por qué no estoy en la guerra. En vano le he dicho que yo soy neutral y le he demostrado que la guerra no me interesa. «Si yo fuese hombre, sería soldado.» ¡Y si hubieras visto su mirada al decirme esto!..

Lubimoff dedicó una sonrisa despectiva á esta mujer.

– Para ella – siguió diciendo su amigo – , todos los hombres deben trabajar en algo, producir, ser héroes. A su pobre marido, dulce como un cordero enfermo, lo adoró porque pintaba unos cuadros paliduchos y había conseguido modestas recompensas en varias Exposiciones. Los hombres como yo son para ella una especie de figurantes alquilados para animar los salones, los casinos, los balnearios, para sostener la conversación y ser galantes con las damas; pero no le interesan. Me lo ha dicho esta tarde, una vez más.

– ¿Y á ti te duele su opinión? – dijo el príncipe.

Calló Atilio, como si pesase sus palabras antes de hablar.

– Sí, me duele – dijo al fin resueltamente – . ¿Por qué negártelo? Esa mujer me interesa. Cuando no la veo, no me acuerdo de ella. He pasado meses y años sin que volviese á mi memoria. Pero así que la encuentro, me domina… la deseo. Yo, sin ser tú, he tenido también mis satisfacciones amorosas. ¡Pero esta mujer es tan distinta á las otras!.. Además, ¡el placer de vencerla, esa necesidad de dominación que hay en el fondo de nuestros deseos amorosos!.. Cada vez que hablamos, y ella con su voz de pájaro y su sonrisa compasiva marca la enorme distancia que existe entre los dos, quedo triste, mejor dicho, desalentado, como si necesitase alcanzar algo á que no llegaré nunca por más que me esfuerce. Hoy debería estar alegre: hace meses que no he tenido una tarde igual. He jugado, y mira… ¡mira! Diez y siete mil francos.

Había sacado de un bolsillo interior un fajo de billetes azules, arrojándolo sobre la mesa con cierta furia.

– Llegué á ganar hasta veintiséis mil. Una suerte de amante desesperado, de marido infeliz… Y sin embargo, no estoy contento.

El príncipe volvió á sonreir, como si una verdad palmaria acabase de demostrar la certeza de sus afirmaciones. ¡La mujer! Aquella Clorinda, generala de mil demonios, era una verdadera mujer, que con sólo breves minutos de conversación había perturbado á Castro y tal vez acabase por quebrantar la vida dulce, sin placeres violentos pero sin tristezas desesperadas, que llevaban los huéspedes de Villa-Sirena.

– Y tú, Atilio – dijo con tono de reproche – , te emocionas por esa especie de virago de voz suave… Tú crees en el amor como un colegial.

Castro adoptó un tono fríamente agresivo. De él podía decir el príncipe lo que quisiera; ¡pero llamar virago á la otra!.. ¿con qué derecho? Ocultó, sin embargo, la verdadera causa de su enfado, fingiéndose herido por la alusión á su credulidad.

– Yo no creo en nada; creo tal vez menos que tú. Sé que todo lo que nos rodea es falso, convencional; mentiras que aceptamos porque nos son necesarias momentáneamente. Tú admiras, como si fuese algo divino é inconmovible, la música y la pintura. Pues bien; que se modifique un poco la forma de nuestro oído, y las sinfonías de Beethoven serán verdaderas cencerradas; que se cambie el funcionamiento de nuestra retina, y todos los cuadros célebres habrá que quemarlos, porque nos parecerán lienzos manchados por un juego de niños… que se transforme nuestro cerebro, y todos los poetas y los pensadores resultarán pueriles idiotas. No; no creo en nada – insistió rabiosamente – . Para vivir y para entendernos necesitamos que haya arriba y abajo, derecha é izquierda; y también esto es mentira, pues vivimos en el infinito que no tiene límites. Todo lo que consideramos fundamental no es mas que un cuadriculado que inventaron los hombres para que sirva de marco á sus concepciones.

El príncipe se encogió de hombros, mirándole con extrañeza. ¿A qué venía todo esto, con motivo de una mujer?..

– Todo mentira – prosiguió – ; pero no por ello voy á vivir como una piedra ó un árbol. Yo necesito falsedades dulces que me canten hasta la hora de la muerte. La ilusión es una mentira, pero deseo que venga conmigo; la esperanza otra mentira, pero quiero que marche ante mis pasos. Yo no creo en el amor, como no creo en nada. Cuanto digas contra él lo sé hace muchos años; pero ¿debo darle con el pie si me sale al paso y quiere acompañarme? ¿Conoces tú una quimera que llene mejor el vacío de nuestra existencia, aunque sea poco durable?..

Miguel acogió la vehemencia de su amigo con un gesto sardónico.

– ¿Sabes por qué parezco más joven de lo que soy? – continuó Atilio, cada vez más exaltado – . ¿Sabes por qué seré joven cuando otros de mi edad serán ya viejos?.. Me finjo irónico, parezco escéptico, pero poseo un secreto, el secreto de la eterna juventud, que guardo para mí… Puedo revelártelo. He descubierto que la gran sabiduría de la vida, lo más importante, es «pasar el rato»; y lleno el vacío que todos llevamos dentro con una orquesta: la orquesta de mis ilusiones. Lo necesario es que toque siempre, que no queden los atriles vacíos; una vez terminada una partitura, hay que colocar otra nueva. A veces, la sinfonía es de amor… Las mías han sido hermosas pero breves. Por eso las he reemplazado con otra interminable, la de la ambición y la codicia, cuyos compases son infinitos como las estrellas del cielo, como las combinaciones de las cartas. Juego. Veo en el girar de la ruleta un castillo que será mío, un castillo más suntuoso que todos los que existen; un yate superior al que tú tenías; fiestas interminables. La baraja me hace contemplar magnificencias como no las soñaron los cuentistas persas. Sus colores son montones de gemas preciosas. Las más de las veces pierdo y la orquesta me acompaña en sordina, con una marcha fúnebre de hermosa desesperación; pero á los pocos compases, esta marcha se convierte en himno triunfal: la salida del nuevo sol, la resurrección de la esperanza.

Ahora la mirada del príncipe era de piedad. «Está loco», parecían decir sus pupilas.

– Esta tarde, mi orquesta – continuó – me ha hecho conocer una nueva sinfonía, algo que no había oído nunca. Mientras ganaba dinero, no pensé una sola vez en mí. Nada de palacios, ni de yates, ni de fiestas. Pensaba únicamente en «la Generala», y pensaba con verdadero odio, deseando vengarme de ella. Quería ganar cien mil francos…(¡qué sabe uno!.. ¡tal vez los gane mañana!) y luego de ganarlos comprar un collar de perlas á la salida del Casino (los cien mil completos) y enviárselo con un simple anónimo que dijese así, poco más ó menos: «Homenaje de antipatía de un hombre inútil y despreciable.»

Una carcajada del príncipe despertó con sobresalto al coronel, que, como buen madrugador, se había adormecido en su asiento. Luego, al notar que Su Alteza no se fijaba en él, se deslizó fuera del hall, como si le atrajese algo más importante que aquella conversación de los dos amigos, que parecían ignorar su presencia.

– Pero ¿qué encuentras tú en el amor? – dijo Miguel – . Porque yo creo que tú sabes lo que es verdaderamente el amor. Todas esas ilusiones de los adolescentes, todos los idealismos de los poetas, no son mas que caminos tortuosos que conducen á un mismo término, al único: el acto carnal. ¿Y no estás fatigado de él? ¿no te acobarda su monotonía?

La voz del príncipe tomó cierta entonación lúgubre, como si clamase sobre los escombros de su vida entera. Había encontrado centenares de mujeres de las que levantan á su paso una muda explosión de deseos. La resistencia femenil le era desconocida. Es más: habían corrido á él, haciendo espontáneamente la mitad del camino, acosándole sin orden, obligándolo, por un pundonor varonil, á sobrepasarse en sus fuerzas con una prodigalidad que hacía doloroso el placer… ¡Y todas eran iguales! El comprendía el espejismo de la ilusión en los que admiran desde lejos lo que no pueden conseguir. Es la curiosidad por lo secreto, el deseo que infunde el obstáculo, las fantasías mentales que inspiran los trajes, los adornos, todo lo que cubre el cuerpo femenino, dando á su monotonía la seducción de un misterio continuamente renovado. Para él, ¡ay! eran todas como si marchasen desnudas. Nada podía excitar ya su interés: todo lo conocía.

– Además – y su voz se hizo más sorda – , á ti solo te lo confieso. El amor y la mujer me hacen pensar en la miseria de nuestra existencia, en el inevitable final, en la muerte. Desde que vivo emancipado de sus engañosas seducciones, me siento más alegre, más seguro de mí mismo; gozo con ingenuidad del momento que pasa… No quiero hablarte de las vergüenzas físicas de esos cuerpos que pretendemos divinizar, de las impurezas diarias ó mensuales que les hace sufrir la vida con sus exigencias. La mujer es menos sana que el hombre. La Naturaleza lo ha querido así. Déjala sin los cuidados de la higiene moderna, y resultará una bestia inmunda, roída por internas suciedades… Pero no es eso lo que me hace huir de ella.

Calló, añadiendo poco después con tristeza:

– No puedo estar al lado de una mujer sin encontrarme con la imagen de la muerte. Cuando acaricio su cabellera sedosa, tropiezo con un cráneo pulido, duro, amarillento, como los que asoman á flor de tierra en los cementerios abandonados. Un beso en la boca, un mordisco en la barbilla, me hacen ver el maxilar óseo con sus dientes, casi igual al de los antropoides que están en los museos. Los ojos morirán; la nariz de graciosas alillas y ventanas sonrosadas se disolverá igualmente; lo único sólido y cierto son las cuencas negras y la grotesca chatez de la calavera. Los pechos turgentes no pasan de ser simples tumores engañosos que disimulan la fúnebre jaula del costillaje; las piernas que nos parecen adorables columnas son agua y piltrafas que se disolverán, dejando al descubierto dos largas flautas de cal. Creemos adorar la suprema belleza, y abrazamos á un esqueleto. Nos horroriza la imagen de la muerte, y toda mujer la lleva dentro, obligándonos á adorarla.

Ahora era Castro el que miraba con ojos de asombro. «Está loco», parecían decir sus pupilas, fijas en el príncipe.

– Lo que tú tienes, Miguel, es que estás ahito – dijo después de un largo silencio – . Me recuerdas á esas personas que, al sentarse á la mesa, disimulan con ascos su inapetencia. Las carnes asadas, de suculento perfume, son para ellas cadáveres, envolturas de pus; los frescos vegetales, las dulces frutas, concreciones del estiércol y de todos los zumos malolientes que vigorizan la tierra. El pan y el vino les hacen pensar en las manipulaciones de su elaboración… Pero si sus sentidos despiertan, si resucitan sus necesidades, lo ven todo como si acabase de salir el sol y encuentran un encanto inefable en lo mismo que les repugnaba… ¿Qué me importa que una mujer lleve dentro un esqueleto? También lo llevo yo, y esto no me impide encontrar muy agradables los placeres de la vida y considerar que de todos esos placeres el más interesante es… el encuentro de dos esqueletos.

Castro reía con una conmiseración afectuosa contemplando á su amigo.

– Estás harto, lo repito; tienes la inapetencia y las visiones fúnebres de los que sufren una dolorosa indigestión… Tú te restablecerás. Eres joven aún para permanecer en esa atonía: el apetito volverá á ti. Deseo que no encuentres la mesa puesta como en el pasado, que la dificultad te exalte, que la negativa te haga sufrir; y entonces… ¡entonces!..

V

Nunca había visto don Marcos tan enfadado á su príncipe como esta mañana al anunciarle que la duquesa de Delille le esperaba abajo, en el hall.

– Debías haberle dicho que me he ido; un pretexto cualquiera, un almuerzo en Niza… Pero estáis de acuerdo, seguramente. ¡Cómo proteges á tu Infanta!..

El coronel, rojo de emoción, intentó refutar estas acusaciones. Si la duquesa se presentaba de pronto en Villa-Sirena, era tal vez porque él se había negado á recibir sus encargos para el príncipe.

Al bajar éste al hall, encontró á Alicia de pie junto á una ventana, mirando los jardines y el mar. Estaba de espaldas, como la había visto al salir del concierto. Cuando volvió la cabeza, Miguel se dijo que no la habría reconocido seguramente de encontrarla en otro lugar. Era una hermosa mujer, pero no se parecía á la que había visto por última vez en aquel «estudio» de la Avenida del Bosque, lleno de chinerías y malsanos perfumes. Varios años habían pasado por ella, y sin embargo parecía más fresca, más joven. Había perdido aquella luz turbia é inquietante que agrandaba sus ojos, dándoles una fijeza antinatural. Su tez, de una blancura mate y enfermiza, estaba coloreada ahora por el sol y el aire libre. La antigua esbeltez ondulante y ligera se había espesado, dando á su organismo la calma y la estabilidad de los cuerpos que empiezan á cristalizarse en su forma definitiva.

No pudo continuar el príncipe este rápido examen, molestado por la sonrisa y los ojos de Alicia. Parecía, por su aire tranquilo, que hubiese estado allí mismo la tarde anterior. Además, Miguel se sintió repentinamente preocupado por el modo de iniciar la conversación. ¿Le hablaría en inglés ó en francés? ¿La tutearía como antes?.. Ella resolvió sus dudas hablándole en español, y de tú, lo mismo que cuando eran muchachos.

– Como es imposible ponerse en comunicación contigo – dijo Alicia sentándose, después de estrechar su mano – , me he decidido á hacer esta visita. No es muy correcto que una señora venga á visitar á un hombre tan malfamado como tú; pero ¡habrán venido tantas aquí antes que yo!

Y estas palabras fueron acompañadas de una risa maliciosa. A continuación se puso seria, y dijo con timidez:

– Vengo por negocios… por un asunto de dinero.

Queriendo retardar la exposición de estos negocios, habló de las dificultades que la habían obligado á presentarse en Villa-Sirena sin anunciar su visita. El príncipe podía tener confianza en la exactitud con que su «chambelán» cumplía sus órdenes. Una buena persona el tal coronel, pero intratable, lo mismo que un perro feroz, cuando alguien pretendía que desobedeciera á su amo. Ella le había pedido inútilmente que anunciase su visita; hasta se negó á aceptar una carta para su señor.

– Hubiera podido escribirte; pero temí que no contestases ó me enviaras simplemente á entenderme con tu apoderado en París. ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos! ¡Ha sido tan rara nuestra amistad!.. Por eso, finalmente, me decidí anoche á venir á sorprenderte en tu retiro, con la esperanza de que no me pondrías en la puerta.

Miguel sonrió, haciendo un gesto de escandalizada negativa.

– He venido por mi deuda… por los préstamos que me hizo en otro tiempo tu madre… Yo ignoraba á cuánto ascienden. Tu apoderado dice que son más de cuatrocientos mil francos. Así debe de ser, cuando él lo asegura. Yo pedía en momentos de apuro, y la princesa, que era tan gran señora, daba y daba, sin que la una ni la otra nos fijásemos en las cantidades… Ahora comprendo que fué enorme su bondad.

Lubimoff quedó sorprendido por esta noticia. Luego fué recordando que al morir su madre había dejado una larga nota de todos los préstamos hechos por ella, y que el nombre de Alicia figuraba entre los deudores. Pero los papeles quedaron en poder de su administrador, sin que él se acordase más de este asunto.

Comprendió inmediatamente el motivo de la visita de Alicia. Su apoderado quería reunir dinero, y falto de los envíos de Rusia, realizaba todo lo que él poseía en Occidente: créditos á su favor, adelantos hechos á sus protegidos, fianzas en depósito, hasta los préstamos de la princesa, que, según disposición suya, sólo debían exigirse en caso de ineludible necesidad.

El estrujamiento general impuesto por las circunstancias había alcanzado á Alicia. Hacía cuatro meses que la administración Lubimoff le enviaba carta tras carta, reclamando el pago de su enorme deuda. La última nota del apoderado era amenazante, en vista de su silencio. Anunciaba una acción ejecutiva ante los tribunales. La administración guardaba muchas cartas de ella dando las gracias á la princesa por sus bondades. Además, todos los pagos habían sido hechos por medio de cheques, cobrados por la misma duquesa.

– Un verdadera insolente tu administrador… El otro día te vi en el Casino; te vi de espaldas, cuando huías de la gente. Me diste miedo: me imaginé en aquel momento que eras otro, muy diferente del que yo conocí, y que nunca nos entenderíamos. Después he pensado que no debes ser tan fiero como pareces… y he venido.

Miguel, silencioso, parecía hablar con sus pupilas fijas en Alicia. ¿Y para qué había venido? ¿Qué negocios deseaba proponerle?

Ella sonrió con una expresión de gracioso cinismo.

– He venido para decirte que no puedo pagar ahora… y tal vez nunca; para suplicarte que esperes… no sé hasta cuándo, y que ese antipático que administra tu fortuna no me moleste con sus insolencias.

Y como el príncipe permaneciese inmóvil, ella continuó:

– Estoy arruinada.

– Yo también – dijo Miguel – . Todos estamos arruinados. Los que fabrican para la guerra son los únicos ricos en este momento.

– ¡Oh! ¡tú arruinado! – protestó Alicia – . Lo tuyo no es mas que un apuro del momento. Lo de Rusia se arreglará un día ú otro. Además, tú eres el príncipe Lubimoff, el famoso millonario. Si yo tuviese tu nombre, ¿quién me negaría un préstamo?..

Perdió de pronto la sonrisa audaz que había preparado para esta entrevista. Sus ojos se hicieron más obscuros; su boca se arqueó hacia abajo.

– Mi ruina es verdadera… Mira.

Señaló el triángulo de carne que dejaba libre el escote de su traje. Un collar de perlas descansaba sobre el blanco pecho. Miguel acabó por fijarse en estas perlas, atraído por la insistencia de ella. Falsas, escandalosamente falsas; todas descascarilladas, opacas y amarillentas como gotas de cera. El entendía un poco de esto; ¡había regalado tantos collares!.. Luego, Alicia le mostró las manos. Dos sortijas de factura artística, pero sin una piedra, de escaso valor intrínseco, eran lo único que adornaba sus dedos.

– Este vestido es del año pasado – añadió con un tono sombrío, como si confesase la mayor de las vergüenzas – . Ya no me fían en París. ¡Debo tanto!.. Sólo el sombrero es nuevo. ¡Qué mujer, por pobre que se considere, no compra un sombrero nuevo! Es lo más visible, lo que cambia incesantemente, lo que hay que defender. Por suerte, con esto de la guerra no se usan las plumas… Estoy pobre, Miguel, pobre como tú no has conocido á ninguna mujer.

– ¿Y tu madre?..

El príncipe hizo instintivamente esta pregunta. Después tuvo la sospecha de haber leído años antes, no sabía dónde, tal vez mientras vagaba por los mares, la noticia de la muerte de doña Mercedes. No estaba seguro; pero la hija le sacó de dudas.

– ¡Pobre señora!.. No hablemos de ella.

Pero habló para lamentar sus prodigalidades de devota. Había dedicado millones á la construcción en España de un hospital enorme por consejo de su capellán aragonés, el astrónomo de los Campos Elíseos. El mármol entraba en esta obra como simple material de albañilería; la verja del jardín era forjada por un célebre fundidor de arte de París dedicado á fabricar estatuas de salón. Al marcharse el clérigo, fatigado de tanta largueza, el edificio monstruoso quedaba sin terminar y la preciosa verja á pedazos en el suelo, como hierro viejo. Luego, el «monseñor» canalizaba la generosidad de la santa dama en otro sentido. Era necesario propagar la fe por medio del «buen libro», y surgía en París una nueva casa editorial, inaudita, inverosímil, en la que los paquetes de libros eran almacenados en estantes de caoba y las hojas plegadas sobre tableros de laca.

– Los curas se llevaron casi todo lo mío – continuó Alicia – . Tal vez para cobrar comisiones, sugerían á mamá los gastos más absurdos.

Numerosos campanarios repicaban en los dos hemisferios gracias á doña Mercedes. Una fundición de campanas trabajaba únicamente para sus regalos. Además, se sentía arrastrada, por una especie de debilidad amorosa, hacia todos los bienaventurados desprovistos de renombre.

– Se dedicó en los últimos años á «lanzar» santos. Todos los que encontraba en el calendario poco conocidos ó de nombre raro le hacían sentir el deseo de remediar una gran injusticia. Hacía escribir sus vidas, les dedicaba iglesias, se carteaba con los señores de Roma para sacar adelante á muchos difuntos que esperaban inútilmente siglos y siglos la hora de su santificación.

Lubimoff acabó por reir del tono rencoroso con que Alicia hablaba de estos placeres místicos de su madre. ¡Famosa doña Mercedes!.. Y ella acabó por reir igualmente.

– Así fué gastando todas nuestras rentas, que eran enormes. Debía haberme dejado una verdadera fortuna ahorrada en los Bancos. ¡Una señora que invertía tan poco en el regalo de su persona!.. Y sin embargo, tuve que pagar grandes cantidades por todos los encargos que había hecho antes de morir. Ten la seguridad de que el «monseñor» y los otros son mucho más ricos que yo.

– ¿Y tus minas? ¿y tus tierras de América?

La duquesa repitió su gesto de desesperación. ¡Como si no tuviese nada! Pobre, absolutamente pobre.

– Tú dices que estás arruinado, y la escasez de dinero sólo la sufres desde hace dos años, tal vez menos. Yo no veo un céntimo de mi fortuna desde mucho antes de la guerra. Todos se ocupan de Rusia, del bolcheviquismo, porque es algo que toca de cerca al viejo mundo. ¿Y lo de Méjico, que data de los tiempos de paz europea?..

Sus tierras se habían perdido lo mismo que si fuesen bienes muebles que pueden ser trasladados y ocultados. Una revolución agraria, cuyos ecos apenas llegaban al viejo continente, las había devorado, suprimiendo todo vestigio de la antigua propiedad. Los mestizos se las repartían á su gusto, para trabajarlas ó para dejarlas más incultas que antes. ¿Contra quién podía reclamar, si estas tierras estaban en provincias que cambiaban á cada momento de dueño y el gobierno de Méjico no ejercía sobre ellas ninguna autoridad?..

Las minas de plata, base de la enorme fortuna de tres generaciones de Barrios, aún estaban en peor situación.

– Uno de los titulados «generales», un indio, se ha fortificado en el territorio de mis minas y desde allí desafía á los gobernantes de la capital. Me dicen que todos los meses saca medio millón de francos en barras de plata. Las corta en rodajas, les pone su marca, y hace dinero para pagar á su gente. ¡Figúrate si le faltarán partidarios con esa moneda de plata pura, más valiosa que la de los países civilizados!.. Nunca acabarán con él; no tiene mas que ahondar en lo mío, para crear ejércitos. Esta mala broma viene prolongándose varios años; y yo, que vivo en Europa, cada vez más pobre, estoy pagando una guerra interminable al otro lado de la tierra.

A pesar de que el príncipe nunca se había ocupado de sus propios negocios, quiso darle consejos. Debía ir allá; pedir protección; ella había nacido en los Estados Unidos.

– Ya lo he hecho – contestó – . Tengo en Nueva York quien se ocupa de mis asuntos. Pero ¿van á hacer una guerra sólo por mi?.. El viaje tal vez lo emprenda más adelante. Ahora no; me siento sin fuerzas… Tengo preocupaciones terribles en estos momentos, y aún serían más grandes si me alejase de Francia.

Sus ojos se nublaron; una expresión dolorosa contrajo su rostro. Hizo un ademán como si buscase el pañuelo en su bolso de mano. Miguel se acordó de aquel joven que Castro había visto en los últimos años al lado de Alicia. Tal vez era éste el que provocaba su emoción y le impedía hacer el viaje.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
25 haziran 2017
Hacim:
560 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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