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Kitabı oku: «Mare nostrum», sayfa 16

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El capitán, desarmado por esta lógica simple, quiso apelar á la seducción.

– Tòni, á lo menos hazlo por mí. Sigamos amigos como siempre. Yo me sacrificaré en otra ocasión. Piensa que he dado mi palabra.

Y el segundo, algo conmovido por sus ruegos, contestó dolorosamente:

– No puedo… ¡no puedo!

Necesitaba decir más, completar su pensamiento, y añadió:

– Soy republicano…

Esta profesión de fe la elevaba como un muro infranqueable, golpeándose al mismo tiempo el pecho para demostrar la dureza del obstáculo.

Ulises sintió tentaciones de reír, lo mismo que hacía siempre ante las afirmaciones políticas de Tòni. Pero la situación no era para burlas, y siguió hablando con el deseo de convencerle.

¡El amaba la libertad y se ponía del lado del despotismo!… Inglaterra era la gran tirana de los mares: había provocado la guerra para reforzar su poderío, y si alcanzaba la victoria, su soberbia no tendría límites. La pobre Alemania no hacía mas que defenderse… Repitió Ferragut todo lo que había escuchado en casa de la doctora, para terminar con tono de reproche:

– ¿Y tú estás al lado de los ingleses, Tòni? ¿Tú, un hombre de ideas avanzadas?…

Se rascó la barba el piloto con una expresión de perplejidad, rebuscando las palabras fugitivas. No ignoraba lo que debía responder. Lo había leído en escritos de señores que sabían tanto como su capitán. Además, había reflexionado mucho sobre esto en sus solitarios paseos sobre el puente.

– Yo estoy donde debo estar. Estoy con Francia…

Torpemente, con balbuceos y palabras incompletas, expuso su pensamiento. Francia era el país de la gran Revolución, y él la consideraba por esto como algo que le pertenecía, uniendo su suerte á la de su propia persona.

– Y no necesito decir más. En cuanto á Inglaterra…

Aquí hizo una pausa, como el que descansa y toma fuerzas para dar un salto penoso.

– Siempre habrá una nación – continuó – que esté encima de las otras… Nosotros apenas somos algo en el presente, y según he leído, España pesó sobre el mundo entero durante siglo y medio. Estábamos en todas partes: nos encontraban hasta en la sopa. Después le llegó el turno á Francia. Ahora es Inglaterra… A mí no me molesta que un pueblo se coloque sobre los demás. Lo que me interesa es lo que representa ese pueblo: la moda que va á imponer al mundo.

Ferragut concentraba su atención para comprender lo que Tòni quería decir.

– Si triunfa Inglaterra – siguió diciendo el piloto – , será de moda la libertad. ¿Qué me importa su soberbia, si siempre ha de existir un pueblo soberbio?… Las naciones copiarán seguramente al que gane… Inglaterra, según dicen, es una República que se paga el lujo de un rey para las grandes ceremonias. Con ella serán de rigor la paz, el gobierno desempeñado por los paisanos, la desaparición de los grandes ejércitos, la verdadera civilización. Si triunfa Alemania, viviremos como en un cuartel, gobernará el militarismo, criaremos hijos, no para que gocen de la vida, sino para que sean soldados y se hagan matar en plena juventud. La fuerza como único derecho: esa es la moda alemana; la vuelta á los tiempos bárbaros bajo una careta de civilización.

Calló un instante, como si recapitulase mentalmente todo lo dicho, para convencerse de que no había dejado ninguna idea olvidada en los rincones de su pensamiento. Después se golpeó el pecho. El estaba donde debía estar, y le era imposible obedecer á su capitán.

– ¡Soy republicano!… ¡soy republicano! – repitió con energía, como si luego de dicho esto no necesitase añadir más.

Ferragut, no sabiendo qué contestar á su entusiasmo simple y sólido, se entregó á la cólera.

– ¡Márchate, bruto!… ¡No quiero verte, mal agradecido! Yo haré las cosas solo: no te necesito. Me basto para llevar el buque allá donde me plazca y cumplir mi santa voluntad. Aléjate con todas las mentiras viejas de que te han atiborrado el cráneo… ¡ignorante!

Su rabia le hizo caer en un sillón, volviendo la espalda al piloto, ocultando su cabeza entre las manos, para dar á entender con este silencio despectivo que todo había terminado.

Los ojos de Tòni, cada vez más hinchados y vidriosos, acabaron por soltar una lágrima… ¡Separarse así después de una vida fraternal en la que los meses valían por años!…

Avanzó tímidamente para apoderarse de una de las manos de Ferragut, blanda, desmayada, inexpresiva. Su frío contacto le hizo vacilar. Se sintió inclinado á ceder… Pero inmediatamente borró esta debilidad con el tono firme y breve de su voz:

– ¡Adiós, Ulises!…

El capitán no le contestó, dejando que se alejase sin la menor palabra de despedida.

Se hallaba ya el piloto junto á la puerta, cuando se detuvo para hablarle con una expresión doliente y afectuosa:

– No temas que diga esto á nadie… Todo queda entre los dos. Inventaré un pretexto para que la gente de á bordo no se extrañe de mi marcha.

Vacilaba como si tuviese miedo á parecer importuno, pero añadió:

– Te aconsejo que no intentes ese viaje. Sé cómo piensan nuestros hombres: no cuentes con ellos. Hasta el tío Caragòl, que sólo se ocupa de su cocina, te criticará… Tal vez te obedezcan porque eres el capitán, pero cuando bajen á tierra no serás dueño de su silencio… Créeme: no lo intentes. Vas á deshonrarte… Tú sabrás por qué causa… ¡Adiós, Ulises!

Cuando éste levantó la cabeza, el piloto ya había desaparecido. La soledad pesó de pronto con una gravitación mortal sobre su pensamiento. Sintió miedo á realizar sus planes sin el auxilio de Tòni. Le pareció que se había roto la cadena de autoridad que iba desde él á sus gentes. El piloto se llevaba una parte del prestigio que Ferragut ejercía sobre los tripulantes. ¿Cómo explicar su desaparición en vísperas de un viaje ilegal que exigía gran reserva? ¿Cómo asegurarse del silencio de todos?…

Quedó pensativo largo rato, y de pronto abandonó su sillón, saliendo á la cubierta.

Dió un grito á los marineros que trabajaban en la limpieza: «¿Dónde está don Antonio? ¡A ver: uno que le llame!»

– ¡Don Antòni!… ¡don Antòni! – contestó una fila de voces de la popa á la proa, mientras el tío Caragòl asomaba la cabeza á la puerta de sus dominios.

Surgió don Antòni por una escotilla. Estaba revisando todo el buque antes de despedirse de su capitán. Este le recibió volviendo el rostro, evitando su mirada, con un gesto complejo y contradictorio. Sentía la cólera de su vencimiento, la vergüenza de su debilidad, y junto con esto la gratitud instintiva del que se ve librado de un mal paso por una mano violenta que lo maltrata y lo salva.

– ¡Quédate, Tòni! – dijo con voz sorda – . Nada hay de lo dicho. Yo recobraré mi palabra como pueda… Mañana sabrás con certeza lo que vamos á hacer.

La cara solar de Caragòl sonreía beatíficamente á lo lejos, sin ver nada, sin oír nada. Había presentido algo grave con la llegada del capitán, su larga entrevista á solas con el segundo, y la salida de éste, que pasó silencioso y ceñudo ante la puerta de la cocina. Ahora, el mismo presentimiento le avisaba una reconciliación de los dos hombres, cuyos bultos distinguía confusamente. ¡Bendito sea el Cristo del Grao!… Y al saber que el capitán se quedaba á bordo hasta la tarde, se lanzó á la confección de uno de sus arroces magistrales, para solemnizar la vuelta de la paz.

Poco antes de la puesta del sol, Ulises se encontró con su amante en el hotel. Volvió á tierra nervioso é inquieto. Su zozobra le hacía temer esta entrevista, y al mismo tiempo la deseaba.

«¡Adelante! Yo no soy un niño para sentir tales miedos», se dijo al entrar en su cuarto y ver á Freya esperándole.

La habló con la brutalidad del que necesita terminar pronto… «No podía encargarse del servicio que le había pedido la doctora. Retiraba su palabra. El segundo de á bordo no quería seguirle.»

Estalló la cólera de ella sin ningún miramiento, con la franqueza de la intimidad. Odiaba á Tòni. «¡Fauno viejo y feo!…» Desde el primer momento había adivinado en él á un enemigo.

– Pero tú eres dueño del buque – continuó – . Tú puedes hacer lo que quieras, y no necesitas su ayuda para navegar.

Cuando dijo Ulises que tampoco estaba seguro de su gente y que el viaje era imposible, la mujer volvió su cólera contra él. Parecía haber envejecido de golpe diez años. El marino la vió con otra cara, de una palidez cenicienta, las sienes fruncidas, los ojos con lágrimas iracundas y una leve espuma en las comisuras de su boca.

– Hablador… embustero… ¡meridional!

Ulises intentó calmarla. Era posible encontrar otro barco: se ofrecía á ayudarles en la busca. Iba á enviar Mare nostrum á que le esperase en Barcelona, y él permanecería en Nápoles todo el tiempo que ella quisiera.

– ¡Farsante!… ¡Y yo he creído en ti! ¡Y yo me he entregado considerándote un héroe, tomando como verdad tus ofertas de sacrificio!…

Se marchó furiosa, dando un terrible portazo.

«Va á ver á la doctora… – pensó Ferragut – . Todo ha terminado.»

Lamentó la pérdida de esta mujer, aun después de haberla visto con su fealdad trágica y pasajera. Al mismo tiempo le escocían las palabras injuriosas, los insultos cortantes con que había acompañado su salida. Ya estaba harto de oírse llamar «meridional», como si esto fuese un estigma.

Paladeó la alegría forzosa, la sensación de falsa libertad de todo enamorado después de una escena de rompimiento. «¡A vivir!…» Quiso volver inmediatamente al buque, pero temió la resurrección de sus recuerdos evocados por la soledad. Era mejor quedarse en Nápoles, ir al teatro, confiarse á la suerte de un buen encuentro, lo mismo que cuando bajaba á tierra por unas horas. A la mañana siguiente abandonaría el hotel, con todo su equipaje, y antes de la puesta del sol estaría navegando en plena mar.

Comió fuera del albergo. Pasó la noche codeándose con hembras en cafés cantantes, donde un espectáculo insípido y variado servía de pretexto para disimular la feria de la carne. El recuerdo de Freya, fresco y vivo, se elevaba entre él y las bocas pintadas cada vez que éstas le sonreían queriendo atraerle.

A la una de la madrugada subió la escalera del hotel, sorprendiéndose al ver una raya de luz por debajo de la puerta de su cuarto. Entró.... Ella le aguardaba leyendo, tranquila y sonriente. Su rostro, refrescado y retocado con juveniles colores, no guardaba ninguna huella del furioso crispamiento que lo había ensombrecido horas antes. Estaba vestida con su pijama hombruno.

Viendo entrar á Ulises, se levantó con los brazos tendidos.

– ¡Di que no me guardas rencor!… ¡Di que me perdonas!… He sido muy mala contigo esta tarde, lo reconozco.

Se había abrazado á él, frotando su boca contra su cuello con un arrullo felino. Antes de que el capitán pudiese responder, ella continuó, con una voz infantil:

– ¡Mi tiburón! ¡Mi lobo marino, que me ha hecho esperar hasta estas horas!… ¡Júrame que no me has sido infiel!… Deja que te respire. Yo percibo en seguida la huella de otra mujer.

Oliéndole las barbas y el rostro, su boca se aproximó á la del marino.

– No, no has sido infiel… Encuentro aún mi perfume… ¡Oh Ulises! ¡héroe mío!…

Le besó con aquel beso absorbente que parecía apropiarse toda la vida de él, obscureciendo su pensamiento, anulando su voluntad, haciéndole temblar del occipucio á los talones. Todo quedó olvidado: ofensas, despechos, propósitos de partida… Y cayó, como siempre, vencido bajo la caricia vampiresca.

Se hizo la obscuridad; una obscuridad poblada de suspiros y misteriosos rumores. Una hora después, cuando el silencio era absoluto, sonó quedamente la voz de Freya. Recapitulaba lo que no se habían dicho, pero que los dos pensaban á la vez.

– La doctora cree que debes quedarte. Deja que tu buque se marche con ese fauno feo que sólo sirve de estorbo. Que te espere allá en tu tierra… Tú puedes hacernos aquí un gran favor… Ya lo sabes: te quedas… ¡Qué felicidad!

El destino de Ferragut era obedecer á esta voz amorosa y dominadora… Y en la mañana siguiente, Tòni le vió llegar al vapor con un aire de mando que no admitía réplica. Mare nostrum debía partir cuanto antes con rumbo á Barcelona. Confiaba el mando á su segundo. Iría á reunirse con él tan pronto como terminase ciertos asuntos que le retenían en Nápoles.

Tòni dilató sus ojos con un gesto de sorpresa. Quiso responder, pero quedó con la boca abierta, sin atreverse á dar salida á sus palabras… Era el capitán, y él no iba á permitirse objeciones á todas sus órdenes.

– Está bien – dijo finalmente – . Sólo te ruego que vuelvas cuanto antes á encargarte del mando… No olvides lo que pierdes teniendo el buque amarrado.

Pocos días después de la partida del vapor, cambió radicalmente el modo de vivir de Ulises.

Ella no quiso continuar alojada en el hotel. Acometida por un pudor repentino, le molestaban las curiosidades y sonrisas de pasajeros y criados. Además, quería gozar de una libertad completa en sus relaciones amorosas. Su amiga, que era para ella como una madre, facilitaba sus deseos. Los dos iban á vivir en su casa.

Ferragut se sorprendió al conocer la amplitud del piso ocupado por la doctora. Más allá de su salón existían un sinnúmero de habitaciones algo destartaladas y sin muebles; un dédalo de tabiques y pasillos en el que se perdía el capitán, teniendo que apelar al auxilio de Freya. Todas las puertas del rellano de la escalera, que parecían sin relación con la mampara verde de la oficina, eran otras tantas salidas de la misma vivienda.

Los amantes se alojaron en un extremo, como si viviesen en una casa aparte. Una de las puertas era sola para ellos. Ocupaban un gran salón, rico en molduras y dorados y pobre en mueblaje. Tres sillas, un diván viejo, una mesa cargada de papeles, de artículos de tocador, de comestibles, y una cama algo estrecha en uno de los rincones, eran todas las comodidades de su nueva instalación.

En la calle hacía calor y ellos temblaban de frío en esta pieza magnífica, donde jamás habían penetrado los rayos solares. Ulises intentó hacer fuego en una chimenea de mármol de colores, grande como un monumento, y tuvo que desistir, medio ahogado por el humo. Para ir hasta la doctora tenían que atravesar un sinnúmero de habitaciones abandonadas y en fila.

Vivieron como recién casados, en amorosa soledad, comentando con un regocijo infantil los defectos de su aposento y los mil inconvenientes de la existencia material. Freya preparaba el desayuno en un hornillo de alcohol, defendiéndose de su amante, que se creía con mayor competencia para los trabajos culinarios. Un marino sabe algo de todo.

La proposición de buscar una sirvienta para los más vulgares menesteres irritó á la alemana.

– ¡Nunca!… Tal vez sería una espía.

Y la palabra «espía» tomaba en sus labios una expresión de inmenso desprecio.

La doctora se ausentaba con viajes frecuentes, y era Karl, el empleado del escritorio, el que recibía á los visitantes. Algunas veces atravesaba la fila de piezas desiertas para pedir á Freya un informe, y ésta le seguía, dejando á su amante por unos momentos.

Al verse Ulises solo, experimentaba un repentino desdoblamiento de su personalidad. Resurgía el hombre anterior al encuentro en Pompeya. Veía su buque, veía su casa de Barcelona.

«¿En dónde te has metido? – se preguntaba con remordimiento – . ¿Cómo terminará todo esto?…»

Pero al sonar los pasos de ella en la habitación inmediata, al percibir la onda atmosférica producida por el desplazamiento de su adorable cuerpo, se replegaba en su interior esta segunda persona y un telón opaco caía en su memoria, dejando visible únicamente la realidad actual.

Con la sonrisa beatífica de los fumadores de opio, aceptaba la caricia turbadora de sus labios, el enroscamiento de sus brazos, que le oprimían como boas de marfil.

– ¡Ulises! ¡dueño mío!… Los minutos que me separo de ti me pesan como siglos.

El, en cambio, había perdido la noción del tiempo. Los días se embrollaban en su memoria, y tenía que pedir ayuda para contar su paso. Llevaba una semana en casa de la doctora, y unas veces creía que el dulce secuestro era sólo de cuarenta y ocho horas, otras que había transcurrido cerca de un mes.

Salían poco. La mañana transcurría insensiblemente entre los largos desperezamientos del despertar y los preparativos del almuerzo, confeccionado por ellos mismos. Si había que ir en busca de un comestible olvidado el día antes, era ella la que se encargaba de la expedición, queriendo evitarle todo contacto con la vida exterior.

Las tardes eran tardes de harén, pasadas sobre el diván ó tendidos en el suelo. Ella entonaba á media voz cantos orientales incomprensibles y misteriosos. De pronto saltaba impetuosamente, como un muelle que se despliega, como una serpiente que se yergue, y empezaba á bailar casi sin mover los pies, ondulando sus ágiles miembros… Y él sonreía con estúpido arrobamiento, tendiendo la diestra hacia un taburete árabe cargado de botellas.

Freya cuidaba de la provisión de licores más aún que de los comestibles. El marino estaba ebrio, con una borrachera sabiamente dosificada que nunca iba más allá del período de color de rosa. ¡Pero era tan feliz!…

Comían fuera de la casa. Algunas veces sus salidas eran á media tarde, é iban á los restoranes de Possilipo ó del Vomero, los mismos que lo habían conocido á él como suplicante sin esperanza, y le veían ahora llevándola del brazo con orgulloso aire de posesión. Si les sorprendía la noche en su encierro, se dirigían á toda prisa á un café del interior de la ciudad, una cervecería, cuyo dueño hablaba en voz baja con Freya, empleando el idioma alemán.

Siempre que la doctora estaba en Nápoles los sentaba á su mesa, con el aire de una buena madre que recibe á su hija y á su yerno. Sus lentes escrutadores parecían registrar el alma de Ferragut, como si dudasen de su fidelidad. Luego se enternecía en el curso de estos banquetes, compuestos de fiambres á uso alemán, con gran abundancia de bebidas. El amor era para ella lo más hermoso de la existencia, y no podía ver á los dos enamorados sin que un vaho de emoción empañase los cristales de sus segundos ojos.

– ¡Ah, capitán!… ¡Quiérala usted mucho!… No la contraríe, obedézcala en todo… Ella le adora.

Frecuentemente, volvía de sus viajes con visible mal humor. Ulises adivinaba que había estado en Roma. Otros días se mostraba alegre, con una alegría irónica y pesada. «Los mandolinistas parecían entrar en razón. Cada vez contaba Alemania más partidarios entre ellos. En Roma, la propaganda germánica repartía millones.»

Una noche, la emoción conmovía su áspera sensibilidad. Traía de su viaje un retrato, que apoyó amorosamente en el vasto pecho antes de mostrarlo.

– ¡Vedlo! – dijo á los dos – . Este es el héroe cuyo nombre hace derramar lágrimas de entusiasmo á todos los alemanes… ¡Qué honor para nuestra familia!

El orgullo le hizo apresurarse, arrancando la fotografía de manos de Freya para pasársela á Ulises. Este vió á un oficial de marina algo maduro rodeado de numerosa familia. Dos niñas de cabellera rubia estaban sentadas en sus rodillas. Cinco chiquillos cabezudos y peliblancos aparecían á sus pies con las piernas cruzadas, alineados por orden de edad. Junto á sus hombros se extendían en doble ala varias señoritas huesudas, con las trenzas anudadas en forma de cesto, imitando el peinado de las emperatrices y grandes duquesas… Detrás se erguía la compañera virtuosa y prolífica, aventajada por los excesos de una maternidad de repetición.

Ferragut contempló largamente á este patriarca guerrero. Tenía cara de buena persona, con sus ojos claros y su barba canosa y puntiaguda. Casi le inspiró una tierna compasión por sus abrumadores deberes de padre.

Mientras tanto, la voz de la doctora cantaba las glorias de su pariente.

– ¡Un héroe!… Nuestro gracioso kaiser le ha dado la Cruz de Hierro. Varias capitales lo han hecho ciudadano honorífico… ¡Dios castiga á Inglaterra!

Y ensalzó la inaudita hazaña de este jefe de familia. Era el comandante del submarino que había torpedeado á uno de los más grandes trasatlánticos ingleses. De mil doscientos pasajeros que venían de Nueva York, estaban ahogados más de ochocientos… Mujeres y niños habían entrado en la destrucción general.

Freya, más ágil de pensamiento que la doctora, leyó en los ojos de Ulises… Miraba ahora con asombro la fotografía de este oficial rodeado de su bíblica prole como un burgués bondadoso. ¿Y un hombre que parecía bueno había hecho tal carnicería sin arrostrar peligro alguno, oculto en el agua, con el ojo pegado al periscopio, ordenando fríamente el envío del torpedo contra la ciudad flotante é indefensa?…

– ¡Es la guerra! – dijo Freya.

– ¡Claro que es la guerra! – repuso la doctora, como si le ofendiese el tono de excusa de su amiga – . Y es también nuestro derecho. Nos bloquean, quieren matar de hambre á nuestras mujeres y nuestros niños, y nosotros les matamos á los suyos.

Sintió el capitán la necesidad de protestar, sin hacer caso de los gestos de su amante y de sus tirones ocultos. La doctora le había dicho muchas veces que Alemania no conocería nunca el hambre, gracias á su organización, y que podía resistirse años y años con el consumo de sus propios productos.

– Así es – contestó la dama – . Pero la guerra hay que hacerla feroz, implacable, para que dure menos. Es un deber humano aterrar á los enemigos con una crueldad que vaya más allá de lo que puedan imaginarse.

El marino durmió mal aquella noche, con una visible preocupación. Freya adivinó la presencia de algo que encapaba al influjo de sus caricias. Al día siguiente persistió este alejamiento pensativo, y ella, conociendo la causa, quiso disiparlo con sus palabras…

Los torpedeamientos de vapores indefensos sólo se hacían en las costas de Inglaterra. Había que cortar, fuese como fuese, el abastecimiento de la isla odiada.

– En el Mediterráneo no ocurrirá nunca eso. Puedo asegurártelo… Los submarinos sólo atacarán á los buques de guerra.

Y como si temiese un renacimiento de los escrúpulos de Ulises, extremó sus seducciones en las tardes de voluptuoso encierro. Se renovaba, para que su amante no conociese el hastío. El, por su parte, llegó á creer que vivía á la vez con varias mujeres, lo mismo que un personaje oriental. Freya, al multiplicarse, no hacía mas que girar sobre sí misma, mostrándole una nueva faceta de su pasada existencia.

El sentimiento de los celos, la amargura de no haber sido el primero y el único, rejuvenecía la pasión del marino, alejando el cansancio de la hartura, dando á las caricias de ella el sabor acre, desesperado y atrayente al mismo tiempo de una forzosa confraternidad con ignorados antecesores.

Dejando libres sus encantos, iba y venía por el salón, segura de su hermosura, orgullosa de su cuerpo duro y soberbio, que no había cedido aún bajo el paso de los años. Unos chales de colores le servían de vestiduras transparentes. Agitándolos como fragmentos de arco iris en torno de su marfileña desnudez, esbozaba las danzas sacerdotales, las danzas al terrible Siva que había aprendido en Java.

De pronto, el frío de la habitación mordía en sus carnes, despertándola de este ensueño tropical. De un último salto iba á refugiarse en los brazos de él.

– ¡Oh, mi argonauta amado!… ¡Tiburón mío!

Se apelotonaba contra el pecho del navegante, acariciándole las barbas, empujándolo para incrustarse en el diván, que resultaba estrecho para los dos.

Adivinaba inmediatamente la causa de su enfurruñamiento, de la flojera con que respondía á sus caricias, del fuego sombrío que pasaba por sus ojos… La danza exótica le hacía recordar el pasado de ella. Y para dominarle de nuevo, sometiéndolo á una dulce pasividad, saltaba del diván, corriendo por la habitación.

– ¿Qué le daré á mi hombrecito malo para que sonría un poco?… ¿Qué le haré para que olvide sus malas ideas?…

Los perfumes eran su afición dominante. Como ella misma declaraba, podía faltarle que comer, pero nunca las esencias más ricas y costosas. En aquel salón de muebles escasos, semejante al interior de una tienda de campaña, los frascos tallados, con cerraduras doradas y niqueladas, asomaban entre ropas y papeles, surgían de los rincones, denunciando el olvido en que vivían con su embriagadora respiración.

– ¡Toma!… ¡toma!

Y derramaba los perfumes preciosos como si fuesen agua sobre la cabeza de Ferragut, sobre sus barbas rizosas, teniendo el marino que cerrar los párpados para no quedar ciego bajo el loco bautismo.

Ungido y oloroso como un déspota asiático, el fuerte Ulises se revolvía algunas veces contra este afeminamiento. Otras lo aceptaba, con la delectación de un placer nuevo.

Veía abrirse de pronto un ventanal en su imaginación, y pasaban por este cuadro luminoso la melancólica Cinta, su hijo Esteban, el puente del buque, Tòni junto al timonel.

«¡Olvida! – gritaba la voz de los malos consejos, borrando la visión – . ¡Goza del presente!… Tiempo te queda para ir en busca de ellos.»

Y se sumía otra vez en su bienestar artificioso y refinado, con el egoísmo del sátrapa que, luego de ordenar varias crueldades, se encierra en el harén.

Lienzos finísimos esparcidos al azar se arrollaban á su cuerpo ó le servían de almohada. Eran prendas interiores de ella, pétalos desprendidos de su hermosura, pantalones y camisas que guardaban la tibieza y el perfume de su carne. Los equipajes de los dos estaban confundidos, como si sufriesen la misma atracción que juntaba sus cuerpos con un enlazamiento continuo. Si Ferragut necesitaba buscar un objeto de su pertenencia, se perdía en el oleaje de faldas, enaguas de seda, ropa blanca, perfumes y retratos tendido sobre los muebles ó encrespado en los rincones.

Cuando Freya no se apelotonaba en sus brazos, cansada de danzar en el centro del salón, abría una caja de sándalo. En ella guardaba todas sus joyas, volviendo á extraerlas con nerviosa inquietud, como si temiera que se evaporasen en el encierro. Su amante tenía que oír las graves explicaciones con que acompañaba la exhibición de sus tesoros.

– ¡Toca! – decía mostrándole la sarta de perlas unida casi siempre á su cuello.

Estos granos de resplandor lunar eran para ella animalillos vivientes, criaturas que necesitaban el contacto de su piel para alimentarse con su jugo. Se impregnaban de la esencia del que las llevaba: bebían su vida.

– ¡Han dormido tantas noches sobre mí! – murmuraba contemplándolas amorosamente – . Ese ligero tono de ámbar se lo he dado yo con mi calor.

Ya no eran una joya: formaban parte de su organismo. Podían palidecer y morir si pasaban varios días olvidadas en el fondo de la caja.

Después iba sacando del perfumado encierro todas las joyas que constituían su orgullo: pendientes y sortijas de gran precio revueltos con otras alhajas exóticas de bizarras formas y escaso valor adquiridas en sus viajes.

– ¡Mira bien! – decía gravemente á Ferragut mientras frotaba contra su brazo desnudo el enorme brillante de una de sus sortijas.

Al calentarse, la piedra preciosa se convertía en imán. Un pedazo de papel colocado á unos cuantos centímetros lo atraía con irresistible revoloteo.

A continuación frotaba una de aquellas joyas exóticas y falsas con gruesos vidrios tallados, y el pedacito de papel quedaba inmóvil, sin estremecerse bajo los efectos de la atracción.

Freya, satisfecha de estas experiencias, guardaba sus tesoros en la cajita y la repelía con pasajero tedio, para arrojarse sobre Ulises lo mismo que una bestia que quiere morder.

Estos largos encierros en una atmósfera cargada de esencias, de tabaco oriental, de respiración de carne femenil, desordenaban el pensamiento de Ferragut. Además, bebía para dar nuevo vigor á su organismo, que empezaba á quebrantarse con los monstruosos excesos de la voluptuosa reclusión. Al más leve signo de fastidio, Freya caía sobre él con sus labios dominadores. Si lo dejaba libre de sus brazos, era para ofrecerle la copa llena de licores fuertes.

La embriaguez, al apoderarse de él, entornando sus ojos, evocaba siempre idénticos ensueños. En sus siestas de ebrio saciado y feliz, reaparecía Freya, que no era Freya, sino doña Constanza, la emperatriz de Bizancio. La veía vestida de labradora, tal como figuraba en el cuadro de la iglesia de Valencia, y al mismo tiempo completamente desnuda, igual que la otra cuando danzaba en el salón.

Esta doble imagen, que se separaba y se juntaba caprichosamente con las inverosimilitudes del ensueño, decía siempre lo mismo. Freya era doña Constanza perpetuándose á través de los siglos, tomando nuevas formas. Había nacido de la unión de un alemán y una italiana, igual que la otra… Pero la púdica emperatriz sonreía ahora de su desnudez; estaba satisfecha de ser simplemente Freya. La infidelidad marital, la persecución y la pobreza, habían sido el resultado de su primera existencia, tranquila y virtuosa.

«Ahora conozco la verdad – continuaba diciendo doña Constanza con una sonrisa dulcemente impúdica – . Sólo existe el amor; lo demás es engaño. ¡Bésame, Ferragut!… He vuelto á la vida para recompensarte. Tú me diste la virginidad de tu cariño; me deseaste antes de ser hombre.»

Y su beso era igual al de la espía, un beso absorbente que tiraba de toda su persona, haciéndole despertar… Al abrir los ojos, veía á Freya abrazada á él y con la boca junto á la suya.

– ¡Levántate, mi lobo marino!… Ya es de noche. Vamos á comer.

Fuera de la casa, Ulises aspiraba el viento del crepúsculo, mirando las primeras estrellas que empezaban á brillar sobre los tejados. Sentía la fresca delectación y la flojedad de piernas de la odalisca que sale de su encierro.

Terminada la comida, andaban por las calles más obscuras ó seguían los paseos de la ribera, huyendo de la gente. Una noche se detuvieron en los jardines de la Villa Nazionale, junto al banco que había presenciado su lucha á la vuelta de Possilipo.

– ¡Aquí me quisiste matar, ladrón!… ¡Aquí me amenazaste con tu revólver, bandido mío!…

Ulises protestó… «¡Vaya un modo de recordar las cosas!» Pero ella dió fin á sus rectificaciones con un autoritarismo audaz y mentiroso.

– Fuiste tú… ¡fuiste tú!… Lo digo y basta. Es preciso que te acostumbres á aceptar lo que yo afirme.

En la cervecería donde comían las más de las noches, falso salón medioeval, con vigas de artesonado hechas á máquina, paredes de yeso imitando el roble y vidrieras neogóticas, el dueño mostraba como gran curiosidad un jarro de figurillas grotescas entre los bocks de porcelana que adornaban las repisas del zócalo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
550 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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