Kitabı oku: «Mare nostrum», sayfa 20
De noche, la vigilancia aún era mayor. Al peligro de los sumergibles había que añadir el de una colisión. Los buques de guerra y los transportes aliados navegaban con pocas luces ó completamente á obscuras. Los que hacían centinela en el puente ya no miraban la superficie del mar y sus pálidas fosforescencias. Sondeaban el horizonte, temiendo que surgiese ante la proa una forma negra, enorme y veloz, vomitada por la obscuridad.
Si alguna vez se retardaba el capitán en el camarote, surgía inmediatamente en su memoria el recuerdo fatal.
– ¡Esteban!… ¡Hijo mío!…
Y sus ojos se llenaban de lágrimas.
El remordimiento y la cólera le hacían imaginar tremendas venganzas. Estaba convencido de que su realización era imposible, pero servían de momentáneo consuelo á su carácter de meridional, predispuesto á las reivindicaciones más sangrientas.
Un día, registrando los papeles olvidados en una maleta, encontró el retrato de Freya. Al ver su sonrisa audaz, sus ojos serenos fijos en él, sintió que se realizaba en su interior un vergonzoso desdoblamiento. Admiró la belleza de esta aparición: un escalofrío estremeció su dorso; surgieron en su memoria las pasadas voluptuosidades… Y al mismo tiempo, el otro Ferragut que existía dentro de él se crispó con la violencia homicida del levantino, que sólo admite la muerte como venganza. Ella era la culpable de todo. «¡Ah… tal!»
Rompió la fotografía; pero luego fué juntando los fragmentos, y acabó por guardarlos entre los papeles.
Su cólera cambiaba de objetivo. Freya, en realidad, no era la principal culpable de la muerte de Esteban. Pensó en el otro, en el falso diplomático, en aquel Von Kramer que tal vez había dirigido el torpedo que despedazó á su hijo… ¿No haría el demonio que lo encontrase alguna vez?… ¡Qué placer verse á solas los dos, frente á frente!
Al fin huía de la soledad del camarote, que le atormentaba con los deseos de una venganza impotente. Junto á Tòni, en lo alto del buque, se sentía mejor… Y con una bondad humilde que nunca había conocido su segundo, la bondad del dolor y la desgracia, hablaba y hablaba, gozándose en la atención de su sencillo oyente, como si relatase cuentos maravillosos ante un círculo de niños.
En el estrecho de Gibraltar le describió la gran corriente de alimentación enviada por el Océano al Mediterráneo, y que en aquellos momentos ayudaba á la hélice en el empuje del buque.
Sin esta corriente atlántica, el mare nostrum, que perdía por evaporación atmosférica mucha más agua que la que le aportaban lluvias y ríos, quedaría seco en pocos siglos. Se había calculado que podía desaparecer en cuatrocientos sesenta años, dejando como vestigios de su existencia una capa de sal de cincuenta y dos metros de espesor.
Nacían en sus profundos senos grandes y numerosos manantiales de agua dulce, en la costa del Asia Menor, en Morea, Dalmacia y la Italia meridional; recibía, además, un aporte considerable del mar Negro, pues éste, al revés del Mediterráneo, acaparaba con las lluvias y con el arrastre de sus ríos más agua que la que perdía por evaporación, enviándosela á través del Bósforo y los Dardanelos en forma de corriente superficial. Pero todas estas afluencias, aunque eran enormes, perdían su importancia comparadas con la renovación de la corriente oceánica.
Entraban las aguas del Atlántico en el Mediterráneo tan poderosamente, que no podían detener su curso ni los vientos contrarios ni los movimientos de reflujo. Los buques de vela tenían que esperar á veces meses enteros un viento fuerte que les ayudase á vencer la impetuosa boca del estrecho.
– Eso lo sé muy bien – dijo Tòni – . Una vez, yendo á Cuba, estuvimos á la vista de Gibraltar más de cincuenta días, adelantando y perdiendo camino, hasta que un viento favorable nos hizo vencer la corriente y salir al mar grande.
– La tal corriente – añadió Ferragut – fué una de las causas que precipitaron la decadencia de las marinas mediterráneas en el siglo XVI. Había que ir á las Indias recién descubiertas, y el marino catalán ó el genovés permanecían aquí en el estrecho semanas y semanas luchando con la atmósfera y el agua contrarias, mientras los gallegos, los vascos, los franceses é ingleses, que habían salido al mismo tiempo de sus puertos, estaban ya cerca de América… Por fortuna, la navegación á vapor nos ha igualado á todos.
Tòni admiraba en silencio á su capitán. ¡Lo que había aprendido en los libros que llenaban su camarote!…
Era en el Mediterráneo donde los hombres se habían confiado por primera vez á las olas. La civilización procede de la India, pero los pueblos asiáticos no pudieron hacer el aprendizaje de navegantes en unos mares donde las costas están muy lejanas unas de otras y los monzones del Océano Indico soplan seis meses seguidos en una dirección y seis meses en otra.
Solamente al llegar al Mediterráneo, en sus emigraciones por tierra, el hombre blanco había querido ser marinero. Este mar, que comparado con los otros es un simple lago sembrado de archipiélagos, se le ofreció como una escuela. A cualquier viento que abandonase su velamen, estaba seguro de llegar á una orilla hospitalaria. Las brisas dulces é irregulares giraban con el sol en algunas épocas del año. El huracán atravesaba su cuenca, pero sin fijarse nunca. No existían mareas. Sus puertos y pasos no quedaban en seco; sus costas é islas estaban muchas veces á tan corta distancia, que se veían entre ellas; sus tierras, amadas del cielo, recibían las miradas más dulces del sol.
Ferragut evocaba el recuerdo de los hombres que habían surcado este mar en siglos tan remotos que la Historia no hacía mención de ellos. Como únicos rastros de su existencia quedaban los nuraghs de Cerdeña y los talayòts de las Baleares, mesas gigantescas formadas con bloques, altares bárbaros de pedruscos enormes, que recordaban los menhires y los dólmenes celtas de las costas bretonas. Estos pueblos obscuros habían pasado, de isla en isla, desde el fondo del Mediterráneo hasta el estrecho, que es su puerta.
El capitán se imaginaba sus embarcaciones hechas con troncos de árboles apenas desbastados, movidas á remo, ó más bien á golpe de pala, sin otro auxilio que el de una vela rudimentaria que sólo se tendía al soplo franco de popa. La marina de los primeros europeos había sido igual á la de los salvajes de las islas de Oceanía, que aún van actualmente en sus flotillas de troncos de archipiélago en archipiélago.
Así habían osado despegarse de las costas, perder de vista la tierra, aventurarse en el desierto azul, avisados de la existencia de las islas por las gibas vaporosas de las montañas que se marcaban en el horizonte al ponerse el sol. Cada avance en el Mediterráneo de esta marina balbuciente había representado mayores derroches de audacia y energía que el descubrimiento de América ó el primer viaje alrededor del mundo… Estos nautas primitivos no se lanzaban solos á las aventuras del mar: eran pueblos en masa; llevaban con ellos familias y animales. Las tribus, una vez instaladas en una isla, soltaban fragmentos de su propia vida, que iban á colonizar, á través de las olas, otras tierras cercanas.
Ulises y su segundo pensaron en las grandes catástrofes ignoradas por la Historia: la tempestad sorprendiendo al éxodo navegante, las flotas enteras de rudas balsas sorbidas por el abismo en unos minutos, las familias muriendo abrazadas á sus animales domésticos cuando iban á intentar un nuevo avance de su embrionaria civilización.
Para formarse una idea de lo que eran sus pequeñas embarcaciones, Ferragut recordaba las flotas de los poemas homéricos, creadas muchos siglos después. Los vientos infundían un terror religioso á los guerreros del mar reunidos para caer sobre Troya. Sus buques permanecían encadenados un año entero en los puertos de Aulide por miedo á la hostilidad de la atmósfera, y para aplacar á las divinidades del Mediterráneo sacrificaban la vida de una virgen.
Todo era peligro y misterio en el reino de las ondas. Los abismos rugían, los peñascos ladraban, los escollos eran sirenas cantoras que iban atrayendo con su música á las naves para despedazarlas. No había isla sin dios particular, sin monstruo, sin cíclope ó sin maga urdidora de artificios. El terror era la primera divinidad de los mares. El hombre, antes de domesticar á los elementos, les tributó el más supersticioso de sus miedos.
Un factor material había influido poderosamente en los cambios de la vida mediterránea. La arena, movida al capricho de las corrientes, arruinaba á los pueblos ó los subía á la cumbre de una inesperada prosperidad. Ciudades célebres en la Historia no eran actualmente mas que calles de ruinas al pie de un montículo coronado por los restos de un castillo fenicio, romano, bizantino, sarraceno ó del tiempo de las Cruzadas. En otros siglos habían sido puertos famosos: ante sus muros se libraron batallas navales. Ahora, desde su derruida acrópolis apenas se alcanzaba á ver el Mediterráneo como una leve faja azul al final de la llanura baja y pantanosa. La arena había alejado el antiguo puerto del mar con una distancia de leguas… En cambio, ciudades de tierra adentro pasaban á ser lugares de embarque, por la continua perforación de las olas que iban á encontrarlas.
La maldad de los hombres había imitado la obra destructora de la Naturaleza. Cuando una república marítima vencía á otra república rival, lo primero que pensaba era en obstruir su puerto con arena y piedras, en torcer el curso de las aguas, para que se convirtiese en ciudad terrestre, perdiendo sus flotas y su tráfico. Los genoveses, triunfadores de los pisanos, cegaban su puerto con las arenas del Arno, y la ciudad de los primeros conquistadores de Mallorca, de los navegantes á Tierra Santa, de los caballeros de San Esteban, guardianes del Mediterráneo, pasaba á ser Pisa la muerta, población que sólo de oídas conoce el mar.
– La arena – terminaba diciendo Ferragut – ha cambiado en el Mediterráneo las rutas comerciales y los destinos históricos.
De cuantos hechos habían tenido por escenario el mare nostrum, el más famoso para el capitán era la inaudita expedición de los almogávares á Oriente, la epopeya de Roger de Flor, que él conocía desde pequeño por los relatos del poeta Labarta, del Tritón y del pobre secretario de pueblo que soñaba á todas horas con las grandezas pretéritas de la marina de Cataluña.
Todo el mundo hablaba en aquellos meses del bloqueo de los Dardanelos. Los buques que surcaban el Mediterráneo, lo mismo los mercantes que los de guerra, trabajaban para la gran operación militar que se iba desarrollando frente á Gallípoli. El nombre del largo callejón marítimo que separa Europa de Asia estaba en todas las bocas. Las miradas de los humanos convergían en este punto, lo mismo que en los remotos siglos de la guerra de Troya.
– Nosotros también hemos estado allí – decía Ferragut con orgullo – . Los Dardanelos han sido durante varios años de catalanes y aragoneses. Gallípoli fué una ciudad nuestra gobernada por el valenciano Ramón Muntaner.
Y emprendía el relato de las conquistas de los almogávares en Oriente, odisea romántica, bárbara y sangrienta á través de las antiguas provincias asiáticas del Imperio romano, que sólo venía á terminarse con la fundación de un ducado español de Atenas y Neopatras en la ciudad de Pericles y Minerva.
Las crónicas de la Edad Media oriental, los libros de caballerías bizantinos, los cuentos paladinescos de los árabes, no tenían aventura más imprevista y dramática que la expedición de estos argonautas procedentes de los valles de los Pirineos, de las márgenes del Ebro y de las moriscas huertas de Valencia. Durante largos años imperaron en la Bitinia, la Troyada, la Jonia, la Tracia, la Macedonia, la Tesalia y la Atica.
Abuelos gloriosos de los conquistadores de América y de la infantería española de los tercios, estos almogávares eran incansables andarines, vestidos y armados á la ligera. Usaban simples petos de lana cuando todos los guerreros se cubrían de hierro; oponían la jabalina arrojadiza á la pesada lanza; saltaban como felinos sobre el caballero acorazado para clavarle su ancha espada por los intersticios de la armadura.
Habían afirmado en Sicilia la dinastía de Aragón, expulsando definitivamente á la dinastía francesa á fines del siglo XIII; pero los nuevos reyes ignoraban cómo mantener á esta milicia inocupada y temible, hasta que del seno de ella surgía un aventurero de genio, Roger de Flor, que la llevaba á Oriente al servicio de los emperadores de Bizancio, amenazados por las primeras agresiones de los turcos.
Estos soberanos, muelles, lujosos, refinados, comenzaron á temblar ante los hombres cuyo auxilio habían solicitado imprudentemente. Eran verdaderos salvajes para los patricios de Constantinopla. El mismo día de su llegada entablaron un combate sangriento en las calles de Pera y de Gálata con los genoveses que explotaban la ciudad.
El viejo basileo Andrónico Paleólogo se dió prisa en alejar á los temibles huéspedes. Cumpliendo sus promesas, confería al obscuro Roger de Flor el título de megaduque ó almirante, casándolo luego con una princesa de la familia imperial. A su vez, los almogávares debían dar principio inmediatamente á su colaboración militar.
Los afeminados burgueses de Bizancio y su populacho cosmopolita, aficionados á las fiestas de Circo y las querellas teológicas, vieron partir con satisfacción á estos hombres medio bandidos y medio soldados, que llevaban á la zaga, por una costumbre secular, sus hijos y sus barraganas, duras hembras de Aragón y de Sicilia seguidas de enjambres de chicuelos semidesnudos y acostumbradas á manejar la espada cuando caía herido su rudo compañero.
Retrocedían los turcos en el Asia Menor ante los nuevos auxiliares de Bizancio, más duros y belicosos que ellos. Reconquistaban los almogávares Filadelfia, Magnesia, Efeso, y llegaban hasta las llamadas «Puertas de Hierro», al pie del lejano Taurus. De seguir su marcha, sin temor á intrigas de la corte bizantina que dejaban á sus espaldas, tal vez hubiesen repetido la hazaña de los cruzados, entrando en Palestina por el Norte.
Pero el Imperio temía á los almogávares, y cuanto mayores eran sus victorias, más grande resultaba su miedo. Ascendía á Roger de Flor á la dignidad de César, pero lo obligaba á volver atrás, intentando al mismo tiempo introducir la discordia entre los jefes de la expedición. Al más noble de los capitanes almogávares, Berenguer de Enteaza, pariente de los reyes de Aragón, que estaba con sus galeras en el Cuerno de Oro, lo nombraba megaduque, enviándole con gran pompa el lujoso sombrero símbolo de tal dignidad. Pero el marino aragonés, que conocía la perfidia de los bizantinos, ataba el honorífico sombrero á una cuerda como si fuese un cubo, sacando agua con él ante los escandalizados embajadores.
Un hijo del viejo basileo, llamado Miguel IX, príncipe sombrío y receloso, que gobernaba unido á su padre, preparó el exterminio de estos intrusos, cada vez más insolentes por sus victorias. Temía que destronasen á los Paleólogos, estableciendo una dinastía española, como habían hecho los cruzados un siglo antes, instaurando una dinastía franca.
Roger de Flor dejó sus tropas establecidas en Gallípoli y fué á Constantinopla antes de emprender la segunda campaña contra los turcos. Creía posible un acomodamiento con la familia imperial, que era la suya. El viejo Andrónico le halagó con nuevos honores, pero antes de volver á los Dardanelos quiso despedirse de su cuñado, el sombrío Miguel, que estaba en Adrianópolis con muchos guerreros búlgaros, futuros aliados.
El heroico aventurero, contra la opinión de los suyos, que temían una asechanza, fué á Adrianópolis escoltado solamente por unos cientos de catalanes, y le recibieron con grandes fiestas. Luego, á los postres de un banquete, Miguel y sus búlgaros lo asesinaron. Los almogávares de la escolta se defendieron en grupos aislados contra toda una ciudad, y fué tan inaudita su desesperada resistencia, que á muchos les concedieron la vida por admiración.
Los bizantinos se vengaron del miedo sufrido matando en todo el Imperio á los españoles sueltos. Hasta los capitanes principales, casados con princesas del país, fueron asesinados en sus casas. Los almogávares fortificados en Gallípoli, por un escrúpulo caballeresco propio de la época, se creyeron en la imposibilidad de defenderse si no declaraban antes la guerra al basileo solemnemente. Veintiséis de ellos fueron á Constantinopla para hacer esta declaración, pero á pesar de su carácter sagrado de embajadores, la misma escolta bizantina que les había facilitado Andrónico los asesinó en Rodosto, despedazando los cadáveres en el matadero público y exhibiendo sus cuartos en las mesas del mercado.
«Que vuestro corazón se reconforte – decía sombríamente Muntaner en su crónica al dar fin á este relato de horrores – . Da aquí en adelante, veréis cómo nuestra Compañía obtuvo, con la ayuda de Dios, una venganza tan ruidosa como jamás se ha visto venganza alguna.»
No llegaban á cuatro mil los almogávares y marineros refugiados en Gallípoli. Todos los demás, esparcidos por el Imperio, habían sido degollados con sus mujeres y sus hijos. Y esta pequeña tropa, sin otro refuerzo que el de algunos grupos que de tarde en tarde llegaban de Sicilia y Aragón, se mantuvo en los Dardanelos durante dos años. Primeramente se defendieron de todo el ejército bizantino, con sus auxiliares alanos y búlgaros.
Muntaner, ciudadano de Valencia, fué el encargado de la defensa de Gallípoli. Luego, derrotando á sus enemigos con una buena suerte casi milagrosa, tomaron la ofensiva, haciéndose dueños de Tracia y llegando en sus audaces correrías hasta la misma Constantinopla. Eran pocos para apoderarse de la enorme ciudad, pero secuestraron á sus habitantes ricos, quemaron sus arsenales, pasaron á cuchillo guarniciones enteras, vengándose ferozmente de la crueldad de sus enemigos.
Al fin, el hambre les obligaba á alejarse. En dos años habían devorado todos los recursos del país. Los griegos huían de ellos, incapaces de resistirles, y en este vacío no disponían de otros medios de subsistencia que los que traían las naves de la lejana patria.
Esta república militar, que se daba el título de «Compañía», emprendió la retirada hacia el Oeste, marcando su camino con los saqueos y violencias que acompañan en toda época la retirada de una horda guerrera. Además, sus jefes estaban enemistados. El sombrío y ambicioso Rocafort hacía matar á Berenguer de Entenza y acababa su vida en una prisión. El prudente Muntaner era el consejero de paz, ahogando las disidencias, buscando nuevos amigos entre los señores feudales que gobernaban la Macedonia y la Tesalia con títulos de Sebastocrator y de Megaskir.
La Compañía hacia grandes daños á su paso por Salónica y los conventos del monte Athos. Una vez en la verdadera Grecia, el duque de Atenas, Gautier de Brienne, descendiente de los cruzados franceses, la tomaba á sueldo.
Trataron con desprecio los caballeros francos á estos guerreros medio salvajes, y los almogávares, poco sufridos de carácter, se enemistaban con ellos. Una batalla decisiva se desarrolló en las márgenes del lago Copais, famoso por sus anguilas, de las que hablan Aristófanes y casi todos los poetas de la antigua Atenas. Los paladines vestidos de hierro sobre corceles acorazados atacaron riendo de lástima á estos infantes andrajosos. Pero la Compañía abundaba en hábiles flecheros, y además, rompiendo los canales, convirtió el terreno en un pantano. Se hundían en él los jinetes, asaetados por todas partes, y los almogávares degollaron á la flor de la caballería franca, condes, marqueses y barones, siendo de los primeros en caer Gautier de Brienne.
Luego de saquear el país, los vencedores se establecían en Atenas. Diez años habían durado sus aventuras en Oriente, sus marchas de Constantinopla á las faldas del Taurus, de la península de Gallípoli á la cumbre de la Acrópolis.
– Ochenta años – decía Ferragut al terminar su relato – vivió el ducado español de Atenas y Neopatras ochenta años gobernaron los catalanes esas tierras.
Y señalaba al horizonte, en el que se marcaban como rojas neblinas los lejanos promontorios y montañas de la tierra griega.
El tal ducado fué, en realidad, una República. La Compañía había conferido su corona á los reyes aragoneses de Sicilia, pero éstos no visitaron nunca sus nuevos dominios, delegando el gobierno en mercaderes y hombres de mar.
Atenas y Tebas fueron administradas con arreglo á las leyes de Aragón. Su código fué el «Libro de usos y costumbres de la ciudad de Barcelona». La lengua catalana reinó como idioma oficial en el país de Demóstenes. Los rudos almogávares se casaron con las más altas damas del país, «tan nobles – decía Muntaner – , que años antes no hubiesen desdeñado el presentarles el agua para que lavasen sus manos».
EL Partenón estaba todavía intacto, como en los tiempos gloriosos de la antigua Atenas. El monumento augusto de Minerva, convertido en iglesia cristiana, no había sufrido otra modificación que la de ver una nueva diosa en sus altares, la Virgen Santísima, la Panagia Ateneiotissa. Y en este templo milenario, de soberana belleza, se cantó durante ochenta años el Te Deum en honor de los duques aragoneses y predicaron los sacerdotes en catalán.
La república de aventureros no se ocupó en construir ni en crear. Nada quedó sobre la tierra griega como rastro de su dominación: edificios, sellos ó monedas. Sólo algunas familias nobles, especialmente en las islas, tomaron el nombre patronímico de Catalán.
– Aún se acuerdan de nosotros confusamente, pero se acuerdan – decía Ferragut.
Los campesinos del lago Copais guardaban un recuerdo vago de la batalla de Cefiso, que dió fin al ducado franco de Atenas. «Que la venganza de los catalanes te alcance», fué durante varios siglos en Grecia y en Rumelia la peor de las maldiciones. Para designar á un ser bárbaro y sanguinario, todavía los griegos modernos le apodan «Catalán», y en Morea toda comadre violenta y reñidora se ve insultada por sus vecinas con el nombre de «Catalana».
Así terminó la más gloriosa y sangrienta de las aventuras mediterráneas en la Edad Media; el choque de la rudeza occidental, casi salvaje pero franca y noble, con la malicia refinada y la civilización decadente de los griegos, pueriles y viejos á la vez, que se sobrevivían en Bizancio.
Ferragut sentía placer con estos relatos de esplendores imperiales, palacios de oro, épicos encuentros y furiosos saqueos, mientras su buque navegaba cortando la noche y saltando sobre el mar obscuro, acompañado por el pistoneo de las máquinas y el batir ruidoso de la hélice, que á veces permanecía fuera del agua durante los furiosos balanceos de proa á popa.
Estaban en el peor sitio del Mediterráneo, donde se encuentran los vientos procedentes del callejón del Adriático, de las estepas del Asia Menor, de los desiertos africanos y del portillo de Gibraltar, mezclando tempestuosamente sus corrientes atmosféricas. Las aguas, encajonadas entre las numerosas islas del archipiélago griego, se retorcían en opuestas direcciones, exasperándose al chocar contra los acantilados de las costas, con una violencia de retroceso que se convertía en furioso oleaje.
El capitán, encapuchado como un fraile, encorvándose bajo el viento, que parecía querer arrancar del puente sus gruesas botas, altas hasta la rodilla, hablaba y hablaba á su segundo, inmóvil junto á él, cubierto igualmente con un impermeable que chorreaba humedad por todos sus pliegues. La lluvia iba rayando con leves arañazos de luz la lóbrega pizarra de la noche. Los dos marinos sentían en la cara y en las manos la misma sensación que si cayesen á través de la obscuridad ortigas heladas.
Por dos veces anclaron cerca de la isla de Tenedos, viendo los movibles archipiélagos de los acorazados con velos flotantes de humo. Llegaba á sus oídos, como un trueno incesante, el eco de los cañones que rugían á la entrada de los Dardanelos.
Asistieron de lejos á la emoción causada por la pérdida de algunos navíos ingleses y franceses. La corriente del mar Negro era la mejor arma para los defensores de este desfiladero acuático contra el ataque de las flotas. No tenían mas que arrojar en el estrecho una cantidad de minas flotantes, y el río azul que se desliza por los Dardanelos las arrastraba hacia los buques sitiadores, destruyéndolos con infernal estallido. En las costas de Tenedos, las mujeres helénicas, con las cabelleras sueltas, arrojaban flores al mar en memoria de las víctimas, con un dolor teatral semejante al de las heroínas de la antigua Troya, cuyas murallas estaban enterradas en las colmas de enfrente.
El tercer viaje, en pleno invierno, fué muy duro, y al final de una noche lluviosa, cuando las sutiles palideces del alba empezaban á sacar de la sombra los contornos todavía esfumados de la realidad, el Mare nostrum llegó á la rada de Salónica.
Sólo una vez había estado Ferragut en este puerto, muchos años antes, cuando todavía era de los turcos. Primeramente vió unas tierras bajas en las que parpadeaban los últimos fuegos de los faros. Luego fué reconociendo la rada, vasta extensión acuática con un marco de arenales y lagunas que reflejaban la luz indecisa del amanecer. Las gaviotas, recién despiertas, volaban en grupos sobre la inmensa copa marina. En la desembocadura del Vardar se levantaban los volátiles de agua dulce con ruidosos gritos, ó permanecían orlando las orillas, inmóviles sobre sus largas patas.
Frente á la proa fué surgiendo una ciudad entre las ondas albuminosas de la bruma. En un pedazo de cielo limpio y azul se destacaron varios minaretes, brillando sus remates con los fuegos de la aurora. Así como avanzaba el buque iban desvaneciéndose las nubes matinales, y Salónica se mostró completa, desde el caserío de sus muelles hasta el antiguo castillo que ocupa la cumbre de una colina, fortaleza de torreones rojizos, chatos y robustos.
Junto al agua, á lo largo del puerto, estaban las construcciones europeas, las casas de comercio con sus rótulos dorados, los hoteles, los Bancos, los cinematógrafos y cafés-concíertos, y una torre macíza con otra más pequeña superpuesta: la llamada Torre Blanca, resto de las fortificaciones bizantinas.
En este caserío europeo se abrían portillos obscuros. Eran las bocas de las calles en pendiente, que se remontaban colina arriba, á través de los barrios griegos, mahometanos é israelitas, basta llegar á una meseta cubierta de altos edificios entre las agujas obscuras de los cipreses.
La diversidad religiosa del Mediterráneo oriental erizaba á Salónica de cúpulas y torres. El templo griego henchía en el espacio los bultos dorados de su techumbre; la iglesia católica hacía brillar la cruz en lo más alto de su campanario; la sinagoga, de formas geométricas, se desbordaba en una sucesión de terrazas; los minaretes islámicos formaban una columnata blanca, afilada, esbelta. La vida moderna había añadido varias chimeneas de fábrica y brazos de grúas de vapor, que producían el efecto de anacronismos en esta decoración de puerto oriental.
En torno de la ciudad y su acrópolis huía la llanura hasta perderse en el horizonte; una llanura que Ferragut había visto en el viaje anterior desolada, monótona, con pocas casas y escasos cultivos, sin otra vegetación importante que los pequeños oasis de los cementerios musulmanes. Este desierto iba hacia Grecia y Servia, ó al encuentro de Bulgaria y Turquía.
Ahora, la parda estepa, al salir de las brumas algodonosas del amanecer, palpitaba con nueva vida. Miles y miles de hombres estaban acampados en torno de la ciudad. Había nuevas poblaciones hechas de lona, calles rectangulares de tiendas, ciudades de barracas de madera, construcciones enormes como iglesias, cuyas paredes de lienzo temblaban bajo las ráfagas.
El capitán vió á través de sus gemelos muchedumbres guerreras ocupadas en los quehaceres del despertar, filas de caballos sin jinete que iban al abrevadero, parques de artillería con sus cañones en alto iguales á tubos de telescopio, pájaros enormes de alas amarillas que emprendían su deslizamiento á ras de tierra con rudo traqueteo y poco á poco se remontaban en el espacio, brillando sus alas enceradas con los primeros fulgores del sol.
Todo el ejército aliado de Oriente, volviendo de la sangrienta y errónea aventura de los Dardanelos ó procedente de Marsella y Gibraltar, se iba amasando en torno de Salónica.
El Mare nostrum fondeó ante los muelles, repletos de cajas y fardos. La guerra daba á este puerto una actividad mucho más grande que la de los tiempos tranquilos. Vapores de todas las banderas aliadas y neutrales descargaban víveres y material militar.
Venían de todos los continentes, de todos los océanos, atraídos por las necesidades enormes de un ejército moderno. Descargaban cosechas de provincias enteras, rebaños interminables de bueyes y caballos, toneladas y toneladas de acero preparado para esparcir la muerte, muchedumbres humanas á las que sólo faltaba una cola de mujeres y de niños para ser iguales á los grandes éxodos belicosos de la Historia. Luego llenaban sus vientres otra vez con los residuos de la guerra, armas necesitadas de reparación, hombres destrozados, y emprendían su viaje de vuelta.
Estos cargamentos, traídos obscura y modestamente á través del mal tiempo y la amenaza submarina, preparaban la victoria. Muchos de estos vapores eran antiguos buques de lujo, exonerados por la necesidad militar, sucios y grasosos, que servían ahora de barcos de carga. Alineados junto á los muelles, dormitaban, esperando entrar en funciones, los navíos-hospitales, trasatlánticos más dichosos, que retenían aún cierta parte de su antiguo bienestar, blancos, limpios, con una cruz roja pintada en los flancos y otra en las chimeneas.
Algunos de los transportes habían llegado á Salónica milagrosamente. Sus tripulantes relataban, con la serenidad fatalista de los hombres de mar, cómo el torpedo había pasado á corta distancia del casco. Un vapor herido permanecía aparte, con sólo la quilla sumergida, mostrando al aire todo su vientre rojo. Más abajo de la línea de flotación tenía abierta una brecha de anguloso contorno. Al mirar desde la cubierta la profundidad de sus bodegas, invadidas por el agua, se veía el portalón abierto en su flanco como la entrada de una caverna luminosa.