Kitabı oku: «Mare nostrum», sayfa 15
VII
EL PECADO DE FERRAGUT
Al despertar Tòni todas las mañanas con las primeras luces del alba, experimentaba una sensación de sorpresa y desaliento.
–¡Todavía en Nápoles!—decía mirando por el ventano de su camarote.
Luego contaba los días. Diez iban transcurridos desde que el Mare nostrum, terminadas sus reparaciones, había anclado en el puerto comercial.
–Veinticuatro horas más—añadía mentalmente el segundo.
Y reanudaba su vida monótona, paseando por la cubierta del buque, vacío y muerto, sin saber qué hacer, desesperándose á la vista de los otros vapores, que movían sus antenas de carga, tragándose cajas y fardos, y empezaban á lanzar por sus chimeneas el humo anunciador de su próximo viaje.
Sufría remordimientos al calcular lo que podía haber ganado el buque de hallarse navegando. El provecho era para el capitán, pero eso no evitaba que se desesperase por el dinero perdido.
La necesidad de comunicar á alguien sus impresiones, de protestar á coro contra esta inercia lamentable, le empujaba hacia los dominios de Caragòl. A pesar de la diferencia de categorías, el segundo trataba al cocinero con afectuosa familiaridad.
–¡Nos separa un abismo!—decía Tòni gravemente.
Este «abismo» era una metáfora sacada de sus lecturas de periódicos radicales, y hacía alusión á las creencias fervorosas y simples del viejo. Pero el cariño por el capitán, el ser todos de la misma tierra y el empleo del valenciano como lengua de la intimidad, les bacía buscarse á los dos instintivamente. Caragòl era para Tòni la persona más cuerda de á bordo… después de él.
Apenas se detenía en la puerta de la cocina, apoyando un codo en el quicio y obstruyendo con su cuerpo la entrada da la luz solar, el viejo echaba mano á la botella de caña, preparando un «refresco» ó un «caliente» en honor del segundo.
Bebían con lentitud, interrumpiendo el paladeo del líquido para lamentarse de la inmovilidad del Mare nostrum. Hacían cuentas, como si el buque fuese suyo. Mientras estaba en reparación había podido tolerarse la conducta del capitán.
–Los ingleses pagaban—decía Tòni—. Pero ahora no paga nadie, el barco está sin ganar, y gastamos todos los días… ¿qué es lo que gastamos?
Calculaban él y el cocinero detalladamente el costo del sostenimiento del vapor, asustándose al llegar al total. Un día de su inmovilidad representaba más que lo que ganaban los dos hombres en un mes.
–Esto no puede seguir—protestaba Tòni.
Su indignación le llevó varias veces á tierra, en busca del capitán. Temía hablarle, considerando una falta de disciplina el ingerirse en la dirección del buque, é inventaba los más absurdos pretextos para abordar á Ferragut.
Miró con antipatía al portero del albergo, porque siempre la contestaba que el capitán había salido. Este individuo con aire de alcahuete debía tener gran culpa en la inmovilidad del vapor: se lo avisaba el corazón.
Por no irse á las manos con él y porque no riese solapadamente al verle esperar horas y horas en el vestíbulo, se apostaba en la calle, espiando las entradas y salidas da Ferragut.
Las tres veces que consiguió hablar con él obtuvo al mismo éxito. El capitán celebraba mucho el verle, como si fuese un aparecido del pasado al que podía comunicar la alegría de su exuberante felicidad.
Escuchaba á su segundo, alegrándose de que todo marchase bien en el buque. Y cuando Tòni, con voz balbuciente, se atrevía á preguntarle la fecha de la partida, Ulises ocultaba sus vacilaciones bajo un tono de prudencia. Estaba á la espera de un cargamento valiosísimo. Cuanto más aguardasen, más dinero iban á ganar… Pero sus palabras no convencían á Tòni. Recordaba las protestas de su capitán, quince días antes, por la falta de buena carga en Nápoles y su deseo de salir sin pérdida de tiempo.
Al volver á bordo, el segundo buscaba á Caragòl, comentando ambos las transformaciones de su jefe. Tòni lo había visto hecho otro hombre, con la barba recortada, vistiendo lo mejor de su equipaje, delatando en el arreglo de su persona un esmero minucioso, una voluntad decidida de agradar. EL rudo piloto hasta había creído percibir al hablarle cierto perfume femenil igual al de la visitante rubia.
Esta noticia era la más inaudita para Caragòl.
–¡El capitán Ferragut perfumado!… ¡El capitán oliendo á… pulga!
Y elevaba los brazos, mientras sus ojos cegatos buscaban las botellas de caña y las alcuzas de aceite para hacerlas testigos de su indignación.
Los dos hombres estaban acordes al apreciar la causa de sus tristezas. Ella era la culpable de todo, ella la que iba á tener el buque encantado en este puerto, quién sabe hasta cuándo, con su poder irresistible de bruja.
–¡Ah, las hembras!… El diablo va como un perro faldero detrás de sus enaguas… Son la podredumbre de nuestra vida.
Y la iracunda castidad del cocinero seguía lanzando contra las mujeres injurias y maldiciones iguales á las de los primeros padres de la Iglesia.
Una mañana, los tripulantes que limpiaban la cubierta hicieron pasar un grito de la proa á la popa. «¡El capitán!» Lo veían aproximarse en un bote, y la voz se extendió por cámaras y corredores, dando nueva fuerza á los brazos, animando los rostros soñolientos. El segundo salió á la cubierta y Caragòl sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
Desde su primera ojeada presintió Tòni que algo importante iba á ocurrir. El capitán tenía un aire animoso y alegre. Al mismo tiempo vió en la exagerada amabilidad de su sonrisa un deseo de seducir, de imponer dulcemente algo que consideraba de dudosa aceptación.
–Ya estarás contento—dijo Ferragut al darle la mano—. Pronto vamos á zarpar.
Entraron en el salón. Ulises miró su buque con cierta extrañeza, como si volviese á él después de un largo viaje. Lo encontraba con aspecto diferente; surgían ante sus ojos detalles que nunca habían atraído su atención.
Recapituló en una síntesis, que fué como un relámpago cerebral, todo lo que había ocurrido en menos de dos semanas. Pudo darse cuenta por primera vez del gran cambio de su vida desde que Freya había venido á buscarle en el vapor.
Se vió en su cuarto del hotel frente á ella, que iba vestida como un hombre y fumaba mirando el golfo.
–Yo soy alemana y…
Iba á explicarse de pronto su vida misteriosa, hasta en los detalles menos comprensibles.
Ella, era alemana y servía á su país. La guerra moderna levanta las naciones en masa; no es, como en otros siglos, un choque de exiguas minorías profesionales que tienen por oficio el pelear. Todos los hombres vigorosos iban á los campos de batalla; los demás trabajaban en los centros industriales convertidos en talleres de guerra. Y esta actividad general comprendía también á las mujeres, que dedicaban al servicio de la patria su labor en fábricas y hospitales ó su inteligencia más allá de las fronteras.
Ferragut, sorprendido por esta revelación brutal, quedó silencioso, y al fin se atrevió á formular su pensamiento.
–Según eso, ¿tú eres una espía?…
Ella acogió con desprecio la palabra. Era un término anticuado que había perdido su primitiva significación. Espías eran los que en otros tiempos, cuando sólo los soldados profesionales tomaban parte en la guerra, se mezclaban voluntariamente ó por interés en las operaciones, sorprendiendo los preparativos del enemigo. Ahora con la movilización en masa de los pueblos, había desaparecido el antiguo espía de oficio, despreciable y villano, que arrostraba la muerte por dinero. Sólo existían patriotas ganosos de trabajar por su país, unos con las armas en la mano, otros valiéndose de la astucia ó explotando las cualidades de su sexo.
Ulises quedó desconcertado por esta teoría.
–¿Entonces, la doctora…?—volvió á preguntar, adivinando lo que podía ser la imponente dama.
Freya contestó con una expresión de entusiasmo y de respeto. Su amiga era una patriota ilustre, una sabia que ponía todas sus facultades al servicio de su país. Ella la adoraba. Era su protectora: la había salvado en los momentos más difíciles de su existencia.
–¿Y el conde?—siguió preguntando Ferragut.
Aquí la mujer hizo un gesto da reserva.
–También es un gran patriota… Pero no hablemos de él.
Había en sus palabras respeto y miedo. Se adivinaba su voluntad de no ocuparse de este altivo personaje.
Un largo silencio. Freya, como si temiese los efectos de la meditación del capitán, la cortó de pronto con su charla apasionada.
La doctora y ella habían venido de Roma á refugiarse en Nápoles, huyendo de las intrigas y murmuraciones de la capital. Los italianos se peleaban entre ellos: unos eran partidarios de la guerra, otros de la neutralidad. Ninguno quería ayudar á Alemania, su antigua aliada.
–¡Tanto que les hemos protegido!—exclamó—. ¡Raza, falsa é ingrata!…
Sus gestos y sus palabras evocaron en la memoria de Ulises la imagen de la doctora increpando á la tierra italiana desde una ventanilla del vagón el primer día en que se hablaron.
Estaban las dos mujeres en Nápoles, entreteniendo su inútil espera con viajes á las poblaciones cercanas, cuando encontraron al marino.
–Yo guardaba un buen recuerdo de ti—continuó Freya—. Adiviné desde el primer instante que nuestra amistad iba á terminar como ha terminado…
Leyó en la mirada de él una pregunta.
–Sé lo que vas á decirme. Te extrañas de que te haya hecho esperar tanto, de que te hiciese sufrir con mis caprichos… Es que te amaba y al mismo tiempo quería alejarte. Representabas una atracción y un estorbo. Temí complicarte en mis asuntos… Además, yo necesito estar libre, para dedicarme al cumplimiento de mi misión.
Hubo otra larga pausa. Los ojos de Freya se fijaron en los de su amante con una tenacidad escrutadora. Quería sondear su pensamiento, darse cuenta de la madurez de su preparación, antes de arriesgar el golpe decisivo. Su examen fué satisfactorio.
–Y ahora que me conoces—dijo con una lentitud dolorosa—, ¡márchate!… Tú no puedes quererme; soy una espía como tú dices: un ser despreciable… Sé que no puedes seguir amándome después de lo que te he revelado. Aléjate en tu buque, como los héroes de las leyendas; ya no nos veremos más. Todo lo nuestro habrá sido un hermoso ensueño… Déjame sola. Ignoro qué suerte será la mía, pero lo que me importa es tu tranquilidad.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se dejó caer de bruces en el diván, ocultando el rostro entre los brazos, mientras un hipo de llanto estremecía las adorables sinuosidades de su dorso.
Ulises, conmovido por este dolor, admiró al mismo tiempo la perspicacia de Freya, que adivinaba todas sus ideas. La voz del buen consejo, aquella voz cuerda que hablaba en la mitad de su cerebro siempre que el capitán se veía en un momento difícil, había empezado á gritar escandalizada á las primeras revelaciones de esta mujer:
«Ferragut, ¡huye!… Estás metido en un mal paso. No te conviene el trato con tales gentes. ¿Qué tienes tú que ver con el país de esta aventurera? ¿Por qué arrostrar peligros por una causa que nada te importa?… Lo que deseabas de ella ya lo tienes. ¡Sé egoísta, hijo mío!»
Pero la voz de su otro hemisferio mental, aquella voz fanfarrona y loca que le impulsaba á embarcarse en los buques destinados al naufragio, á desafiar los peligros por el placer de poner á prueba su vigor, también le dió consejos. Era villano abandonar á una mujer. Sólo un miedoso podía hacerlo… ¡Tanto que parecía amarle esta alemana!…
Y con su exuberancia meridional, la abrazó y la levantó, apartando de su frente los bucles de la cabellera, que se había deshecho, acariciándola como á una niña enferma, bebiendo sus lágrimas con besos interminables.
¡No, no la abandonaría!… Es más: estaba dispuesto á defenderla de todos sus enemigos. El no sabía quiénes eran estos enemigos; pero si necesitaba un hombre, allí le tenía á él…
En vano la voz cuerda le insultó mientras formulaba tales ofrecimientos. Se comprometía ciegamente; tal vez esta aventura iba á ser la más terrible de su historia… Pero para acallar sus escrúpulos, la otra voz gritaba: «Eres un caballero, y un caballero no abandona por miedo á una mujer horas después de haber recibido el presente de su cuerpo. ¡Adelante, capitán!»
Una excusa de cobarde egoísmo emergió en su pensamiento, fabricado de una sola pieza. El era español, era un neutral, que nada tenía que ver en la contienda del centro de Europa. Su segundo le había hablado á veces de solidaridad de raza, de pueblos latinos, de la necesidad de acabar con el militarismo, de hacer la guerra para que no hubiese más guerras… ¡Simplezas de lector crédulo! El no era inglés ni francés. Tampoco era alemán; pero la mujer que él amaba lo era, y no iba á abandonarla por unos antagonismos que le resultaban sin interés.
Freya no debía llorar. Su amante afirmó repetidas veces que deseaba vivir siempre á su lado, que no pensaba abandonarla por lo que había dicho, y hasta empeñó su palabra de honor, como prueba de que la ayudaría en todo lo que considerase posible y digno de él.
Así decidió atropelladamente de su destino el capitán Ulises Ferragut.
Cuando su amante le llevó otra vez á la casa de la doctora, fué recibido por ésta lo mismo que si perteneciese á su familia. Ya no tenía por qué ocultar su nacionalidad. Freya le llamó simplemente Frau Doktor. Y ella, con un entusiasmo verbal de profesora, acabó de catequizar al marino, explicándole el derecho y la razón de su país al entrar en guerra con media Europa.
La pobre Alemania había tenido que defenderse. El kaiser era el hombre de la paz, á pesar de que durante muchos años había preparado metódicamente una fuerza militar capaz de aplastar á la humanidad entera. Todos le habían provocado, todos habían sido los primeros en agredirle. Los insolentes franceses, mucho antes de la declaración de guerra, enviaban nubes de aeroplanos sobre las ciudades alemanas, bombardeándolas.
Ferragut parpadeó de sorpresa. Esto era nuevo para él. Debía de haber ocurrido mientras estaba en alta mar. El autoritarismo verboso de la doctora no le permitió duda alguna… Además, aquella señora debía saber las cosas mejor que los que viven navegando.
Luego había surgido la provocación inglesa. Como un traidor de melodrama, el gobierno británico venía preparando la guerra desde larga fecha, no queriendo presentarse hasta el último momento. Y Alemania, amante de la paz, tenía que defenderse de este enemigo, el peor de todos.
–¡Dios castigará á Inglaterra!—afirmaba la doctora mirando á Ulises.
Y éste, para no defraudarla, en sus esperanzas, movía la cabeza galantemente… Por él podía castigarla Dios.
Pero al expresarse de tal modo se sentía agitado por una nueva dualidad. Los ingleses habían sido buenos camaradas; recordaba agradablemente sus navegaciones como oficial á bordo de buques británicos. Al mismo tiempo le producía cierta irritación su poder creciente, invisible para los hombres de tierra adentro, monstruoso para los que viven en el mar. Se les encontraba como dominadores en todos los océanos ó sólidamente instalados en todas las costas estratégicas y comerciales.
La doctora, como si adivinase la necesidad de atizar su odio contra el gran enemigo, apelaba á los recuerdos históricos: Gibraltar robado por los ingleses; las piraterías de Drake; los galeones de América apresados con metódica regularidad por las flotas británicas; los desembarcos en las costas de España, que habían perturbado la vida de la Península en otros siglos. Inglaterra, al iniciar su grandeza en el reinado de Elisabeth, era del tamaño de Bélgica. Si se había hecho enorme, era á costa de los españoles y luego de Holanda, hasta dominar el mundo entero.
Y con tanta vehemencia hablaba la doctora en inglés da las maldades de Inglaterra contra España, que el impresionable marino acabó por decir espontáneamente:
–¡Que Dios la castigue!…
Pero aquí reaparecía el navegante mediterráneo, el Ulises complicado y contradictorio. Se acordó de pronto de las reparaciones de su buque, que debían ser indemnizadas por Inglaterra.
«¡Que Dios la castigue… pero que espere un poco!», murmuró en su pensamiento.
La imponente profesora se exasperaba al hablar de la tierra en que vivía.
–¡Mandolinistas! ¡Bandidos!—gritó, como siempre, contra los italianos.
Cuanto eran lo debían á Alemania. El emperador Guillermo había sido un padre para ellos. ¡Todo el mundo sabía esto!… Y sin embargo, al estallar la guerra, se negaban á seguir á sus viejos amigos. Ahora la diplomacia alemana debía trabajar, no para mantenerlos á su lado, sino para impedir que se fuesen con los adversarios. Todos los días recibía noticias de Roma. Había esperanzas de que Italia se mantuviese neutral. Pero ¿quién podía fiarse de la palabra de tales gentes?… Y repetía sus insultos iracundos.
Se habituó el marino inmediatamente á esta casa, como si fuese la suya. Las contadas veces que Freya se separaba de él, iba á buscarla en el salón de la imponente señora, que tomaba con Ulises un aire de suegra bondadosa.
En varias de sus visitas se encontró con el conde. El taciturno personaje le tendía una mano, guardando cierta distancia instintivamente. Ulises conocía ahora su verdadera nacionalidad, y él no ignoraba esto; pero los dos continuaron la ficción del conde Kaledine, diplomático ruso. Como todo lo de este hombre imponía respeto en la vivienda de la doctora, Ferragut, atento á su egoísmo amoroso, no se permitía ninguna averiguación, acoplándose á las indicaciones de las dos mujeres.
Nunca se había considerado tan feliz como en aquellos días. Experimentaba la monstruosa voluptuosidad del que se halla sentado á la mesa en un comedor bien caldeado y ve por los cristales el mar tempestuoso, con un buque que lucha contra las olas.
Los vendedores de periódicos pregonaban terribles batallas en el centro de Europa: ardían las ciudades bajo el bombardeo, morían cada veinticuatro horas miles y miles de seres humanos… Y él no leía nada, no quería saber nada. Continuaba su existencia como si el mundo viviese en una felicidad paradisíaca, unas veces en espera de Freya, evocando en su memoria las esplendideces de su cuerpo, los refinamientos y sensaciones nuevas que le procuraba su pasión; otras abrazado á la realidad, con un arrobamiento que borraba y suprimía todo lo que no fuese ellos dos.
Algo, sin embargo, le sacó repentinamente de su egoísmo amoroso; algo que ensombrecía su gesto, partía su frente con una arruga de preocupación y le había hecho ir á bordo.
Cuando quedó sentado en la gran cámara del buque, frente á su segundo, apoyó los codos en la mesa y comenzó á chupar un grueso cigarro que acababa de encender.
–Vamos á salir muy pronto—repitió con visible preocupación—. Estarás contento, Tòni; creo que estarás contento.
Tòni permaneció impasible. Esperaba algo más. El capitán, al iniciar un viaje, le decía siempre el puerto de destino y la especialidad de la carga. Por eso, al darse cuenta de que Ferragut no quería añadir nada, se atrevió á preguntar:
–¿Es á Barcelona adonde vamos?…
Vaciló Ulises, mirando hacia la puerta como si temiese ser escuchado. Luego avanzó el busto hacia Tòni.
Se trataba de un viaje sin peligro alguno, pero que debía quedar en el misterio.
–Yo te lo cuento á ti porque tú sabes todas mis cosas, porque te considero como de mi familia.
El piloto no parecía emocionarse con esta muestra de confianza. Permaneció impasible, mientras en su interior empezaban á despertar todas las inquietudes que le habían agitado en los días anteriores.
Siguió hablando el capitán. Los tiempos eran de guerra, y debían aprovecharlos. Para los dos no representaba una novedad transportar cargamentos de material militar. El había llevado una vez desde Europa armas y municiones para una revolución de la América del Sur. Tòni le había contado sus aventuras en el golfo de California mandando una pequeña goleta que servía de transporte á los insurrectos de las provincias septentrionales alzados contra el gobierno de Méjico.
Pero el segundo, á la vez que movía la cabeza afirmativamente, le miraba con ojos interrogantes. ¿Qué iban á transportar en este viaje?…
–Tòni, no se trata de artillería ni de fusiles; tampoco de municiones… Es un trabajo corto y bien pagado, que nos hará perder poco camino en nuestra vuelta á Barcelona.
Se detuvo en su confidencia, sintiendo una última vacilación, y al fin añadió bajando la voz:
–¡Los alemanes pagan!… Vamos á proveer de esencia de petróleo á los submarinos que tienen en el Mediterráneo.
Contra lo que esperaba Ferragut, su segundo no hizo un gesto de sorpresa. Permaneció impasible, como si esta noticia resultase sin sentido para él. Luego sonrió levemente, moviendo los hombros lo mismo que si hubiese escuchado algo absurdo… ¿Acaso los alemanes tenían submarinos en el Mediterráneo? ¿Podía una de estas máquinas navegantes, pequeñas y frágiles, hacer la larga travesía desde el mar del Norte al estrecho de Gibraltar?
Estaba enterado de los grandes males que causaban los submarinos en las cercanías de Inglaterra, pero en una zona reducida, en el limitado radio de acción de que eran capaces. El Mediterráneo, afortunadamente para los buques mercantes, se hallaba á cubierto de sus traidoras asechanzas.
Ferragut le interrumpió con una vehemencia meridional. Este hombre, extremado en sus pasiones, se expresaba ya como si la doctora hablase por su boca.
–Tú te refieres á los submarinos, Tòni, á los pequeños submarinos que existían al empezar la guerra: cigarros de acero frágiles, que navegan mal á ras del agua y pueden abrirse al menor choque… Pero ahora hay algo más: hay el sumergible, que es como un submarino resguardado por un casco de barco, el cual puede marchar oculto entre dos aguas y al mismo tiempo puede navegar sobre la superficie mejor que un torpedero… Tú no sabes de lo que son capaces los alemanes. Son un gran pueblo, ¡el primero del mundo!…
Y con impulsiva exageración, insistió en proclamar la grandeza alemana y su espíritu inventivo, como si le correspondiese una parte de esta gloria mecánica y destructora.
Luego añadió confidencialmente, poniendo una mano sobre un brazo de Tòni:
–A tí solo te lo digo; tú eres el único que conoce el secreto, aparte de las personas que me lo han comunicado… Los sumergibles alemanes van á entrar en el Mediterráneo. Nosotros saldremos á su encuentro para renovar su provisión de aceite y de combustible.
Calló, mirando fijamente á su subordinado, mientras le sonreía para vencer sus escrúpulos.
Durante unos segundos no supo qué creer. Tòni permanecía pensativo, con los ojos bajos. Después se enderezó poco á poco; abandonando su asiento, y dijo simplemente:
–¡No!
Ulises abandonó igualmente su sillón giratorio á impulsos de la sorpresa. «¿No?… ¿Por qué?»
El era el capitán, y todos debían obedecerle. Por esto respondía del buque, de la vida de sus tripulantes, de la suerte de la carga. Además, era el propietario: nadie mandaba sobre él, su poder no tenía límites. Por afecto amistoso, por costumbre, consultaba á su segundo, le hacía partícipe de sus secretos, y Tòni, con una ingratitud nunca vista, osaba rebelarse… ¿Qué significaba esto?…
Pero el segundo, en vez de dar explicaciones, se limitó á responder, cada vez más terco y enfurruñado:
–¡No!… ¡no!
–Pero ¿por qué no?—insistió Ferragut, impacientándose, con un temblor de cólera en la voz.
Tòni, sin perder energía en sus negativas, vacilaba, confuso, desorientado, rascándose la barba, bajando los ojos para reflexionar mejor.
No sabía explicarse. Envidiaba la facilidad de su capitán para encontrar las palabras. La más simple de sus ideas sufría angustiosamente antes de surgir de su boca… Pero al fin, poco á poco, entre balbuceos, fué diciendo su odio contra aquellos monstruos de la industria moderna que deshonraban el mar con sus crímenes.
Cada vez que leía en los periódicos sus hazañas en el mar del Norte, una oleada de indignación pasaba por su conciencia de hombre simple, franco y recto. Atacaban traidoramente escondidos en el agua, disimulando su ojo asesino y largo, semejante á las antenas visuales de los monstruos de la profundidad. Esta agresión sin peligro parecía resucitar en su alma las almas indignadas de cien abuelos mediterráneos, tal vez piratas y crueles, pero que habían buscado al enemigo frente á frente, con el pecho desnudo, el hacha en la mano y el arpón de abordaje como únicos medios de pelea.
–¡Si sólo torpedeasen á los buques armados!—añadió—. La guerra es un salvajismo, y hay que cerrar los ojos ante sus golpes traidores, aceptándolos como hazañas gloriosas… Pero hacen algo más: tú lo sabes. Echan á pique buques de comercio, vapores de pasajeros, donde van mujeres, donde van pequeños.
Sus mejillas curtidas tomaron una coloración de ladrillo cocido. Le brillaron los ojos con un resplandor azulado. Sentía la misma cólera que al leer los relatos da los primeros torpedeamientos de grandes trasatlánticos en las costas de Inglaterra.
Veía la muchedumbre indefensa y pacífica amontonándose en los botes, que zozobraban; las mujeres arrojándose al mar con un niño en brazos; toda la confusión mortal de la catástrofe… Luego, el submarino que emergía para contemplar su obra; los alemanes agrupados en la cubierta de acero húmedo, riendo y bromeando, satisfechos de la rapidez de su labor; y en una extensión de varias millas, el mar poblado de bultos negros arrastrados lentamente por las olas: hombres que flotaban de espaldas, inmóviles, con los ojos vidriosos fijos en el cielo; niños con la rubia cabellera tendida como una máscara sobre su rostro lívido; cadáveres de madres oprimiendo sobre su seno, con fría rigidez, el pequeño cadáver de una criatura asesinada antes de que pudiera darse cuenta de la vida.
Leyendo el relato de estos crímenes pensaba en su mujer y en sus hijos, imaginándose que podían haber estado en aquel vapor, sufriendo la misma suerte de sus inocentes pasajeros. Esta suposición le hacía sentir una cólera tan intensa, que hasta llegaba á dudar de su cordura el día en que volviera á tropezarse en cualquier puerto con marinos alemanes… ¿Y Ferragut, un hombre honrado, un capitán bueno, al que todos elogiaban, podía ayudar al trasplante de tales horrores en el Mediterráneo?…
¡Pobre Tòni!… No sabía explicarse, pero la idea de que su mar presenciase estos crímenes daba nuevas vehemencias á su indignación. El alma del doctor Ferragut parecía revivir en el rudo navegante mediterráneo. No había visto á Anfitrita, pero temblaba por ella, sin conocerla, con religioso fervor. Era el azul luminoso de donde habían surgido los primeros dioses deshonrado por la mancha aceitosa que denuncia un asesinato en masa; las costas rosadas, cuyas espumas fabricaron á Venus, recibiendo racimos de cadáveres empujados por las olas; las alas de gaviota de las barcas de pesca huyendo amedrentadas ante el gris tiburón de acero; su familia y sus convecinos aterrados al despertar frente al cementerio flotante arrastrado por la noche hasta sus puertas.
Todo esto lo pensaba, lo veía; pero no acertando á expresarlo, se limitó á insistir en su protesta.
–¡No!… ¡En nuestro mar, no quiero!
Ferragut, á pesar de su carácter impetuoso, adoptó un tono de bondad, como un padre que desea convencer á su hijo fosco y testarudo.
Los sumergibles alemanes se limitarían en el Mediterráneo á una acción militar. No había cuidado de que atacasen á los barcos indefensos, como en los mares del Norte. Sus tristes hazañas de allá habían sido impuestas por las circunstancias, por el sano deseo de terminar cuanto antes la guerra dando golpes aterradores é inauditos.
–Te aseguro que en nuestro mar no harán nada de eso. Me lo han dicho personas que pueden saberlo… De no ser así, no me hubiese comprometido á darles ayuda.
Lo afirmó varias veces, de buena fe, con una absoluta seguridad en las gentes que le habían hecho la promesa.
–Echarán á pique, si pueden, los navíos de los aliados que están en los Dardanelos. Pero ¿qué nos importa eso?… ¡Es la guerra! Cuando en América llevábamos cañones y fusiles á los revolucionarios, no nos preocupaba el uso que pudieran hacer de ellos.
Tòni insistió en su negativa.
–No es lo mismo… No sé explicarme; pero no es lo mismo. Al cañón le puede contestar otro cañón. El que pega también recibe golpes… Pero ayudar á los submarinos es otra cosa. Atacan ocultos, sin peligro… y á mí no me gustan las traidorías.
Esta insistencia de su segundo acabó por irritar á Ferragut, desvaneciendo su forzada bondad.
–¡No hablemos más!—dijo con arrogancia—. Soy el capitán, y mando lo que quiero… He dado mi palabra, y no voy á faltar á ella por darte gusto… Hemos terminado.
Vaciló Tòni, como si acabase de recibir un golpe en el pecho. Sus ojos volvieron á brillar, humedeciéndose. Después de una larga reflexión tendió su diestra velluda al capitán.
–¡Adiós, Ulises!…
El no quería obedecer, y un marino que desacata las órdenes de su jefe debe desembarcar. En ningún buque viviría como en el Mare nostrum. Tal vez le faltase colocación; tal vez los otros capitanes no quisieran de él, por considerarle habituado á una excesiva familiaridad; pero si era necesario, volvería á ser patrón de barca de cabotaje… ¡Adiós! Aquella noche no dormiría á bordo.
Ferragut se indignó, hasta gritar de coraje:
–¡Pero no seas bárbaro!… ¡Qué testarudez la tuya!… ¿A qué vienen esos escrúpulos exagerados?…
Luego sonrió malignamente, y dijo en voz baja:
–Ya sabes que nos conocemos, y no ignoro que en tu juventud has hecho el contrabando.
Se irguió Tòni con altivez. Ahora era él quien se indignaba.
–He hecho el contrabando; ¿y qué hay de extraordinario en eso?… También lo hicieron tus abuelos. No hay en nuestro mar un solo navegante honrado que no conozca ese pecadillo… ¿A quién se hace daño con ello?…
El único que podía quejarse era el Estado, vaga personalidad que nadie sabe dónde habita ni qué cara tiene, y que sufre diariamente un millón de atentados semejantes. Tòni había visto en las aduanas á viajeros riquísimos engañar la vigilancia de los empleados por evitarse un pago insignificante. Toda persona lleva dentro un contrabandista… Además, gracias á los navegantes del fraude, los pobres fumaban mejor y más barato. ¿A quién asesinaban con sus negocios?… ¿Cómo se atrevía Ferragut á comparar estas faltas á la ley, sin perjuicio para las personas, con la tarea de ayudar á los piratas submarinos en la continuación de sus crímenes?…