Kitabı oku: «Mare nostrum», sayfa 22

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Entre la salida del hospital y el nuevo combate que les esperaba en las trincheras del Norte, estos guerreros venidos de lejanos países de sol para pelear y morir buscaban el poderoso consuelo de la mujer. Sus brazos impacientes se llevaban con un tirón de fiera las hembras esqueléticas y macabras y las que aparecían hinchadas por una falsa robustez, producto de malos humores. Algunas tenían la desproporción embrionaria de los fetos, con enormes cabezas sirviendo de remate á cuerpos raquíticos. Otras avanzaban sus míseros troncos descarnados sobre unas piernas anchas y redondas de paquidermo. Los soldados faltos de dinero miraban con envidia y hambre á las mujeres estacionadas en las puertas: criaturas de lujo é ilusión, con faldellines orinados llenos de lentejuelas, altas botas y medias amarillas.

El capitán iba por las cumbres de estas calles, deteniéndose para apreciar el rudo contraste entre ellas y su vista terminal. Casi todas descendían hasta el puerto viejo, con un reguero de aguas sucias por mitad del arroyo que saltaba de piedra en piedra. Eran obscuras como tubos de telescopio, y al extremo de sus zanjas malolientes, ocupadas por el deforme mujerío, se abría un amplio desgarrón de luz y de azul. Se veían blancos veleros anclados al final de la pendiente, un pedazo de lámina acuática y las casas del muelle opuesto, empequeñecidas por la distancia. En otras aparecía como último plano la montaña de Nuestra Señora de la Guardia, con su basílica puntiaguda y la brillante estatua final, semejante á una llama de oro inmóvil y tortuosa. Algunas veces, un torpedero, al entrar en el puerto viejo, se deslizaba por la boca de una de estas callejuelas sombrías como si pasase por la lente de un anteojo.

Al sentirse fatigado el marino por el mal olor y la miseria viciosa de los barrios viejos, volvía al centro de la ciudad, paseando bajo los árboles de las avenidas de Meilhan ó entre los puestos de flores del Coso Belzunce.

Un anochecer, cuando esperaba el tranvía en la Cannebière rodeado de otras personas, volvió la cabeza con el presentimiento de que alguien le estaba contemplando á sus espaldas.

Efectivamente, vió á un hombre detrás de él en el borde de la acera, un señor elegantemente vestido, completamente afeitado, que parecía por su aspecto un inglés cuidadoso de su persona. Este gentleman acababa de detenerse á impulsos de la sorpresa, como si hubiese reconocido á Ferragut.

Se cruzaron las miradas de los dos, sin que esto despertase eco alguno en la memoria del capitán… No podía recordar á este hombre. Casi estaba seguro de no haberlo visto nunca. Su rostro afeitado, sus ojos de un gris metálico, su tiesura elegante, no decían nada á su memoria. Tal vez el desconocido sufría una equivocación.

Así debía ser, á juzgar por la prontitud con que separó su mirada de la de Ferragut, alejándose apresuradamente.

El capitán no dió importancia á este encuentro. Lo había olvidado ya al subir al tranvía, pero minutos después resurgió en su memoria, bajo una nueva luz. El rostro del inglés se presentaba en su imaginación con un relieve distinto al de la realidad. Lo veía más claramente que al resplandor algo mortecino de los reverberos de la Cannebière… Pasaba con indiferencia sobre sus rasgos fisonómicos: en realidad, los había contemplado por primera vez. ¡Pero los ojos!… El conocía perfectamente aquellos ojos: se habían cruzado muchas veces con los suyos. ¿Dónde?… ¿Cuándo?…

Le acompañó hasta su buque el recuerdo de este hombre como una obsesión, sin lograr que su memoria diese una respuesta á sus preguntas. Luego, al verse en la cámara de popa con Tòni y el tercer oficial, volvió á olvidarlo.

En los días sucesivos, al bajar á tierra, su memoria experimentaba invariablemente el mismo fenómeno. Iba el capitán por la ciudad, sin acordarse de aquel individuo, pero al entrar en la Cannebière surgía inmediatamente en su cerebro dicho recuerdo, seguido de una ansiedad inexplicable.

«¿Dónde estará ahora mi inglés?—pensaba—. ¿Dónde le he visto antes?… ¡Porque es indudable que nos conocemos!»

Miraba curiosamente, á partir de este instante, á todos los transeúntes, y á veces apresuraba el paso para examinar á algunos que se le asemejaban por la espalda. Una tarde creyó reconocerlo en un carruaje de alquiler cuyo caballo marchaba á vivo trote por la avenida del Prado; pero cuando quiso seguirle, el vehículo había desaparecido en una calle inmediata.

Transcurrieron los días, y el capitán olvidó definitivamente este encuentro. Otros asuntos más reales é inmediatos le preocupaban. Su buque estaba listo; iban á enviarle á Inglaterra para cargar municiones destinadas al ejército de Oriente.

La mañana de su partida bajó á tierra sin deseos de llegar al centro de la ciudad.

En una calle de los docks había una barbería frecuentada por los capitanes españoles. La charla pintoresca del barbero, nacido en Cartagena, las láminas de colores fijas en la pared representando corridas de toros, los periódicos de Madrid olvidados en los divanes de hule y una guitarra en un rincón, hacían de esta tienda un pedazo de España para los vagabundos del Mediterráneo.

Ferragut, antes de partir, quiso entregar sus barbas al tijereteo del verboso maestro. Cuando, pasada una hora, pudo salir de la barbería, arrancándose á las interminables despedidas del dueño, siguió una amplia calle entre dos filas de docks, solitaria y silenciosa.

Las puertas corredizas de acero estaban cerradas y selladas. Los almacenes, vacíos y sonoros como naves de catedral, exhalaban aún los fuertes olores de los géneros que habían guardado en tiempo de paz: vainilla, canela, rollos de cuero, nitratos y fosfatos para abonos químicos.

No vió en toda la calle mas que un hombre que venía hacia él dando la espalda á la dársena. Entre las dos largas paredes de ladrillos surgía el muelle en el fondo, con montañas de mercancías, escuadras de cargadores negros, vagones y carros. Más allá estaban los cascos de los buques, sustentando un bosque de palos y chimeneas, y en último término la muralla amarilla del malecón exterior y el cielo recién lavado por la lluvia, con un rebaño de nubecillas blancas y plácidas como sedosos carneros.

El hombre que volvía del puerto y caminaba con los ojos fijos en Ferragut se detuvo de pronto, y girando sobre sus talones volvió hacia el muelle… Este movimiento despertó la curiosidad del capitán, aguzando sus sentidos. Repentinamente tuvo el presentimiento de que este transeúnte era «su inglés». Iba vestido de otro modo, con menos elegancia; sólo podía ver su espalda alejándose rápidamente, pero su instinto fué en este momento superior á sus ojos… No necesitaba mirar: era el inglés.

Y sin saber por qué, apresuró el paso para alcanzarle. Luego corrió francamente, al considerar que estaba solo en la calle y el otro había desaparecido doblando la esquina.

Cuando Ferragut salió al muelle, pudo ver cómo se alejaba con un paso elástico que casi era una fuga. Había ante él una cordillera de fardos amontonados, con tortuosos desfiladeros. Iba á perderlo de vista: le sería difícil encontrarle un minuto después.

El capitán vaciló. «¿Qué motivo tenía para acosar á este desconocido?…» Y en el preciso momento que se formulaba esta pregunta, el otro retuvo un poco su marcha para volver la cabeza y darse cuenta de si le seguían.

Se verificó en Ferragut un rápido fenómeno. No había reconocido la mirada de este hombre cuando casi se tocaban en la acera de la Cannebière, y ahora que existía entre los dos una distancia de cincuenta metros, ahora que el otro huía y sólo presentaba un perfil fugitivo, el capitán descubrió quién era por sus ojos, á pesar de que no podía distinguirlos claramente á tal distancia.

Un telón pareció rasgarse en su memoria con doloroso crujido, dejando pasar torrentes de luz… Era el falso conde ruso, estaba seguro de ello, Von Kramer, el marino alemán, afeitado y desfigurado, que «trabajaba» sin duda en Marsella, montando nuevos servicios, meses después de haber preparado la entrada de los sumergibles en el Mediterráneo.

La sorpresa inmovilizó á Ferragut. Con la misma rapidez imaginativa del que va á morir ahogado en el mar y repasa vertiginosamente las escenas de su vida anterior, vió su infame existencia de Nápoles, la expedición en la goleta para avituallar á los submarinos, luego el torpedo que abría una brecha en el Californian… ¡Y este hombre era tal vez el que había hecho saltar por el aire á su pobre hijo hecho pedazos!…

Vió también á su tío el Tritón lo mismo que cuando le escuchaba siendo pequeño en el puerto de Valencia. Recordó su relato de cierta noche de orgía egipcia en un cafetucho de Alejandría, donde tuvo que «pinchar» á un hombre para abrirse paso.

El instinto le hizo llevarse una mano á la cintura. ¡Nada!… Maldijo la vida moderna y sus inciertas seguridades, que permiten á los hombres ir de un lado á otro confiados, inermes, sin medios de agredir. En otros puertos bajaba á tierra con el revólver en un bolsillo del pantalón… ¡pero en Marsella! No llevaba ni un cortaplumas: sólo tenía sus puños… Hubiese dado en aquel momento su buque entero, su vida, por un instrumento que le permitiese matar… ¡matar de un golpe!…

Se fué apoderando de él la vehemencia sanguinaria del mediterráneo. ¡Matar!… No sabía cómo hacerlo, pero debía matar.

Lo más inmediato era detener al enemigo que se escapaba. Iba á caer sobre él con los puños, con los dientes, entablando una lucha prehistórica, la pelea animal antes de que el hombre inventase la maza. Tal vez el otro ocultaba un arma y podía matarle; pero él, en su soberbia vengativa, sólo veía la muerte del enemigo, repeliendo todo temor.

Para que no pudiera ocultarse á su vista, corrió hacia él sin disimulo alguno, como si estuviese en un desierto, á toda la velocidad de sus piernas. El instinto de agredir le hizo agacharse, agarrar una madera que estaba en el suelo, una especie de palanca rústica, y armado de este modo primitivo continuó su carrera.

Todo esto había durado unos segundos. El otro, al notar la hostil persecución, corrió francamente á su vez, desapareciendo entre las colinas de fardos.

El capitán vió confusamente que unas sombras saltaban en torno de él cortándole el paso. Sus ojos, que todo lo contemplaban de color escarlata, acabaron por distinguir unas caras negras y otras blancas… Eran los descargadores militares y civiles, alarmados por el aspecto de un hombre que corría como un loco.

Lanzó una maldición al verse detenido. Con el instinto justiciero de las multitudes, estas gentes sólo se preocupaban del agresor, dejando libre al que huía. No pudo guardar su cólera toda para él: tuvo que revelar su secreto.

–Es un espía… ¡un espía boche!

Dijo esto con voz sorda, entrecortada, y jamás una palabra suya de mando obtuvo un eco más ruidoso. «¡Un espía!…» El grito hizo surgir hombres como si los vomitase la tierra; saltó de boca en boca, repitiéndose hasta lo infinito, conmoviendo los muelles y los buques, vibrando hasta más allá de lo que podía alcanzar la mirada, penetrando en todas partes con la difusión y la rapidez de las ondas sonoras. «¡Un espía!…» Corrían los hombres con redoblada agilidad; los cargadores abandonaban sus fardos para unirse á la persecución; saltaba gente de los vapores para colaborar en la humana cacería.

El autor de la ruidosa alarma, el que había dado el grito, se vió sobrepasado y anulado por la tromba persecutoria que acababa de provocar. Ferragut, siempre corriendo, quedó detrás de los tiradores negros, de los cargadores, de los guardianes del puerto, de los marineros que acudían de todos lados, introduciéndose por los callejones de fardos y cajas… Eran como los lebreles que baten las sinuosidades de la selva, haciendo salir el ciervo á campo llano; como los hurones que se deslizan por las galerías subterráneas, obligando á la liebre á volver á la luz. El fugitivo, cercado en el dédalo de pasadizos, tropezando con enemigos en todas las revueltas, surgió corriendo por el extremo opuesto y continuó su carrera á lo largo del muelle.

La cacería duró breves instantes al desarrollarse en un terreno libre de obstáculos. «¡Un espía!…» La voz, más rápida que las piernas, saltaba á su encuentro. Los gritos de los perseguidores avisaban á las gentes que seguían trabajando á lo lejos, sin comprender la alarma.

Quedó de pronto el fugitivo entre un semicírculo cóncavo de hombres que le aguardaban á pie firme y un semicírculo convexo que seguía sus pasos con ondulante persecución. Se juntaron las dos multitudes cerrando sus extremos, y el espía quedó prisionero.

Ferragut le vió intensamente pálido, jadeante, paseando sus ojos en torno de él con una expresión de animal acosado que piensa aún en la posibilidad de defenderse.

Su diestra buscó en uno de sus bolsillos. Tal vez iba á sacar un revólver para morir matando. Un negro cercano á él levantó un madero que empuñaba á guisa de maza. Resurgió la mano teniendo un papel entre los dedos é intentó llevarlo á la boca. Pero el golpe del negro suspendido en el aire cayó sobre su brazo, haciéndolo colgar inerte. El espía se mordió los labios para contener un rugido de dolor.

El papel había rodado por el suelo y varias manos lo recogieron á la vez. Un suboficial lo desarrugó antes de examinarlo. Era un pedazo de papel fino con el contorno dibujado del Mediterráneo. Todo el mar estaba cuadriculado como un tablero de ajedrez, y en el centro de las casillas había un número de orden. Estos cuadrados eran sectores, y sus números servían para hacer saber á los submarinos, por telegrafía sin hilo, los lugares donde podían aguardar á los buques aliados, torpedeándolos.

Otro suboficial explicó rápidamente á las gentes inmediatas la importancia del descubrimiento. «Sí que era un espía.» Esta afirmación despertó el regocijo de una buena presa y el deseo impulsivo de venganza que enloquece en ciertos momentos á las muchedumbres.

Los hombres de los buques eran los más furiosos, por lo mismo que arrostraban á todas horas la traidora asechanza submarina. «¡Ah, bandido!…» Muchos puños cayeron sobre él, haciéndole bambolear bajo sus golpes. Cuando el preso quedó resguardado por los pechos de varios suboficiales, Ferragut pudo verle de cerca, con una sien manchada de sangre y una expresión fría y altiva en los ojos. Entonces se dió cuenta de que llevaba teñidos los cabellos.

Había huído por salvarse, se había mostrado humilde y medroso al ser alcanzado, creyendo que aún le era posible mentir. Pero el papel que deseaba hacer desaparecer dentro de su boca estaba en manos de los enemigos… ¡Resultaba inútil fingir más!…

Y se irguió orgulloso, como todo hombre de guerra que considera su muerte cierta. Reaparecía el oficial de casta, mirando con altivez á sus perseguidores anónimos, implorando únicamente protección de los kepis con galón de oro.

Sus ojos quedaron inmóviles al descubrir á Ferragut. Le contemplaron fijamente, con una insolencia glacial y desdeñosa. Sus labios se movieron con la misma expresión de menosprecio.

No decían nada, pero el capitán adivinó sus palabras sin sonido… Le insultaban. Era el insulto del hombre de jerarquía superior al siervo infiel; el orgullo del oficial noble que se acusa á sí mismo por haber fiado en la lealtad de un simple marino mercante.

–¡Traidor!… ¡traidor!—parecían decirle sus ojos insolentes, su boca murmurante y sin voz.

Ulises se encolerizó ante esta altivez. Pero su cólera fué glacial, una cólera que se contiene viendo al enemigo privado de defensa.

Avanzó hacia él como uno de los muchos que le insultaban mostrándole el puño. Su mirada sostuvo la mirada del alemán, y le habló en español con voz sorda.

–¡Mi hijo… mi único hijo murió hecho pedazos en el torpedeamiento del Californian!

Estas palabras hicieron cambiar el rostro del espía. Sus labios se separaron, lanzando una leve exclamación de sorpresa.

–¡Ah!…

Se apagó la luz arrogante de sus pupilas. Luego bajó los ojos, y poco después la cabeza.

La muchedumbre vociferante lo fué empujando y se lo llevó, sin que nadie se acordase del hombre que había dado la alarma é iniciado la persecución.

Aquella misma tarde el Mare nostrum salió de Marsella.

X
EN BARCELONA

Cuatro meses después, el capitán Ferragut estaba en Barcelona.

Había hecho durante este tiempo tres viajes á Salónica, y en el segundo tuvo que comparecer ante un capitán de navío del ejército de Oriente. El marino francés estaba enterado de sus expediciones anteriores para el avituallamiento de las tropas aliadas; conocía su nombre, y le miró como un juez que se interesa por el acusado. Había recibido de Marsella un largo telegrama referente á Ferragut. Un espía sometido á la justicia militar le acusaba de haber trabajado en el aprovisionamiento de los submarinos alemanes.

–¿Qué hay de eso, capitán?…

Ulises quedó indeciso, mirando la cara grave del marino encuadrada por una barba gris. Este hombre inspiraba confianza. Podía responder negativamente á tales preguntas; le sería difícil al alemán probar sus afirmaciones; pero prefirió decir la verdad, con la sencillez del que no intenta disimular su culpa, describiéndose tal como había sido, ciego de torpe pasión, arrastrado por los artificios amorosos de una aventurera.

–¡Las mujeres!… ¡ah, las mujeres!—murmuró el jefe francés con sonrisa melancólica, como un magistrado que no pierde de vista las debilidades humanas y ha participado de ellas.

Sin embargo, el delito de Ferragut era de importancia. Había ayudado á la implantación del ataque submarino en el Mediterráneo… Pero cuando el capitán español contó cómo había sido él una de las primeras víctimas, cómo había muerto su hijo en el torpedeamiento del Californian, el juez pareció conmoverse, mirándolo con ojos menos severos.

Luego relató su encuentro con el espía en el puerto de Marsella.

–He jurado—dijo finalmente—dedicar mi buque y mi vida á causar todo el daño que pueda á los asesinos de mi hijo… Ese hombre me denuncia para vengarse. Reconozco que mi ceguera amorosa me arrastró á un delito que no olvidaré nunca. Bastante castigado estoy con la muerte de mi hijo… pero no importa: que me sentencien también los hombres.

El jefe quedó en profunda reflexión, con la frente en una mano y el codo en la mesa. Ferragut conocía la justicia militar, expedita, intuitiva, pasional, atenta á sentimientos que apenas tienen valor en otros tribunales, juzgando por los movimientos de la conciencia más que por la letra de las leyes, y capaz de fusilar á un hombre con la misma prontitud que emplea para dejarlo en libertad.

Cuando los ojos del juez volvieron á fijarse en él, tenían una luz afectuosa. Había sido culpable, no por dinero ni por traición, sino enloquecido por una mujer. ¿Quién no tenía en su historia algo semejante?… «¡Ah, las mujeres!», repitió el francés, como si lamentase la más terrible de las esclavitudes… Pero bastante pena había sufrido con la pérdida de su hijo. Además, á él le debían el descubrimiento y el arresto de un espía importante.

–La mano, capitán—acabó diciendo, mientras le tendía su diestra—. Todo lo que hemos hablado queda entre los dos: es como una confesión. Yo me entenderé con el Consejo de guerra… Siga usted prestando sus servicios á nuestra causa.

Y Ferragut no se vió inquietado más por el asunto de Marsella. Tal vez le vigilaban discretamente y no le perdían de vista hasta convencerse de su completa inocencia. Pero esta vigilancia que él presentía nunca se hizo sentir ni le acarreó molestia alguna.

En el tercer viaje á Salónica, el capitán de navío le vió una vez de lejos, saludándole con su grave sonrisa. Y no supo más del espía.

A la vuelta, el Mare nostrum ancló en Barcelona para cargar paño destinado al ejército servio y otros artículos industriales que necesitaban las tropas de Oriente. Este viaje no lo hizo Ferragut por el deseo de ganancia. Un interés afectivo tiraba de él… Necesitaba ver á Cinta, sintiendo que en su alma retoñaba el pasado.

La imagen de la esposa surgía en su memoria vivaz y atrayente, como en los primeros tiempos de su matrimonio. No era una resurrección del antiguo amor: esto resultaba imposible… Pero el remordimiento se la hacía ver idealizada por la distancia, con todas sus cualidades de mujer dulce y modesta; y el continuo recuerdo iba tomando la forma de un deseo amoroso.

Quería restablecer las cordiales relaciones de otros tiempos; hacerse perdonar todo lo pasado; que ella no le mirase con odio, creyéndolo responsable de la muerte de su hijo.

En realidad era la única mujer que le había amado sinceramente, como ella podía amar, sin brusquedades y exageraciones pasionales, con la tranquilidad de una compañera. Las otras no existían. Eran un tropel de sombras que apenas si se marcaban en su memoria como espectros daltonianos, de visible contorno, pero sin color. En cuanto á la última, aquella Freya que la desgracia había puesto ante su paso… ¡cómo la odiaba el capitán! ¡Cómo deseaba encontrarse con ella para devolverle una parte del daño que le había hecho!…

Al ver á su esposa, se imaginó Ulises que no había transcurrido el tiempo. La encontró lo mismo que al partir, con las dos sobrinas sentadas á sus pies, fabricando blondas interminables y sutiles sobre los colchoncillos cilíndricos apoyados en sus rodillas.

La única novedad de la llegada del capitán á esta vivienda de monástica calma fué que don Pedro se abstuvo de su visita.

Cinta acogió á su marido con una sonrisa pálida. Se adivinaba en esta sonrisa la obra del tiempo. Seguía pensando en su hijo á todas horas, pero con una resignación que secaba sus lágrimas y le permitía continuar el pausado mecanismo de su existencia. Quiso borrar además sus malas palabras, inspiradas por el dolor: el recuerdo de aquella escena de rebelión en la que se había levantado como una acusadora iracunda contra el padre. Y Ferragut, durante algunos días, creyó vivir lo mismo que años atrás, cuando aún no había comprado el Mare nostrum y proyectaba quedarse para siempre en tierra. Cinta le atendía y obedecía como debe hacerlo una esposa cristiana. Sus palabras y actos revelaban un deseo de olvidar, de hacerse agradable.

Pero algo faltaba que había hecho dulce el pasado. Ulises, varón impetuoso, incapaz de cordura al lado de una mujer, impuso en las noches el ejercicio de sus derechos. Un sentimiento de tristeza y de vergüenza fué el obligado final de sus caricias. Su esposa salía de ellas como de un suplicio: resignada porque así lo exigía su deber, pero con un gesto de repulsión mal disimulado.

La cordialidad de su juventud no podía resucitar. El recuerdo del hijo se incrustaba entre los dos, dejando apenas en el pensamiento un breve espacio para el deseo voluptuoso… ¡Y así sería siempre!

Volvió á esperar con impaciencia la hora de huir de Barcelona. En realidad, aquella casa ya no era suya. Por mucho que la esposa se esforzase, siempre se interpondría entre ambos el irremediable pasado. Su destino era vivir en un buque, pasar el resto de sus días sobre las olas, como el capitán maldito de la leyenda holandesa, hasta que viniese á redimirle una virgen pálida envuelta en velos negros: la muerte.

Mientras el vapor terminaba su carga paseó por la ciudad, visitando á sus primos los fabricantes ó permaneciendo, como un desocupado, en los cafés. Seguía con los ojos la corriente humana de las Ramblas, en la que se confundían los hijos del país y los pintorescos y disparatados contingentes aportados por la guerra.

Lo primero que notó Ferragut fué la visible disminución de los refugiados alemanes.

Meses antes los había encontrado en todas partes, llenando los hoteles, apoderándose de los cafés, ostentando en las calles sus sombreros verdes y sus camisas de cuello abierto, que les hacían ser reconocidos inmediatamente. Las alemanas, con trajes vistosos y disparatados, se besaban al encontrarse, hablando á gritos. La lengua germánica, confundida con el catalán y el castellano, parecía pertenecer al país. En los caminos y las montañas se veían filas de mocetones despechugados, con la cabeza descubierta, un palo en la mano y una mochila alpestre á la espalda, entreteniendo sus ocios con excursiones de placer que tal vez eran al mismo tiempo de previsor estudio.

Todos ellos procedían del otro hemisferio. Eran alemanes de América, especialmente del Brasil, de Argentina y Chile, que habían pretendido volver á su país en los primeros momentos de la guerra, quedando aislados en Barcelona, sin poder continuar su viaje, por miedo á los cruceros franceses é ingleses que vigilaban el Mediterráneo.

Al principio ninguno había querido preocuparse de su instalación en esta tierra extraña. Todos se aglomeraban á la vista del mar, con la esperanza de ser los primeros en embarcarse apenas se abriese para ellos el camino de la navegación.

La guerra iba á ser muy corta, ¡cortísima! El kaiser y sus irresistibles ejércitos sólo necesitaban seis meses para imponer la ley á toda Europa. Las familias germánicas enriquecidas por el comercio se habían alojado en los hoteles. Los pobres que trabajaban en el Nuevo Mundo como agricultores ó dependientes de tienda se acuartelaban en un matadero de las afueras. Algunos que eran músicos habían adquirido instrumentos viejos y formaban murgas vagabundas, implorando limosna con sus rugidos de pueblo en pueblo.

Pero transcurrían los meses, la guerra se prolongaba, y nadie podía columbrar su término. Cada vez era mayor el número de los que tomaban las armas contra el imperialismo medioeval de Berlín. Y los refugiados alemanes, convencidos finalmente de que la espera iba á ser larga, se esparcían por el interior de la nación, buscando una existencia más amplia y barata. Los que habitaban hoteles lujosos iban á instalarse en «villas» y chalets de los alrededores; los pobres, cansados del rancho del matadero, se enganchaban para trabajar en obras públicas del interior.

Aún quedaban muchos en Barcelona, reuniéndose en determinadas cervecerías para leer los periódicos de su patria y hablar misteriosamente de los trabajos de la guerra.

Ferragut los reconocía inmediatamente al encontrarlos en la Rambla. Eran mercaderes establecidos largos años en el país, que alardeaban de catalanes con la mentirosa facilidad de adaptación propia de su raza. Otros procedían de América y estaban ligados con los de Barcelona por la francmasonería del comercio y del interés patriótico. Pero todos eran germanos, y ello bastaba para que el capitán recordase inmediatamente á su hijo, imaginando sangrientas venganzas. Deseó á veces tener en su brazo las fuerzas ciegas de la Naturaleza para borrar de un solo golpe á estos enemigos. Le molestaba verlos instalados en su tierra, tener que pasar junto á ellos diariamente, sin protesta y sin agresión, respetándolos porque así lo exigían las leyes.

Gustaba en las mañanas de circular por la Rambla ante los puestos de las floristas. Podía pasearse entre dos muros de flores recién cortadas que guardaban aún en sus corolas el rocío del amanecer. Cada mesa de hierro era una pirámide con todas las tintas del iris y todas las fragancias que puede elaborar la tierra.

Empezaba la buena estación. Los árboles añosos de la Rambla se cubrían de hojas, y en sus frondas nacientes chillaban miles de pájaros con la tenacidad ensordecedora de las cigarras, persiguiéndose de tronco en tronco, dejando caer sobre la muchedumbre que circulaba por abajo el olvido casi líquido de sus flojos intestinos.

El capitán, mirando á las señoras con mantilla que llegaban en busca de un ramo, creía percibir el perfume de su carne matinal recién salida del sueño y refrescada por este ambiente de jardín. En Ferragut, el deseo de la mujer predominaba sobre todas las emociones. Ninguna situación, por angustiosa que fuese, le dejaba insensible á los atractivos femeninos.

Una mañana, avanzando lentamente entre la muchedumbre, notó que le seguía una mujer. Varias veces le cortó el paso sonriéndole, buscando un pretexto para entablar conversación. Tal insistencia no podía enorgullecerle. Era una hembra cuarentona, de pecho prominente y sueltas ancas, una cocinera con la cesta en el brazo, igual á muchas otras que pasaban por la Rambla de las Flores para unir un ramo á la diaria compra de víveres.

Al darse cuenta de que el marino no se conmovía con sus sonrisas y las miradas de sus ojos claros, se plantó ante él, hablándole en catalán.

–¿Es usted, y perdone, un capitán de barco al que llaman don Ulises?…

Se entabló la conversación. La cocinera, convencida de que era él, siguió hablando con sonriente misterio. Una señora muy hermosa deseaba verle… Y le dió las señas de una «torre» situada al pie del Tibidabo, en una barriada de reciente construcción. Podía hacer su visita á las tres de la tarde.

–Venga, señor—añadió con una mirada de dulce promesa—. No se arrepentirá del viaje.

Fueron inútiles todas las preguntas. La mujer no quiso decir más. Lo único que pudo entrever en sus evasivas fué que la persona que la enviaba se había separado de ella al ver al capitán.

Cuando se alejó la mensajera quiso seguirla, pero la gorda comadre volvió repetidas veces la cabeza. Su astucia estaba habituada á burlar persecuciones, y sin que Ferragut pudiera darse cuenta de cómo fué su desaparición, se escabulló entre los grupos cerca de la plaza de Cataluña.

«No iré», fué lo primero que se dijo Ulises al quedar solo.

Sabía lo que significaba esta invitación. Recordó un sinnúmero de antiguas é inconfesables amistades que tenía en Barcelona: mujeres que había conocido en otros tiempos, entre dos viajes, sin pasión alguna, por su curiosidad de vagabundo ansioso de novedades. Tal vez una de ellas le había visto en la Rambla, enviándole á esta intermediaria para reanudar viejas relaciones. El capitán debía gozar fama de rico, ahora que todo el mundo hacía comentarios sobre los formidables negocios realizados por los dueños de buques.

«No iré», volvió á decirse con energía. Consideraba una molestia inútil acudir á esta entrevista, para encontrar la sonrisa mercenaria de un rostro conocido y olvidado.

Pero la insistencia del recuerdo y la misma tenacidad con que se repitió su promesa de no acudir á la cita empezaron á hacer sospechar á Ferragut que bien podría ser que fuese á ella.

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Litres'teki yayın tarihi:
07 mayıs 2019
Hacim:
550 s. 1 illüstrasyon
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Public Domain
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